Capítulo 20

Color. Eso era lo primero que se veía al entrar en La Rivière desde Massat el trece de julio. Una cuerda con banderitas rojas, blancas y azules zigzagueaba por todo el pueblo empezando en el pabellón de caza y rodeando el poste de la luz, después pasaba por encima de la vieja escuela, cruzaba hasta el centro de jardinería y volvía hasta la épicerie, rodeando otro poste de la luz y el canalón de encima del garaje de Josette hasta lo más alto de la última farola. Y al final estaba René Piquemal, subido a una escalera intentando atar el extremo al Auberge des Deux Vallées.

—¡Mantenlo así ahora! —pidió mientras estiraba su corto brazo para llegar a la agarradera de metal de la que colgaba el cartel del Auberge.

Dada la diferencia de estatura, tendría que ser Christian Dupuy el que estuviera ahí arriba, pero la grave fobia del granjero a las alturas hacía que fuera más útil al pie de la escalera. René maldecía entre dientes mientras intentaba una vez más enganchar el extremo de la cuerda a la agarradera y atarlo. Pero no había forma. Todas las veces se le escurría antes de poder hacer el nudo. Miró abajo para asegurarse de que Christian prestaba atención y después se inclinó precariamente hacia la izquierda. Casi.

En ese preciso momento Véronique cruzó el puente con una carretilla llena de geranios. Aparcó su carga enfrente del Auberge, junto a unos barriles de madera llenos de tierra que Alain Rougé había traído antes. Christian no se dio ni cuenta de que apartaba los ojos de la espalda de René para fijarlos en la visión mucho más seductora de Véronique Estaque, cuyos vaqueros se curvaron de forma deliciosa cuando se inclinó para plantar las flores con una palita en la mano. Se olvidó por completo del fontanero que estaba encima de la escalera.

—¡Christiaaaaan!

Como se había estirado demasiado, René sintió que todo se inclinaba hacia un lado. Entonces la agarradera se acercó lo suficiente para que pudiera sujetar el hilo con facilidad.

—¡Perdón!

Christian volvió a centrar toda su atención en la escalera, que se estaba tambaleando hacia la izquierda, y dio un tirón para enderezarla, a punto de tirar a René en el proceso.

Merde! —se quejó este mirando al granjero con la cara roja. Véronique se reía de los dos desde detrás—. ¡Casi me matas!

—Perdón —murmuró el granjero de nuevo—. Pero al menos has conseguido atarlo.

René terminó el nudo, tiró de la cuerda para asegurarse de que estaba bien atada porque no quería tener que volver a subirse a la escalera y bajó.

—¡Está precioso! —anunció Véronique, intentando calmar al fontanero molesto.

Y lo consiguió. La cuerda de las banderitas recorría todo el pueblo, complementada por los geranios rojos y blancos que Stephanie había conseguido y que habían colocado en brillantes macetas de ventana azules, otras de vidrio también azul y unos cuantos en los barriles de madera que Véronique estaba preparando. La atmósfera era sin duda festiva.

Habían sido tres semanas frenéticas. Bajo la tapadera de una fête para celebrar el Catorce de Julio, Serge Papon había animado, camelado, agobiado y aterrorizado a la población de La Rivière para que embelleciera el pueblo. Se habían pintado postigos, acicalado jardines, arreglado tejados, limpiado ventanas y el graffiti antiosos que adornaba el edificio de la antigua escuela desde finales de abril por fin se había limpiado. El área de paso también había sufrido una transformación y los árboles y los arbustos que allí había fueron víctimas de Bernard Mirouze y sus tijeras de podar. Hasta le hicieron un lavado de cara al pabellón de caza; los cazadores no opusieron resistencia cuando les pidieron que limpiaran los terrenos y le dieran una mano de pintura.

Como el festival para celebrar el día nacional de Francia tradicionalmente se celebraba en Fogas, en el aparcamiento del ayuntamiento, habían surgido preguntas sobre esta reubicación repentina, como era de esperar. Pascal Souquet estaba entre los curiosos que querían saber las razones del cambio, pero Serge se lo quitó de encima diciéndole que ya era hora de que La Rivière compartiera las celebraciones. ¡Y menudas celebraciones iban a ser!

