Capítulo 18

Fuego. Podía olerlo. Levantó la cabeza para olfatear el aire de nuevo y un gruñido grave salió de su garganta. Sus cachorros, que estaban subidos a un árbol detrás de ella, sintieron su miedo. Uno de ellos gimió y ella gruñó en respuesta para tranquilizarlo, aunque sabía que había problemas porque veía las lenguas anaranjadas que hacían arder los helechos. Fuego.

Golpeaban sin cesar el suelo delante de ellos para mantener las llamas al otro lado, centrados en la zona que habían delimitado. Con la leve brisa que soplaba desde detrás no les resultó difícil. Pronto la vegetación seca estaba crujiendo y chisporroteando, los brotes de los árboles consumidos, la hierba devorada y las ramas caídas reducidas a cenizas.

Y detrás de todo eso, todavía visible a través de las llamas, la osa. La observó hipnotizado mientras se revolvía y giraba sobre sí misma, intentando decidir cómo escapar. Pero no había salida. Delante de ella había una columna de fuego y detrás de ella…

Rio. Era una trampa perfecta. Hiciera lo que hiciese, iba a morir.

—¿Y quién lo ha autorizado? Eso es lo que quiero saber.

Serge podía sentir cómo le subía la tensión por las nubes mientras observaba la nube de un humo, ahora espeso, extenderse por la montaña en la tranquilidad de la mañana. Annie estaba ahí arriba en alguna parte. Con su hija. Se acercó el teléfono a la oreja aún más y se apartó de la puerta porque las voces preocupadas del grupo que estaba reunido fuera del bar no le dejaban oír la respuesta del hombre del otro extremo del teléfono.

—Espere un momento mientras encuentro el archivo —dijo el agobiado jefe Gaillard, inspector jefe de los bomberos de Ariège.

Serge caminó por el bar con su viejo amigo Jacques observando todos sus movimientos desde la chimenea.

—¿Pero qué demonios…? —murmuró el alcalde—. ¿A quién se le ocurre quemar una colina el día de la trashumancia? ¿Y quién es lo bastante estúpido como para firmar una solicitud así?

Había llamado a los bomberos y cuando les dijo que había fuego en las colinas por encima de la vieja cantera de Picarets, recibieron su pánico con cierta diversión. Claro que había fuego, le dijeron. Alguien estaba quemando sus pastos.

El único asunto que quedaba por aclarar era con autorización de quién lo estaba haciendo. Porque cualquier quema de pastos tenía que tener permiso del ayuntamiento. Y él sabía muy bien que no había firmado los papeles para aprobar algo así. Ni tampoco lo habría hecho teniendo en cuenta que se trataba del día de la trashumancia, cuando los animales y los pastores podían encontrarse con el fuego sin previo aviso.

Así que había llamado al jefe Gaillard, un buen hombre del departamento de bomberos, aunque no siempre estaban de acuerdo, y le había pedido que averiguara quién había dado permiso para esa quema.

—¿Hola? ¿Sigue ahí?

—Claro que sigo aquí —rugió Serge—. ¿Qué ha encontrado?

—Estoy mirando los formularios de la solicitud y todo está correcto. El granjero pidió el permiso a través del ayuntamiento y después pasó al departamento de permisos y a nosotros una vez aprobado. Le han notificado a mis muchachos esta mañana que iba a tener lugar en… Oh, qué raro. —Serge le oyó pasar hojas—. ¿Ha dicho que el fuego es en Fogas?

—Sí.

—Pero el permiso se solicitó en Sarrat. Por eso usted no sabía nada.

¡Sarrat! Siempre el maldito Sarrat.

—¿Tiene el nombre del granjero?

Monsieur Louis Claustre.

Claustre. El mismo hombre cuyas ovejas habían sido atacadas en el municipio vecino. Que tenía además la propiedad compartida de un trozo de tierra dentro de las fronteras de Fogas que llegaba hasta el borde de la vieja cantera que había encima de Picarets. Como estaba en una cuesta muy empinada y acababa en un abismo letal, nunca había sido adecuada para pasto; demasiadas ovejas habían encontrado la muerte en las rocas que había abajo. Claustre la había heredado, junto con otros tres hermanos, dos hermanas y cinco primos, de una tía soltera. Como había demasiados herederos para que la venta fuera fácil, la tierra llevaba años abandonada. ¿Por qué demonios querrían quemarla ahora?

