Pues sí que habían tardado poco, pensó Arnaud mientras iba hacia la épicerie con un montón de papeles en los brazos. Solo un mes desde que los osos habían salido de sus guaridas y ya tenía una montaña de quejas. Claro que esa era la peor época del año, porque la hibernación había dejado a los animales muertos de hambre y la naturaleza todavía no les proporcionaba suficientes bayas y frutos secos. Así que los osos hacían lo que era natural: bajaban a los valles y buscaban lo que fuera, alimentándose de cadáveres de ciervos y otros animales que habían muerto en los bosques en los meses más duros, o se hacían con un buen cordero o un par de pollos que se cruzaban en su camino por casualidad.
Pasaba lo mismo todos los años. Pastores iracundos, granjeros enfadados, alcaldes que recibían presiones… Todos iban hasta la puerta de la agencia del gobierno responsable de los osos para trasmitirle su descontento. Y claro, exigían una compensación.
Algunas de ellas eran legítimas, Arnaud no tenía problema en reconocerlo. Pero los pagos del gobierno eran más que generosos y a la hora de verificar un ataque, algo que siempre era difícil de probar, la balanza se inclinaba normalmente a favor del propietario del ganado. Pero estaba claro que algunos especulaban hasta el extremo y resultaba asombroso ver cómo, desde la introducción del plan de compensaciones, la misma gente que antes se quejaba de que los perros callejeros les mataban a los animales, ahora siempre culpaba a los osos.
En el tiempo que llevaba trabajando para la agencia se había encontrado casos en que los granjeros habían utilizado un trozo de madera con clavos para hacer que una oveja muerta pareciera víctima de un ataque de oso. Incluso había oído la historia de un hombre que, mostrando un cadáver muy deteriorado, intentó cobrar la compensación por un carnero multipremiado que decía que le habían matado los osos y que más tarde apareció en el rebaño de un vecino al que se lo había vendido.
Pero era el precio que había que pagar para que la reintroducción de los osos tuviera éxito. Y a juzgar por el hecho de que aún estaban en abril y ya se habían presentado un buen número de reclamaciones, el gobierno iba a tener que pagar bastante este año.
Entró en el bar y vio al viejo pastor en un taburete de la esquina y al hombre que había venido a ver ya sentado en una mesa.
—Bonjour! —Arnaud le estrechó la mano al alcalde y se sentó a su lado, fijándose en la pegatina colorida que ya le era familiar pegada en la silla.
—Están por todas partes —murmuró Serge Papon—. No puede uno ni quedarse sentado durante demasiado tiempo.
Ladeó la cabeza señalando en dirección al viejo pastor, que tenía en la espalda la curiosa pegatina con el logo «¡Este es el país de los osos!».
—¿Quién…?
—Yo apostaría por la pequeña Chloé. Parece que tienes una defensora acérrima de la causa. ¡Y está decidida a convencer a los demás! El autobús del colegio, el bar, el lavoir de Fogas. Incluso el pabellón de caza. ¡Hay pegatinas por todas partes!
Arnaud sonrió burlonamente.
—Al menos tendré una audiencia receptiva cuando vaya de visita a la escuela el mes que viene. Ojalá hubiera otros tan convencidos como ella.
Señaló los papeles que tenía delante.
—¿Más reclamaciones?
—Muchas.
Serge le hizo un gesto para que continuara. Esa reunión de actualización semanal era el único requisito que el alcalde le había solicitado al rastreador a cambio de su apoyo en contra de los deseos del Conseil Général. Si se avecinaban problemas con forma de oso, esta vez Serge estaba decidido a ser el primero en el municipio en enterarse.
—Una oveja muerta en el valle de Garbet, un par de cubos tirados en Massat y una posible huella al otro lado del puente en Sarrat.
—¿Y aquí nada?
—No. Todavía no.
—Bien. Tengo una reunión con el consejo municipal esta noche y no quiero que nadie se aparte del tema de la oficina de correos.
El móvil de Arnaud empezó a sonar. Al ver que era su oficina la que llamaba, se excusó y salió a la terraza.
«Osos», pensó Serge con incredulidad. ¿Quién iba a pensar que podrían causar tantos problemas? Le había llegado otra carta, esta vez de la asociación de caza de la región, advirtiéndole que si seguía permitiendo que Arnaud Petit viviera en La Rivière, tenían intención de aconsejar a los miembros de esa asociación que residían en Fogas que votaran en su contra en las siguientes elecciones. Había hecho pedazos la carta y la había tirado a la papelera.
Estaba acabando su café y preguntándose si debería quitarle la pegatina al abrigo del viejo pastor cuando Philippe Galy entró como una tromba desde la tienda.
—Bonjour, Philippe…
El apicultor ignoró el saludo alegre de Josette y se fue directo hacia Serge Papon.
—¡Mis abejas! ¡Ha atacado a mis abejas!
—¿Qué es lo que ha atacado a tus abejas?
—¡Ese oso! Le ha arrancado la tapa a una de las colmenas, ha hecho añicos el panal y ha destrozado los bastidores.
—¿Cómo sabes que ha sido el oso y no unos vándalos?
La cara de Philippe, que ya para entonces estaba escarlata, se volvió de un insano color morado.
—Porque hay una huella justo al lado de los trozos de madera que contenían el panal. Mírala tú mismo.
