—Está inconsolable. —Fabian puso la bandeja de metal sobre la mesa y empezó a distribuir las cervezas al grupo apagado que había en la terraza del bar, con las caras apesadumbradas contrastando con la alegre profusión de rosas silvestres que se colaba por encima de la valla del huerto abandonado—. Ha perdido peso y no podemos hacer que coma, ni siquiera la dieta de los osos consigue despertarle el apetito. Y durante los dos primeros días se echaba a llorar cada dos por tres. Parece que eso se le ha pasado, pero no es ella misma.
Miró al otro lado de la carretera, donde Chloé Morvan estaba sentada bajo una sombrilla enfrente de las puertas del centro de jardinería. Tenía los libros del colegio olvidados sobre el regazo y miraba a lo lejos, con Tomate, el gato, hecho un ovillo a sus pies.
—Pobrrrecilla —dijo Annie Estaque.
Fabian sacudió la cabeza por la desesperación.
—Pronto va a ser su cumpleaños. Stephanie dice que normalmente para esta época ya le ha dado una larguísima lista de regalos. Pero este año nada. Chloé ni sonríe cuando le preguntamos por ello.
—No es la única que no sonríe por aquí —dijo Christian Dupuy—. Han sido un par de semanas muy duras desde ese asunto tan turbio.
Como si quisiera proporcionar un escenario adecuado para los horribles acontecimientos que habían sucedido sobre la cantera, la tormenta que empezó esa tarde se quedó sobre los valles gemelos durante el resto de ese día y parte del siguiente; la fuerza de los truenos hacía vibrar los tejados y los relámpagos chamuscaban la tierra en varios lugares. Como pasaba siempre cuando se daban esas condiciones meteorológicas, la luz se iba durante períodos prolongados mientras la fuerte lluvia azotaba el campo, haciendo crecer los riachuelos y los arroyos que poco antes estaban prácticamente secos. El agua bajaba por las montañas, fluía por las colinas y caía en tromba al río que había detrás del Auberge hasta que ya ni siquiera se veía la presa bajo el torrente que pasaba sobre ella.
Al segundo día, cuando la tempestad terminó, las nubes desaparecieron, el sol emergió en un pálido cielo azul, el aire fresco adquirió el olor del verano y todo pareció tocado por la promesa de un nuevo comienzo.
Pero la atmósfera que dominaba el municipio de Fogas no podía ser más distinta de la que reinaba en esa resurrección natural. Las secuelas del incidente que se había producido por encima de Picarets se cernían sobre sus cabezas como una gruesa nube de culpa colectiva que oprimía a sus habitantes a pesar del tiempo agradable. Porque se había confirmado (y lo habían emitido ampliamente todos los medios franceses) que un oso se había visto atrapado por accidente en una quema de pastos y que, como consecuencia, se había precipitado por una cantera para encontrar la muerte. El cuerpo, identificado por Arnaud Petit como el de Miel, la osa, había sido trasladado a la oficina principal del programa de reintroducción de los osos a la espera de una identificación formal con una comparación de ADN. Aunque considerando el estado del cadáver, los análisis de ADN de los restos calcinados probablemente arrojarían resultados poco concluyentes.
Y entonces, cuando la lluvia se fue y el sol volvió, el pabellón de caza de La Rivière permaneció silencioso, sin manifestantes frente a sus puertas ni nadie sentado al borde de la carretera. Algunos dijeron que las manifestaciones habían perdido su razón de ser y que ahora, con la osa muerta, ya no había necesidad de protestar. Otros argumentaban que los hombres fornidos que vociferaban tanto habían sido aplacados por las vocecillas de unas personas de menor tamaño: los niños. Porque era bien sabido que todos los niños del municipio estaban de luto.
Siguiendo el ejemplo de los gemelos Rogalle, los niños habían empezado a llevar brazaletes negros adornados con una pegatina de «¡Este es el país de los osos!». Con las caras siempre tristes, se sentaban con aire taciturno en el pequeño autobús rojo que los trasportaba para asistir a las últimas semanas de clase. Las vacaciones de verano, que normalmente les embelesaban con la garantía de los baños en los lagos de montaña, las carreras por las colinas y las comilonas de arándanos maduros directamente de los arbustos, desaparecieron de sus pensamientos, que solo se centraban en el destino de los dos oseznos: Colmenilla y Trufa.
Y su pena se contagió a sus madres, que se preocuparon por su falta de apetito y no podían dejar de notar su letargia y sus arrebatos de llanto. Y que también sufrían al pensar en los dos pequeños osos huérfanos y solos en el gran bosque. Angustiadas, la tomaban con sus maridos, muchos de los cuales eran los hombres que habían formado el grupo de la cantera. Y hasta los corazones más duros, los de los que creían que habían hecho lo correcto y que incluso querían seguir con las protestas, vacilaron ante la furia de esas mujeres. Y empezaron a cuestionarse sus acciones cuando vieron la tristeza de sus hijos.
