El ataque al edificio de la vieja escuela dividió a la comunidad. También separó familias y rompió amistades. Philippe Galy, que defendía la conducta de los manifestantes antiosos, afirmaba que no les quedaba más opción que realizar ese tipo de acciones directas para hacerse oír. Comparó sus hazañas con las del reaccionario de triste fama José Bové, pero por desgracia lo hizo en voz alta y en el mercado de Saint Girons. Por casualidad André Dupuy, ardiente defensor del granjero militante Bové, pero totalmente opuesto a la violencia que se había infiltrado en Fogas, pasaba por allí y se sintió ofendido por las palabras del apicultor. Las cosas se calentaron y para cuando Christian consiguió apartar a su padre del puesto del apicultor, el altercado había atraído a una pequeña multitud, que recordaría durante mucho tiempo al anciano Dupuy diciéndole a Philippe Galy lo que podía hacer con su miel. Con muchos detalles.
Esos hombres no fueron los únicos que se pelearon. En su salón de Seix, Monique Sentenac estaba tiñendo el pelo de su consuegra cuando la mujer hizo un comentario imprudente sobre la situación de Fogas. Como el hijo de aquella mujer había sido uno de los integrantes del grupo que cargó contra los coches que había fuera del ayuntamiento, que aterrorizó a la peluquera y la obligó a desembolsar un buen dinero para pagar una rueda nueva, Monique no estaba por la labor de compartir la visión de su clienta.
Se intercambiaron duras palabras. Una buena cantidad. Todas a través de un espejo, Monique con la mano en la que llevaba un cepillo cubierto de tinte rojo suspendida en el aire. Finalmente la mujer de la silla salió del salón con la toalla todavía alrededor del cuello, el pelo sin terminar de teñir, y jurando que nunca más volvería a poner el pie allí. Pero ni en el cielo hay alguien más dispuesto a perdonar que una mujer que necesita una buena peluquera. Volvió dócilmente dos días después para pedirle que le arreglara el pelo multicolor que le había quedado y Monique, horrorizada de que su nombre se asociara con ese terrible peinado, accedió.
En Fogas las cosas no estaban mucho mejor. El pabellón de caza se había convertido en el lugar de reunión para aquellos que estaban enfadados con el alcalde, preocupados por los osos o molestos en general. Todas las noches se congregaban grupos de hombres que quemaban unos palés en medio del aparcamiento y se manifestaban a su alrededor con pancartas y perros. A veces se desplazaban para bloquear la carretera, acosando a cualquier coche que llevara una pegatina del país de los osos. Como resultado muchos lugareños empezaron a quitar esas señales controvertidas de sus ventanillas traseras para no tener que soportar esa intimidación a diario. Josette era una de las pocas que se atrevía a desafiar a los alborotadores y decoró su coche con una larga fila de logos con los osos, lo que convertía su sesión de conducir de los domingos en una preocupación aún mayor para Véronique, porque el Peugeot se encontraba con una lluvia de insultos al principio y al final de cada viaje.
Ni las montañas eran territorio neutral. Cuando Fabian Servat subía con su bicicleta hasta Massat, girando en la parte alta del valle para coger la preciosa carretera que ascendía hasta el Col d’Agnes, siempre disfrutaba viendo los nombres de sus héroes del ciclismo escritos en el asfalto bajo sus ruedas. Pero recientemente esas dedicatorias desvaídas, recordatorios de la visita anual del Tour de France a Ariège, habían sido pintarrajeadas con mensajes que declaraban «¡NO A LOS OSOS!».
Solo en la pequeña escuela de Sarrat había armonía. Como madame Soum le comentó a Stephanie Morvan al final de la noche de los padres, Chloé, con sus historias morbosas sobre la muerte de Marat y su análisis detallado de cómo se podía saber qué había comido un oso para cenar, tenía a todo el cuerpo estudiantil comiendo de su mano. Y después de la visita de Arnaud Petit a su clase, en la que incluyó fotos de los nuevos cachorros, todos los alumnos se habían visto atrapados por la pasión de Chloé por Miel y los dos cachorros gemelos, Trufa y Colmenilla. Era una pena que la niña no mostrara el mismo entusiasmo en clase, señaló la profesora sarcásticamente. Stephanie no respondió porque necesitó todo su autocontrol para no echarse a reír a carcajadas al ver una colorida pegatina en la espalda de la anciana profesora cuando se giró para salir por la puerta.
En medio de toda esa tensión, el martes después de Pentecostés llegaron los resultados de la investigación de la agencia sobre las ovejas muertas. Y después de cuatro semanas, Arnaud Petit recibió las noticias que había estado temiendo.
