Capítulo 14

Más o menos cuando Christian y Annie se estaban estrechando las manos para cerrar el trato que iba a lograr que el granjero se quedara en Fogas, el pequeño autobús rojo que los habitantes más pequeños de la zona temían o adoraban, dependiendo de la hora del día, iba serpenteando por la carretera desde la escuela primaria de Sarrat, que servía a los dos municipios. Teniendo en cuenta que era miércoles, el humor en el autobús debería haber sido alegre, porque ese día de mitad de la semana los alumnos solo tenían que soportar media jornada de clases. Pero cuando el conductor miró por el espejo retrovisor se sorprendió al ver a sus jóvenes pasajeros apiñados en la parte de atrás, con las cabezas vueltas hacia los rizos oscuros de Chloé Morvan, que estaba hablando en voz baja con la cara seria.

—¡Niños! —murmuró el hombre devolviendo su atención a la carretera que giraba hacia el fondo del valle. Una vez pasado el puente que separaba Sarrat de Fogas, giró a la izquierda hacia la carretera principal y momentos después aparcó en el área de paso que había enfrente del Auberge—. ¡Los de La Rivière y Picarets, abajo! —gritó como hacía al final de todos los días de colegio.

Y como todos esos días, Chloé y los gemelos Rogalle cruzaron el pasillo y se bajaron de un salto, seguidos de Gerard Lourde. El conductor estaba a punto de cerrar las puertas para afrontar el último tramo del viaje hasta Fogas, cuando se dio cuenta de que había más niños apeándose del autobús. De hecho no quedaba ninguno dentro.

—¡Eh! —le gritó al grupo de alumnos que se habían reunido junto a unos árboles que había al lado de donde había aparcado—. ¿Qué ocurre? ¿Cómo es que os bajáis todos aquí? ¿Lo saben vuestros padres?

Todos miraron a Chloé Morvan con su pelo negro y una sonrisa angelical.

—Tenemos que hacer un trabajo para el cole —dijo.

—Oh. Bien. En ese caso…

Se encogió de hombros, cerró las puertas y regresó a la carretera; no se iba a quejar de tener ese día un turno más corto. Sobre todo cuando el río brillaba por el sol de la tarde y los peces lo llamaban. Tenía una hora antes de que su mujer llegara a casa y ella no se iba a enterar.

Condujo el minibús la corta distancia que le separaba de su casa y aparcó en su lugar habitual. Ya sintiendo el tirón de una trucha en el sedal, se encaminó a la puerta delantera.

Entonces unas manchas de color le llamaron la atención. Suficiente para que se volviera a mirar el vehículo que acababa de dejar y supiera que la tarde no iba a salir como había planeado.

—Pero ¿qué demonios…?

Pegatinas. Cubriendo las ventanas de todo el autobús. Todas eran iguales: una ilustración como de dibujos animados de un oso muy gracioso y unas cuantas montañas. Y debajo unas palabras que podrían provocar una guerra en aquellos lugares: «¡Este es el país de los osos!».

Estaba quitando la última cuando su mujer salió del coche y supo que se le había escapado cualquier oportunidad que hubiera podido tener de irse a pescar.

Véronique no estaba segura de que fuera una buena idea conducir en ese momento. Había tenido un despiste en La Rivière cuando una manada de niños dirigidos por Chloé apareció de repente delante de ella cuando giraba hacia Fogas. Pisó el freno justo a tiempo, lo que hizo que el camión de ganado que iba detrás casi le diera. Pero todo se quedó en unas cuantas palabrotas, pitidos de claxon y juramentos antes de seguir su camino.

Después, mientras subía por la estrecha carretera hacia el ayuntamiento, un cervatillo salió de entre los arbustos y tuvo que hacer girar el coche bruscamente a la izquierda para no atropellarlo. El animal la miró atónito antes de subir grácilmente por la colina de la derecha.

Por todo eso ahora mismo Véronique no estaba convencida de que fuera prudente conducir por la carretera. O cualquier otra cosa, la verdad. No tenía la concentración necesaria. No la había tenido desde que maman le reveló la desconcertante verdad sobre su padre.

Serge Papon, el alcalde de Fogas.

Toda su vida había soñado con la identidad de su papa. Había inventado historias sobre él en su mente y creado situaciones fantásticas en las que aparecía de la nada, siempre con una explicación plausible sobre por qué no había estado en su vida durante todos aquellos años (lo que resultaba cada vez más difícil según iba pasando el tiempo). Y en todas esas historias Véronique y su padre forjaban inmediatamente un vínculo irrompible.

Cuando era mucho más joven incluso había ido tan lejos como para imaginar que se enamoraba de maman y todo acababa en una preciosa boda con ella como dama de honor. Cuando llegó a la adolescencia y se dio cuenta de lo difícil que era su madre, tuvo que atenuar esa historia y convertir el enamoramiento en una relación amistosa. Para cuando llegó a los veinte decidió que eso solo podía pasar en el reino de la fantasía y simplemente eliminó a maman de la reconciliación familiar.