Y lentamente la marea cambió. Las pegatinas, abandonadas durante lo peor de los disturbios, empezaron a reaparecer en las ventanillas traseras de los coches, con gruesos círculos negros rodeándolas para conmemorar la muerte de Miel. Un emprendedor en el mercado empezó a vender camisetas que proclamaban el amor por todo lo que tenía que ver con los osos. Hubo un aumento del número de granjeros que solicitaban ayudas para colocar cercados electrificados y comprar perros de las montañas de los Pirineos, al margen de la opinión del grupo antiosos. Y esa mañana, dos semanas después de la muerte de la osa, había habido una marcha en Saint Girons, organizada por los niños del municipio acompañados por sus madres. Caminaron en silencio por la ciudad, su apariencia triste contrastando con la alegría del mercado del sábado, y se les fueron unieron oleadas de simpatizantes. Sin consignas y sin cuernos de caza. Solo una manifestación digna para dejar patente su repulsión por lo que había ocurrido.
Pero Chloé Morvan no tomó parte en esas muestras de duelo público. No había vuelto al colegio desde el día del fuego. Apenas salía de su casa. Y cuando lo hacía, Stephanie no la perdía de vista porque Chloé había expresado repetidamente el deseo de ir a buscar a los dos cachorros sin madre, algo que Stephanie sabía que su hija era capaz de intentar si tenía la oportunidad. Pero tal vez el mayor indicador de su angustia era que, ni una vez desde aquel aciago día, Chloé había hecho una rueda lateral, ni siquiera una voltereta.
Por eso no sorprendía que los amigos que se habían reunido fuera del bar estuvieran tan desanimados y que ni el glorioso sol de junio fuera capaz de levantarles el ánimo.
—¡Deberían colgar a los responsables! —murmuró René mientras sacaba un cigarrillo del paquete y lo encendía. Después observó el humo formar espirales en dirección al enrejado cubierto por la glicinia que se curvaba sobre sus cabezas y que estaba cuajado de cuadraditos azules visibles entre los trozos de verde. Como las demás personas que había en la mesa, había ido a la manifestación esa mañana y todavía estaba un poco exaltado.
—No es tan sencillo. No tenemos pruebas de que supieran que el oso estaba allí, así que nunca podremos demostrar que esa muerte no fue accidental.
René miró con el ceño fruncido a Christian, que era quien había pronunciado esas palabras.
—Pero fue un grupo de cazadores quien encendió el fuego —gruñó—. ¡E iban con un perro entrenado especialmente para cazar osos!
Había sentido esa muerte más de lo normal. Cuando pasó por la épicerie de camino a casa tras el trabajo aquel fatídico día, ajeno al drama que se había producido en su ausencia, Christian le dio la noticia, esperando que le impresionara, como a todos, pero sin saber que le iba a provocar tal ataque de furia.
René salió disparado del bar y bajó por la carretera en dirección al pabellón de caza, donde habían reaparecido los todoterrenos. Armado solo con los puños, entró como una tromba por la puerta y para cuando Christian lo interceptó (René lleno de rabia caminaba sorprendentemente rápido, teniendo en cuenta su envergadura) ya se había lanzado a por el hombre que tenía más cerca. Que casualmente era el más grande de la sala.
El granjero estaba seguro de que les iban a dar una buena paliza a los dos. Pero en vez de eso el hombre aguantó unos cuantos puñetazos, sobre todo en el plexo solar porque René no alcanzaba más arriba, y con cuidado se lo quitó de encima y lo empujó hacia la puerta. El resto de los cazadores lo observaron pasivos, con las caras ennegrecidas, oliendo a humo e incapaces de mirar a Christian a los ojos mientras este seguía a su amigo afuera.
La culpa que sentían era palpable.
Christian pensó que René se sentiría aliviado por haber escapado de una paliza segura, pero se sorprendió cuando lo vio que intentaba volver al pabellón. Y a pesar de los esfuerzos del granjero por sujetarle, René se zafó de sus manos y se lanzó de nuevo hacia la puerta. Pero estaba cerrada con llave. Y dio igual cuanto la golpeó y gritó. No volvieron a abrir. Finalmente se dejó caer al suelo. Entonces Christian se agachó para ayudarle y notó que los hombros del fontanero se estremecían por los sollozos.
—Era tan bonita —susurró René—. Y los ositos, tan pequeños… ¿Qué va a pasar ahora con ellos?
Volvieron caminando despacio y René le confesó al granjero el milagro que había tras su conversión a la causa de los osos: la pura belleza de ver a una osa y sus cachorros en su hábitat natural. Después obligó a su amigo a hacer un juramento de silencio sobre dos cosas: nunca podría decir que René había visto a los osos, ni tampoco contarle a nadie que le había visto llorar. Pensando en la furia que acababa de presenciar, Christian aceptó inmediatamente. Entraron en el bar con un humor sombrío que quince días después todavía no había mejorado.