Le tiró el teléfono móvil al alcalde. En la pantalla había una foto de una huella en el barro. No había confusión posible.
—Te juro que si te niegas a hacer algo al respecto, Serge, voy a coger la escopeta y…
—¿Y qué?
Arnaud Petit estaba de pie en la puerta, con los ojos fijos en el apicultor. Su voz encerraba una clara amenaza.
—Y nada —concluyó Serge dándole una palmadita a Philippe en el brazo mientras Arnaud cogía el teléfono y estudiaba la foto—. Ahora iremos para ver los daños. Y gestionaremos tu reclamación de inmediato. ¿Verdad, Arnaud?
—Bien. Pero tengo que ir a Sarrat primero.
—¿A Sarrat? ¿No puede esperar?
Arnaud negó con la cabeza, volvió a poner el teléfono de Philippe en la mesa y recogió los papeles.
—La agencia acaba de recibir una llamada del alcalde de allí. Uno de los granjeros perdió tres ovejas anoche. Quieren que haga una investigación preliminar antes de que llegue su experto dentro de unas horas. Me temo que tiene preferencia sobre unas abejas espantadas y un poco de miel derramada.
Se giró y dejó a Serge tratando con el apicultor indignado. Le llevó más de cinco minutos aplacar al hombre, pero no se quedó muy convencido de que el último comentario de Arnaud no acabara siendo el catalizador para que Philippe cumpliera su amenaza previa.
Prometiéndole una resolución rápida del problema, Serge salió del bar. Acababa de poner los pies en la terraza cuando un 4×4 aparcó a su lado.
—¿Quieres venir conmigo? —le preguntó Arnaud a través de la ventanilla—. Si tienes un estómago fuerte, claro.
—Me encantaría —murmuró Serge mientras subía al vehículo—. Porque tengo la desagradable sensación de que cuánto más sepa sobre esto, mejor.
Cuando se alejaban vio a uno de los gemelos Rogalle salir corriendo desde donde estaba el coche de Philippe Galy, aparcado fuera de la épicerie. Adornando la ventanilla de atrás había una pegatina recién puesta con el dibujo de un oso delante de las montañas de los Pirineos. Probablemente eso sería suficiente para volver loco del todo al hombre, pensó Serge notando un dolor de cabeza que empezaba a formarse detrás de su ojo izquierdo.
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—¿Bueno? Tengo razón, ¿no?
Un granjero estaba de pie mirando los tres cuerpos tirados sobre una roca plana. Por la cantidad de moscas que los cubrían parecía que tuvieran la lana negra. Bueno, lo que quedaba de esa lana… Costaba incluso identificar que algún momento hubieran sido ovejas.
—No puedo saberlo ahora mismo —dijo Arnaud con la lente de la cámara fijada en esa carnicería—. Solo estoy recogiendo pruebas. Un investigador oficial de la agencia vendrá esta tarde. Tendremos que esperar a que él haga su informe.
—¿Y cuánto tiempo va a llevar eso? —Henri Dedieu, el alcalde de Sarrat, estaba de pie al lado del granjero con la cara seria.
Arnaud bajó la cámara y lo miró despectivamente, indiferente a la posición de poder que ocupaba aquel hombre.
—Todo el que sea necesario.
Se alejó escudriñando el suelo con el cuerpo encorvado, yendo una y otra vez sobre sus pasos y agachándose para recoger algo que metió en una bolsa de plástico.
—¡Malditos amantes de los osos! —murmuró el granjero, pero fue lo bastante sensato para no decirlo tan alto como para que el hombre lo oyera—. Él y los que son como él deberían estar fuera de aquí. Nosotros nos ocuparemos de los osos después. ¡De la forma tradicional!
—Estoy de acuerdo. No necesitamos gente como él. Ni a los que simpatizan con ellos.
Henri Dedieu hizo ese último comentario dirigido claramente a su homólogo, pero Serge no respondió. Estaba concentrado en mantener en su estómago las cuatro rodajas de brioche con pepitas de chocolate que había tomado para desayunar tras la reaparición de su apetito, que no había dado muestras de volver a su anterior estado de hibernación. Hasta ahora.
Apartó la vista y miró la cordillera de montañas que ascendía desde los prados con sus prístinas cumbres cubiertas de nieve. Algo muy diferente a la escena que tenía delante y que le estaba revolviendo el estómago. Las tripas abiertas, los intestinos asomando, los ojos vidriosos, la sangre. Toda esa sangre.
Inspiró hondo para calmarse, pero su nariz se llenó de un repugnante olor que se le quedó pegado al fondo de la garganta y que le recordó al carnicero que había en La Rivière cuando era niño, que no tenía cámara frigorífica y ofrecía la carne cubierta de moscas. Por suerte cerró antes de que él llegara a la adolescencia. Se llevó el pañuelo a la boca y tragó con dificultad, luchando contra las náuseas que amenazaban con superarle.
—¿Qué ocurre, Serge? ¿Te estás volviendo blando con la edad?
