Capítulo 17

Las noticias no tardaron en filtrarse. Para el día siguiente el contenido del informe de la muerte de las tres ovejas ya era de dominio público en Fogas. De alguna forma una copia había salido del ayuntamiento. Y cuando se supo que a Arnaud Petit se le atribuía gran parte de la culpa, la frustración creció entre los que no querían a los osos en la zona. Y la irritación se convirtió en furia cuando se enteraron de que el alcalde había estado protegiendo al hombre que ahora era criticado en el informe en contra de la voluntad del Conseil Général, como quedó claro cuando empezó a circular una carta de ese muy estimado organismo en la que se aconsejaba a Serge Papon que marcara las distancias con el rastreador.

Comprensiblemente, el electorado estaba indignado. El número de personas que se juntaba delante del pabellón de caza cada noche creció cuando aquellos que antes miraban el asunto desde la barrera se pusieron del lado de los manifestantes antiosos. E incluso algunos que siempre habían sido leales al alcalde empezaron a cuestionar la actuación de su líder.

¿En qué estaba pensando? Proteger a un canalla como Arnaud Petit que no era capaz de cumplir las órdenes, un disidente que iba por ahí haciendo su santa voluntad. Pronto la población se dio cuenta de que esas descripciones también podían aplicarse a Serge Papon. ¿Es que alguna vez los había escuchado? ¿No sería Pascal Souquet, que al menos había intentado hacer algo, mejor alcalde?

Pero mientras la irritación con el hombre que ostentaba el poder iba aumentando, la indignación con el oso estaba fuera de control. Los gritos de los cazadores de que había que matar al oso ahora tenían eco incluso en los habitantes más moderados de Fogas. ¿Y si atacaba de nuevo? ¿Y si esta vez iba a por un niño? La agencia que estaba a cargo del programa de reintroducción debería hacer algo para eliminar ese riesgo.

La ansiedad estaba fermentando. Y, de repente, llegó el verano y los habitantes de Fogas empezaron a cocerse bajo una implacable ola de calor que aumentó aún más la tensión al alcanzarse unas temperaturas que superaban los treinta grados. A pesar del sofocante calor, la gente tenía miedo; no quería dejar las puertas abiertas ni permitir que los niños jugaran fuera por el oso. Solo Chloé Morvan iba de acá para allá sin supervisión. Su madre intentó detenerla, pero fue en vano porque no fue capaz de alterar la firme convicción de la niña de que Miel era inocente.

En La Rivière, las largas tardes proporcionaban la oportunidad para que el descontento reinante se fuera difundiendo y cada vez más hombres se reunían para añadir sus voces a las ya ensordecedoras protestas. El aparcamiento del pabellón de caza ya no podía contener a todas las personas que se juntaban y el grupo se desperdigaba por la carretera y se sentaba en los muros de los jardines hasta cubrir todo el trazado, de forma que cualquier coche que pasara tenía que sufrir una andanada de insultos.

Un jueves, poco más de una semana después de que el informe se publicara y dos días antes de la trashumancia, se empezó a difundir por el municipio la noticia de otro ataque. Esta vez había sido una de las ovejas de Christian Dupuy la que había aparecido con las tripas abiertas y los huesos descarnados. Le estaba bien empleado, fue el veredicto de la facción antiosos. Se había negado a ponerse de su lado y ahora estaba recibiendo su merecido. Y sus opiniones se vieron confirmadas cuando llegó el investigador y descubrió dos huellas claras que eran iguales que las que se habían encontrado en los otros sitios en que se habían producido ataques. A pesar de la ausencia de pelo, estaba claro que Miel había vuelto a atacar. Así pues, los manifestantes exigieron que había que matarla.

Las subsiguientes protestas fueron suficientes para catapultar al municipio a las noticias. La Gazette Ariégeoise llevaba meses hablando de la historia y a principios de semana la había cubierto también el periódico regional La Dépêche. Pero el viernes, cuando las manifestaciones en el pueblo alcanzaron niveles exagerados, llegó un equipo de televisión. Y esa noche emitieron para toda Francia, mostrando la hostilidad que florecía en un pequeño municipio de los Pirineos, tan anónimo para el resto del país que el presentador de France 2 no pronunció la «s» final del nombre de Fogas.

Para el sábado por la mañana las cosas estaban ya a punto de explotar. A las siete, cuando Josette abrió los postigos para empezar otro día de trabajo, se dio cuenta de que el pabellón estaba repleto de hombres, todos vestidos de camuflaje. Muchos con perros y con armas, aunque la temporada de caza había terminado hacía mucho. Preocupada, llamó a Serge Papon, que llegó justo a tiempo para ver el convoy de 4×4 salir del pueblo, pasar al lado del Auberge y girar a la izquierda hacia la carretera de Picarets. Decidió que iba a esperar en el bar a ver qué resultaba de todo aquello y pidió un café que iba a ser el primero de muchos.