Pero ni una vez había pensado que su padre iba a resultar ser un hombre casado que había conocido durante toda su vida. Ese hecho la había obligado a tener que reubicar todos los aspectos de sus treinta y seis años.

A nadie le podía extrañar que no pudiera concentrarse. Estaba demasiado ocupada pensando en el pasado, recordando cosas que parecían muy insignificantes pero que ahora, a la luz de esas novedades, resultaban mucho más significativas. Como aquella vez que Serge se encontró con ella y con maman en la tienda un verano.

Hacía calor. Cubierta de polvo y cansada por la larga caminata desde la granja, Véronique, de siete años, le pidió un helado a su madre, sabiendo que la respuesta sería un no. Siempre lo era. Así que salió de la tienda enfurruñada, se sentó en el muro bajo el huerto y empezó a golpear las piedras con los talones. Serge y Thérèse aparcaron justo allí y él le preguntó qué le pasaba. Ella le dijo que quería un helado e inmediatamente la llevó de la mano hasta el viejo congelador.

Ella le quitó el papel al polo y después, feliz, le dio un beso al teniente de alcalde en la mejilla, que olía muy bien. Pero su alegría fue breve, porque al girarse se encontró a maman en el umbral con la cara seria y los ojos ardiendo. Estuvo furiosa durante todo el camino a casa y le dio una charla sobre lo malo que era desobedecer a su madre y hacer cosas a sus espaldas.

¡Ja! Qué curioso viniendo de su madre, pensó Véronique cuando tomó la última curva y Fogas apareció ante su vista. A posteriori era fácil ver por qué maman se había molestado tanto. Pero era muy difícil perdonar su engaño porque ¿cuánto placer podrían haber obtenido Véronique y Serge de ese simple intercambio si hubieran sabido la verdad?

A pesar de esa evaluación retrospectiva constante, en la que retorcía sus recuerdos y torturaba su alma, Véronique seguía muy lejos de encontrar una solución. La verdad era que si no hubiera sido por el ataque al corazón, no creía que hubiera querido tener nada que ver con su madre ahora mismo. Todo estaba demasiado reciente.

—¿Y qué hago yendo a ver a Serge Papon? —murmuró mientras aparcaba bajo el prominente edificio del ayuntamiento.

Se habían estado evitando durante más de dos semanas. Pero ocupaba hasta tal punto sus pensamientos que era como si ese hombre robusto que conocía tan bien se hubiera ido a vivir a su piso con ella.

Desesperada por hablar con él y a la vez atormentada por la ansiedad, los últimos días se había puesto cada vez peor. No había visto a Christian ni había salido mucho porque no quería enfrentarse a los cotilleos que florecían como malas hierbas en verano. Tampoco había querido correr el riesgo de encontrarse con Serge en algún lugar inapropiado, como el bar. O el mercado.

Por fin, incapaz de postergarlo más, había llamado al ayuntamiento y pedido una cita para ver al alcalde. Céline estuvo a punto de ahogarse cuando se dio cuenta de quién llamaba y sufrió para mantener la compostura cuando le preguntó para qué era la reunión y Véronique le dijo que para hablar sobre la oficina de correos.

Pero para ella era la única forma de hacerlo: encontrarse con él en un entorno formal, con la excusa de los problemas de la oficina de correos. Así no habría necesidad de mencionar su parentesco. Porque al margen de su intenso escrutinio del pasado, Véronique era consciente de que era posible que el presente no le deparara el final feliz que siempre había buscado. Existían muchas posibilidades de que Serge Papon no quisiera saber nada de ella, dijera lo que dijese Christian Dupuy.

Al menos así él podría refugiarse en su labor oficial y, para cuando terminara la reunión, ella no solo sabría lo que iba a pasar con su trabajo, sino que también tendría una idea más clara sobre si de verdad tenía un padre o no.

—¡Está aquí!

Serge se apartó de la ventana y volvió a su mesa, aunque rápidamente se giró hacia la ventana otra vez.

—¿Debería sentarme?

Céline sonrió. Nunca antes lo había visto así.

—Lo que le haga sentir más cómodo.

—Bien. Lo que me haga sentir mejor. Entonces debería sentarme.

Se sentó y se levantó de nuevo. Cuando ella se dirigió a la puerta, la llamó otra vez.

—¡Céline! ¿Qué tal estoy?

Con los brazos levantados en una petición muda de apoyo, la cara perpleja y la corbata torcida, estaba claro que por primera vez en su vida Serge Papon se encontraba en unas aguas en las que no hacía pie. Ella se acercó y le enderezó la corbata, dándole una palmadita en el hombro cuando terminó.