Las palabras despidieron suficiente maldad como para hacer que Serge se girara para mirar a Henri Dedieu. Thérèse, a quien nunca le gustó el alcalde de Sarrat, siempre decía que ese hombre disfrutaba más con la matanza que con la caza y ese día Serge vio claramente lo que ella quería decir. Con unos anchos hombros bajo la chaqueta de camuflaje, unas piernas musculosas rematadas con unas botas de buena calidad y la piel bronceada de pasar tiempo en el exterior, era un anuncio andante de la tienda Pêche et Chasse de Saint Girons. Pero en contraste con su postura despreocupada, los pulgares enganchados en los bolsillos y el pie apoyado en una roca, los ojos del hombre brillaban con una intensidad perturbadora que Serge solo pudo atribuir al entusiasmo: Henri Dedieu estaba encantado con aquella escena truculenta.
Como quería evitar ser el blanco de más comentarios malintencionados y también el olor, Serge se apartó de allí. Solo había dado unos pasos cuando la vio, bien clara en una zona de barro detrás de una roca. Una huella.
—¡Arnaud! —Le hizo un gesto al hombre corpulento para que se reuniera con él—. ¿Qué te parece?
Henri Dedieu y el granjero se acercaron para mirar lo que estaba señalando Serge y el granjero empezó a refunfuñar inmediatamente.
—¡Lo sabía! ¡Dios! ¡Es enorme!
—Sí que parece de un oso —reconoció el rastreador agachándose para hacer fotos.
—Claro que es de un puto oso. ¿Qué otra cosa podía ser? Malditos forasteros ignorantes…
El granjero siguió con su monólogo irritado mientras Arnaud pasaba los dedos por las hendiduras, siguiendo la curva de la pata y las afiladas incisiones donde habían estado las garras. Se trataba de una pata trasera derecha, igual que la de la foto de Philippe, y por la longitud y la profundidad era de una hembra. Pero lo curioso era la extraña inclinación de las marcas, que indicaban que el peso del oso descansaba sobre la parte exterior y no en las almohadillas interiores, que apenas se veían. Y también estaba el tamaño de la almohadilla central, demasiado grande para una hembra. Qué raro. Sacó una regla y su cuaderno y se puso a tomar medidas.
—¿Y para qué hace eso? ¿Es que quiere comprarle unos zapatos ahora que ya se ha asegurado de que esté bien alimentado a mi costa?
Ignorando las burlas, Arnaud se centró en la roca que había al lado de la huella. Había pelo atrapado en una pequeña grieta, similar a las muestras que había encontrado minutos antes. Lo metió en otra bolsa de plástico y frunció el ceño.
—¿Estaba el rebaño desatendido? —preguntó al incorporarse. De pie, miraba a los otros tres hombres desde una considerable altura.
El granjero se puso a la defensiva.
—No más de lo normal.
—Así que no había nadie guardándolo.
—Nunca ha habido necesidad hasta que trajeron a esos malditos osos aquí.
—¿Ni patou ni ningún otro perro?
—¿Y de dónde quiere que saque el tiempo para entrenar a un perro?
—¿No tiene verja electrificada?
—¡Bah! —El granjero levantó las dos manos—. Mira a tu alrededor. Son pastos. Estas ovejas están hechas para campar por donde quieran, no para estar encerradas en un corral diminuto.
—Solo hay que meterlas en el cercado por la noche. —Arnaud cerró el cuaderno y se lo metió en el bolsillo—. No es mucho pedir, me parece.
—¿Que no es mucho pedir?
Notando que el granjero estaba a punto de explotar, Serge intervino.
—¿Y cuál es el siguiente paso?
—Realizaremos una investigación a fondo y tendremos una conclusión definitiva dentro de tres semanas. Si se determina que hay evidencias claras del ataque de un oso, se le pagará una compensación. Si no, la reclamación pasará a un comité. Y eso llevará más tiempo.
—¿Pero es que no le parece que hay pruebas suficientes? —preguntó Henri Dedieu señalando la huella—. Lo siguiente será pedir una foto del animal zampándose su cena.
—Bueno —dijo Arnaud alejándose—, eso sería de gran ayuda.
Serge, que por segunda vez ese día se veía ante personas enfurecidas por la actitud de Arnaud Petit, se dispuso a seguirlo pensando que ni siquiera su famosa astucia era bastante para calmar a esos dos hombres de Sarrat. Pero cuando se estaba girando, una mano fuerte le agarró el antebrazo.
—Puedes decirle a tu rastreador de mascotas que le voy a denunciar por eso. —Henri Dedieu miraba la espalda de Arnaud.
—¿Denunciarle por qué?
—Por insubordinación. Y negligencia en el desempeño de sus funciones. —Centró su atención en Serge, con los labios curvados en una sonrisa sin emoción—. Si no te libras de él, yo lo haré.
Serge sacudió el brazo para soltarse de la mano del hombre y se apresuró a bajar la colina.
—¡Nunca te metas en política! —dijo jadeando cuando alcanzó a Arnaud—. Me parece que la diplomacia no es tu punto fuerte.
—No veo la necesidad de tener diplomacia con unos idiotas que no se molestan en cuidar a sus propios animales.
—Entiendo que esa no es la conclusión oficial —respondió Serge con sequedad.
—Creí que ya te habrías dado cuenta de que yo no soy una persona lo que se dice muy oficial.
—¿Ese hombre no te da lástima?
—Sí, pero queda limitada por el hecho de que no ha hecho nada para protegerse. Es como saber que viene una tormenta, pero dejar todas las ventanas de la casa abiertas porque eso es lo que se hace siempre cuando el tiempo es seco. Si su casa estuviera destrozada, sería difícil tenerle lástima.