—Lo que todos sabemos que pasó allí arriba y lo que podemos probar son dos cosas diferentes —dijo Véronique, poniéndose del lado de Christian—. Así que te aconsejo que no albergues la esperanza de que la policía vaya a acusar a alguien.
—¡Ja! —El fontanero le dio otra larga calada al cigarrillo y jugueteó inquieto con el paquete.
Les estaba afectando a todos de distintas formas, pensó Véronique. Después de muchos avances en su constante batalla por dejarlo, la muerte de la osa había hecho que René empezara a fumar de nuevo. En cuando a ella, sus noches se habían convertido en un tormento sin fin porque revivía la terrible trashumancia una y otra vez. En sus pesadillas su madre se quedaba atrás y se caía, acabando consumida por las llamas y sin que ella pudiera hacer nada para ayudarla.
Solo pensarlo hizo que estirara una mano para tocarle el brazo a su madre y recibió una sonrisa como respuesta. Habían tenido suerte, de eso estaba segura. Si hubieran salido un poco más tarde o si se hubieran entretenido más tiempo hablando en la pausa, la historia de su trashumancia habría tenido un final diferente. Y ya había sido bastante trágico. Pero Véronique tenía que admitir que la charla a corazón abierto de ese día había hecho maravillas en la relación con su madre. Aunque nunca sería perfecta teniendo en cuenta todo lo que había pasado, ahora entendía algunas de las decisiones que maman había tomado y podía aceptar mejor las consecuencias de las mismas.
—Bueno, al menos la manifestación ha salido en las noticias —dijo Annie—. Tal vez eso convenza a algunos que siemprrre han estado del lado de la facción antiosos.
—¡Eso ya ha ocurrido! —Josette, que estaba asomada por la ventana abierta, señaló con la cabeza hacia un rincón oscuro del bar que había detrás de ella. El viejo pastor estaba sentado en una esquina tomándose un pastis y llevaba sobre su torso enjuto una camiseta del mercado que tenía escritas las diez principales cosas que había que saber sobre los osos—. Así son las cosas. Se puede llegar a la gente sin recurrir a la violencia.
—No sé —murmuró Véronique—. No parece que estemos teniendo mucho éxito con La Poste.
Ya habían pasado varias semanas desde que fue a la oficina regional con Serge para defender en persona la solicitud de la oficina de correos de Fogas, pero todavía no había llegado ninguna respuesta. También había tenido pesadillas con eso. Y ahora estaba empezando a temer que estuvieran a punto de hacerse realidad.
La expresión de Josette se tornó preocupada cuando la tristeza volvió a caer sobre el grupo.
—Sería de agradecer que por una vez las cosas salieran bien en este municipio —dijo con una amargura inusual en ella.
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Muy por encima de este grupo descorazonado reunido en la terraza del bar de La Rivière, Serge Papon estaba pensando exactamente lo mismo. Iba ascendiendo trabajosamente con una cesta en la mano por el corto camino que llevaba desde el final de la carretera, donde había dejado su coche, hasta la cima de la colina que se cernía sobre la épicerie. El cielo estaba azul de un extremo al otro, sin una nube a la vista, y cuando llegó a la cumbre, con la cara escarlata por el esfuerzo, la vista lo dejó totalmente sin aliento.
Dejó la cesta sobre la pequeña mesa de camping que ya había subido hasta allí junto con dos sillas plegables que ahora estaban abiertas y vacías, como si estuvieran a la espera de la llegada de los invitados. Debía de estar loco, decidió mientras se tomaba un momento para que el corazón dejara de martillearle en el pecho, con las manos en las caderas y el pecho subiendo y bajando muy rápido.
Ante él se extendía una alfombra de desniveles verdes, con hileras de colinas colocadas en una progresión de alturas, cada una más alta que la anterior hasta llegar a los altísimos picos que dominaban los valles. Ahora, a finales de junio, la nieve que había cubierto las montañas desde finales del otoño se había fundido y no quedaban más que algunos parches aislados. Siempre le había parecido que las cumbres de las montañas se veían más afiladas en esa época del año, con los bordes grises destacando sobre el cielo brillante, y probablemente era la única persona de la zona, aparte de los propietarios de la estación de esquí de Guzet, que deseaba con todas sus fuerzas que llegara la primera nevada fuerte después del verano para que las cumbres volvieran a cubrirse de una capa blanca.
Pero a pesar de la espectacular vista, lo que Serge tenía en mente eran los asuntos de Fogas. Esa mañana por fin había recibido noticias de La Poste y la respuesta había sido un rotundo «no». A pesar de sus súplicas y la cita que había concertado en la oficina regional, la decisión estaba tomada: habían concedido el contrato a Sarrat y allí se abriría una épicerie combinada con oficina de correos dentro de los seis meses siguientes.