Arriba, en la granja de las Estaque, Annie recibió a Véronique en la puerta con unas buenas botas, un palo de avellano en la mano y una mochila a la espalda. Aparte de los saludos de cortesía, ninguna de las dos habló mucho mientras reunían las vacas y empezaban lo que iba a ser un largo camino. Las dos mujeres estaban tensas, aunque lo suyo no tenía nada que ver con los osos.

Muy por encima de ellas, cerca del claro donde había pasado su hibernación, Miel se revolcaba por la hierba con sus oseznos jugando a su lado, los tres disfrutando del buen tiempo. Pero, a diferencia de los últimos días, hoy no tenían a su ángel guardián velando por ellos. Arnaud, que se había enterado algo tarde del tercer ataque gracias a un mensaje de móvil de Chloé, había abandonado su punto de vigilancia y bajado para ver la escena por sí mismo, con la esperanza de que eso le diera alguna pista de quién estaba detrás de todo aquello. Algo era seguro: no había sido Miel. Había estado siguiéndola los últimos diez días y estaba seguro de que no había sido ella la que había dejado la huella en la granja de los Dupuy.

Por encima de todos ellos brillaba el sol sobre las montañas, provocando que la temperatura fuera ya bastante alta para esa hora tan temprana. Y además había empezado a subir el nivel de humedad. Annie Estaque le echó un vistazo al cielo, aparentemente inofensivo

—Va a haberrr torrrmentas antes de que se acabe el día —murmuró.

No tenía ni idea de cuánta razón tenía.

Dejaron los coches en Picarets, una larga hilera de todoterrenos. Y en masa subieron por el camino que había detrás de la casa de Stephanie; Chloé los vio desde su jardín. Todos eran hombres, con ropa de caza, armas colgadas al hombro y caras feroces. No necesitaba su herencia gitana para saber que se avecinaba peligro. Corrió adentro para mandarle un mensaje a Arnaud. Después se puso las botas y se dirigió a la puerta. Pero su madre la bloqueó. Le suplicó e intentó convencerla con los ojos llenos de lágrimas. Tenía que seguirles. Pero maman no cedió porque su propio sexto sentido le decía que no debía perder de vista a su hija. Y por eso Chloé se vio obligada a acompañar a su madre a La Rivière. Todo el viaje en el coche lo hizo con la cabeza girada, intentando ver las colinas que dejaban detrás. Como si así pudiera salvar a Miel y a sus bebés.

Caminaron a ritmo constante. No había opción cuando acompañabas a las vacas, que llevaban su propio paso lento y pesado. Los dos perros de las montañas de los Pirineos de Annie corrían al lado del rebaño. Era una mañana preciosa, con una gruesa niebla sobre los valles de más abajo que hacía que los árboles y las montañas parecieran etéreos al elevarse hacia el cielo de color cobalto.

Véronique miró la hora: las ocho. Estaban progresando bastante. Por suerte la carretera estaba tranquila, aparte de todos los coches que estaban aparcados en Picarets, que les causaron más de un inconveniente. Como el camino de la parte de atrás de la casa de Stephanie ahora era demasiado estrecho para las vacas, tuvieron que dar un largo rodeo siguiendo la carretera hasta la parte alta de la vieja cantera, donde había un sendero más ancho que llevaba a los pastos. Pero incluso haciendo descansos regulares, podrían llegar allí fácilmente para la hora de comer.

Miró a su madre, que caminaba a su lado. Se la veía mejor de lo que había estado últimamente, con un cierto color rosado en las mejillas arrugadas. Tal vez no había sido una mala idea después de todo, pensó Véronique.

Arnaud estaba atónito. Estaba estudiando dos juegos de huellas que había junto a un pequeño manantial en las tierras de Christian Dupuy. Algo no encajaba. Sus medidas, para empezar.

Al ver la huella que había a la derecha no dudó un segundo: se trataba de la misma que encontraron en la tierra de Philippe y en la granja de Sarrat. Bueno, la parte de arriba era la misma, al menos. Puso una de sus fotos al lado y las hendiduras y el espacio entre los dedos eran idénticos, y también estaba la impresión más marcada del borde exterior. Pero a la vez era básicamente diferente. De acuerdo a sus notas, la huella que tenía delante era diez centímetros más larga que la que tenía en la fotografía y bastante más profunda. Lo que significaba que el oso había crecido de una forma increíble en el último mes. Y había cambiado de sexo.

Porque esa huella era definitivamente de un oso macho. Como la que había encontrado junto al puente de Sarrat en otoño.