—Estás intentando que todo parezca blanco o negro y no es tan sencillo. —Aunque se negó a llevar la vida de un granjero de montaña en Ariège, la vida que su padre había querido para él, Serge comprendía las quejas del granjero que acababan de dejar—. Algunos tienen miedo de utilizar las medidas de protección que ha ofrecido el gobierno. Miedo de lo que les harán los demás del vecindario si ven que apoyan el programa de reintroducción. ¡Fíjate en la presión a la que me están sometiendo a mí!
Arnaud se paró junto a su coche y se apoyó contra el capó, notando el metal ya caliente por el sol.
—Te lo agradezco, pero… —Miró a lo lejos. La torre del campanario de la cercana iglesia del pueblo asomaba por encima de una colección de tejados de pizarra. Después se giró y miró a Serge Papon—. No debería decirte esto, pero creo que es de tu incumbencia. Aunque no me preguntes cómo lo sé.
—Continúa.
—Creo que eso no ha sido obra de un oso.
Serge señaló a la parte superior de la colina.
—¿Quieres decir que crees que alguna otra cosa ha podido causar esos daños y dejar esa huella? ¡No lo creo!
—Es raro, eso es todo. Dos ataques importantes en una noche, aquí y en las colmenas. Los dos tienen huellas claras. Y eso que no ha llovido desde hace días. Muy conveniente que el oso haya pisado el único lugar que podría dejar constancia de su paso.
—Y si no ha sido un oso, ¿entonces qué?
Arnaud se encogió de hombros. Pero cuando entraron en el coche e iniciaron el viaje a través del valle hacia las colmenas de Philippe Galy, se fue convenciendo poco a poco. No era un qué; era un quién.
Todo estaba demasiado bien organizado. La huella inusual. El pelo, que sospechaba que encontraría también en las colmenas de Philippe. Parecía que alguien estaba aprovechándose del hecho de que los osos acababan de salir de su hibernación. Y Arnaud tuvo la terrible premonición de que las tensiones que habían nacido en el municipio y que habían permanecido durmientes durante el invierno, estaban a punto de volver a la vida. Y Miel, la única osa de la región, iba a ser el centro de todas ellas.
Las noticias del ataque se difundieron con rapidez. El granjero ya había hablado por teléfono con sus vecinos antes de que Arnaud llegara al lugar de Sarrat. Y ellos habían hablado del tema en la épicerie, la oficina de correos de Massat y la barbería en Seix. La furgoneta amarilla del cartero llevó la información más allá y se la contó a la mujer que conducía la furgoneta de la carnicería, que se paró para contársela al panadero itinerante. Y todos los clientes a los que atendió ese día oyeron lo de las tres ovejas muertas y la presencia de un oso merodeando. Y pronto la viuda Albert, que no tenía otra cosa en la que ocupar su tiempo, estaba al teléfono con Philippe Galy, un primo lejano por parte de su madre, para avisarle de que había un oso suelto y para sugerirle que debería echarle un ojo a las colmenas. Y se sorprendió mucho cuando el insolente hombre soltó una sarta de juramentos y le colgó bruscamente; no sabía que era la quinta persona que le llamaba ese día con un consejo similar que ya llegaba tarde.
Para cuando Arnaud tomó la curva cerrada de entrada a Fogas, de camino a la pequeña parcela de Philippe, y después pasó por el lavoir, todavía decorado con las coloridas pegatinas, los ancianos que se reunían todos los días junto a los lavaderos ya sabían adónde iba. Y también sabían por qué.
En el ayuntamiento, Céline se pasó el día contestando llamadas de miembros de la comunidad nerviosos y la escuela sintió la necesidad de mandar una carta a todos los padres informándoles de que no había ningún fundamento en el rumor de que el colegio iba a cerrar hasta que atraparan al oso. Un rumor que había viajado más rápido que el pequeño autobús rojo donde se había originado.
Para cuando cayó la noche la tensión estaba a flor de piel.
En La Rivière, cuando se corrió la voz, una proliferación de coches todoterreno apareció en el exterior del pabellón de caza y grupos de hombres hoscos con varios perros se sentaron en el muro bajo que bordeaba el río y se dedicaron a lanzar insultos a todos los coches que pasaban adornados con una pegatina a favor de los osos. Demasiado preocupado por el estado de sus colmenas para darse cuenta de su conversión repentina al bando de apoyo a los osos, como mostraba su ventanilla de atrás sin que él se hubiera dado ni cuenta, Philippe Galy recibió los abucheos de la muchedumbre y ese abuso injustificado fue el remate de lo que ya había sido un día horrible para aquel pobre hombre.
Tal era la hostilidad en el pequeño pueblo que Christian, que había parado para recoger a Josette de camino a la reunión del consejo, le aconsejó que cerrara pronto la tienda y el bar. Ella accedió sin rechistar, regalándole así al feliz Fabian el placer inesperado de pasar la noche con Stephanie y Chloé.
A la luz de los acontecimientos y teniendo en cuenta lo que pasó la última vez, Serge Papon declaró que la sesión del consejo de esa noche se realizaría a puerta cerrada, lo que excluía a todo el público con una excepción: Véronique Estaque, cartera de Fogas.