—¡Imbéciles! —exclamó y su enfado le nubló la vista momentáneamente. Como todavía no se encontraba con el ánimo correcto para sentarse y celebrar ese día especial, caminó por el espacio abierto para mirar hacia La Rivière. Parecía una ciudad de juguete, con los coches diminutos recorriendo sus calles y la iglesia que parecía insignificante desde esa altura. Si levantaba la cabeza podía ver la colina que había justo detrás de Picarets y a su izquierda se distinguía el reloj de la torre del ayuntamiento de Fogas.
Era su lugar favorito del municipio. El único sitio desde donde podía ver los tres pueblos a la vez, como si eso pudiera consolidar las frágiles relaciones que los convertían en una unidad política. A Thérèse también le encantaba ese lugar. Tanto que cada año en su cumpleaños subían allí arriba para comer. Los primeros años tiraban una manta al suelo y colocaban encima la comida. Y unas cuantas veces también le dieron buen uso a la manta después de comer, recordó con una sonrisa. Pero cuando se fueron haciendo mayores y la salud de Thérèse empezó a empeorar, cogieron la costumbre de llevar una mesa y sillas a pesar de la molestia de tener que subirlas por la colina.
Había hecho lo mismo ese día. Una manta habría sido suficiente teniendo en cuenta que estaba él solo, pero había hecho el esfuerzo de mantener las cosas tal cual las hacía en parte para honrar la memoria de su esposa, pero también para demostrarse que todavía estaba en forma. Ahora que tenía una hija, se dio cuenta de que pensaba más en la muerte que antes.
El cumpleaños de Thérèse. El segundo que celebraba sin ella. Pero menudo cambio desde el anterior. Su depresión parecía una pesadilla casi olvidada, algo que le había pasado a otra persona. Y le debía esta resurrección a Véronique.
Bueno, a Annie Estaque en realidad.
Se revolvió incómodo, consciente de que una infidelidad durante la vida de Thérèse era lo que le había llevado a recobrarse de su muerte y de que había algo que no estaba del todo bien en eso. Algo que tal vez no debería estar celebrando ese día precisamente. Pero él había conocido a Thérèse mejor que nadie. Y estaba seguro de que se habría alegrado de ver el cambio en él e incluso quizás le habría encantado saber que tenía una hija.
Aunque nunca podría estar seguro de eso, sabía sin duda que se habría puesto furiosa por su preocupación actual por el trabajo, porque ese era un momento en el que habían acordado dejar los asuntos relacionados con el ayuntamiento al principio de la colina; ya era bastante malo que se le hubiera hecho tarde y que la hora de la comida hubiera pasado hacía mucho. Pero mientras miraba la región de la que era responsable, no fue capaz de dejar de lado esos asuntos. La nube negra que se había situado sobre Fogas el día del fuego puede que se levantara cuando se apagaron las llamas, pero dejó tras de sí un velo de abatimiento que estaba destrozando al municipio. Y era su responsabilidad descubrir cómo librarse de él.
Hasta ahora no lo estaba haciendo muy bien.
Le molestaba no haber llegado al fondo del incidente de la cantera y no saber a ciencia cierta si la osa había muerto realmente a causa de un accidente, como decían los presentes, o si había sido un asesinato premeditado como creía la mayoría, incluida la prensa. En los días que siguieron al fuego, la controversia que rodeaba a Miel y el destino incierto de sus cachorros había aparecido en todos los periódicos y los periodistas de ciudad se habían deleitado en describir a Fogas como un lugar atrasado, habitado por campesinos que odiaban a los osos y gobernado por cargos públicos ineptos.
A Serge Papon ese retrato sesgado de su adorado municipio le dolía más que las acusaciones de incompetencia hechas contra él y sus colegas porque, para ser sinceros, estas últimas estaban parcialmente justificadas. Todavía seguía furioso porque el permiso para provocar un fuego en su jurisdicción lo había dado el alcalde de Sarrat, pero no había logrado averiguar qué había detrás de aquello. Cuando llamó a Henri Dedieu, el hombre le mostró un paternalismo insufrible, diciéndole que no tenía por qué ponerse así. Después de todo, la mayor parte de la tierra del granjero, Louis Claustre, estaba en Sarrat y, como se trataba del municipio más grande de los dos, simplemente creyó que ese era el lugar lógico para pedir el permiso para la quema de sus pastos.
Serge no pudo discutírselo. Para entonces había recibido la copia de la solicitud que le había enviado el jefe Gaillard y, como este le había dicho el día del fuego, todo estaba correcto. El granjero había afirmado que tenía la intención de realizar varios fuegos controlados, principalmente en sus tierras de Sarrat, aunque mencionaba también en el último párrafo la tierra que tenía junto a la cantera.