Reflexionó sobre ese descubrimiento mientras volvía a recorrer las hendiduras con los dedos: una trasera derecha, como en las otras ocasiones, y esta vez una trasera izquierda también. Ahora que tenía el juego completo vio que la huella derecha estaba retorcida de una forma antinatural, como si el animal tuviera una pata deforme. Lo que explicaba por qué las marcas no estaban equilibradas. Y eso le recordaba algo. Algo que había visto.

Se sentó en los talones mientras intentaba encontrarle sentido a todo aquello. Había habido tres ataques. Este, que Arnaud estaba bastante seguro de que era auténtico dado el excremento que había encontrado junto a los árboles, y los otros dos, que le habían suscitado escepticismo desde el principio.

Pero si los dos primeros habían sido falsificados, como sospechaba, ¿por qué compartían características con este? No había duda de que la huella de la pata trasera derecha era idéntica, excepto en la longitud y en la profundidad. ¿Y el pelo que había situado a Miel en la escena sin posibilidad de duda? Ahí no había pelo que él pudiera ver, aunque tal vez el investigador había podido recoger muestras.

Sacó su móvil y llamó a la oficina central.

—¿Jean-Pierre? Soy yo, Arnaud. Necesito un favor. ¡Pero no se lo digas al jefe!

Cuando Arnaud colgó, después de apenas cinco minutos de conversación susurrada, su amigo le había contado todo lo que necesitaba saber y algo más. No habían encontrado restos de pelo en el lugar de la última investigación, lo que ya era interesante en sí mismo. Pero aún más importante fue que Jean-Pierre le dijo que las muestras de pelo de las dos investigaciones anteriores que el rastreador había enviado tenían rastros significativos de trementina.

El pelo era la clave, Arnaud estaba seguro. Era la única evidencia que no se podía refutar. Y la única cosa que señalaba a Miel como culpable. Pero si los ataques en la granja de Sarrat y en las colmenas habían sido realizados por un hombre, ¿cómo se hizo con el pelo? Seguro que Miel no se había puesto patas arriba y se había dejado arrancar de la tripa unos cuantos mechones. No a menos que llevara consigo un saco de maíz.

Saco de maíz… Merde! Así era cómo lo habían conseguido. Pero necesitaba pruebas.

Cruzó el campo trotando, ansioso por llegar hasta su coche porque cada segundo que se retrasaba era un segundo más que tenía la agencia para ordenar una muerte injustificada. Cuando encendió el motor y bajó a toda velocidad por la colina hacia La Rivière, oyó el pitido de su teléfono indicando que le había llegado un mensaje. Tendría que esperar. Lo que estaba haciendo era más importante y demostraría la inocencia de Miel de una vez por todas. Y además le salvaría la vida.

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Perros ladrando. Miel levantó la cabeza intentando ubicar el sonido, pero el viento cambió de dirección y no pudo. Gruñó para llamar a sus cachorros. Tenían que moverse. Se acercaba el peligro. Juntos se dirigieron al bosque, con los cachorros peleándose y jugando, todavía pensando que la vida era un juego sin fin.

—¡Los perros han encontrado un rastro!

El cazador señaló al perro de Carelia que no dejaba de tirar de la correa, ladrando y arrastrando al hombre que tenía detrás.

—Excelente. ¡Dispersaos! —gritó el líder al resto de los hombres, haciéndoles señas para que formaran un arco entre los árboles—. Armas listas. Pero recordad, nada de disparar. No a menos que sea necesario.

Se esforzó para intentar distinguir algo entre la vegetación. Y entonces lo vio. Una silueta torpe que se alejaba de ellos. Acercándose a la trampa.

—Lo tenemos —murmuró con los ojos saliéndosele de las órbitas—. Ya no tiene escapatoria.

—¿Quieres hacer un descanso?

Annie asintió y emitió un silbido agudo para llamar a los perros y que dejaran que las vacas pastaran en paz al borde del camino. Hacía rato que habían superado el rodeo que tuvieron que dar por la cantera y ahora ya estaban en las colinas. Otra hora, tal vez dos, y ya estarían en los pastos.

Se dejó caer en una roca al lado de Véronique, agradecida de poder descansar los pies y contenta de que estuvieran a la sombra. Hacía un calor de mil demonios, el sol caía a plomo sobre ellas y el aire era espeso y pesado. Durante la última media hora le había costado respirar, pero no quería que su hija lo supiera.

—Josette dijo que agradeceríamos esto. —Véronique sacó dos cervezas de su mochila con el vidrio cubierto de condensación—. ¡Y están frías!

Annie cogió una botella y se la pasó por la cara, encantada por la sensación de frescura.

—¿Cómo demonios…?