Excartera a menos que lo de esa noche fuera bien, se recordó mientras se sentaba en la sala de reuniones. La voz del alcalde resonaba en el lugar donde solía sentarse la audiencia. Había incluso asientos vacíos en la mesa con forma de U, porque el consejo se había visto reducido por la ausencia de la propietaria de segunda residencia Geneviève Souquet, que había enviado sus excusas porque no quería hacer un viaje desde Toulouse a mitad de semana por algo tan trivial como un debate sobre el futuro de la oficina de correos, y Philippe Galy, que estaba, comprensiblemente, demasiado ocupado para asistir.
Si dentro el número de asistentes había quedado mermado, fuera la cosa era muy diferente. Al habérsele denegado el acceso, un gran grupo de manifestantes se había apostado delante de la entrada principal del ayuntamiento y Véronique había tenido que pasar a empujones entre una muchedumbre de cazadores, granjeros y pastores armados con pancartas, perros y cuernos de caza. El hecho de que fueran vecinos e incluso parientes de los concejales (el yerno de Monique Sentenac y el primo de Alain Rougé estaban entre la multitud) no suponía ninguna diferencia. Cuando los miembros del Conseil Municipal tuvieron que abrirse paso hasta la puerta, los manifestantes los empujaron y les abuchearon, indignados por los ataques de Sarrat y Fogas y exigiendo que Serge hiciera algo al respecto.
Pero no estaba nada claro qué era lo que querían que hiciera. Aunque hubo gritos de que había que expulsar al rastreador de osos de su casa. Y al alcalde de su cargo.
Como Serge había decidido que la presencia de Arnaud Petit podía empeorar una situación ya de por sí complicada, el hombre-oso tampoco asistía a la reunión de esa noche. Pero al menos Christian sí estaba allí: su enorme silueta sentada a la mesa le daba tranquilidad a Véronique mientras la multitud del aparcamiento se volvía más escandalosa y sus gritos empezaban a oírse a través de la hilera de ventanas con arcos que ocupaban un lado de la sala. Al verla mirándole, él le hizo un guiño y ella le sonrió, alegre cada vez que lo veía sabiendo que no tendría que irse.
Cuando maman le detalló su trato con Christian, Véronique estuvo a punto de abrazarla, olvidando momentáneamente su enfado. Había sido una idea genial. Maman podría tomárselo con calma y Christian obtenía la tierra que necesitaba. ¡Y sus planes! Solo se los había contado maman, porque Christian había estado ocupado las últimas dos semanas cancelando la inspecciones obligatorias necesarias para la venta de propiedades, hablando con la inmobiliaria y el abogado, notificando al subastador el cambio de planes y vaciando todas las cajas que Josephine Dupuy se había tomado el trabajo de embalar. Pero parecía tener grandes ideas y eso hacía que viera el futuro mucho mejor que durante los últimos doce meses.
—Teniendo en cuenta la situación que hay ahí fuera —concluyó Serge, terminando los preliminares justo cuando saltó la alarma de un coche que había al otro lado de las ventanas—, creo que deberíamos hacer una reunión lo más breve posible. Así que le doy la palabra a la cartera, Véronique Estaque, que podrá explicaros mejor los cambios que propone para la oficina de correos.
Véronique se puso de pie, intentando ignorar el clamor que se filtraba desde el exterior.
—Como ha pedido el alcalde, voy a hacer una explicación breve y podéis hacerme todas las preguntas que tengáis al final. Básicamente tenemos que aceptar que la oficina de correos como la conocíamos ya no es una opción viable para Fogas. La Poste cada vez está menos dispuesta a hacerse responsable de la carga que suponen las oficinas rurales y el incendio del año pasado les ha dado la oportunidad perfecta para cerrar la nuestra.
Hizo una pausa cuando saltó otra alarma de coche y Serge se levantó para mirar por una de las ventanas.
—¿Continúo? —preguntó.
—¡Sí! —dijo mientras volvía a sentarse—. No vamos a dejar que esos matones trastoquen el desarrollo de la democracia.
Haciendo un esfuerzo por que la oyeran por encima del alboroto, prosiguió.
—Así que eso nos deja dos opciones. O solicitamos una instalación combinada, utilizando la épicerie como base para la nueva oficina y asumiendo el municipio la mayor parte de los costes, o perdemos del todo la oficina de correos a favor de otra opción local que está sobre la mesa.
—¿Ya sabemos cuál sería? —preguntó Alain Rougé.
—Todavía no. Pero el alcalde está en ello. —Sonrió a Serge mientras todos los integrantes de la mesa reían, a excepción de Pascal, que estaba tomando notas mientras ella hablaba. No le habían servido de mucho las que tomó cuando habló con él del tema, pensó—. Personalmente creo que la elección es fácil. La pérdida de la oficina de correos del municipio tendría un efecto perjudicial, no solo para negocios como la épicerie —dijo señalando a Josette—, el Auberge y el centro de jardinería, sino para todos nosotros. Muchos residentes de Fogas utilizaban la oficina de correos como banco, haciendo depósitos y disposiciones de dinero. Eso ya no sería posible. Y los pensionistas tendrían que depender de la disponibilidad de un transporte hasta Massat para recoger su pensión, lo que haría difícil que pudieran residir en el municipio una vez que dejaran de conducir.
—¡Josette seguro que no tiene ningún problema entonces! —bromeó René y se ganó una mirada reprobadora de la aprendiz de conductora.