Desde un punto de vista administrativo tenía sentido que Sarrat fuera el municipio que lo autorizara. Pero aun así a Serge le pareció que su homólogo había cometido una imprudencia al dar permiso para quemar pastos el día en que la gente acompañaba al ganado a los pastos de altura, teniendo en cuenta que el lugar donde se iba a hacer el fuego cruzaba la única ruta que había hasta esos pastos. Como mínimo Henri Dedieu debería habérselo notificado al ayuntamiento de Fogas. Había sido una verdadera suerte que la osa fuera la única en encontrar la muerte ese día.
Suspiró al pensar en lo rápido que su euforia al saber que Véronique y Annie estaban bien se había disuelto para convertirse en preocupación y estrés. Y ahora iba a tener que llamar a Véronique y decirle que habían perdido la batalla con La Poste. Y aún peor, se vería obligado a ver cómo se hundía el negocio de Josette y Fogas con él.
Y por si eso no era suficiente, para coronar esa mañana terrible, había recibido una carta del Conseil Général felicitándole por haber revocado el contrato de alquiler del rastreador de osos.
—¡Imbéciles! —volvió a murmurar.
—Yo pienso exactamente lo mismo.
—¡Dios mío! —Serge se giró y se encontró a Arnaud Petit de pie al lado de la mesa de camping—. ¿Cómo puedes aparecer así? ¿Y cómo sabías dónde encontrarme?
—Bonjour, Serge.
Se estrecharon las manos, los dos tristes, y Serge le señaló la silla vacía para que tomara asiento. Si a Arnaud le pareció extraño que el alcalde estuviera sentado solo a una mesa llena de comida para dos en la cumbre de una colina, no dijo nada.
—¿Cómo estás?
La pregunta era superflua. Serge solo tenía que mirar al hombre que intentaba acomodar su cuerpo grande en la silla plegable para saberlo. Más delgado, con una cierta tensión en la mandíbula como si llevara los dientes siempre apretados, los ojos destacaban en su cara sin afeitar por su mirada crispada. Arnaud estaba a un suspiro de perder el control.
—He oído que has dimitido.
Se encogió de hombros.
—No tenía otra opción. La agencia y yo no podemos ponernos de acuerdo en cuanto a lo que ha pasado.
—Tienen las manos atadas por la política —respondió Serge, que comprendía muy bien el acto de equilibrio necesario para negociar una solución entre dos facciones opuestas—. Ya sabes que no pueden denunciar a nadie cuando es imposible probar lo que ocurrió en realidad.
—Todos sabemos lo que pasó en realidad —respondió Arnaud con la expresión sombría—. Asesinaron a ese animal.
—Seguramente tienes razón. Pero ¿cómo podemos probarlo? Era un grupo grande de hombres y ninguno quiere asumir la culpa. No es la primera vez que un oso aparece muerto en circunstancias sospechosas. Y me atrevería a decir que no va a ser la última.
—Ni siquiera quieren poner una denuncia —se quejó el rastreador.
Serge dejó escapar un suspiro cansado.
—¿Y qué sentido tiene? Mira lo que pasó cuando dispararon al oso Cannelle en 2004. El hombre que apretó el gatillo dijo que había sido en defensa propia y salió del juzgado sin cargos.
—Pero se te olvida que tuvo que pagar una multa por los daños y perjuicios. —La voz de Arnaud estaba llena de sarcasmo—. ¡Y no le dejaron quedarse con la piel!
—Como he dicho, a veces hay que saber cuándo hay que luchar y cuándo es mejor dejarlo estar.
—Por eso se lo he puesto más fácil a la agencia presentando mi dimisión.
Serge tenía el presentimiento de que el rastreador había hecho o iba a hacer algo que de todas formas habría precipitado su salida.
—Bueno, puedes volver al piso si necesitas un sitio donde quedarte hasta que sepas qué vas a hacer.
—Ya sé lo que voy a hacer. —La amenaza estaba clara.
—Creo que no quiero oírlo —le interrumpió Serge—. No si eso puede implicarme después. Aunque el cuerpo me pide que te ayude a encontrar a los canallas que hicieron algo así y que los sujete mientras tú les das su merecido.
Los labios de Arnaud se curvaron un poco.
—¿Qué? —respondió Serge—. ¿Crees que estoy muy mayor para eso?
El hombre que tenía enfrente levantó las manos para aplacar al alcalde.
—Nada de eso. Pero no he venido a pedirte ayuda. He venido a ofrecer mis servicios.
—¿Para qué?
—Para el asunto de La Poste.
Serge se encogió de hombros derrotado.
—Han rechazado nuestra última apelación.
—¿Y piensas aceptarlo?
—No creo que nadie de por aquí tenga fuerzas para empezar otra batalla. No después de… —Señaló vagamente hacia Picarets y la cantera—. El municipio es como una ciudad fantasma. Todos andan por ahí con caras largas y hablando en susurros. Y los niños… Es terrible.
—Pues una batalla es exactamente lo que este lugar necesita —respondió Arnaud—. Algo en lo que centrarse.