Como era de esperar, los cadáveres indicaban que había muchas posibilidades de que un oso fuera el responsable del ataque y eso se veía apoyado por otras pruebas recogidas en la escena del ataque, de modo que el investigador había aprobado la solicitud de compensación. También Philippe Galy se vería recompensado por la pérdida de su colmena.
A Arnaud no le sorprendió. Con una huella clara y una muestra de pelo, no había forma de que el investigador dictaminara otra cosa. Y hacerlo habría comprometido cualquier frágil progreso del programa de reintroducción de los osos en el campo de las relaciones públicas.
Tampoco le extrañó que las dudas que había compartido con el investigador sobre la legitimidad de los ataques no hubieran llegado a reflejarse en el informe oficial. No había mención a la baja probabilidad que existía de que se hubieran producido dos ataques de ese tipo la misma noche, especialmente dada la distancia que separaba los lugares. Ni tampoco había nada sobre la conveniencia de las «pruebas» halladas en ambos lugares, ni sobre el hecho de que el daño infligido a las ovejas podía coincidir tanto con un ataque de perros callejeros como con uno de osos.
Pero aunque todo eso era algo que Arnaud se esperaba, dada la sensibilidad política del asunto, la última sección del informe lo dejó perplejo.
Era suficiente para empujar a esa comunidad tan inestable hacia la guerra civil, pensó mientras se sentaba a su mesa coja mirando el sereno cielo azul que se cernía sobre La Rivière. Y eso merecía una reunión con Serge Papon.
Sacó su teléfono, marcó el número del ayuntamiento mientras caminaba arriba y abajo por la diminuta cocina, impaciente por estar en las montañas en vez de allí encerrado. Porque cuando ese informe se hiciera público, Miel y sus cachorros necesitarían toda la protección que él pudiera proporcionarles. Y él perdería su trabajo.
A Serge Papon le pareció que ese día de la última semana de mayo, a pesar de su proximidad a Pentecostés, estaba muy poco conectado con el don del Espíritu Santo. En vez de verse inspirado con la capacidad de hablar en distintas lenguas, se encontraba luchando para encontrarle sentido a las dos pilas de correspondencia que le habían llegado esa mañana.
Echó atrás la silla y revisó las cartas de su mesa. La primera era del Conseil Général, informándole de que sabían de buena fuente que el rastreador de osos seguía viviendo en el municipio, y volvían a recordarle educadamente que eso solo podía considerarse una postura «pro osos», algo que era muy lamentable.
¡Muy lamentable! El alcalde de Fogas no tuvo que pensar mucho para saber de dónde les llegaba la información. Sin duda su odioso primer teniente de alcalde había hecho unas llamadas, ansioso por congraciarse con los poderes superiores de Foix.
La otra comunicación era una breve carta de la agencia que estaba a cargo del programa de reintroducción de los osos, que decía que a finales de ese mes, dentro de seis días, ya no iban a seguir necesitando un alojamiento en Fogas. Sospechando que la presión política tenía algo que ver, había llamado a la agencia. Pero se equivocaba. Más o menos. Lo pusieron con el jefe de Arnaud, que le explicó que debido a una investigación disciplinaria en curso de la que no podía hablar, Arnaud Petit ya no iba a necesitar el apartamento.
Serge no necesitó que le dieran más explicaciones. Habían suspendido a Arnaud. Así que aunque la interferencia no hubiera llegado desde el Conseil Général, seguía siendo algo político. Henri Dedieu, alcalde de Sarrat, obviamente había cumplido su palabra y había puesto una queja para librarse del rastreador.
En vez de sentirse satisfecho porque sus problemas con el consejo de Foix se habían resuelto sin tener que hacer nada, Serge se sintió agraviado porque le habían arrancado el asunto de las manos. Eso le hacía sentir impotente y cuando se sentía así se ponía imposible. Así que cuando Céline le pasó una llamada a su despacho, se alegró de recordarle al alcalde que se iba a ausentar de la oficina lo que quedaba de la mañana a causa de un empaste que había perdido el día anterior por culpa del delicioso veau de pentecôte de su madre. Se sintió especialmente aliviada de poder escapar porque quien estaba al teléfono era el viejo amigo de Serge que trabajaba en La Poste y tenía más malas noticias.
—¿Qué quieres decir con que está decidido? —gruñó Serge por el teléfono, deseando poder estirar las manos a través de la línea y matar al mensajero.
—Es todo lo que sé. La oficina principal ha dicho que se va a rechazar vuestra solicitud para una nueva oficina.
—Pero no es posible que hayan tenido tiempo para tomar una decisión. Solo hace unas cuantas semanas que tiene la solicitud.
Su amigo sonaba afligido.
—Lo siento, Serge, pero eso no es todo. He estado investigando sobre eso de la alternativa local que me dijiste.