—Está fantástico.

Él asintió y volvió a sentarse. Ni siquiera oyó la puerta que se cerraba detrás de ella. Lo que era raro, porque tenía el oído agudizado a la espera del sonido de unos pasos en el pasillo.

Véronique. Venía a verle.

Había esperado dieciocho días y había sido una agonía. No quería irrumpir en su vida como un huésped incómodo, aunque estaba deseando verla, buscar caras familiares en sus facciones, saber que ella era, en cierta forma, parte de él. Y que él también era parte de ella.

Pero no había sabido nada. Ni una palabra. Cuando estuvo en el bar una noche, lo que se había convertido en una visita regular para tomarse una copa juntos después de cerrar, le preguntó a Josette qué debía hacer. Ella le dijo que tenía que darle tiempo a Véronique. Dejar que se hiciera a la idea. Pero a los setenta y seis años el tiempo era relativo. Y cada segundo era precioso.

Aun así se contuvo. Incluso evitó ir a La Rivière muy a menudo por si se encontraba con ella y Véronique lo interpretaba como un intento deliberado de buscar un encuentro. También evitó el mercado, porque sabía cuánto le gustaba a ella el trajín de las compras el sábado por la mañana. Y con su recién recuperado apetito esos sacrificios le habían costado mucho. Pero, teniendo en cuenta que los pantalones ya empezaban a estarle estrechos, tal vez no le había venido mal.

Por fin ella había llamado a su secretaria para quedar con él para hablar de la oficina de correos. Se había vuelto loco pensando en las implicaciones que podía tener eso. ¿Quería decir que no tenía interés en él como padre? ¿Tal vez que se avergonzaba de reconocerle como papa? ¿O era solamente una forma de romper el hielo?

Después de que Serge decidiera que no le iba a hablar a nadie de su encuentro próximo, ni siquiera a Josette, la pobre Céline tuvo que aguantar sus cambios de humor durante la última semana y responder lo mejor que pudo a sus preguntas sobre la llamada telefónica, con las que intentaba averiguar si Véronique parecía contenta o nerviosa. O indiferente. Se dio cuenta de que su interrogatorio implacable casi fue suficiente para que la asediada secretaria volviera a darle su carta de dimisión (que había vuelto a guardar a buen recaudo en el fondo del cajón tras su resurrección política).

Tenía que tomárselo con calma. Eso era lo que Céline le había dicho. Calma. No era una palabra a la que estuviera muy acostumbrado.

Oyó voces en la oficina exterior y sintió que se le aceleraba el corazón. Ya había llegado.

Bonjour —dijo cuando la puerta se abrió. Le pareció una eternidad el breve tiempo que tardó en aparecer con la cabeza ladeada y un rubor que hacía brillar su cara. ¡Y ese pelo! Tan parecido al de su madre…

—¿Serge? ¿Puedo pasar?

—Sí… Claro… Pasa.

Antes de darse cuenta se estaba acercando con largos pasos y las manos extendidas para cogerle los hombros y mirarla fijamente. Quería verla bien. A su hija.

Bonjour, Véronique —dijo, y a pesar de todas sus buenas intenciones, a pesar de todo lo que Céline y Josette le habían aconsejado, la envolvió en un abrazo. Sintió que empezaba a llorar y cuando ella dijo: «¡Papa!», tuvo la sensación de que siempre la había conocido. Y de que nunca más estaría perdido otra vez.

Al cerrar la puerta vio a través del hueco menguante a Céline cogiendo la caja de pañuelos que tenía en su mesa.

—Vamos, cariño, sentémonos —dijo con una sonrisa, guiando a Véronique hasta un sitio a su lado. Era la primera persona en todos sus años como alcalde que se había sentado junto a él en la mesa, y no al otro lado—. ¡Vamos a ver si tu padre puede arreglar todo este lío de la oficina de correos!

Y cuando ella rio en respuesta, Serge supo que todo iba a salir bien.

—Desafortunadamente, no he conseguido llegar muy lejos.

Serge Papon se arrellanó en su asiento y observó a Véronique leyendo las cartas y registrando todos los detalles con la frente arrugada por la concentración. A pesar de que todos sus esfuerzos por llegar al fondo de su situación con La Poste se habían visto frustrados, la última media hora había sido un verdadero regalo para él. No solo había podido pasar tiempo con la joven a la que estaba aprendiendo a llamar «hija», sino que también se encontró compartiendo sus ideas astutas con alguien que se le parecía mucho.

Véronique era tan maquiavélica como él, pensó con orgullo mientras la veía leer la última respuesta de La Poste.

—No dicen nada de la solicitud que hizo Pascal. Ni una palabra sobre la propuesta de combinar la oficina de correos y la épicerie —apuntó señalando la carta que tenía en la mano.