—¿Y quién firmó el permiso?

—Bueno, el alcalde por supuesto, Henri Dedieu.

Algo no encajaba.

—¿Necesita algo más? —Serge notó la impaciencia en la voz del bombero.

—¿Podría enviarme una copia? Y gracias. Me ha sido de gran ayuda.

—Ahora se la envío. Y no dude en llamar de nuevo si ve que está fuera de control.

Un clic en la línea y el jefe Gaillard dejó de estar al otro lado.

—Fuera de control —murmuró Serge—. Las cosas por aquí llevan tiempo fuera de control.

Todavía reflexionando sobre las extrañas noticias, se unió al grupo creciente de la terraza que observaba impotente cómo la ladera se veía oscurecida por espirales grises.

Véronique estaba ahí arriba, en alguna parte. Y le rogaba a Dios que estuviera a salvo.

Como si notara su preocupación, Josette estiró la mano y le acarició el brazo, todavía con Chloé apoyada contra ella y con una mano agarrando firmemente la de su madre, que había cruzado la carretera para ver qué estaba ocurriendo.

—No le pasará nada —le dijo Stephanie, e intentó creérselo porque ella era medio gitana y raramente se equivocaba en sus predicciones. Pero cuando vio otra voluta de humo aparecer sobre la montaña, le resultó difícil pensar que algo podía salir bien con lo que estaba pasando allí arriba.

El cielo se había oscurecido y el aire se había vuelto espeso y acre. Las vacas se asustaron. Y ellas no eran las únicas, pensó Véronique mientras subía por la colina.

Cuando se dieron cuenta del problema, ya era demasiado tarde para dar la vuelta. Lo olieron primero, el olor inconfundible que acompañaba a un incendio, y después vieron las espirales de humo por debajo de ellas, al otro lado de la carretera de la cantera.

—Deberíamos volver —dijo Véronique nerviosa.

Pero Annie se negó.

—Si volvemos ahorrra, nos meterrremos de cabeza en el fuego y el ganado saldrrrá en estampida. Nuestrrra mejorrr opción es seguirrr subiendo. Venga de donde venga ese fuego, arrrderrrá más despacio cuando pase la línea de los árrrboles.

Véronique había aceptado la sabiduría de su madre, pero cuando las condiciones empezaron a empeorar y la vio con mal aspecto y la respiración jadeante, dudó. La humedad había aumentado, potenciando los efectos del fuego, e incluso a Véronique le costaba seguir avanzando. Se paró para esperar a que su madre la alcanzara; las vacas habían acelerado el paso considerablemente. Ahora no necesitaban animarlas para que avanzaran; el fuego lo hacía por ellas.

—Necesito un momento —dijo Annie con la respiración entrecortada.

Véronique le pasó la botella de agua y miró la colina. Inmediatamente deseó no haberlo hecho. La vista estaba ahora oculta tras una nube negra que se acercaba. Tosiendo, se centró en el camino que tenían por delante, intentando ver a través de la niebla oscura. ¿Cuánto les quedaba hasta llegar a los pastos? ¿Otros treinta minutos? ¿Y después qué? ¿Llegaría el fuego hasta allí?

—¿Preparada para seguir? —preguntó intentando mantener la voz tranquila.

Annie asintió y empezaron a caminar de nuevo, las vacas ahora bastante por delante de ellas, unas anchas siluetas poco definidas tras la capa de humo.

«Un pie delante del otro», pensó Véronique mientras entrelazaba el brazo con el de su madre. Obtuvo una sonrisa agradecida como respuesta. Lo mejor era no pensar en lo que estaba pasando en la colina, por debajo de ellas.

Fuego. Un arco entre su posición y el bosque. Y más allá, los perros. Los hombres. Al principio intentó pasar entre las llamas, pero tuvo que desistir por el calor. Se giró y volvió adonde estaba, al borde del abismo. Lo intentó de nuevo. Pero las llamas eran demasiado altas y su zona de seguridad se hacía cada vez más pequeña. Gruñó y gimió, un sonido agudo que resonó por encima del rugido del infierno. No tenía salida.

Siguiendo el camino que empezaba detrás de la casa de Chloé, Christian había conseguido avanzar bastante a pesar del humo. La cosa no estaba tan mal a ese lado del valle porque la mayor parte del humo se concentraba alrededor de la cantera. Que era precisamente donde estaban Annie y Véronique.