—¿Y?
—No te va a gustar. Es Sarrat. Y va a ser una instalación combinada.
—¿Con una épicerie?
—Sí.
Silencio. Como conocía a Serge Papon desde el colegio, el hombre de La Poste pudo imaginárselo con los labios apretados, entornando los ojos y ese cerebro suyo examinando a toda velocidad las implicaciones que tenían esas noticias. Y pensando en su siguiente movimiento.
—¿Alguna otra cosa para estropearme el día del todo? —preguntó por fin el alcalde de Fogas.
Su amigo rio, se disculpó, prometió que quedarían un día para tomarse algo en Saint Girons y ponerse al día y después colgó, dejando a Serge con sus pensamientos.
Que no eran nada buenos. Porque en cuanto oyó que Sarrat iba a conseguir una oficina de correos y que también iba a haber una tienda, la última pieza del puzle encajó en su lugar. Llamó al departamento de permisos de obras de Saint Girons, donde tenía otro contacto. Uno que todavía le debía un favor.
—¿Alguna noticia?
—Acaba de llegar. —La voz del hombre bajó hasta convertirse en un susurro—. El permiso se ha concedido y Sarrat va a tener una nueva…
—¿Épicerie combinada con oficina de correos?
—¿Ya lo sabías?
—He sumado dos y dos.
—¿Quieres que te envíe los detalles?
—Genial. Y gracias.
Serge colgó y caminó hasta la ventana. Vio Fogas. Muerto, como siempre. Aparte del conciliábulo de ancianos del lavoir, era posible cruzar el pueblo sin ver ni un alma. E incluso el grupo que se juntaba en los lavaderos disminuía cada año que pasaba.
En su juventud, Serge recordaba el lugar lleno de vida. Había una pequeña tienda en la parte alta de la carretera que vendía cosas esenciales como pan, leche y queso. El ayuntamiento tenía más personal y había más granjas. Más gente. Él había crecido en Picarets, que no tenía tanta vida, y siempre esperaba ilusionado las visitas que su padre hacía al otro lado del valle, cuando lo llevaba con él a las reuniones del consejo o a hablar con otros granjeros.
Pero cuando el mundo cambió, también lo hizo el pueblo. Las pequeñas granjas familiares se volvieron menos viables al competir con los enormes negocios de agricultura del norte y una por una fueron desapareciendo. Las industrias locales también fueron decayendo: las minas que proporcionaban mineral de hierro y tungsteno cerraron y de las numerosas fábricas de papel que se alineaban a la orilla del río Salat hasta Saint Girons ya solo quedaba una. Eso significó que los jóvenes tuvieron que irse y no pasó mucho tiempo hasta que la tienda de la carretera se vio obligada a cerrar. Y después de eso ya no quedó ninguna razón para visitar Fogas, aparte de los asuntos del ayuntamiento, así que muy pronto esa comunidad tan floreciente se quedó casi muerta.
Mientras otras zonas estaban empezando a salir de una larga recesión aprovechando al máximo la floreciente industria del turismo, Fogas se estaba quedando atrás. Los compradores de segundas residencias preferían otros lugares, como Foix. A la gente no le tentaba poner chambres d’hôtes o gîtes. Y cuando una empresa vino a la zona para buscar una ubicación para un centro de actividades vacacionales, desechó Fogas inmediatamente. No costaba saber por qué.
Sin ningún tipo de servicios y enclavada en altura en una cordillera montañosa, no era el lugar ideal. Por eso, pensó el alcalde, era vital que consiguiera darle la vuelta a esta última decisión de La Poste. Ahora mismo la épicerie era el corazón del municipio. Si también cerraba —cosa que sucedería seguramente si construían una instalación combinada al otro lado del río que se llevaría a sus clientes—, no habría forma de parar el declive de los tres pueblos de Fogas. Si su comunidad cada vez atraía a menos visitantes y menos residentes, se volvería insostenible y muy pronto la población sería tan pequeña que perdería su derecho de autogobierno. Y cuando eso ocurriera, Fogas se vería absorbida por un Sarrat más grande y con más vida. Con su nueva épicerie combinada con oficina de correos.
«¡Por encima de mi cadáver!», pensó Serge. Después de trabajar tanto durante veinticinco años para mantener vivo ese lugar no iba a rendirse ahora.
Un golpe en la puerta lo sacó de sus oscuros pensamientos y apartó la mirada de la carretera vacía para encontrarse a Arnaud Petit de pie delante de él con una expresión seria en la cara.
—Bonjour —le saludó sentándose y mirándolo con el ceño fruncido—. Seguro que me traes más malas noticias.
Arnaud hizo una mueca y colocó el informe en la mesa, abierto por donde estaba el párrafo relevante. Serge se puso las gafas de leer, revisó el texto y levantó la vista.