Véronique le enseñó una mochila de plástico con un bloque de hielo dentro y Annie rio.

—Ahora todo son comodidades, maman. ¡No como la última vez que hiciste este camino!

—¡Cierrrto! Llevábamos una botella de vino y ya está. Aunque la verrrdad es que no rrrecuerdo que nunca hicierrra este calorrr. —Se abanicó con la mano y dio un largo sorbo a la cerveza—. También había más gente entonces. Subíamos en grrrupos grrrandes y hacíamos una fiesta arrrriba, cuando los animales ya estaban en su sitio. La vieja Emile Galy trrraía la arrrmónica y tocaba parrra nosotros.

Sonrió por los recuerdos.

—¿Y por qué dejaste de subir?

El corazón de Annie empezó a latirle con fuerza. Si le iba a decir la verdad, nunca iba a tener una oportunidad mejor.

—Porrrque me quedé embarrrazada.

—¿Y no podías hacerlo?

—No, carrriño. No fue porrr eso. —Dio otro sorbo mientras pensaba en sus siguientes palabras—. Acababa de enterrrarrrme de que estaba embarrrazada. No podía pensarrr en ninguna otrrra cosa. Así que me quedé en la grrranja parrra tenerrr un poco de tiempo parrra pensarrr mientras papa y maman subían a los animales.

—¿Y nadie lo sabía? ¿Ni tampoco lo sospechaba?

—No. —Hizo una pausa—. Bueno, eso no es del todo cierrrto. Alguien lo sabía.

—¿Quién?

Annie agarró con las uñas la etiqueta empapada de la botella e intentó quitársela. Véronique no estaba segura de que le fuera a responder, pero entonces murmuró:

—Thérrrèse Papon.

—¿Thérèse? —Véronique se quedó mirando a su madre, perpleja—. Pero si Thérèse lo sabía, ¿cómo es que…?

Se quedó helada, el cerebro funcionando furiosamente mientras oía cantar a las cigarras por encima de la suave melodía de los cencerros que colgaban de los cuellos de las vacas. Desde la distancia le llegó el sonido de unos perros ladrando. Necesitó un par de minutos, pero entonces dio un respingo, como Annie sabía que haría.

—¡Fue por eso! —exclamó con la mirada fija en su madre—. No se lo dijiste a Serge porque Thérèse te pidió que no lo hicieras.

Annie inclinó la cabeza como confirmación y Véronique se puso de pie de un salto y empezó a pasear arriba y abajo, murmurando como una loca. Las vacas se revolvieron incómodas a su alrededor.

—Las estás poniendo nerrrviosas —dijo Annie suavemente.

Véronique puso los ojos en blanco pero volvió a sentarse, y se puso a dar golpecitos en el suelo con las botas mientras miraba hacia las montañas. Pasó un rato antes de que volviera a hablar y cuando lo hizo, su voz estaba llena de amargura.

—¡Y pensar que yo reverenciaba a esa mujer! Todo el mundo lo hacía. Era lo más parecido a una santa que ha tenido Fogas.

—Thérrrèse errra una buena persona, carrriño. Solo es que se vio en una posición muy difícil. Porrr culpa de Serrrge y mía.

—¡No la defiendas! ¿Qué tipo de mujer le pediría eso a alguien? Negarle a una hija el derecho de conocer a su padre y al padre el de saber que tiene una hija… ¿Quién demonios accedería a eso?

La mirada airada que acompañó a esa pregunta final habría hecho temblar a muchos. Pero Annie conocía a su hija. Y su carácter. Y sabía que lo peor ya casi había pasado.

—Tienes que entenderrr cómo errran las cosas entonces —empezó—. La estigmatización. El escándalo. Ya errra bastante malo que estuvierrra embarrrazada. Si la gente se enterrraba de que había tenido una aventurrra con un hombrrre casado… —Se encogió de hombros—. Y yo también sentía que le había hecho algo malo. Me parrreció que si accedía a sus condiciones y salvaba su matrrrimonio, eso compensarrría que había tenido un lío con su marrrido… Aunque no es que fuerrra un lío tampoco…

—¡No me des los detalles! —Véronique se acabó la cerveza y puso la botella vacía en el suelo con mucho autocontrol cuando lo único que quería hacer era lanzarla lo más lejos posible, por encima de las copas de los árboles y hacia el valle que había más allá—. ¡Es la última vez que pongo flores en su tumba!

Era una respuesta tan propia de una Estaque que Annie tuvo que reírse, pero después las dos se quedaron en silencio.

—Tienes que decírselo a todo el mundo, maman —dijo Véronique un rato después.

—¡No! Y tú tampoco lo harrrás.

—Si no lo haces, todos pensarán mal de ti.