—Además —continuó Véronique—, las estadísticas demuestran que los municipios sin oficina de correos se consideran lugares menos atractivos para vivir. Eso tendrá un impacto en las posibilidades de atraer más vecinos a Fogas, algo vital si queremos que el municipio se mantenga. Y claro, sin una oficina de correos, habrá menos tráfico, menos ingresos en los negocios que ya existen y menos impuestos locales que pueda recaudar el ayuntamiento.
—¡Dios! Imaginad las discusiones de los presupuestos si tuviéramos todavía menos dinero —murmuró Christian.
—Exacto —dijo Véronique—. Pero no es solo por el dinero. La oficina de correos es el corazón de la comunidad. Si dejamos que desaparezca sin luchar, Fogas y todos nosotros nos veremos empobrecidos por ello.
Les dio un tiempo a los concejales para que digirieran lo que acababan de oír antes de pasar a detallar la propuesta para la nueva oficina de correos que quería ubicar dentro de la épicerie. No le llevó mucho tiempo y para cuando llegó al final de su exposición, la mayoría de las cabezas de la mesa estaban asintiendo. Excepto una.
—Creo que mi principal preocupación —empezó a decir Pascal— es la caída del nivel de servicio que va a resultar de ese cambio. Corrígeme si me equivoco, pero habría restricciones en cuanto a las cantidades de dinero que se podrían retirar. Y en esta nueva instalación no se podrían aceptar paquetes a partir de un cierto tamaño.
Véronique no podía creerlo. Ese era el hombre que se había mostrado tan entusiasmado con sus planes meses atrás.
—Como te expliqué hace cinco meses, Pascal, los cambios serían mínimos y sin duda la clientela habitual ni siquiera los notaría.
—Y el municipio tendría que aportar una cantidad significativamente más alta que antes.
—No necesariamente. Habría un aumento en el porcentaje de salario del empleado, sí, pero se ahorraría en electricidad, calefacción e impuestos locales, dado que la oficina estaría en un local compartido en vez de ocupar un edificio para un único uso. Cuyo mantenimiento corría a cargo del municipio, tengo que recordar.
—¿Y cuál será el coste de la renovación? Habrá que instalar cierta seguridad, una caja fuerte. ¿Todo eso se ha tenido en cuenta?
—Sí —intervino Serge para ayudarla—. Y es significativamente inferior que reconstruir lo que queda de nuestra antigua oficina de correos.
Pascal se encogió de hombros, claramente en contra de la idea.
—Es que no creo que funcionara. Lo siento, pero no puedo apoyar eso.
—Bueno, nunca pusiste el pie en la anterior oficina, así que el hecho de no tener tu apoyo no me parece ninguna novedad.
La respuesta salió de sus labios antes de que Véronique pudiera morderse la lengua y la carcajada de René coincidió con el sonido de un cristal que se rompía fuera.
—¡Vale, ya está bien! —Serge se levantó de un salto—. Voy a llamar a la policía. Christian, vota por mí. A favor.
Dirigiendo una mirada significativa a Pascal, Serge salió de la sala y con una rápida votación a mano alzada se decidió el asunto: Fogas solicitaría la nueva oficina de correos. La moción se aprobó con nueve votos a favor y dos abstenciones, las dos de Pascal, que tenía su voto y el voto por poderes de su prima Geneviève.
—¿Y qué hay que hacer ahora? —preguntó Alain Rougé mientras todos se levantaban y se preparaban para irse.
—Enviaré nuestra propuesta a La Poste y una copia al subprefecto de Saint Girons. Y después es solo cuestión de esperar. —Véronique se encogió de hombros.
—La policía viene para acá —dijo Serge al entrar de nuevo en la sala—. Se lo he dicho a los alborotadores de fuera, pero no parece que les haya disuadido. Y bien, ¿estamos todos a favor?
—Los suficientes —respondió Véronique.
—¡Excelente!
Dio un paso adelante con la mano tendida para felicitarla cuando la ventana que había encima de él crujió terriblemente y el aire se llenó de cristales que, un segundo después, caían encima de él.
—¡Serge! —gritó Véronique mientras todos corrían adonde estaba el alcalde agachado, cubriéndose la cabeza con las manos. Había una piedra en el suelo a su lado.
—Estoy bien —dijo levantándose lentamente, con la cara pálida y los dorsos de las manos arañados y llenos de rasguños—. Que es más de lo que se podrá decir de esos desgraciados si les echo el guante.
Christian ya estaba en la ventana rota mirando hacia el aparcamiento. Se oía a lo lejos la sirena de la policía que se aproximaba.
—¡Ja! Se han ido todos —dijo cuando un parpadeo de luces azules invadió el atardecer—. Han huido al oír las sirenas. Deberíamos haberle dicho a la policía que bloqueara la carretera a la altura de la iglesia de La Rivière. ¡Se acaban de cruzar con todos los alborotadores!
—Pero ¿en qué se va a convertir esto? —gimió René, viendo como Véronique y Josette sacudían los cristales de la chaqueta del alcalde—. Esos idiotas podían haberte matado.
—Pensaba que estabas de acuerdo con ellos, René. —Pascal estaba de pie a un lado, con el cuaderno apretado contra el pecho y las facciones pálidas en la luz parpadeante—. Creía que también querías librarte de los osos.
Con una mirada de desdén, René se fue subiendo el jersey que le tapaba el estómago protuberante hasta que lo tuvo todo recogido junto a su barbilla.