—Merde. Esto va a provocar una guerra.
Arnaud asintió y se sentó. Tenían que hablar de muchas cosas.
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—¿Que tienen permiso para qué?
La cara de Josette se puso cenicienta y Fabian creyó que se iba a desmayar.
—Una instalación combinada. Épicerie y oficina de correos —dijo Serge—. Pero no te preocupes. Vamos a pelearlo.
—Pero… esto es idea mía.
El alcalde miró a Véronique, que estaba sentada a su lado revisando los detalles que su contacto en el departamento de permisos le había enviado. Estaba tan asombrada como Josette.
—Lo sé. No sé cómo han podido enterarse…
—¡Yo sí que lo sé! ¡Ese canalla de Pascal!
—Bueno, Véronique, no podemos estar seguros —la regañó Serge—. Y no dudaría en demandarte por difamación si se enterara de que has dicho eso. Aunque puede que tengas razón.
—Claro que la tiene. ¿Quién más lo sabía? —preguntó Josette.
—Lo que no entiendo es por qué. ¿Qué beneficio obtiene Pascal de que Sarrat consiga una oficina de correos?
La pregunta de Fabian quedó sin respuesta mientras las otras tres personas del bar, cuatro si se contaba a Jacques que se había dejado caer en su asiento en el rincón de la chimenea al oír las noticias, se miraban. A nadie se le ocurría una respuesta posible.
—Solo puede ser un perjuicio —dijo Serge al fin—. Si perdemos la oficina de correos y abre una épicerie al otro lado del puente, Fogas caerá en picado. ¡Y no creo que quiera ser el alcalde de un lugar así, teniendo en cuenta sus aspiraciones políticas!
—Incluso se abstuvo en la votación de la propuesta de Véronique en la última reunión del consejo porque decía que unos servicios de correos reducidos no eran una buena idea —añadió Josette con la cara llena de perplejidad—. ¿Por qué haría algo que lo pone todo en peligro entonces?
—Bueno, tal vez no fue deliberado, pero en algún momento se le ha tenido que escapar. Yo tuve que investigar mucho para descubrir lo de la opción de la instalación combinada, porque es algo muy reciente. No puedo creer que los idiotas del consejo de Sarrat hayan sido capaces de pensar algo así por sí solos. —Véronique negó con la cabeza y señaló los papeles que tenía en la mano—. Pero ¿sabéis qué más no tiene sentido? La ubicación.
Serge sonrió, impresionado de nuevo por aquella hija que acababa de encontrar.
—Exactamente lo que yo había pensado.
—No lo entiendo —dijo Fabian—. ¿Por qué es importante la ubicación?
—Porque no es práctica —explicó Véronique al darse cuenta de que él no estaba del todo familiarizado aún con la geografía local—. A diferencia de nuestro municipio, Sarrat se compone de un solo pueblo, donde está la escuela. Un pueblo que tiene iglesia, una pista de tenis y hace mucho tiempo hubo una tienda también.
—¿Y?
—La nueva oficina de correos va a estar al otro lado del puente, donde están los contenedores de reciclaje, justo en la frontera entre los dos municipios del valle. Hay unas cuantas casas por allí, pero no es el corazón de la comunidad. Y no hay apenas tráfico en ese lugar.
—¡Con suerte fracasarán! —dijo Josette con un resentimiento poco común en ella.
—¿A quién estás echándole el mal de ojo ahorrra, Josette Serrrvat?
Hasta que no cruzó el umbral del bar, Annie Estaque no se dio cuenta de cuánta gente había allí presente. Se estaba preguntando si sería de mala educación irse por donde había venido cuando Serge se levantó y acercó una silla para ella.
—Justo a tiempo, Annie —dijo besándola en las mejillas y actuando como si nada hubiera cambiado entre ellos—. Nos vendría bien un poco de tu sabiduría en el tema que estamos discutiendo.
Atrapada, Annie se sentó evitando la mirada de su hija, que tenía la cara escarlata porque era la primera vez que estaba en compañía de sus dos padres desde que había descubierto quién era su progenitor. Annie miró la distribución de la mesa y se dio cuenta de que Véronique estaba sentada entre ella y Serge, como si fueran una verdadera familia.
Si los demás compartían la incomodidad que sentían las mujeres Estaque, la ocultaron muy bien mientras Josette ponía al día a Annie sobre las malas noticias para Fogas que acababan de saber.
—Así que entenderás por qué estoy un poco preocupada —concluyó Josette—. Si eso de la tienda sigue adelante, será desastroso para nosotros.
—¿Prrreocupada? ¡Yo estaría furrriosa! —contestó su vieja amiga—. Supongo que tendrrréis intención de hacerrr algo al rrrespecto…
Ese último comentario iba dirigido principalmente a Serge, que asintió.