El propio alcalde estaba de pie en los jardines del Auberge supervisando cómo Alain Rougé y monsieur Webster, el propietario del hostal, colocaban un toldo cuyos laterales blancos se agitaban con la brisa como las velas de un barco. Cerca, madame Webster y Stephanie estaban ocupadas limpiando mesas y sillas mientras Tomate, el gato, se colaba entre sus piernas constantemente, un añadido más a la conmoción.

Después de todos esos preparativos, ¿funcionaría? Serge sintió un nudo de tensión en el estómago. Lo único que no podía predecir era cómo iban a reaccionar los habitantes cuando se dieran cuenta de lo que estaba pasando en realidad, y eso era crucial. Porque si no la apoyaban inmediatamente, la idea estaba condenada a fracasar.

Claro que sería mucho más fácil si pudiera decirles la verdad, pero no se atrevía. No confiaba en ellos. No en todos, al menos, y sobre todo no en su primer teniente de alcalde. Serge seguía siendo escéptico en cuanto a la implicación de Pascal Souquet en todo el asunto de la oficina de correos, pero sospechaba que seguramente los excelentes planes que se le habían ocurrido a Véronique se le habían escapado cuando el alcalde de Sarrat estaba delante. Por eso Serge no podía contarle su secreto a la gente de Fogas todavía.

En vez de eso tenía que sortear el problema. Primero se aseguró de que todo el mundo se enterara del último rechazo de La Poste a través de la red de cotilleos que conectaba los tres pueblos. Incluso hizo que Céline escribiera un boletín que se distribuyó por todas las casas, en el que se hacía hincapié en la necesidad de luchar contra esta negativa que amenazaba el corazón mismo del municipio. Pero cuando le preguntaban qué quería decir exactamente con luchar, respondía de una forma deliberadamente vaga. Ya se oían comentarios en voz baja que sugerían que debían organizar una protesta, algunos procedentes del pequeño grupo que lo sabía todo. Y esa idea tenía el apoyo de muchos. Pero Serge Papon seguía en sus trece, diciéndoles que había que esperar al momento adecuado.

Y el momento era mañana. Tendría unas dos horas para conseguir que le siguieran y para organizarlos. ¿Podría hacerlo?

Tenía que hacerlo. No había alternativa.

Satisfecho de que los preparativos estuvieran bajo control, volvió a la carretera donde Christian y René estaban subiendo la escalera a la baca de este último.

—¿Ya está todo?

Christian asintió.

—¿Y lo otro? ¿Nuestro plan B?

—Viene de camino. Espero que sepas lo que estás haciendo.

Serge rio.

—La verdad es que no tengo ni idea.

Mientras lo veía alejarse caminando bajo las banderitas rojas, blancas y azules, Christian se dio cuenta de que seguramente era cierto.

—¡Qué bonito! ¡Ya veréis cuando Chloé lo vea! —exclamó Stephanie Morvan al salir del jardín del Auberge y ver las banderitas que se agitaban.

—¿Qué tal está?

Stephanie arrugó la nariz.

—Mucho mejor. Pero a veces, si la pillas desprevenida, sigue pareciendo un poco perdida.

—¿No está contigo hoy?

—No, está con los gemelos Rogalle. Es su cumpleaños, me ha suplicado que la dejara ir a jugar con ellos y se lo he permitido.

Christian puso los ojos en blanco con consternación.

—¡Ah, su cumpleaños! Se me había olvidado por completo. Me pasaré después con su regalo, ¿te parece bien?

—Estará encantada.

Stephanie se despidió con la mano y siguió a la robusta figura de Serge Papon por la carretera, convencida de que su hija se estaba recuperando.

Chloé Morvan no estaba ni siquiera cerca de los gemelos Rogalle. Aunque su móvil sí lo estaba. Como tenía miedo de que maman intentara contactar con ella, les había dado su teléfono a ellos y les había dicho que le dijeran que estaba haciendo ruedas laterales en el aire si llamaba. Aunque llevaba mucho tiempo sin hacerlas. Había hecho todo lo posible por convencer a su madre de que estaba bien sonriendo cuando le hablaban, comiéndose lo que le ponían delante aunque todo le sabía a cartón y a veces incluso pidiendo repetir. Solo había conseguido hacer eso dos veces y estuvo a punto de vomitar después.