Serge sonrió.

—Eso es exactamente lo que yo pensé. Extraño, ¿verdad? He llamado a todas las personas que conozco que tienen alguna conexión con La Poste y nadie sabe nada de una solicitud de Fogas para una nueva oficina. Todo lo que me dicen es que no pueden reconstruir la antigua oficina de correos y que nuestra apelación contra esa decisión ha sido rechazada.

—¿Y la carta que recibí, en la que decía que habían rechazado nuestra solicitud? ¿Se referían a la de reapertura de la antigua oficina?

Serge asintió y esperó a ver si ella hacía la conexión por sí misma. No le llevó mucho tiempo a su cabeza unir los cabos sueltos y una sonrisa apareció en su cara.

—Bueno, eso significa que podemos enviar una solicitud para que consideren la nueva idea.

—Y esta vez nos aseguraremos de que tenga todo el apoyo del Conseil Municipal. Convocaré una reunión dentro de dos semanas. Eso nos dará tiempo para prepararla y que todo lo referente a la proposición quede bien atado.

—Pero ¿y esa mención de la «alternativa local»? ¿Y si La Poste ya ha elegido otro lugar? ¿No llegaremos demasiado tarde?

—Parece que nadie sabe nada con seguridad sobre eso tampoco. Mis fuentes me dicen que algún lugar cercano ha hecho la solicitud, pero no me dicen cuál y parece que las cosas todavía no están decididas.

—¡Todavía tenemos tiempo, entonces! —Véronique empezó a recoger los papeles—. ¿Quieres que vaya contigo a la reunión del consejo?

—¡Por supuesto! Tú eres la experta en esto. Nadie mejor que tú puede explicar qué cambios habrá en los servicios y persuadir a los concejales de que es una buena idea para el municipio y que merece la pena el coste. Además, parece que tienes a Pascal comiendo en tu mano y eso no nos vendrá nada mal.

—¡No estoy muy segura de eso! —Véronique hizo una mueca—. Parecía muy emocionado con la idea cuando se la propuse. Incluso tomó notas y todo. Pero da la sensación de que no ha hecho nada con ella.

—Déjame eso a mí. —Serge se tocó un lado de la nariz y Véronique rio.

—Perdón. —Céline metió la cabeza por la puerta—. Perdonad que os moleste…

—¡He dicho que nada de interrupciones! —le gritó el alcalde.

Céline ni se inmutó. De hecho sonreía. Mucho.

—He pensado que querrían saber esto. —Hizo una pausa, escogiendo el momento perfecto para su revelación. Justo cuando Serge abrió la boca para volver a gritarle, continuó—: He oído de buena fuente que Christian Dupuy acaba de retirar su granja de la venta. Parece que no nos va a dejar después de todo.

Tanto Véronique como Serge parecieron perplejos, con las cabezas inclinadas hacia delante y las cejas elevadas. De hecho, como Céline le contó esa noche a su marido, si no acabara de descubrir que estaban emparentados, lo habría adivinado en aquel momento. Porque en su desconcierto eran la viva imagen uno del otro.

¡Christian se quedaba!

Véronique no supo cómo había conseguido controlarse cuando todo lo que quería en ese momento era echar a correr por la habitación chillando de alegría. Pero en vez de eso se quedó sentada y dejó que Serge hiciera la pregunta obvia. Céline no pudo decirles qué había pasado para que el granjero hubiera cambiado de idea. Lo único que sabía era que su hermana, que trabajaba al lado de la inmobiliaria, había visto a Eve Rumeau quitar el anuncio de la granja del escaparate. Eso en sí mismo no era una prueba, pero también había podido distinguir que Eve rompía el papel en pedazos y lo tiraba a la basura.

Intrigada, la hermana de Céline había llamado rápidamente a la oficina de al lado fingiendo ser alguien que buscaba casa, y ella misma le había dicho que la pintoresca granja de Picarets ya no estaba a la venta. Había colgado antes de que Eve pudiera convencerla de que fuera a ver una pequeña tienda en el valle de al lado que acababa de salir al mercado.

¿Qué podía haber pasado para provocar el cambio?, se preguntó Véronique. Christian estaba a menos de veinticuatro horas de firmar el papeleo. Y ahora…

Ahora se iba a quedar en Fogas.

Sonrió mientras cruzaba el suelo de azulejos y salía a la agradable tarde. La vida de repente parecía mejorar. La reunión con Serge había ido bien, ambos habían superado la incomodidad inicial y se había sorprendido de cuánto disfrutaba de su compañía. Habían hablado de su infancia y ella le había recordado el incidente del helado.