—Ya he organizado una reunión con las autoridades de La Poste para el próximo miércoles. Me llevaré a Véronique conmigo e intentaremos persuadirles en persona para que acepten nuestra solicitud.
—Mientras —dijo Véronique agitando los papeles en el aire con una mirada que era todo Papon— deberíamos asegurarnos de que estas noticias circulan por el municipio. Y rápido.
Serge se rio y le dio una palmadita en la espalda mientras los otros los miraban sin entender.
—¿Quieres decir que nos unamos todos contra el enemigo común y nos olvidemos de esas chorradas de los osos? —dijo—. Podría funcionar, dado el odio que todos sentimos por Sarrat.
Entonces recordó la conversación que había tenido con Arnaud y su expresión se volvió lúgubre. No era algo que pudiera contarles todavía. Le había dejado el informe a Céline en su mesa para que lo archivara, con una nota para que lo mantuviera en secreto. Se haría público dentro de quince días, pero tal vez ese tiempo fuera suficiente para que Arnaud hiciera lo que tenía que hacer. Cuando se hiciera público, ninguna animosidad contra Sarrat serviría para unir al municipio que tanto amaba.
—Bien —dijo Serge—. Será mejor que vuelva a trabajar o Céline pensará que he desaparecido.
Josette se levantó a la vez que él y le acompañó hasta su coche para seguir hablando de las novedades, mientras Fabian se iba a la tienda para atender a un par de turistas. Las mujeres Estaque se quedaron solas.
—¿Quieres un café? —preguntó Véronique—. ¿Eso es lo que te ha traído hasta aquí?
—La verrrdad es que te estaba buscando.
—¿A mí? ¿Por qué? ¿Hay alguna otra cosa que no me hayas querido contar nunca?
Su madre hizo una mueca de dolor y el enfado de Véronique desapareció tan rápido como había surgido, apagado por el remordimiento.
—Lo siento —murmuró.
Annie agitó una mano para quitarle importancia, pero era evidente que le había dolido.
—Me prrreguntaba si podrrrías hacerrrme un favorrr. Uno grrrande.
—¿Cuál?
—Quierrro hacerrr la trrrashumancia.
Véronique se quedó con la boca abierta por la sorpresa justificada.
—No lo dirás en serio.
—Sí.
—Pero no la has hecho nunca. Al menos desde que yo nací.
—Las cosas cambian.
Véronique se tragó una respuesta hiriente, alucinada por la repentina necesidad que sentía su madre de acompañar a los animales en su subida anual a los pastos de altura.
—Pero ¿por qué ahora? Este año precisamente.
Annie se encogió de hombros.
—Puede que sea la última vez que tenga la oporrrtunidad. Chrrristian se harrrá carrrgo de la grrranja prrronto y yo me estoy haciendo mayorrr.
—¿Y qué tiene eso que ver conmigo?
—El médico dice que no puedo hacerrrla sola. —Annie se señaló el pecho—. Después del incidente.
—Después de tu ataque al corazón, maman. Eso es lo que pasó: un ataque al corazón. Y me sorprende que el médico te dé permiso para participar en la trashumancia, sola o acompañada.
Annie se quedó en silencio porque técnicamente no se lo había preguntado al médico. Le había dicho si podía caminar por lugares empinados y el pobre hombre, que no era de por allí y no conocía la zona en la que ella vivía, no había entendido que se refería a ascender por una montaña durante varias horas acompañando a un rebaño de vacas. Le había dado luz verde, pero sugiriéndole que se lo tomara con calma. No había dicho nada de llevar compañía, eso lo había decidido ella. Y sabía a quién quería a su lado.
—Pues si él te ha dicho que puedes hacerlo, no hay problema —concluyó su hija.
—¿Vendrrrás conmigo entonces?
Véronique se la quedó mirando y Annie sintió que se le helaba la sangre. Se había devanado los sesos para encontrar una forma de romper ese muro de educación que su hija había levantado entre ellas desde que se enteró de la verdad sobre su padre. Pero no se le ocurría cómo hacerlo. Hasta que recordó la trashumancia. Era perfecto, decidió. Y adecuado. Solo había abandonado lo que una vez fue su ritual favorito del calendario de la granja por los maliciosos comentarios que tuvo que soportar después de quedarse embarazada. Cuando aceptó que iba a tener un bebé, a ser una madre soltera en Fogas, dimitió del consejo, dejó de ir al mercado y nunca más hizo el camino hasta los pastos de verano con su ganado. Todo en un esfuerzo por acallar los rumores y proteger a su hija.
Por supuesto no funcionó. Y tampoco parecía que fuera a hacerlo ahora.