Lo único que no había podido fingir en las últimas tres semanas habían sido sus acrobacias. Cuando maman le preguntó por qué no aprovechaba el buen tiempo para practicar en el jardín, le dijo que estaba lesionada y que le dolía el hombro. ¡Menuda mentira! Antes del fuego hubo muchos días en que salió a practicar con el cuerpo todavía magullado de la sesión anterior. Eso no la había detenido nunca. Pero últimamente había resultado ser una excusa muy útil.

Apartó unos helechos y unas ramas del camino que estaba siguiendo, invadido por el follaje crecido tras una estación con el tiempo ideal para potenciar su crecimiento. Le había llevado más de lo que esperaba conseguir la suficiente independencia para intentar una búsqueda de los cachorros huérfanos, porque maman no se creía del todo la imagen de niña feliz que Chloé había creado. Y para ser sincera, Chloé ya no tenía energía para mantener el engaño. Así que necesitaba aprovechar al máximo su precioso tiempo robado. Tenía que encontrarlos hoy o abandonar toda esperanza de que hubieran sobrevivido. Pero claro, la hazaña estaba resultando ser más difícil de lo que esperaba.

Estaba ya a medio camino de la cantera y no había señales de osos. Gracias a los libros que había sacado de la biblioteca y a un trabajo para el colegio que había hecho sobre el tema, Chloé sabía qué debía buscar. Excrementos lo primero —que no era más que una palabra bonita para decir caca—. Y después pelo en los árboles, ramas rotas que pudieran indicar la presencia de un animal grande y huellas en las zonas en que el suelo estaba blando.

Hasta ahora, nada. Se detuvo para cambiar de posición la pequeña mochila que llevaba a su espalda, sintiendo que el peso era desproporcionado para su tamaño. Se había olvidado de traer agua y ya estaba empezando a tener sed porque hacía mucho calor entre los árboles, donde no corría la brisa fresca. Estaba a punto de ponerse en camino otra vez cuando lo sintió: esa sensación de que no estaba sola, como la que tenía cuando estaba junto a Jacques.

Bonjour? —dijo intentando sonar confiada.

No hubo respuesta, solo el sonido de un arroyo que fluía a su derecha.

Pero estaba ahí, su sexto sentido gitano le decía que había alguien. Estaba a punto de echar a correr cuando salió de la nada; un segundo el bosque estaba vacío y al siguiente él estaba de pie delante de ella.

—¡Arnaud! —chilló y corrió hacia el hombre enorme.

—¡Chist! —Le puso una mano sobre la boca, sonriéndole—. ¡Habla en voz baja!

Asintió para que supiera que le había entendido y él la soltó.

—¿Qué estás haciendo aquí arriba, Chloé?

—Buscando a los oseznos.

—¿Tú sola?

—A nadie más parecen interesarles.

Él la estudió acariciándose la barba, que ahora era bastante espesa, y observándola con una mirada de persona mayor.

—¿No te he dicho que no te preocuparas por ellos?

Suspiró con una mano en la cadera y puso una mirada de burla.

—He buscado en uno de mis libros las posibilidades que tenían de sobrevivir. No son buenas. Solos, unos cachorros de esa edad no pueden sobrevivir.

Enarcó una ceja, impresionado por sus conocimientos.

—¿Así que has subido hasta aquí sin que tu madre lo sepa?

—Es mi cumpleaños. Le pedí que me dejara ir a jugar con mis amigos y no pudo negarse. Sobre todo porque he estado tan triste… —Puso una sonrisa traviesa y Arnaud se rio bajito.

—Bueno, en ese caso…

Miró a su alrededor como para comprobar que todavía estaban solos y después le quitó la mochila de la espalda. Su cara cambió cuando notó el peso.

—¿Qué llevas aquí? ¿Piedras?

—Tarros de miel, unos cuantos arándanos, un trozo de pollo de la nevera de los Rogalle (en mi casa apenas hay carne porque mi madre es vegetariana), una lata de atún y unas palomitas.