—He cambiado de idea.
Cuando el gordo fontanero mostró la camiseta que llevaba debajo, las risas que se oyeron en la sala fueron más que bienvenidas. En la camiseta, que se curvaba justo por encima de su panza, estaban escritas las palabras: «¡Este es el país de los osos!».
Las risas no duraron. Cuando los concejales salieron afuera tuvieron que enfrentarse a los daños que habían sufrido sus coches. Como en la ocasión anterior, había parabrisas destrozados, ruedas rajadas y pintadas por todas partes. La policía se tomó su tiempo, inspeccionando los vehículos y haciendo fotos, mientras Christian, René y Bernard se ponían a cambiar ruedas. La mayoría de los coches solo tenían una rueda dañada, pero el de Véronique había atraído más iras, porque tenía las dos ruedas de atrás pinchadas y la ventanilla posterior destrozada. Como comentó Pascal con aire de suficiencia —había sido el único propietario de coche que había escapado a la venganza porque había dejado su Range Rover a la salida de su casa, en el extremo de Fogas—, la cartera no iba a poder volver a casa en su coche esa noche.
La policía por fin se fue tras advertirle al alcalde de Fogas que se asegurara de cerrar bien sus puertas por la noche, dada la escalada de rencor. Véronique se mostró preocupada por tener que dejarle, pero él no le dio importancia y dijo que no le iban a acobardar unos vándalos que recurrían a la violencia en vez de al diálogo.
A Véronique su respuesta le provocó una oleada de orgullo, una emoción que nunca antes había experimentado hacia Serge Papon. Lo acompañó hasta su casa, se aseguró de que los cortes de las manos no eran graves, y después de atenderle un rato, lo que él aceptó con una sonrisa, salió y esperó a oírle echar los cerrojos antes de volver al ayuntamiento. Ahora que el crepúsculo había dado paso a la noche, se sintió más segura al ver una enorme silueta familiar esperándola bajo la farola del aparcamiento desierto.
—¿Lista para volver a casa? —preguntó Christian, manteniendo abierta la puerta del acompañante de su Panda.
—¡Sí! ¿Dónde está Josette?
—Se fue con Monique, que no quería volver sola. Tenía miedo de que los alborotadores estuvieran escondidos en el bosque, al acecho. Y después de lo de hoy, tampoco me parece un miedo irracional.
—¡Estúpidos vándalos! —exclamó Véronique mientras conducían por el pueblo tranquilo—. Y no hay forma de que se pueda denunciar a nadie porque no podemos saber quién provocó los daños en los coches.
—No, pero una visita de la policía puede hacer cambiar de actitud a algunos de los que andan metidos en esto.
—Esperemos. ¡Todos podían tomar ejemplo de la conversión de René!
Christian rio, divertido por el cambio radical del fontanero, cuyo motivo no habían podido llegar a descubrir porque René se limitó a decirles que había visto el otro lado de la historia. Debe de haber sido algo especial, pensó Christian, para hacer cambiar de idea a alguien que antes se mostraba tan firme a la hora de afirmar que no había lugar para los osos en esas montañas.
Redujo la marcha del Panda y empezó el descenso serpenteante entre los árboles hasta La Rivière. La solitaria farola que había a la entrada de Fogas pronto quedó fuera de la vista y la noche se tragó el vehículo.
Estaba oscuro. Eso, por alguna razón que no lograba entender, hacía que Christian se sintiera raro. Como si estuviera en una cita o algo así.
Qué extraño. Si solo era Véronique…
La miró de reojo y se la encontró mirándole, lo que le hizo devolver inmediatamente la atención a la carretera.
—Lo has hecho bien esta noche —dijo intentando sonar normal. Adulto.
—Gracias. A pesar de la falta de apoyo de Pascal. De verdad que no entiendo a ese hombre. En noviembre parecía tan entusiasmado y ahora…
Christian se encogió de hombros, fatalista.
—¿Quién sabe? Al menos no ha votado en contra.
—Bueno, supongo que hay que verlo así. Y espero que todo esto haga que pueda recuperar mi empleo. ¡O si no tendré que ser yo la que se vaya en vez de tú!
Volvió a mirarla y se sintió aliviado al ver que sonreía.
—En cuanto a eso… —dijo— lo de que no me voy. Quería contártelo yo, pero creí que sería mejor que lo oyeras de Annie. Con todo lo que…
—Lo entiendo. Me alegra saber que no te irás. Todos nos alegramos —añadió rápidamente.
—¡No tanto como yo!
—O Sarko, supongo.
Él rio; el placer que sentía por haber salvado al viejo toro no había disminuido. Sin duda la próxima vez que Sarko se escapara eso cambiaría.
—¿Ha acabado de desembalar tu madre?
—Todavía no. Está aprovechando para hacer limpieza. Ha tirado muchas cosas viejas y resucitado cosas que creía que había perdido. E insiste en que hay que comprar un horno nuevo. Estaba decidida a tener uno muy moderno en la casa nueva cuando nos mudáramos.
—Debes de estar encantado. —Véronique le estaba observando ahora y empezaron a arderle las mejillas bajo su mirada.
—Encantado es poco. Sé que Annie y tú todavía no habéis arreglado las cosas, pero su oferta ha hecho que todo cambie en mi vida.