—¿Estás segura de que es una buena idea? —le preguntó Véronique—. No solo por tu corazón, sino por nosotras. ¿Arriba en las montañas durante muchas horas, solo nosotras dos?
—Tal vez nos venga bien.
Véronique soltó una risa amarga y durante un segundo Annie volvió a reconocer a su hija.
—No lo sé. Es que…
Véronique dejó la frase sin terminar porque se sentía embargada por un tumulto de emociones. Miró por la ventana a Serge Papon abriendo la puerta de su coche. Él la vio y sonrió. Una enorme sonrisa alegre que hacía que no tuviera nada que ver con el hombre que vieron en el cementerio el día de la Toussaint. Sin duda descubrir que tenía una hija no le había hecho ningún daño a él. Más bien lo contrario.
—Vale —se oyó decir—. Iré contigo.
Fingió no darse cuenta de que su madre había soltado un suspiro de alivio al oírla. Justo en ese momento, Josette volvió a entrar en el bar.
—Vaya —dijo sorprendida—, me alegro de veros hablando. Y en cuanto a lo que hemos descubierto hoy, estoy segura de una cosa: cuando se corra la voz sobre lo de la oficina de correos en Sarrat, vosotras, mujeres Estaque, y vuestros secretos seréis historia.
Annie y Véronique rieron, pero a Jacques, que seguía sentado junto a la chimenea, lo que menos le apetecía era reír. La épicerie que sus padres habían hecho tantos esfuerzos por levantar estaba en peligro. Y él no podía hacer nada para evitarlo.
Arriba en Fogas, el ayuntamiento estaba cerrado con llave. Céline todavía estaba en el dentista, porque el empaste que se le había caído estaba demostrando ser más problemático de lo esperado. Y Serge Papon estaba en La Rivière contándole las noticias a Josette. Pero aunque estaba cerrado, el edificio no estaba vacío. Pascal Souquet había entrado por la puerta de atrás y subía por las escaleras para recoger las gafas de sol que se había dejado olvidadas en la mesa de Céline el viernes.
Estaba de buen humor cuando llegó al piso de arriba; la repulsión que le revolvía el estómago en cuanto pisaba ese vestíbulo destartalado se veía aplacada por el largo fin de semana que había pasado en Toulouse. No era París, pero la representación de La Fille Mal Gardée en el Théâtre du Capitole había resultado sorprendentemente buena, teniendo en cuenta las limitaciones. Y la cena de después en uno de los patios que había enfrente del teatro había sido sublime. Un chef con estrellas Michelin. Un foie gras para morirse. Y un Château de Mercuès Cuvée 6666 de 2005. Eso era algo bueno que tenían los del sur: sabían cómo hacer un buen vino.
Como pagaba el increíblemente rico marido de su hermana, pidieron el menú dégustation. Todos los platos estaban exquisitos, bellamente presentados y tenían una interesante mezcla de sabores, todo ello en un ambiente que no tenía nada que ver con los restaurantes de su zona. Nadie había intentado utilizar su propia navaja en vez de la cubertería que había en la mesa. Los platos no consistían en un filete enorme e incomible cubierto de patatas fritas. Y todo el mundo sabía cuál era la copa del vino y cuál la del agua.
Si él pudiera permitirse esa vida en vez de tener que depender de la generosidad de su familia política… Era muy incómodo no poder alternar en un entorno que estuviera a su altura. Cuando se dio cuenta de cuánto estaba disfrutando Pascal con el vino, su cuñado sugirió que se fueran un fin de semana al Château de Mercuès. Estaba solo a hora y media al norte de Toulouse, un lugar increíble con un restaurante que había ganado premios y que era famoso por sus trufas. Y, claro está, sus vinos…
Fatima había intervenido para salvarle. Ahora les resultaba imposible comprometerse con la agitación que había en Fogas, así lo había dicho. Consiguió dar a entender que Pascal estaba a punto de ser nombrado alcalde, ocultando que no podían permitirse pasar un fin de semana tan lujoso tras el disfraz de una floreciente carrera en la política local.
Pero le daba rabia. Tener que engañar a la gente para poder mantener las apariencias. Las mentiras que tenían que contar para ocultar el hecho de que ya no podían vivir como antes, que ya no tenían la posibilidad de pasar un semana en la Île de Ré a su antojo y que cenar fuera era más bien una concesión que se permitían muy de vez en cuando y no algo que hacían todas las semanas. Vivían del pequeño salario de Fatima y de su miserable paga. Y claro, de la patética remuneración por ser teniente de alcalde. Así que, por ahora, un fin de semana en una exclusiva bodega estaba fuera de sus posibilidades.