Arnaud la miró con una sonrisa iluminándole las facciones morenas.

—Es para los ositos —explicó—. He pensado que tendrían hambre. Pero se me ha olvidado traer agua. ¿Me das un poco de la tuya?

Le pasó su botella de agua y cuando bebió, él la cogió de la mano.

—¿Adónde vamos? —le preguntó acomodándose a su paso.

—A un sitio que no le puedes contar a nadie.

Arnaud Petit miró a la niña y se preguntó cómo los residentes de Fogas siempre le acababan obligando a romper su silencio en lo que respectaba a los osos. Pero había tomado la decisión correcta con respecto a René Piquemal. Y confiaba en haberla tomado también ahora. Además, todo el mundo lo sabría pronto.

¿De qué lado caería? Esa era la cuestión que preocupaba a Bernard Mirouze un par de horas más tarde, cuando estaba sobre la colina que había por encima del valle de Garbet, a cierta distancia del lugar por donde habían cruzado Chloé y Arnaud.

Se apartó del fresno y miró otra vez la carretera. Si quería que un árbol cayera hacia la izquierda, ¿debería hacer la primera muesca a la derecha o a la izquierda? Se rascó la cabeza dolorosamente consciente de que como cantonnier debería saber esas cosas. Pero no era muy ducho en el uso de la motosierra. Por eso el árbol de navidad del municipio siempre era un espécimen que daba pena; sus opciones quedaban limitadas por su incapacidad de derribar algo que no pudiera cortarse con una sierra tradicional.

Había escuchado con atención cuando Christian Dupuy le había explicado en una conversación susurrada en el bar las bases de la ciencia de derribar árboles. Y le había parecido muy sencillo. Hacer una muesca. Luego un corte más profundo en el otro lado. Y paf: un árbol caído.

Pero ahora, mientras miraba el enorme tronco que tenía delante, le resultaba difícil recordar exactamente lo que le había dicho el granjero. Y si lo hacía mal, Serge, el perro, podía acabar huérfano como esos oseznos que andaban por el bosque echando de menos a su madre muerta.

Los ojos se le llenaron de lágrimas, tanto por su perro como por los osos. Aunque sabía que René lo adoptaría, porque últimamente había desarrollado un cariño repentino por el beagle y se lo llevaba a dar unos largos paseos por el bosque que estaba claro que Serge disfrutaba.

Sorbió por la nariz y se limpió la cara con la manga de la camiseta.

¿Qué iba a hacer: un corte a la izquierda o uno a la derecha? ¿Sería importante el hecho de que el árbol estaba un poco inclinado hacia abajo? Decidió que daba igual, pero que debía estar listo para moverse rápido, por si acaso. Un árbol que se caía en el bosque no llamaría la atención.

Colocó la motosierra en el suelo y le dio un fuerte tirón a la cadena. Nada. Otro tirón y el motor arrancó, pero se paró. Relajó los hombros e hizo otro intento. El motor rugió al cobrar vida, destrozando la tranquilidad del bosque. Bernard se acercó al tronco. Se colocó sobre el terreno que había un poco por encima de la base y tocó la corteza con la sierra. Al ver que salían volando astillas por todas partes recordó que se había dejado las gafas de seguridad en el coche. Que había aparcado en el pueblo de Oust para no despertar sospechas.

Entrecerró los ojos para evitar lo peor y siguió haciendo una muesca como Christian le había aconsejado. Ahora el corte del otro lado. Se apartó, apagó la sierra y se preparó para cambiar de lado cuando oyó un crujido fuerte. Su instinto fue el que lo salvó. Dio un salto hacia atrás y sintió el movimiento del aire cuando el árbol se desplomó, la base partiéndose ante su cara y el tronco cayendo hacia la colina.

Merde! ¡Eso no se lo esperaba! Se levantó e inspeccionó su trabajo. No estaba mal, pero había caído en el lado incorrecto. Se rascó la cabeza otra vez y eligió otra víctima, esta vez un árbol que no estuviera en pendiente.

La motosierra se puso en marcha al primer intento y los dientes mordieron la madera con facilidad. Volvió a hacer una muesca de menos de un tercio de la envergadura del árbol. Como había aprendido de su error, se apartó rápidamente en cuanto terminó y esperó unos segundos para ver si pasaba algo. El fresno se mantuvo en pie.