—¡Como si eso me hubierrra imporrrtado alguna vez! —Negó con la cabeza—. Contarrrlo ensuciarrría la memorrrria de Thérrrèse Papon para siempre.

—¡Y qué! Tú no le debes nada a esa mujer.

—Tal vez. Pero tú le debes mucho a Serrrge. —Annie vio como Véronique reflexionaba sobre ese último comentario, pensando en la enormidad que significaría desenterrar el pasado—. No puedo quitarrrle los recuerrrdos que tiene de su mujerrr. No después de todo.

—Así que Thérèse seguirá pareciendo una santa mientras tú quedas como una mujer sin corazón. Alguien que dejó que su hija creciera al lado de su padre sin que ninguno de los dos supiera de la existencia del otro.

—No es tan simple.

—¡Ja! Eso es lo que dices siempre, maman.

—Si no hubierrra sido por Thérrrèse Papon —dijo Annie en voz baja mientras volvía a meter las botellas vacías en la mochila y se levantaba—, tú no estarrrías aquí.

—¿Qué quieres decir?

—No estaba segurrra de si podrrría soporrrtarrrlo. —Dejó vagar la mirada por las copas de los árboles que había por debajo de ellas y después la alzó hasta las altas cumbres que brillaban bajo el sol, donde se veía una cometa roja haciendo unos círculos perezosos sobre las fuentes termales—. Serrr madrrre solterrra en un lugar como este. Sabía que iba a serrr difícil. Y pensé en darrrte en adopción.

La mano de Véronique buscó la cruz que llevaba al cuello.

—¿Y qué te hizo cambiar de idea?

—Quién, no qué. Thérrrèse vino a verrrme. Querrría que aborrrtarrra. Se ofrrreció a pagarrrme el viaje a Inglaterrrra, donde errra legal. —Annie se volvió hacia su hija y sonrió—. Hasta ese momento tú no errras más que un prrroblema. Un terrrrible errrrorrr. Perrro cuando oí esas palabrrras, algo cambió. Recuerrrdo que puse los brrrazos instintivamente sobrrre mi vientrrre para prrrotegérrrmelo, parrra prrrotegerrrte. Y sin darrrme cuenta, lo siguiente que le dije fue que te iba a tenerrr, pero que, como compensación, nunca iba a rrrevelar quién errra tu padrrre. A nadie.

Véronique la estaba mirando con la cara pálida y Annie le acarició la mejilla con su grueso pulgar, limpiándole las lágrimas.

—¿Y sabes qué, hija? Nunca me he arrrrepentido. Ni una sola vez. Perrro rrrenuncié a mi puesto en el Conseil Municipal, me negué a tomarrr parrrte en la trrrashumancia y dejé de irrr al merrrcado, porrrque la vida errra más fácil fuerrra del foco público.

Le cogió la mano a Véronique, tirando de ella para que se levantara y acercándola para abrazarla, y las dos se quedaron así durante lo que pareció una eternidad.

—Deberías habérmelo dicho —susurró Véronique apartándose para secarse los ojos.

Annie asintió, sorbiendo por la nariz mientras buscaba en sus bolsillos un pañuelo.

—Tal vez deberrría —dijo enjugándose los ojos—. Ahorrra me doy cuenta.

Y entonces Véronique le dio un beso en la mejilla y Annie, pensando que su corazón no iba a soportar mucho más, le dijo malhumorada:

—Vamos, que esas vacas no van a subirrr a los pastos solas.

Silbó a los perros y puso el rebaño en movimiento de nuevo. Las dos mujeres caminaron tranquilamente detrás, ambas pensando que este era uno de los mejores días de su vida. Lo único que podía estropearlo, pensó Annie mirando la masa de nubes que se estaba formando encima del Mont Valier, era que se vieran sorprendidas por la tormenta que se avecinaba.

Lo echaron formando un arco, cubriendo con generosidad el follaje que ya estaba seco por el sol implacable, y el olor astringente llenó el aire del verano. Arriba, en la pequeña meseta, los hombres con los perros habían rodeado al animal, que gruñía y resoplaba caminando arriba y abajo, incapaz de escapar.

Era más grande de lo que se esperaban, impresionante vista de cerca, con unas patas con la fuerza suficiente para romperle la espalda a un hombre de un solo golpe. Menuda pieza.

Silbó, un sonido agudo que se oyó por encima de la conmoción, y los hombres con los perros empezaron a retirarse. Confundida, la osa se irguió sobre sus patas traseras, evaluando el nivel decreciente de amenaza y creyendo que se había salvado.