Él por su parte le había hablado de cuando Fabian se quedó atrapado en la vieja cantera. Cuando solo era un niño de visita en Fogas como todos los veranos, el escuálido parisino se había caído por el empinado terraplén y no había podido escalarlo para salir. Christian había enviado a Véronique en busca de ayuda y ella había hecho señas al coche de Serge Papon. Con una cuerda que tenía en el maletero, el entonces teniente de alcalde había podido sacar al niño lloroso. Y al enorme Christian, que había bajado para acompañar al pobre chico porque le daba lástima.

Serge disfrutó contándole la historia y a Véronique le pareció que él ahora lo veía todo con otros ojos. Unos que le mostraban un mundo mejor y más luminoso.

—Aquel día pensé que eras asombrosa —le dijo cuando acabó de contarle la historia—. Tan ingeniosa y tan tranquila. Y eso que eras muy pequeña. ¡Debería haber sabido entonces que eras una Papon!

Pero había un toque de tristeza en aquella nostalgia. La misma que ella no podía evitar sentir. Si lo hubieran sabido mucho antes… Pero si Serge Papon estaba tan furioso como Véronique por no haber conocido antes el secreto, al menos no quería oír ni una palabra en contra de Annie. Cuando Véronique murmuró algo sobre el ridículo secreto de su madre, él simplemente le dijo que, en su experiencia, la gente normalmente hacía las cosas por las razones correctas. Aunque esas acciones luego resultaran erróneas.

Sintiéndose más magnánima gracias a esa tarde extraordinaria, Véronique se fue hasta su coche, despidiéndose con la mano de la robusta figura que la miraba desde la ventana de la primera planta del ayuntamiento.

Papa —musitó mientras metía las piernas en el coche—. Es mi papa. Y Christian Dupuy se va a quedar en Fogas.

Con las emociones a flor de piel, no se sintió en mejores condiciones para conducir que antes, cuando hizo el camino de subida hasta allí.

Serge siguió despidiéndose con la mano mientras Véronique daba marcha atrás y salía del aparcamiento del ayuntamiento. Y no dejó de agitarla cuando el pequeño vehículo empezó a rodar lentamente por la carretera, con el sol arrancándole destellos del techo. Solo cuando giró la primera curva y desapareció de la vista dejó caer el brazo.

Pero la sonrisa permaneció en su cara.

Había sido una reunión maravillosa. No solo habían establecido el principio de una relación, sino que también habían analizado las extrañas idas y venidas en lo referente a La Poste. Con suerte, una vez que les llegara su nueva solicitud, todo se arreglaría y Véronique podría recuperar su empleo por fin.

Si había tenido poco éxito a la hora de conseguir información sobre La Poste, su red de contactos todavía le había proporcionado menos datos sobre el permiso de obras para la tienda multiusos en Sarrat. Había pedido todos los favores que tenía pendientes, pero hasta el momento nadie había podido decirle nada más que lo que ya sabía: que se había solicitado un permiso. Nadie sabía exactamente dónde se iba a ubicar la tienda, ni tampoco qué iba a vender.

No le quedaba más que esperar. Y eso era lo que le iba a decir a Josette cuando pasara a verla más tarde.

¿Más tarde? ¿Y por qué posponerlo? Ya no había necesidad de evitar La Rivière ahora que Véronique había ido a verle. De hecho podía ser una buena idea llamar a Christian e intentar que se reuniera con él en el bar para una copa de celebración, porque solo podía haber algo bueno detrás de ese repentino cambio de planes del granjero.

Estaba a punto de apartarse de la ventana cuando le llamó la atención una mancha de colores al otro lado de la carretera.

Niños. Un grupito, dirigido por Chloé Morvan, que salía de un camión de ganado vacío. A gritos le dieron las gracias al conductor por haberles traído y después empezaron a cruzar el pueblo en dirección al lavoir en desuso que marcaba la entrada de Fogas, seguramente porque su tejado de madera y sus lavaderos de piedra les proporcionaban un buen sitio para reunirse.

Estaban aprovechando que ese día solo tenían media jornada de clase. ¿A quién le podía extrañar?

Ansioso por hacer lo mismo, cogió su chaqueta del respaldo de la silla y cruzó el despacho. Llamaría a Christian desde el bar. Tal vez incluso le invitara a comer en el Auberge.

Cuando salió al sol decidió que aquel era un día que necesitaba una celebración.

Por encima de la granja de las Estaque, en el bosque que llevaba a la laguna de montaña, René Piquemal también estaba de celebración, pero en solitario. Bueno, no exactamente, porque tenía la compañía de Serge, el beagle. Y el propio Serge era la razón de la celebración.

La nariz de Serge, para ser precisos.

Porque esa nariz, que había intrigado a René en el bar el día anterior, tenía potencial. Le había pedido prestado el perro a Bernard, poniéndole una excusa vaga sobre un entrenamiento adicional, y se había pasado la tarde en el bosque con él. Y no en cualquier parte del bosque, sino en un área en concreto que conocía bien y que mantenía en secreto para todo el mundo.