Estaba mejorando, pensó, orgulloso de sí mismo. Pasó al otro lado, puso en marcha la sierra e hizo un corte recto, hundiendo la hoja en el tronco unos dos tercios y justo por encima de la muesca que había hecho antes. Sintió que el árbol empezaba a moverse como Christian había dicho que haría y el corte que había hecho la sierra creció cuando el árbol empezó a caer. El único problema era, pensó asombrado cuando la copa del fresno cayó en el bosque, que no había caído para donde tenía que caer.

Lo que tenía sus ventajas, pensó cuando las ramas golpearon el suelo, porque él estaba de pie justo en el sitio donde tenía que haber caído.

Con un suspiro volvió a la carretera y observó sus logros. Hasta ahora habían caído dos árboles y aún no había conseguido ni de lejos hacer lo que le habían dicho. Iba a tener que estar ahí toda la noche.

—Parece que necesitas ayuda.

La voz sonó justo a su lado, tan profunda y amenazadora que se le cayó la motosierra y gritó.

—¡Dios mío!

Arnaud Petit observó su reacción divertido. Solo Chloé Morvan parecía tener la capacidad de notar su presencia; el resto de los habitantes de Fogas le tomaban constantemente por el Mesías.

—¿De dónde has salido? —preguntó Bernard haciendo una mueca de dolor al darse cuenta de que la motosierra había aterrizado sobre su pie.

Arnaud señaló con una mano hacia lo más profundo del bosque que había detrás de él.

—Serge me ha dicho que tal vez podría servirte de ayuda.

—¿Sabes algo de cortar árboles?

El rastreador cogió la motosierra con una sonrisa en la cara.

—Solo dime dónde quieres que caigan.

Les llevó casi dos horas, pero al final el resultado quedó mejor de lo que hubiera podido esperar el cantonnier. Arnaud dejó a Bernard derribar el último árbol, aunque este se dio cuenta de que su mentor se situó a cierta distancia durante el proceso. Aun así lo hizo bien y el último tronco cayó exactamente donde lo quería Serge Papon.

Incluso le añadieron la pièce de resistance con la pintura que Christian les había dado y el toque que le dio Arnaud intensificó el efecto total. Era asombroso. Tenía que funcionar.

—¿Hemos acabado? —preguntó Arnaud dirigiéndose de vuelta al bosque.

—Bueno… —dijo Bernard—. Si tienes tiempo, ¿crees que podrías enseñarme a aparecer de repente como haces tú?

Arnaud miró la tripa rotunda, la espalda ancha y la cara como la luna llena que le miraba con una clara admiración.

—Claro —le dijo haciéndole un gesto para que se acercara—. ¿Por qué no?

Mientras Arnaud estaba intentando enseñarle a Bernard las habilidades básicas para seguir a alguien mientras este se preguntaba qué habrían hecho los indios iroqueses con el enorme cantonnier, varias colinas más allá, bajo la cicatriz de la vieja cantera, en una pequeña casa con postigos de colores alegres había dos personas en la ventana, rodeándose las cinturas con los brazos. Estaban observando una pequeña figura que había en el jardín, solo una mancha de color que hacía volteretas, volteretas hacia atrás e incluso aterrizaba sana y salva por primera vez en su vida después de tres ruedas laterales en el aire seguidas.

Después se levantó para mirar a su audiencia con una sonrisa de oreja a oreja que transformó a Chloé Morvan en la niña que siempre habían conocido.

—No sé dónde ha estado —murmuró Stephanie mientras veía a su hija empezar otra vez la rutina—, pero ha vuelto a casa por fin.

—Estaba con los Rogalle —respondió Fabian con su mente prosaica de siempre, carente de cualquier tipo de sexto sentido.

Stephanie sonrió y tiró de él para darle un beso que Chloé vio por el rabillo del ojo justo cuando tenía los pies en el aire por encima de la cabeza. Perdió la concentración y cayó en una maraña de brazos y piernas dejando escapar un gruñido más de vergüenza ajena por los adultos que por la caída.