Pero cuando los hombres quedaron ya detrás de él, en lugar seguro, los perros todavía ladrando y tirando de las correas para volver con la presa, el hombre bajó la mano y uno de los cazadores prendió fuego a un trapo empapado. Con un gesto despreocupado lanzó la bola de fuego por el aire, que aterrizó en unos helechos empapados. Con una deflagración, las llamas cobraron vida y empezaron a extenderse por la tierra siguiendo un camino predeterminado.

Y cuando el humo empezó a formar espirales hacia el cielo, volutas negras que ensuciaban el brillante azul, el hombre sonrió y el sello con la cabeza del jabalí que llevaba en la mano se volvió naranja cuando las llamas crecieron.

Arnaud se coló por la puerta de atrás y metió la cabeza en el bar; no quería encontrarse dentro con una sala llena de cazadores furiosos. No es que creyera que no iba a poder con ellos, pero tenía prisa y cuantas menos distracciones mejor.

Pero estaba de suerte. En el bar solo estaba Serge Papon, sentado a una mesa con expresión pensativa, y al otro lado del arco Josette hablaba con alguien en la tienda.

Chistó bajito para llamar la atención del alcalde.

—¡Arnaud! —Serge le hizo señas para que se acercara—. ¿Qué haces aquí?

El rastreador cruzó en tres zancadas la distancia que los separaba y estrechó la mano al anciano.

—No estaba seguro de que todavía me hablaras, teniendo en cuenta las protestas…

Serge le dio una palmada en la espalda y llamó a Josette.

—Tómate un café. ¿Cuándo fue la última vez que comiste algo decente?

Arnaud se pasó una mano por la cara y sintió que sus pómulos sobresalían. Y le sorprendió darse cuenta de que le había crecido la barba.

—Hace tiempo.

—Dos cafés, por favor, Josette, y…

—Dios mío. —Josette había entrado en el bar y se quedó mirando la apariencia demacrada, la ropa sucia y el olor terroso a bosque del rastreador—. ¡Has adelgazado! Te voy a poner algo de comer.

Serge sonrió y le hizo un gesto a Arnaud para que se sentara.

—¿Qué te ha hecho bajar de la montaña?

—Necesito mi ordenador portátil. Está en la caja de cosas que te dejé.

Serge se dio una palmada en la frente.

—Vaya, se me olvidó por completo. Pero eso te va a ahorrar un viaje hasta Fogas, porque la caja sigue en el maletero de mi coche.

Mientras salía hacia su coche, Josette volvió de la tienda con un plato de paté, pan, pepinillos, una copa de vino y una mousse au chocolat. Y acompañada de Christian Dupuy.

—Vaya, vaya. La vida en el bosque te sienta bien —exclamó el granjero mientras se estrechaban la mano—. Me alegro de verte, Arnaud.

Arnaud asintió mientras le daba un mordisco al pan, que le supo a gloria después de casi dos semanas de comida silvestre.

—Me he enterado de lo del ataque —dijo con la boca llena—. Lo siento.

Christian se encogió de hombros con las dos manos levantadas.

—La vida es así. Perdimos de vista a la oveja cuando subimos el rebaño a los pastos de arriba y supongo que el oso se la encontró. Pero creo que hemos hecho bien adelantando la trashumancia. De todas formas las compensaciones son buenas. ¡Me habrían venido bien unos cuantos ataques el año pasado cuando las cosas estaban difíciles!

—¿Y qué? —intervino Serge, que había llegado al final de la conversación—. ¿Crees que este es un ataque genuino?

—¿Quieres decir que los otros no lo fueron?

Christian miró al rastreador y al alcalde y se sentó.

—Eso es lo que él cree —dijo Serge señalando a Arnaud—. Pero no tenemos pruebas y su propia agencia ha preferido ignorar sus sospechas, así que pensé que era mejor no decírselo a nadie. Sobre todo viendo lo que ha pasado con el maldito informe.

El momento de la filtración no podía haber sido peor. O mejor, dependiendo de qué lado estuvieras. Y al alcalde le molestaba mucho no tener ni idea de quién lo había hecho. Nadie había pasado por el ayuntamiento la mañana que Arnaud le dio el dossier; Pascal, la primera persona que le vino a la mente cuando Serge intentó encontrar un culpable, había vuelto de Toulouse por la tarde, cuando se pasó por la oficina a recoger sus estúpidas gafas de sol, y Céline estaba en el dentista. Serge confiaba plenamente en su secretaria. Lo que significaba que debía de haberlo filtrado alguien del departamento de Arnaud.

—Pero eso es… —Christian se detuvo, negando con la cabeza por la incredulidad—. Si lo que decís es cierto, ¡eso es un delito!

Arnaud asintió, todavía masticando. Le dio un sorbo al vino y señaló el ordenador que Serge tenía en las manos.

—Espero que esto demuestre que tengo razón.