—¿Y estás ofreciendo tu ayuda?
Arnaud miró a su alrededor y después observó inquisitivamente los deliciosos manjares que tenía delante.
—¿Tienes tiempo o estás esperando a alguien?
Serge rio.
—Parece que te estaba esperando a ti. ¿Por qué no te unes y hablamos mientras comemos? Bon appétit!
Intentó ignorar educadamente el brillo que apareció en los ojos de Arnaud mientras empezaba a llenar su plato con saucisson, queso de cabra y unos trozos de baguette crujientes. Serge sirvió vino a los dos y esperó hasta que su inesperado invitado hubo comido algo, porque el hombre estaba claramente famélico. Finalmente Arnaud se apoyó en el respaldo de la silla y le dio un sorbo al vino.
—Háblame de esa ayuda que me estás ofreciendo —pidió Serge.
—Te ofrezco más que eso. Creo que he encontrado la manera de matar dos pájaros de un tiro.
Se inclinó sobre la mesa y, aunque estaban totalmente solos en la cumbre de una colina, empezó a hablar en susurros.
Abajo, en La Rivière, Christian, Annie y Véronique todavía estaban fuera del bar, hablando en voz baja. Cuando el trabajo se lo permitía, se unían Josette y Fabian. Para las cuatro de la tarde el ajetreo había acabado y por fin Josette cogió una silla y apoyó los pies sobre el muro bajo que separaba la terraza de la carretera.
—¿Alguien sabe algo de Arnaud? —preguntó.
—Nada de nada. —Véronique señaló con la cabeza hacia el apartamento—. No ha pasado por ahí desde finales de mayo.
—He oído que le han despedido —dijo René—. Que ha pasado página.
Christian negó con la cabeza.
—Los rumores dicen que está todavía en los bosques.
—Chloé recibió un mensaje suyo —comentó Fabian mientras recogía los vasos vacíos antes de entrar a la tienda para atender a un cliente. Cuando volvió minutos después con los cafés, la audiencia le regañó.
—No puedes decir eso y desaparecer —exclamó Josette, que todavía no estaba acostumbrada a la forma que tenía su sobrino de contar las noticias—. ¿Qué decía?
—Que no se preocupara por los oseznos. Que iban a sobrevivir.
—¿Y se lo ha creído?
—No. Trajo un libro sobre osos que sacó de la biblioteca y señaló una sección que habla de la mortalidad de los cachorros. Esas pobres criaturas no tienen ninguna oportunidad. Seguramente ya están muertos.
Véronique gruñó.
—No puedo ni pensarlo. El dolor que siente la niña y el sufrimiento que deben estar pasando esos oseznos…
Todos miraron al otro lado de la calle y vieron a Chloé atendiendo a un cliente y metiéndole plantas en una bolsa con una cara tan triste que hacía que pareciera mucho mayor que sus diez años.
—¿Y sabes algo más? ¿Alguna idea de lo que está haciendo, si es que todavía está allí arriba? —preguntó Josette, convencida de que había algo más en el almacén de cotilleos de Fabian. Pero su sobrino simplemente negó con la cabeza y volvió al bar.
—¡Con suerte estará planeando su venganza! —dijo René—. Si hay alguien que puede averiguar lo que pasó allí arriba, ese es Arnaud.
—Si hubiera tenido algo que ver con lo que pasó, no me gustaría encontrármelo en una noche oscura, eso seguro —murmuró Christian en total acuerdo.
—Sigo sin saber cómo han tenido el estómago de hacerlo. Esos chillidos… —Véronique se estremeció y René cogió otro cigarrillo.
Se quedaron en silencio, cada uno enfrascado en sus propios pensamientos y recuerdos de aquel día. De fondo se oía el canto agudo de las cigarras por encima del rugido del río al pasar sobre la presa y en el aire se notaba el dulce y potente olor de la madreselva. Si no fuera por la seriedad de sus expresiones, parecerían un grupo de amigos disfrutando de una tarde de verano.
—¡No tiene sentido quedarse ahí lamentándose! —gritó una voz, sobresaltándolos y arrancándolos de sus ensoñaciones—. Hay trabajo que hacer.
Se giraron y vieron a Serge Papon caminando hacia ellos, con las mangas remangadas y una mirada traviesa en los ojos que les era muy familiar.
—Dios —dijo Christian levantándose para saludarlo—, conozco esa mirada.
También la conocía Jacques Servat, que estaba dentro del bar junto a la ventana abierta porque su forma de vida alternativa no le permitía aventurarse más allá del perímetro del negocio que un día fue suyo. Vio a su viejo amigo coger una silla y frotarse las manos por lo que les iba a contar. Aquello iba a ser interesante.
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—¿Estás pensando en algún tipo de protesta? —preguntó Christian cuando Serge acabó de hablar un rato después—. Una específica contra la decisión de La Poste.