Pero su quejido no fue lo bastante alto para que se oyera un poco más abajo por la carretera, donde el bosque daba paso a una pequeña meseta que llevaba a la granja de las Estaque. Y aunque lo hubiera sido, sus habitantes estaban demasiado ocupadas para percatarse. Annie y Véronique estaban sentadas a la mesa de la cocina, cubierta con botes de pintura, papel, pegamento, tijeras, una máquina de coser, tela y lana. Había a un lado una pila de cajas de cartón en la que ponía WILLIAM SAURIN COQ AU VIN y CAFÉ GRAND-MÈRE. Hablaban tranquilamente mientras trabajaban, Annie con el pincel en la mano mientras Véronique se inclinaba sobre la máquina de coser que había ocupado la mayor parte de su tiempo durante las últimas semanas. El ruido de las puntadas acompañaba su conversación. Hablaron de la cesión de la granja a Christian, de los planes que Serge tenía para el día siguiente y, claro, de la noticia de que Eve Rumeau estaba ahora saliendo con un funcionario de Foix.

Mientras las dos mujeres Estaque trabajaban sin descanso, en el Auberge estaban poniendo un suelo de madera bajo el toldo y Paul Webster se había subido a una escalera para atar un enorme trozo de tela al tejado de PVC del enorme entoldado. Prepararlo le había llevado dos días a su mujer Lorna. Pero había merecido la pena. Sonriendo al pensar en el impacto que iba a tener mañana, miró a René que estaba abajo y levantó el pulgar antes de bajar. Lorna estaba al pie de la escalera, con la cara pálida y una mano sobre el vientre. Él la atrajo con suavidad hacia sus brazos.

—Creo que es un niño —le susurró con una sonrisa—. ¡Solo un hombre podría hacerme vomitar tanto!

Un poco más arriba por la carretera, Christian Dupuy también sentía náuseas, pero no por la misma razón. Era el problema gástrico que parecía provocarle siempre Sarko, el toro. Por fin consiguió encerrarlo para pasar la noche después de que el obstinado animal le hubiera vuelto loco tras escaparse dos veces de su recinto improvisado en el viejo huerto hasta que todos se dieron cuenta de que una verja electrificada no iba a ser suficiente para él. Y cuando a nadie se le ocurría dónde meterle, Josette tuvo una idea. Y era brillante.

Siempre y cuando nadie se encontrara con él sin darse cuenta.

El granjero cerró y aseguró la puerta del cementerio, atando una cuerda entre las rejas para evitar que nadie abriera la puerta accidentalmente. Fijó el cartel de advertencia que había preparado, un rudimentario dibujo de un toro acompañado de una calavera y dos tibias, y después esperó para asegurarse de que Sarko estaba bien. Ignorando la comida y el heno fresco que le había dejado, el robusto toro estaba tranquilamente pastando en la parte más alejada del recinto, donde la tierra todavía estaba cubierta de hierba esperando pacientemente el fallecimiento de más habitantes. Christian había tomado la precaución poco habitual de ponerle una larga cadena que acababa en un grueso collar, pero al toro no parecía molestarle.

Esperando que el animal pasara una noche tranquila, que no destruyera demasiadas tumbas y que al día siguiente no tuvieran necesidad de sus servicios, Christian volvió a la tienda. Cuando cruzaba el camino que acababa junto a las ruinas de la oficina de correos, vio salir del bar a Serge Papon, con las manos en las caderas y los ojos entornados, como un general la víspera de la batalla.

Sin saber que le estaban observando, el alcalde de Fogas miró el pueblo y supo que no había nada más que pudieran hacer hasta el día siguiente. Lo que habían conseguido ya era excelente y sintió una inmensa oleada de orgullo por esa comunidad pirenaica que le había elegido como líder.

Josette no quiso interrumpir sus pensamientos cuando salió a recoger los vasos de la terraza y a pasar un trapo por las mesas y las sillas. Pero cuando vio su expresión y se fijó en que Jacques estaba de pie en la ventana junto a él exactamente en la misma postura, supo que el día siguiente iba a entrar a formar parte de la leyenda de Fogas.

—Estamos listos —murmuró Serge dirigiéndose a nadie en particular. Y Jacques asintió.