Su preocupación le hizo reavivar el paso una vez más, sus largas piernas dando grandes zancadas por la colina, el corazón martilleándole en el pecho tanto por la preocupación como por el cansancio. Todavía estaba a cierta distancia cuando oyó el grito. Agudo, angustiado. Se detuvo en seco.

—¡Véronique! —gritó—. ¡Annie!

No hubo respuesta. Sonó otro grito que atravesó el humo.

Echó a correr.

—¡Aguantad! —gritó mirando a los hombres al notar que algunos estaban perdiendo el empuje. El calor era intenso y el sudor brillaba en sus caras a la luz parpadeante mientras apagaban algunas llamas para controlar el incendio. Apenas podía ver a la osa a través de la pared naranja, aunque oía sus gritos aterrados.

—Ya no falta mucho.

La vio cargar contra el fuego de nuevo, solo para verse obligada a retroceder. Entonces un trozo de helecho ardiendo salió volando por una corriente de aire y cruzó el claro para aterrizar en el lomo de la osa. El animal chilló cuando su piel se incendió, girándose y revolviéndose enloquecida para intentar quitarse el fuego de encima. Pero en su pánico olvidó el peligro y sus frenéticos esfuerzos por salvarse la llevaron cada vez más cerca del muro de fuego hasta que rozó un árbol en llamas.

Soltó otro aullido primitivo que ponía los pelos de punta. Con el cuerpo cubierto de llamas, se puso de pie sobre las patas traseras, una parodia grotesca de los osos bailarines de antaño, mientras se retorcía en su agonía.

Oyó a alguien vomitar. Era el hombre que tenía a su lado, que estaba de rodillas. El resto de los hombres apartaron los ojos de la terrible escena, incapaces de mirar.

Él volvió a mirar el fuego y vio la silueta ardiendo cruzar bamboleándose el terreno abierto hasta el punto más alejado, creando un zigzag de llamas. Se tambaleó en el borde un momento, como si estuviera andando sobre una cuerda, y agitó los brazos. Después se inclinó hacia un lado y cayó a la cantera.

Como había dicho, era la trampa perfecta.

Solo se dio cuenta de que estaba sonriendo cuando vio a uno de los hombres mirándole con cara de horror.

—Ya hemos acabado —declaró—. Apaguemos el fuego lo antes posible.

Hicieron lo que les decía. Pero ninguno lo miró cuando pasaba a su lado. Tampoco es que le importara. Habían hecho lo que había que hacer. Y ahora Fogas sería suyo.

Llegaron a los pastos, que, por suerte, estaban despejados. Aspiraron el aire limpio y puro sin dejar de toser y escupir y se dejaron caer sobre una roca plana mientras las vacas se desperdigaban a su alrededor, rumiando satisfechas la hierba dulce ahora que se habían librado del humo.

No hablaron hasta que un chillido agudo que venía de más abajo hizo que las dos se estremecieran. Un segundo grito agónico le siguió poco después.

—Solo es el fuego —dijo Annie con una mano sobre el brazo tenso de su hija—. Gases escapando de alguna parrrte, prrrobablemente.

Esperaron un par de minutos, pero solo oyeron a las cigarras y el canto de los pájaros, como cualquier sábado normal del verano.

—¡Dios! —dijo Annie apoyando la cabeza en el hombro de Véronique mientras observaba las gruesas bandas grises que se iban deshaciendo lentamente—. Creía que no lo iba a conseguirrr.

—Tengo que admitir que durante un momento he pensado que me iba a quedar sin madre. Lo que sería una pena.

Annie la miró recelosa.

—¿Con quién iba compartir esto entonces?

Y como por arte de magia, Véronique sacó otras dos cervezas frías de su mochila.

Christian llegó hasta donde estaban y emergió en el claro a sus espaldas. Eso le dio tiempo para encajar la oleada de alivio que le embargó, para quitarse la sonrisa estúpida que se le había puesto en la cara al verlas y para fijarse en que se estaban riendo de forma histérica, la cabeza de Annie encima del hombro de Véronique y el brazo de la hija alrededor de la cintura de la madre.

—¿Cuál es el chiste? —preguntó, y las dos se sobresaltaron y se giraron.

Podrían ser gemelas. Dos fuertes caras Estaque, ambas sorprendidas. Y las dos negras por el humo.