Encendió el ordenador y empezó a buscar entre los archivos mientras Christian y Serge seguían hablando. Algo que había visto en la granja de los Dupuy le había hecho pensar en una grabación antigua, de antes del invierno, de una de las cámaras del bosque. Pero no tenía ni idea de por qué se había acordado de ella.

Fue revisando los archivos de vídeo, pasando rápidamente las imágenes llenas de grano, hasta que encontró lo que quería. Se veía la trampa que había cerca de la cantera, y las imágenes mostraban a un oso con una manera de andar muy peculiar cruzando el cercado de alambre de espino. En aquel momento estuvo seguro de que era el macho escurridizo. Había subido a la trampa el día siguiente, pero no había encontrado nada más que algún pelo suelto y no había podido rastrearlo más allá de la cantera. Arnaud congeló la imagen y la estudió minuciosamente. Sin duda la pata trasera derecha del oso estaba torcida hacia dentro, resultado de un defecto de nacimiento o de alguna herida antigua. Y aunque eso no parecía limitarle los movimientos, significaba que dejaba unas huellas muy características.

Ahí estaba. Pruebas de que el ataque de Christian era real, aunque no era cosa de Miel. Pero eso no resolvía la cuestión de los ataques anteriores. ¿Cómo los habían orquestado, si es que alguien lo había hecho? Por lo que sabía, aparte del propio animal, había solo unos cuantos lugares de donde podía haber sacado el pelo. Sobre todo pelo que tuviera rastros de trementina. Y por suerte para él, todos esos lugares tenían cámaras ocultas.

Se centró otra vez en el portátil, pero esta vez empezó con las nuevas imágenes. Había estado ocupado desde principios de abril, así que dejó de comprobarlas, confiando en sus propias observaciones en vez de en la tecnología. Por eso había muchas grabaciones que no había visto todavía. Consciente de que podía llevarle un buen rato, siguió comiendo mientras veía.

Estaba lamiendo los últimos restos de mousse de chocolate de la cuchara cuando lo vio. Se inclinó hacia delante y pulsó los botones para reproducir de nuevo la imagen. Ahí. Miel acompañada por sus dos cachorros entrando en el claro por encima de la cantera. La vio rascarse la espalda contra un árbol que él mantenía permanentemente cubierto de trementina, una sustancia que atraía a los osos, y después pasar por el alambre de espino dejando un buen mechón de pelo enganchado. Una vez dentro del cercado, cogió el saco de maíz antes de salir del cuadro con su recompensa en la boca. Entonces la pantalla se quedó en blanco.

Arnaud se apoyó en el respaldo y cogió el cuaderno. Pasó las páginas hasta el lugar donde tenía el registro de sus visitas a las trampas. Después comprobó la fecha del vídeo. Qué raro.

Las imágenes se habían tomado el 12 de abril. Y él había estado en la trampa cuatro días después. Y aunque encontró rastros de que Miel había estado allí (media huella, un excremento y, por supuesto, el maíz desaparecido), no recogió nada. Recordó haberse sorprendido por la capacidad de la osa para pasar por el alambre sin quedarse enganchada. ¿Qué había pasado con ese pelo?

Volvió a pulsar para que el ordenador siguiera reproduciendo y en pocos minutos obtuvo su respuesta. En la imagen se veía la misma trampa, pero esta vez en el vídeo había dos hombres, uno de ellos apartado, casi fuera del cuadro, y el otro más cerca, inclinándose sobre el alambre con una linterna en la mano cubierta por un guante. Miró a un lado para hablar con su colega y después arrancó algo del alambre. El pelo. Momentos después se lo pasó al otro hombre; su mano apareció delante del objetivo con una bolsa de plástico y un sello con una cabeza de jabalí donde debería llevar la alianza de matrimonio. La bolsa y la mano desaparecieron y el segundo hombre se acercó para reunirse con él. Caminó directamente hacia la cámara, con la cara bien visible y…

—¿Ha habido suerte? —preguntó Serge—. ¿Has encontrado algo que nos sirva?

—Nada.

Arnaud cerró el portátil. No iba a compartir lo que acababa de ver. Ni siquiera con Serge y Christian. Porque ya no confiaba en nadie. Y menos cuando Miel estaba en peligro.

El rastreador cogió su vino. Detrás de él estaba Jacques, todavía mirando fijamente el ordenador en el que ya no se veía la cara de un hombre que conocía muy bien. El fantasma se quedó allí, asombrado, intentando encontrarle sentido a todo aquello.

¿Qué estaba haciendo Pascal Souquet en el bosque en medio de la noche?