Pasó el tiempo haciéndole una serie de pruebas al perro, curioso por saber si el extraño comportamiento que había visto en La Rivière era lo que él creía. Y ahora, mientras ese chucho atolondrado rascaba el suelo con la pata en un lugar que mostraba signos de haber sido excavado recientemente, René se convenció de que tenía razón.

Serge tenía talento. Pero no para cazar animales, sino para encontrar hongos.

Trufas para ser exactos.

—¡Buen chico!

René se agachó y le dio una palmadita al beagle en la cabeza antes de apartar la tierra para sacar un trozo de trufa. Dejó que el perro la oliera y buscó otro premio en su bolsillo. El perro se comió la galleta agradecido y después se puso patas arriba y le ofreció la tripa para que le acariciara.

—Eres un genio —le murmuró René acariciándole la tripa regordeta—. Un verdadero genio.

Aunque, claro, pensó mientras se erguía, una cosa era localizar los trozos de trufa que René había enterrado, y otra muy distinta era encontrar una de verdad. Esa era la verdadera prueba.

Había pasado mucho tiempo desde la última vez que se habían encontrado trufas en esa zona. El bisabuelo de René había sido la última persona en descubrir una; se topó con el hongo negro casi por accidente. Todo el mundo hablaba de ello en el municipio, pero él se negó categóricamente a decir dónde lo había encontrado. Ni siquiera a su familia. Solo cuando yacía moribundo, sabiendo que ya estaba a punto de irse a la tierra en que a la lluvia siempre le sigue la luz del sol y donde los hongos comestibles crecen por todas partes, contó su secreto. Al abuelo de René.

Cuando René era joven, el tema había causado tensión en su familia, porque su padre se quejaba de que el abuelo de René se negara a revelar el lugar a pesar de que el siguiente Piquemal vivía preocupado porque su padre, que tenía ochenta años y problemas de corazón, un día muriera repentinamente en el bosque y ellos nunca lo encontraran. Aunque la verdadera tragedia para la familia Piquemal habría sido sin duda la pérdida de la información de primera mano que el anciano guardaba tan celosamente.

Cuando llegó el momento de que el abuelo Piquemal dejara esta vida, el secreto pasó al padre de René que, consciente de la agonía que él había sufrido, quiso dejar escrito en un papel el lugar y guardarlo en un sitio seguro para que la información no se perdiera en caso de que sufriera algún percance prematuro y no pudiera pronunciar esas importantes palabras. Y de esa forma, una semana después de la muerte de su padre, René había recibido una carta de un abogado de Toulouse. Dentro había un dibujo hecho a mano. Un dibujo de unas vistas.

René supo inmediatamente dónde era. El claro era inconfundible; había estado junto a esa profunda grieta en las rocas de niño. En ese momento envió el dibujo de vuelta al mismo abogado, con instrucciones de que tras su fallecimiento se lo enviara a su hijo mayor, que vivía en Marsella y no soportaba las trufas.

Pero conocer el lugar secreto solo era una parte de la ecuación. En las décadas que habían pasado desde el primer hallazgo, ni un solo iniciado había tenido suerte. Muchas colmenillas preciosas, cestas de fantásticos boletus marrones, deliciosos rebozuelos… pero ni rastro del bulboso hongo negro que era tan valioso como el oro.

René había maldecido a su bisabuelo muchas veces. Muchos días en el bosque había pensado malhumorado que el anciano seguramente había tropezado con una trufa que había dejado caer un jabalí que pasaba por allí, lo que significaba que los siguientes miembros de la familia habían estado buscando infructuosamente de ese momento en adelante. Pero por mucho que intentara convencerse de que toda la aventura era una pérdida de tiempo, su entusiasmo permanecía. ¿Y si su bisabuelo tenía razón? ¿Y si de verdad había trufas enterradas bajo esos árboles?

Miró al perro, que se estaba retorciendo sobre la hierba y agitando la cola. Bueno, con Serge a su lado tal vez la respuesta a esas preguntas surgiera antes de que a él le llegara la hora.

Feliz con el trabajo que habían hecho esa tarde, René se agachó para coger la mochila, pero nada más agarrar un tirante vio que el beagle pegaba el cuerpo contra el suelo con las orejas gachas. Después gimió un poco. Qué curioso, pensó René, la última vez que había visto al perro hacer eso…

¡Un oso! ¡Había sido cuando vieron el oso!

Se giró, pero no había nada por allí. Solo árboles. Y más árboles. Pero Serge se estaba acobardando sin dejar de mirar el bosque que tenían detrás, lo que provocó que el fontanero de repente tuviera unas ganas locas de largarse de allí.

Maldito perro. Le estaba asustando.