Serge asintió y se acomodó en la silla, dándoles a todos un tiempo para que asimilaran lo que acababa de decirles.
—Bueno, no podemos hacer una sentada. A menos que quieras trepar por las ruinas carbonizadas que quedan allí.
Véronique señaló en dirección a los escombros de lo que antes había sido su lugar de trabajo.
—Eso no tendría mucho efecto teniendo en cuenta que el edificio ya no está —apuntó Josette. Se subió las gafas por la nariz mientras se devanaba los sesos sin encontrar una solución. No se le daban nada bien los subterfugios que se les ocurrían con tanta naturalidad a sus amigos.
—¿Y otra manifestación? —preguntó René—. En Saint Girons. O incluso en Foix. Podemos seguir el ejemplo de los manifestantes antiosos y tirar algo a las oficinas del departamento.
—¿Algo como qué? ¿Sellos? —Christian sonrió y René le dio un codazo.
Estaba funcionando, pensó Serge, viendo que el grupo se iba animando. Arnaud tenía razón.
—Hagáis lo que hagáis, necesitáis una buena coberrrtura mediática. Tenéis que hacerrr algo que atrrraiga a las cámarrras de televisión.
Véronique miró a su madre y Serge se dio cuenta de que ya lo tenía.
—¿Y si ya estuvieran aquí? —preguntó mientras Fabian se sentaba en el muro para unirse al grupo.
—¿Y por qué demonios iban a estar aquí? Se fueron a toda prisa en cuanto las cosas se enfriaron después de lo del oso y no han mostrado interés ni por la marcha de los niños de esta mañana.
—Josette tiene razón —añadió Christian—. Que Fogas salga en las noticias de la noche es algo que solo pasa una vez en la vida.
—No estaba pensando en las noticias de la noche —dijo Véronique, y Christian se fijó en que sus ojos brillaban de una forma asombrosamente parecida a como lo hacían los de su padre.
—Entonces, ¿qué? ¿Cuándo vamos a tener el honor de salir en la televi…? —Se detuvo y se dio una palmada en la frente—. ¡Claro!
Véronique asintió y se agarró ambas manos, emocionada.
—¡Esperrro que tengáis intención de comparrrtirrrlo con el rrresto de nosotrrros!
—El Tour de Francia, maman. Podemos interrumpir el Tour de Francia.
Fabian, que acababa de tomarse un bien merecido sorbo de café, se atragantó y, si no se ahogó, solo fue gracias a un fuerte golpe en la espalda que le dio René.
—¡No podemos hacer eso! —protestó cuando logró recuperar el aliento—. El Tour es sacrosanto. Es el mayor evento deportivo del planeta. No podemos sin más…
El apasionado ciclista se quedó callado al ver las caras de las personas que le miraban a él. Radiantes. Centradas. Y decididas. Y eso que no podía ver la cara de Jacques, una vez ciclista semiprofesional, que, igual que los otros, estaba sopesando las ventajas que les ofrecía esa maravillosa oportunidad. Como la cobertura de la televisión nacional. ¡Se podían hacer grandes cosas con eso!
—Ya se ha hecho antes —dijo René conciliador—. Tuvieron que cambiar la salida de una etapa un año en los Alpes por las protestas a causa de la reintroducción de los lobos en aquella zona.
—Y yo he oído hablar de un caso en que los granjeros bloquearon la carretera utilizando tractores y montones de estiércol para protestar por la caída de los precios de la carne —añadió Christian.
Los ojos de René se iluminaron.
—¡Estiércol! Eso es una buena idea.
—Pero… pero… —El parisino se quedó sin palabras ante lo que estaban sugiriendo.
—Fabian, tienes que entenderlo. —Serge habló por primera vez, poniéndole un brazo paternal sobre los hombros delgados—. Es un asunto de vida o muerte. Si no hacemos nada, este municipio desaparecerá. Y la épicerie con él. Estamos hablando de algo verdaderamente importante.
—Lo entiendo. De verdad. Pero es que… el Tour…
—El Tour sobrevivirá. Y nosotros nos convertiremos en parte de su leyenda.
—¿Y nadie saldrá herido?
Serge dejó que su silencio se interpretara como una afirmación, porque no quería mentir. Tenía planes que podían incluir a Sarko, el toro, y siempre que ese animal entraba en escena era imposible asegurar que nada iba a salir mal.
—Bueno, en ese caso… —Fabian hizo una pausa porque no podía creerse que estuviera permitiendo una cosa así—. Pero solo hay un problema: el Tour no va a subir hasta esta parte del valle este año.
Las expresiones de toda la mesa se volvieron serias.
—¿Ni a algún sitio cercano? —preguntó Christian sabiendo que a veces La Grande Boucle, como era conocida, cruzaba Saint Girons ignorando las carreteras de montaña que rodeaban Fogas.
—Sube por el Col de la Core y baja hasta Seix. Después sigue por La Trappe y baja hasta el valle de Garbet.