—¿No tendrás otra cerveza por casualidad? —preguntó mientras se dejaba caer sobre la roca al lado de Véronique—. He venido hasta aquí en una misión de rescate de dos mujeres atolondradas que se habían visto metidas en un fuego, pero parece que no hacía falta.

Véronique sonrió y le pasó su botella fría, para asombro de Christian.

—Las Estaque sabemos cuidarnos solas. —Sonrió mostrando unos dientes muy blancos en su cara llena de manchas negras.

—Brindo por eso —dijo quitándole una mancha oscura de hollín de la mejilla y dándole un sorbo a la que debía de ser la cerveza que mejor le había sabido en su vida.

—Si somos tan buenas cuidando de nosotrrras mismas —murmuró Annie—, sugierrro que no nos quedemos aquí mucho rrrato. —Y con una mano que todavía le temblaba, señaló las nubes negras que se estaban reuniendo encima del Mont Valier con su forma de Toblerone—. Esa torrrmenta no tarrrdarrrá en llegarrr.

Vieron que el fuego disminuía y la nube de humo se fue dispersando hasta quedarse solo en pequeñas espirales. La montaña volvió a aparecer gradualmente a la vista de todos y el grupo que se había reunido en la terraza volvió a entrar en el bar y empezó a pedir cafés. Estaba bajo control. No había pasado nada, se convencieron mientras se reunían en grupitos para hablar de los acontecimientos recientes.

Como era bien sabido que el drama provocaba sed, Josette no tenía manos suficientes para atenderlos a todos, así que Stephanie, cuyo centro de jardinería no tenía mucha actividad esa mañana, cerró y vino a ayudarla. Como la gente se mostraba reticente a visitar La Rivière desde que habían empezado las protestas, esa decisión seguramente no influiría en sus beneficios y además así podía vigilar a Chloé, que parecía haberse calmado un poco y estaba sentada en silencio junto a la chimenea, hablando sola.

—Está bien, no te preocupes —le dijo Josette al pasar y ver dónde estaba mirando Stephanie.

Aunque Josette no podía decirle a Stephanie por qué, claro. No podía decirle que Jacques estaba con la niña, escuchándola hablar de Miel y los cachorros. Y de todas las cosas increíbles que se pueden saber examinando la caca de oso.

Colocó un café delante de Serge cuando él sacaba su móvil del bolsillo.

—Un mensaje. ¡De Christian!

Todo el bar se volvió hacia él mientras lo leía y después suspiraba.

—¡Véronique y Annie están a salvo! —exclamó—. Las ha encontrado y están bien. Bebiendo cerveza en los pastos de arriba. ¡Esas son mis chicas!

Todo el mundo gritó de alegría y Serge anunció:

—¡Bebidas para todos! Estamos de celebración.

Como ya iba corriendo de vuelta a la barra, Josette no vio el coche que estaba aparcando fuera, ni al hombre que salía y caminaba arrastrando los pies hasta la puerta. Lo primero que notó fue que todo se quedó en silencio y cuando se giró vio a Arnaud Petit, con la cara manchada de negro y los hombros caídos. Y esos ojos que encerraban siglos de dolor.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Serge.

—La osa. —Arnaud negó con la cabeza, incapaz de decir nada más.

—¿Está muerta?

—En el fuego.

Josette siempre recordaría el silencio que reinó después. El peso que tenía. Y después el grito de una niña.

¡Miel! —chilló Chloé, saltando de la silla y dirigiéndose a la puerta. Arnaud la cogió por la cintura al pasar y la levantó para rodearla con los brazos mientras ella sollozaba incontrolablemente.

—Tengo que llevármela a casa —dijo Stephanie saliendo apresuradamente de detrás de la barra para coger a su hija. Nadie dijo nada. Solo se oía el sonido desgarrador del llanto de Chloé. Y después las palabras que resonarían en los sueños de todos esa noche y muchas noches después.

—¿Y los bebés, maman? ¿Quién va a cuidar de ellos ahora?

Cuando salieron del bar con la cara de Chloé enterrada en el cuello de su madre, un relámpago dividió el cielo y el trueno resonó en el valle. Y entonces empezaron a caer las primeras gotas de lluvia. Demasiado tarde para salvar a la osa, la tormenta que Annie había predicho llegó para extinguir el fuego.