—Vamos, perro tonto…

—Shhh…

La voz sonó muy baja junto a su oído, pero encerraba una amenaza, y sintió una mano sofocante sobre la boca que le mantenía en silencio, con los dedos clavándosele en un punto blando de la barbilla. Sintió que todo se volvía gris, los bordes del bosque se volvieron borrosos y las piernas le fallaron, quedando completamente a merced de su asaltante invisible.

—¿Qué estás haciendo aquí? —Una pregunta en susurros.

René intentó contestar, pero no le salió ningún sonido.

—Te lo voy a preguntar otra vez. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Trufas… —balbuceó con todo su peso apoyado contra el cuerpo sólido que tenía detrás—. Estaba buscando…

—¿Y el perro?

—Le estoy enseñando…

Una risa, baja y burlona, pero risa sin duda.

—Voy a apartar la mano. No hagas ruido, ¿vale?

René asintió y cuando se aflojó la presión sintió que recuperaba la consciencia. Se frotó la barbilla y se giró con las piernas todavía tambaleantes. Allí estaba Arnaud Petit, con un dedo sobre los labios y diversión en los ojos.

—Trufas, ¿eh? —le susurró y René asintió, desamparado. El secreto. El misterio Piquemal, que se había mantenido oculto durante generaciones. Y él lo había revelado a la primera de cambio.

—No te preocupes —continuó el hombre enorme con una sonrisa—. Yo guardaré tu secreto si tú guardas el mío.

Todavía con demasiado miedo en el cuerpo, René simplemente levantó una ceja. Al verlo, Arnaud cogió la correa de Serge y la ató a una rama cercana.

—Luego venimos a por el perro —le dijo animando a René a ir con él—. Sígueme sin hacer ruido.

Y con esas palabras entró en el bosque, sin hacer el más leve sonido, y se dirigió hacia el borde de un saliente, mirando a René cada vez que pisaba una rama o rozaba un árbol. Era como seguir a un fantasma. Y cuando el rastreador de repente se tiró al suelo, René estuvo a punto de tropezar con él. Con una mirada de reproche, Arnaud se arrastró en silencio hacia delante y le señaló a René con la cabeza que hiciera lo mismo.

René hizo todo lo que pudo para imitar lo que hacía el otro, pero le resultó imposible no hacer ruido. Una rama se enganchó en sus pantalones con un susurro y una piedra golpeó contra otra. No era mucho, pero sí lo suficiente para ganarse una mirada de advertencia. Murmurando en su cabeza que más valía que todo aquello mereciera la pena, se arrastró un poco más para poder ver por un pequeño agujero en los arbustos que había hecho Arnaud.

Era el claro. El mismo claro que el padre de René había dibujado tantos años atrás. Los mismos árboles que rodeaban el enclave. La misma grieta en la roca que estaba ilustrada en el papel que tenía bien guardado el abogado de Toulouse. Pero lo que no había en el dibujo de los Piquemal era el oso tumbado al sol sobre la hierba, con la piel brillante y la cabeza hacia atrás, disfrutando de una siesta. Y escalando por su cuerpo dos cachorros, claramente encantados con su nueva vida.

—¡Oooohhh! —dijo muy bajito, poco más que el sonido del aire saliendo de su boca. Y esta vez Arnaud no frunció el ceño. Simplemente asintió con una amplia sonrisa en la cara.

René no tenía ni idea de cuánto tiempo se quedaron allí contemplando a los cachorros jugar despreocupadamente, chocando el uno contra el otro y rodando por todas partes, y a su madre gruñirles cuando se alejaban demasiado. Lo único que sabía era que podía haberse quedado allí indefinidamente y cuando Arnaud le indicó que ya era hora de irse, solo le obedeció porque sabía que el hombre era capaz de obligarle si no lo hacía. Ninguno de los dos habló hasta que volvieron al árbol donde esperaba Serge.

—No debes contarle esto a nadie —dijo Arnaud mientras soltaba al perro y lo cogía en brazos. El perro le dio un lametón en la nariz en respuesta—. Dentro de unas semanas mi departamento anunciará en la prensa la existencia de las nuevas crías y no quiero que la gente sepa dónde encontrarlas. ¿Me comprendes?

René asintió.

—Y te sugiero que te mantengas alejado de este lugar por una temporada. ¡Dale a Miel tiempo para saciar su hambre tras el invierno!

—¿Y los cachorros?

—¿Qué pasa con ellos?

—¿Tienen nombre?

—Todavía no, ¿por qué?

René se mordió el labio y miró hacia el claro, las imágenes de los oseznos todavía claras en su mente.

Colmenilla y Trufa —dijo—. Creo que serían apropiados.

Arnaud se rio bajito y le tendió la mano.

—Trato hecho. Y siento el rollo ese del comando, pero no sabía… como eres cazador…

Se estrecharon las manos y entonces Arnaud, que todavía llevaba en brazos al cansado Serge, acompañó a René hasta el sendero que llevaba a la granja de las Estaque.