Pero eso no evitó que Pascal buscara el lugar en internet en cuanto llegó a casa. Y decidió que allí sería donde lo celebrarían cuando le nombraran alcalde, fuera cual fuese el precio. Porque una vez que se convirtiera en alcalde, con el futuro que le esperaba a ese municipio, podría permitirse algunos gastos. Vivir como debería.
Entró en el despacho de Céline e inmediatamente vio sus gafas Yves Saint Laurent colocadas en el borde de la mesa. Esperó que ella no se las hubiera probado y les hubiera puesto todos los dedazos en los cristales. Las cogió y acercándolas a la luz que entraba por la ventana, pudo ver la huella de un pulgar manchando el cristal.
—¡Palurda estúpida! —murmuró estirándose para coger un pañuelo. Y cuando extendió el brazo sobre la mesa, lo vio. Una carpeta con una nota con la letra inconfundible de Serge: «Archivar inmediatamente. Ocultar al público».
Se olvidó del pañuelo. Y de la marca de grasa en sus gafas de sol. De hecho se olvidó por completo de sus gafas, las dejó de nuevo en la mesa junto a los pañuelos y cogió el informe. No le llevó mucho tiempo leerlo. Y solo un poco más copiarlo. Pero Pascal supo que era el combustible que iba a provocar el incendio del descontento que había en Fogas.
Volvió a colocar el informe en la mesa, se aseguró de haber apagado la fotocopiadora y salió del edificio por donde había entrado, seguro de que nadie se iba a enterar de su visita. Se fue a casa y las horas pasaron lentamente hasta que pudo hacer la llamada que aquello requería.
La siguiente persona que entró en el edificio fue Céline, con la mandíbula hinchada y todavía insensible por la anestesia. No estaba tan receptiva como de costumbre en esas condiciones. Así que cuando vio el informe sobre su mesa hizo lo que le pedía la nota: archivarlo. Y cuando vio las gafas de sol ridículamente caras del primer teniente de alcalde al lado de su caja de pañuelos en vez de al borde de la mesa donde las había puesto esa mañana, no le dio importancia. Las cogió, preocupándose de dejar una buena marca del pulgar en medio del cristal, y las apartó a un lado antes de volver al trabajo.
Cuando Pascal vino por la tarde, no tuvo ninguna razón para dudar de lo que decía: que acababa de llegar de Toulouse y que se había pasado de camino a casa para recuperar sus gafas de sol. De hecho no le prestó mucha atención. Pero notó, con una sonrisa que mereció la pena el dolor que le provocó en su cara inflamada, que se iba refunfuñando por las manchas que tenían los cristales.
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Arnaud estaba recogiendo sus cosas. No tenía mucho, pero era más de lo que podía llevarse. Tenía que viajar ligero. Metió un par de mudas de ropa en la mochila e hizo un montón con todas las cosas que iba a dejar. El ordenador portátil, la tienda, la poca comida que había acumulado durante los últimos siete meses, su ropa de invierno. Lo guardó todo en una caja que Serge Papon vendría después a recoger.
Le hacía sentir bien pensar que iba a vivir allí arriba. Más cerca de Miel y sus cachorros.
Aunque, teniendo en cuenta las noticias que le habían llegado, tampoco tenía elección. Serge le había informado sobre la carta que había recibido de la agencia y había sugerido que seguramente significaba que se cernía una suspensión sobre su cabeza. A Arnaud no le sorprendió. El informe lo había dejado bastante claro y no era la primera vez que le decían que se tomara un descanso mientras los diplomáticos arreglaban algún error por su parte. Todo tenía que ver siempre con la política. Aunque en ese caso Serge sospechaba que al alcalde de Sarrat no le había gustado su postura poco comprometida y a favor de los osos y había puesto una reclamación.
«Siniestro», fue la palabra que apareció en la mente de Arnaud cuando conoció a Henri Dedieu. Siniestro y maligno. El hombre tenía ojos de asesino y una visión calculadora de la vida que no admitía ningún sentimiento. Muy diferente a René Piquemal. Arnaud se había arriesgado al enseñarle al fontanero los osos, pero eso había demostrado ser un acierto, porque ahora René era un ardiente defensor de la causa e incluso hablaba de hacerse un tatuaje con un oso. Ello había provocado que Christian Dupuy le sugiriera una superficie lo bastante grande para poder hacérselo.
Al regresar del lugar del ataque en Sarrat, Arnaud le pidió al fontanero su opinión sobre el alcalde del municipio de al lado y se dio cuenta de que tampoco era positiva. Henri Dedieu prácticamente dominaba el pabellón de caza, según decía René, y cada sábado, cuando volvían de su jornada de caza con las manos vacías, convertía al fontanero y a Bernard Mirouze en objetos del ridículo general. René le confesó que se alegraba de que hubiera terminado la temporada, sobre todo dada su reciente conversión a la causa, y le contó que estaba dando pasos para establecer un nuevo club y le había sorprendido el interés que habían mostrado algunos otros hombres, que también estaban cansados de la actitud machista que prevalecía en el viejo pabellón.