Las cabezas se levantaron al oír que los ciclistas iban a pasar sobre dos montañas para después salir al valle de al lado.
—Pero una vez allí se dirigirán al Col de Saraillé, y no saldrán a nuestra carretera hasta muy por encima de Massat.
—¿Eso nos deja fuera por completo, entonces? —preguntó Josette.
Fabian asintió.
—Bueno, pues esa idea está fuera de juego —concluyó René mientras sacaba otro cigarrillo.
El grupo miró a Serge como preguntándole «¿Y ahora qué?», pero en vez de parecer decepcionado, el alcalde estaba sonriendo. Y también lo hacía su hija.
—¿Qué? —preguntó Christian—. ¿Es que veis una forma de conseguirlo?
—Oh, sí —dijo Serge—. Sin duda. Pero va a hacer falta cierta organización. Y un secretismo total. También es posible que sea algo peligroso.
Observó las caras que tenía alrededor.
—¿Quién se apunta?
Siete manos se alzaron en el aire. Pero Serge solo podía ver seis de ellas, claro.
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Al otro lado de la carretera, Chloé ni se fijó en el grupo apiñado y no se dio ni cuenta del gran entusiasmo contenido que florecía en la terraza. Estaba a kilómetros de distancia, con los ojos fijos en las colinas detrás de la iglesia, en el lugar donde había empezado el fuego.
Necesitaba subir allá arriba. Los oseznos huérfanos necesitaban su ayuda. Pero ¿cómo podía hacerlo si maman la estaba vigilando todo el tiempo y no la perdía nunca de vista?
—Chloé, ¿quieres ir a comprarte un helado? ¡Te mereces uno después de tanto trabajo!
Maman tenía un billete de cinco euros en la mano y estudiaba a su hija con la cabeza ladeada. Y además le hablaba con «esa» voz. La que utilizaba con Chloé desde el día que Miel murió. Como si ella fuera demasiado frágil para que le hablara con normalidad.
Chloé negó con la cabeza. No le apetecía un helado. Solo quería que la dejara subir a las montañas. Maman suspiró, volvió a guardar el billete en la caja y siguió organizando el invernadero, donde las plantas estaban creciendo bien en aquellas condiciones ideales.
Tocándose el bolsillo de los pantalones cortos, Chloé sintió el rectángulo tranquilizador de su teléfono móvil. Habían pasado varios días desde el mensaje de Arnaud. Le había respondido, pero no había sabido nada de él desde entonces, ni siquiera estaba segura de si seguía ahí arriba. Si estaba en los bosques, con suerte habría encontrado ya a los oseznos.
Golpeó los talones contra la silla por la frustración. Era muy injusto. Todo el mundo hablaba de lo terrible que había sido el fuego, lo horrible que era que Miel hubiera muerto. Pero nadie estaba haciendo nada por Trufa y Colmenilla.
¿Todavía estarían vivos? Se le cerró la garganta y los ojos se le llenaron de lágrimas. Ahora no. No podía llorar allí. Maman empezaría a preocuparse por ella como si fuera una inválida y no podría librarse de ella nunca.
Entonces su mente de niña de diez años hizo una conexión muy sencilla.
Maman solo la estaba tratando así porque sabía que Chloé estaba triste. Si pensara que estaba mejor, entonces no sería tan estricta.
¡Ahí estaba la solución! Tendría que fingir que estaba contenta. Que se había olvidado de los ositos. Como Josette fingía que Jacques no estaba justo allí.
Se obligó a poner una sonrisa en su cara y notó que le dolían las mejillas por la falta de práctica. ¿Demasiado? Maman sospecharía si era algo muy repentino. Así que la redujo un poco, tocándose los labios con los dedos para asegurarse de que estaban bien. Después fue hasta el invernadero.
—He cambiado de idea, maman. ¿Puedo ir a comprarme un helado?
Maman dejó las macetas de flores que había estado arreglando y le dio un abrazo a su hija.
—Claro que sí, cariño —murmuró contra los rizos de Chloé. Se apartó y le acarició las mejillas pálidas a la niña—. Me encanta volver a ver esa sonrisa después de tanto tiempo.
Chloé consiguió mantener la expresión sin cambios mientras maman le daba el dinero. Incluso logró seguir con ella mientras cruzaba la carretera.
—¿Un helado, Chloé? —le preguntó Fabian al verla.
Y asintió, con todos los ojos fijos en ella cuando entró en la tienda detrás del alto parisino. Solo Jacques vio su cambio de humor y cómo sus labios cayeron en cuanto creyó que nadie estaba mirando. Pero cuando Fabian empezó a preguntarle cómo estaba, volvió a elevarlos.
Los músculos empezaban a tensársele por el esfuerzo, así que esperó que no hiciera falta aguantar mucho para convencer a maman de que ya no estaba triste. Chloé no creía que pudiera mantener ese engaño durante mucho tiempo.