—Gracias —dijo René al rastreador de osos cuando le devolvió el beagle y se giró para irse a continuar con su guardia—. Gracias por enseñármelos.

Arnaud se encogió de hombros.

—Era eso o matarte.

Y después desapareció, su enorme cuerpo confundiéndose con el bosque. Y René se pasó todo el camino hasta La Rivière reflexionando sobre si lo habría dicho en serio, sus pensamientos interrumpidos solo por la visión de un grupo de niños que subían por la carretera, dirigidos por Chloé Morvan.

Para cuando se encontró con Bernard y le devolvió el perro, René todavía no había decidido si el rastreador habría sido capaz de cumplir su amenaza. Pero al menos, pensó mientras entraba en el bar, contento de ver a Christian y al alcalde allí, su encuentro de hoy demostraba que había algo especial en el lugar que los Piquemal habían estado guardando en secreto todos esos años. Además se dio cuenta de que no había sentido la necesidad de fumarse un cigarrillo en toda la tarde.

Aunque el día había sido cálido, todavía era abril y las temperaturas caían rápidamente una vez que desaparecía el sol tras las montañas. Para las nueve y media, cuando Christian y el alcalde estaban acabando sus postres en el Auberge, el cielo estaba oscuro y la mayoría de las casas de La Rivière ya estaban cerradas para pasar la noche.

No era de extrañar que nadie se percatara de la figura que estaba en el peñasco que había detrás del pueblo. Oculto por un bosquecillo, alguien ascendía por el sendero que empezaba enfrente de la iglesia y pasaba por detrás del jardín de la épicerie, el huerto abandonado y la vieja escuela antes de descender al llegar al extremo del pueblo, donde la carretera empezaba la larga ascensión hasta la ciudad de Massat y el Col de Port. Poco acostumbrada al terreno accidentado y a la falta de luz, la persona tropezó y estuvo a punto de caerse en el camino antes de salir de entre los árboles para poder cruzar la carretera y acercarse al edificio que tenía enfrente. El ruido del río resultaba casi ensordecedor desde tan cerca. Probó la puerta de atrás, y aliviado de encontrarla abierta como le habían prometido, se coló dentro.

—Llegas tarde.

Se vio la llama de una cerilla, que iluminó lo suficiente para ver aparecer momentáneamente una cabeza de jabalí en una pared que casi parecía tener vida.

—Ha habido novedades —murmuró Pascal. Ese lugar le ponía nervioso. Y también aquel hombre.

—Eso he oído. —Una inhalación y sus facciones fueron casi visibles a la luz de la brasa del cigarrillo—. Y no son buenas, me temo.

Pascal esperó.

—No solo tenemos a Serge, que se ha echado atrás en lo de su dimisión —continuó la voz—, sino que el granjero se va a quedar también.

—Sí.

Otra inhalación, esta vez suficiente para verle los ojos. Esos ojos entornados por el humo, la mirada de un cazador.

—Sé de buena tinta que Serge está metiendo la nariz en nuestros asuntos, además. Está haciendo preguntas sobre el permiso de obras.

—¿Y tú le has dicho algo?

—¡No!

Una risa entre dientes.

—Claro que no. Y lo de la oficina de correos, ¿lo sabe ya?

—No. No ha conseguido nada, solo andar en círculos.

—No nos queda mucho tiempo. Seguiremos como hablamos inicialmente, antes de que nos distrajéramos por la posible marcha del alcalde. Si no salta por su propia voluntad, tendremos que empujarle.

—Quieres decir…

Pascal se detuvo, consciente de la mirada penetrante del otro hombre a pesar de la oscuridad.

—¿No tienes estómago para esto, Pascal? —dijo provocador.

No. Esa era la respuesta sincera. Solo pensar en lo que estaban planeando hacer le daba ganas de vomitar. Pero…

—¿Cuándo empezamos?

Una palmada en la espalda lo dejó casi sin aliento.

—Bien. Eso es lo que quería oír. —Otra pausa, otra calada al cigarrillo—. Empezaremos esta noche. ¿Has hecho lo que te pedí?

—Sí.

Pascal levantó una bolsa que contenía el yeso de París. Había conducido hasta las afueras de Toulouse para comprarlo, porque no quería dejar rastro en la zona. Además lo había pagado en efectivo.

—Entonces, a por nuestro oso. Un par de ataques a unas ovejas es exactamente lo que necesitamos para librarnos de Serge Papon. Y con él fuera de combate, podremos concentrarnos en nuestro objetivo real: un nuevo municipio.

El hombre tiró el cigarrillo al suelo. Pascal le oyó aplastar la colilla contra el cemento y supo con una seguridad que no podía explicar que ese era un punto de no retorno. Para él y para Fogas.