Pero tuviera o no razón Serge al señalar a Henri Dedieu, daba lo mismo. Cuando Arnaud volvió de su reunión en el ayuntamiento se encontró con una carta que confirmaba lo que Serge Papon había sospechado. Quedaba suspendido con efecto inmediato, pendiente de una investigación disciplinaria. Tenía que vaciar el apartamento y devolver el equipo que pertenecía a la agencia lo antes posible.
Eso iba a ser difícil, teniendo en cuenta que estaba a punto de instalarse en los bosques. Serge había accedido a cubrirle, diciéndole a la agencia que Arnaud estaba incomunicado en las montañas. Así se los quitaría de encima una temporada. Le daría el tiempo suficiente para organizarse. Y dejar a Miel protegida.
Creía que lo había conseguido en otoño, cuando decidió no ponerle un collar de seguimiento. Pero en vez de eso la había dejado indefensa ante cualquier denuncia y a él incapaz de probar con un registro de sus movimientos que ella no era responsable de los ataques. Lo que significaba que ahora estaba en un grave peligro. Porque si se hacían más acusaciones contra la osa, el procedimiento estándar que seguiría la agencia sería dar la orden para que sacrificaran a Miel.
Metió unas cuantas cosas más en la mochila y la levantó para probar el peso. No estaba mal. Haría un campamento con ramas caídas y follaje. Viviría de la tierra durante unas semanas hasta que se redujera el impacto del informe. Y descubriría la verdad mientras estaba ahí arriba. Porque seguía convencido de que Miel era inocente, a pesar de que las pruebas decían lo contrario.
Un movimiento más abajo en la calle le llamó la atención y vio pasar al cazador que llevaba la venda en el brazo el día de la reunión de noviembre, aunque ahora ya no tenía el brazo vendado. Pero no fue el brazo lo que le llamó la atención a Arnaud. Fue lo que agarraba su mano.
Un perro blanco y negro sujeto por una correa.
—Merde! Esos desgraciados…
Era inconfundible. Un perro de Carelia, con la cola enroscada sobre la espalda y el pecho ancho, tirando con fuerza de la correa. Un animal precioso. A menos que supieras de qué era capaz. Esos perros eran famosos por su capacidad para cazar osos: una vez que descubrían a su presa, la rodeaban sin importar la diferencia de tamaño y no dejaban de correr de un lado para otro y morder al oso hasta que llegaban los cazadores. Con sus armas.
Arnaud se apartó de la ventana y acabó rápidamente la mochila. Eso cambiaba las cosas. Tenía que subir lo antes posible. Solo había una razón para que un cazador tuviera un perro como ese. Y no era para presentarlo a la competición canina de la zona de Ariège en Saint Girons.
Se colgó la mochila a la espalda y dejó el apartamento sintiendo que se le acababa el tiempo. A él y a los osos.
—Soy yo. Pascal.
—Ya lo sé, idiota. Veo tu número en el teléfono. ¿Qué quieres?
—Ya han enviado el informe. El de los ataques. —Pascal se apresuró a llenar el silencio—. He hecho una copia. He pensado que querrías verlo.
—¿Qué dice?
—Han picado. El informe culpa a una osa llamada Miel, porque se encontró su ADN en la escena.
—¿Y el rastreador?
—Le han hecho responsable por no haber seguido los procedimientos correctos al negarse en noviembre a ponerle un collar de seguimiento. Leyendo entre líneas queda claro que le van a suspender.
Una risa sombría.
—Bien, bien, bien. Parece que las cosas empiezan a salir según lo planeado. ¿Algo más?
—El informe sugiere que si se producen más ataques de la misma osa, considerarán practicarle la eutanasia.
Pascal oyó la inhalación por el cigarrillo.
—Tráeme la copia esta noche. Ya sabes adónde. Y procura que no te vean. Estamos demasiado cerca del final para que te pillen ahora.
—Y después…
Una risa sarcástica.
—Después tu parte habrá terminado. Deja el trabajo de verdad para aquellos a los que no nos importa la sangre.
Un clic y la línea se cortó.
Así que eso era todo. Serge Papon, el rastreador y el oso. Todo dentro de una misma trampa muy bien planificada. Siempre y cuando no pensara en cómo iba a ocurrir todo, Pascal podría vivir con ello.
Se sirvió una copa de vino y volvió a leer una vez más el delicioso menú que había descargado. Dentro de diez días iba a estar mucho más cerca del Château de Mercuès.