Chloé estaba aburrida y frustrada. Una mezcla terrible para cualquier ser humano, pero más para una niña de diez años. Maman la había hecho sentarse a una mesa bajo una sombrilla en el centro de jardinería, plantando injertos en macetas y atendiendo a los pocos clientes que había. Pero Chloé estaba demasiado inquieta para estar sentada. No hacía más que pasear entre la mesa y la puerta principal como un tigre dando vueltas por su jaula, mirando constantemente hacia las montañas que había detrás de la iglesia. Donde estaba Miel. El lugar adonde iban los cazadores y donde debería estar ella.

Fue en una de esas vueltas cuando lo vio. Un rastro de humo que subía hacia el cielo sin nubes. Lo observó durante un minuto para estar segura. Se hizo más espeso, más grueso y más oscuro. No había duda de lo que era.

Dejó su puesto y salió corriendo hacia el bar donde sabía que iba a encontrar a Christian Dupuy, esquivando por poco un camión con ganado cuando cruzaba la calle.

Se había mantenido alejado del bar. Y de la épicerie. No quería que le incriminaran. Pero no podía apartar la mirada del horizonte, esperando la señal que sabía que estaba por llegar. Cuando la vio, Pascal se sorprendió de lo delicada que parecía, una tenue pincelada de gris sobre un lienzo azul. Era casi imposible pensar en lo que había debajo. Lo que estaba ocurriendo en la tierra.

—¿Eso es humo?

Fatima estaba en la puerta de atrás, cubriéndose los ojos con una mano mientras miraba hacia el horizonte.

—Eso creo.

—¿Un incendio?

—Eso parece.

—¿Y no crees que deberíamos llamar a los bomberos?

—Supongo que sí.

—¿Supones? ¡Pascal, por favor! ¡Solo tú eres capaz de quedarte ahí sin hacer nada cuando puede haber vidas en juego!

Cerró la puerta y dejó a su marido mirando esa nube que se hacía cada vez más espesa. Ese juicio que acababa de hacer sobre él era mucho más que acertado, como siempre.

El sonido de un claxon llamó la atención de los tres hombres que había en el bar, que vieron a la pequeña Chloé corriendo por la carretera y pasando justo por delante de un camión de ganado, y al conductor saliendo por la ventanilla para gritarle cuando estaba ya al otro lado. Antes de que les diera tiempo a decir nada, la niña había llegado a la puerta y gritaba.

—¡Fuego! ¡Fuego! Allí, en las colinas. —Al ver a Arnaud, corrió directa hacia él—. Miel está ahí. Con los cazadores. ¡Y ahora hay un incendio!

El ruido había llamado la atención de Josette, que estaba en la tienda, e incluso había sacado a Jacques de sus reflexiones sobre la extraña conducta nocturna de Pascal Souquet. Su cara mostró preocupación al ver a Chloé tan alterada.

—Cálmate, Chloé —dijo Serge rodeándole los hombros con un brazo. Pero ella se apartó.

—¡No me puedo calmar! Miel está en peligro. —Se giró para mirar a Arnaud—. ¿Y tú qué haces aquí bebiendo vino? Te he enviado un mensaje diciéndote lo de los cazadores. Deberías estar allí arriba. —Señaló vagamente en dirección a la montaña y se le quebró la voz cuando la embargó la angustia.

—¿Qué cazadores? —preguntó Arnaud mirando su teléfono. Era cierto que tenía un mensaje. Enviado varias horas antes.

—Subieron por detrás de mi casa. Con armas. Hacia la montaña.

Serge asintió.

—Un buen grupo de ellos salieron de aquí muy temprano. Subieron por la carretera de Picarets con los perros.

Arnaud se levantó con la cara muy seria.

—¿Y el fuego?

Chloé le cogió de la mano y lo arrastró afuera, con los demás detrás.

Merde! —murmuró Christian al ver la densa columna de humo que se veía por encima de la montaña—. Eso no pinta bien.

Se volvió para hablar con Arnaud, pero el rastreador ya se había ido corriendo hacia su coche, que un momento después pasó por delante de ellos con las llantas chirriando. Giró la curva que había frente al Auberge y cogió la carretera que subía hacia Picarets.

—Voy a llamar a los bomberos —dijo Serge.

—Es lo mejor que puedes hacer. Y yo voy a subir allí.

—¿Para qué? —preguntó Josette—. Seguramente algún turista idiota ha dejado una colilla.

—Porque Annie y Véronique están arriba. Haciendo la trashumancia.

Josette se tapó la boca con la mano y dejó descansar la otra sobre los rizos de la niña, que se apoyaba contra ella con las mejillas cubiertas de lágrimas. La última vez que Christian miró por el espejo retrovisor al girar hacia Picarets las vio allí, todavía mirando la nube negra que no presagiaba nada bueno y que ya bloqueaba el sol, convirtiendo el cielo, antes en calma, en una imagen aterradora.