—Maman parece haber puesto patas arriba la vida de los dos —murmuró—. Como esta noche. Cuando la ventana se rompió encima de Serge, fue algo extraño. Sentí la necesidad de protegerle. —Negó con la cabeza, perpleja—. ¡Nunca pensé que sentiría algo así precisamente por Serge Papon!
Christian sonrió al oír su tono.
—No me imagino cómo puede ser.
—Raro. Sorprendente. Estoy un poco como tu madre: revisando todos mis recuerdos y haciendo limpieza. Pero no dejo de encontrar tesoros también.
—¿Y Annie?
Suspiró.
—Es demasiado pronto. No puedo encontrar en mi corazón lo que necesito para perdonarla.
—Es una buena mujer, Véronique —dijo cariñosamente.
—Lo sé. ¡Pero qué vas a decir tú ahora que te acaba de ceder su granja!
Al girarse para ver la sonrisa que podía oír en su voz, se quedó sin aliento. Le estaba mirando, con el pelo enmarcándole la cara; la luz que indicaba la entrada de La Rivière resaltaba sus pómulos y sus labios estaban curvados en una sonrisa suave y divertida.
Consiguió apartar la vista cuando se acercaron a la curva cerrada que rodeaba el bulboso extremo de la iglesia románica, pero tuvo que echar el coche a la derecha en el último minuto.
—Perdón —murmuró cuando ella se vio proyectada contra él y notó el contacto cálido de su costado contra su brazo estirado—. He calculado mal.
Entonces se dio cuenta de que ya estaban en La Rivière, a segundos de su apartamento, y de que no quería que ese viaje se acabara.
—Me estaba preguntando si —dijo mientras se detenía en el cruce con la calle principal y miraba a la izquierda para comprobar si venía alguien— te apetecería tomar algo.
—¡No! ¡Otra vez no!
A Christian le llevó un segundo darse cuenta de que no le hablaba a él. Estaba mirando hacia la vieja escuela, donde había unas luces parpadeando y un grupo de personas reunidas justo delante de su apartamento.
La última vez que había visto algo así lo perdió todo en un incendio.
Unos momentos después los dos salieron del coche y Véronique fue corriendo hacia la silueta inconfundible de Arnaud, que estaba con la gente que se había reunido para ver trabajar a la policía.
—¿Qué pasa? —le preguntó.
Señaló el edificio, que estaba cubierto de pintadas. Unas gotas de pintura roja caían de las palabras recién pintadas: «¡Matemos a los osos! ¡Matemos al rastreador!».
Eso estaba escrito una y otra vez sobre los muros de piedra, que ahora parecían sangrar a la luz amarilla de la farola. Entonces vio los cristales, fragmentos desperdigados por todo el suelo, reflejando la luz de la furgoneta policial.
—¿Las ventanas?
—Destrozadas. Te alegrará saber que son las mías.
—¿Sabes quién ha sido? —le preguntó Christian.
Arnaud lo miró burlón.
—Creo que todos sabemos quién ha sido. Probarlo es el problema.
—¿Puede haber sido la misma gente que tiró la bola de nieve a mi ventana en febrero? —preguntó Véronique y Christian hizo una mueca—. Tal vez deberíamos contarle eso a la policía.
—No creo —dijo Arnaud con una sonrisita mientras el granjero parecía muy interesado en la gravilla que tenía bajo los pies—. Eso solo fue un crío haciendo el tonto.
—Bueno, si tú lo dices. Voy a ver si todo en mi casa está bien. —Dio dos pasos para alejarse y después se giró—. ¿Te han roto todas las ventanas?
Arnaud asintió.
—Entonces te prepararé el sofá. Puedes quedarte en mi casa esta noche.
Y se fue antes de que Arnaud pudiera rechazar su oferta o de que a Christian le diera tiempo a despedirse. El granjero se sintió como si alguien le hubiera pisoteado el corazón. Alguien con unas buenas botas.
—Es una mujer a la que no se le puede decir que no —murmuró Arnaud cuando los dos se quedaron allí, mirando las pintadas de la pared.
Y entonces algo, una parte imprudente de sí mismo que estaba deseando provocarle una agonía aún mayor, le hizo preguntar a Christian:
—¿Cómo sabes que fue un crío? El que tiró la bola de nieve.
Arnaud lo miró con los ojos llenos de diversión.
—Le rastreé. Cruzó el huerto y saltó la valla.
—Ah. —Christian apartó la mirada.
—Después entró en la épicerie y salió por el otro lado y después de eso…
—¡Vale! Solo era una pregunta.
—Lo que he dicho. Era un crío. Un crío muy grande.
Y con una risita, el hombre-oso se encaminó a la vieja escuela. Al apartamento de Véronique, donde iba a pasar la noche.
Christian habló con una pareja de policías, los mismos que acababan de estar en el ayuntamiento, y cuando quedó claro que no había nada más que pudiera hacer, volvió a su Panda y empezó el frío viaje hasta la granja. Cuando pasó por delante de la épicerie, no miró al interior. Pero aunque lo hubiera hecho, no habría visto al fantasma de Jacques de pie junto a la ventana, dándose cabezazos contra el cristal porque compartía la frustración del granjero.
En el amor, pensó el anciano mientras veía los faros traseros del Panda desaparecer por la carretera que subía a Picarets, las cosas nunca eran fáciles.