Capítulo 13

Para mediados de abril, Fogas estaba floreciendo. Una temporada inusualmente cálida había propiciado un florecimiento temprano en el viejo huerto y el jardín del Auberge estaba amarillo por las flores cabeceantes de los narcisos. Incluso la glicinia que había plantado Fabian en la terraza del bar empezó a dar señales de vida cuando la región se libró agradecida de los últimos coletazos del invierno y le dio la bienvenida a los días más luminosos de la primavera.

Pero mientras la Madre Naturaleza podía realizar una transformación así en un par de semanas, haciendo que la flora y la fauna se olvidaran del sufrimiento que les habían infligido los meses más oscuros, los que habían vivido toda la vida en el municipio sabían que iba a hacer falta mucho más tiempo para que sus habitantes dejaran de lado el último escándalo. El rumor había surgido como la primavera escondida bajo tierra, brotando desde ninguna parte (nunca llegó a identificarse la fuente), pero en quince días ni siquiera el robo reiterado de salchichas de la furgoneta del carnicero, que siempre aparcaba delante de la oficina de correos derruida los martes por la mañana, podía competir con la especulación de que el misterioso padre de Véronique Estaque no era otro que el alcalde de Fogas, que, al enterarse de la noticia, había retirado su dimisión. Así que tenía que ser cierto.

Lo que significaba que el negocio estaba a rebosar en la épicerie y el bar de La Rivière, porque los locales se pasaban por allí para hacer cualquier recado con la esperanza de enterarse del último giro de esa historia que llevaba en boca de todos más de tres décadas. O mejor, para añadir más conjeturas a la historia, que ya sonaba más rocambolesca que cualquier invención.

Ese día, un miércoles, no era diferente. A pesar de la hora temprana, Fabian había tenido que venir a ocuparse de la caja de la tienda porque el bar estaba hasta los topes con los clientes del desayuno. Josette servía a Bernard Mirouze mientras su perro corría en círculos entre las piernas de los que estaban sentados a las mesas, con la nariz pegada al suelo.

—Increíble —murmuró René mientras se bebía su café de pie, con un ojo puesto en ese perro loco y los dedos golpeteando el mostrador, echando en falta un cigarrillo—. Serge Papon. ¡Y Annie! ¿Cómo ha conseguido guardarlo en secreto todos estos años?

Christian negó con la cabeza mientras se acababa su cruasán, dejando que las miguitas cayeran al suelo delante del perro agradecido, que dio buena cuenta de ellas al pasar.

—Creo que eso es lo peor para Véronique. El hecho de que Annie lo supiera y nunca lo dijera.

—¿Pero qué le ha hecho contarlo ahora? ¿No es raro?

—Nosotros no somos quienes para juzgar —dijo Josette desde detrás de la barra con tono malhumorado, nunca lo bastante ocupada para no enterarse de lo que allí se hablaba—. Ninguno de nosotros es perfecto.

—Aunque a René le guste pensar que él sí lo es —intervino Bernard, cruzando la sala para sentarse al lado del viejo pastor.

René frunció el ceño mirando al cantonnier con una irascibilidad exacerbada que siempre le afloraba coincidiendo con sus intentos de dejar de fumar.

—Aun así, lo de tener una hija parece que ha provocado una transformación en Serge —continuó Christian—. No solo ha cambiado de opinión sobre lo de dimitir, sino que cuando estuve en el ayuntamiento ayer estaba utilizando su red de amigos para enterarse de qué estaba pasando con ese asunto de La Poste.

—¿Ha mencionado lo del permiso de obras?

Josette señaló con la barbilla en dirección a Sarrat, al otro lado del río.

—Me ha dicho que se ha encontrado un muro en cuanto a ese tema. Pero ya conoces a Serge, ¡seguirá golpeándolo hasta que consiga tirarlo!

Josette sonrió.

—Sí, así es Serge. Aparentemente recibió una carta amenazante del Conseil Général sobre el alojamiento de Arnaud Petit en el pueblo y le pidió a Céline que escribiera una respuesta, diciendo que estaba considerando presentar cargos por corrupción contra ellos por sus insinuaciones.

Christian estuvo a punto de ahogarse con el último sorbo de su café.

—¡Qué hombre más valiente!

—Después le pidió a Arnaud que fuera a su despacho al día siguiente y le dijo que había ampliado su contrato y le reducía el alquiler.

Christian y René se echaron a reír a carcajadas.

—Nunca pensé que diría esto —dijo René—, pero es reconfortante volver a tenerle al mando. Teniendo en cuenta que tú nos abandonas.

Sus últimas palabras estuvieron acompañadas de una mirada de reproche en dirección al hombre grande que tenía a su lado.

—¿Es definitivo entonces, Christian? ¿La granja está vendida?

—Eso parece. Eve quiere que vaya a su despacho mañana para firmar el compromis de vente. Una vez que lo firme, ya no hay vuelta atrás.

René empezó a renegar otra vez.

—Dios. Eso no está bien. Tener que vender tu casa y tu medio de vida. ¿Qué vas a hacer con el ganado?

—Voy a ver a un subastador mañana. Es irónico, en realidad. Hemos tenido la mejor primavera en años, con muchos terneros y corderos sanos. —El suspiro que se le escapó fue suficiente para que sus dos acompañantes no quisieran decir más—. Ah, bueno… Al menos podré irme a Toulouse sabiendo que Fogas está en buenas manos.

—¡Incluso el maldito Bernard sería mejor que ese canalla de Pascal!

René vació su taza y al girarse se encontró a Fatima Souquet de pie en el arco que comunicaba con la tienda.

Bonjour. No interrumpo nada interesante, ¿verdad?

—Estábamos hablando de lo importante que es apoyar el comercio local —dijo Josette deliberadamente, sabiendo que la repentina decisión de Fatima de volver a comprar a la épicerie no tenía nada que ver con los productos de mejor calidad que vendía ahora. El comentario provocó una sonrisa en Jacques, que estaba en su lugar habitual junto a la chimenea, y molestó a la mujer del primer teniente de alcalde, que se sacudió como una gallina mojada con las plumas alborotadas y desapareció en la tienda.

—¡Muy bien, Josette! —murmuró Christian mientras pagaba.

—Es que solo viene para ver si se entera de algún cotilleo. Y le debo a Annie intentar que eso no ocurra. Al menos no en mi bar.

—¿Qué tal está Annie? ¿Alguna noticia?

Josette frunció el entrecejo.

—No la he visto. No ha puesto el pie por aquí y no responde al teléfono. Fabian se pasó por allí para llevarle la compra el otro día y se la encontró cargando con un ternero para sacarlo del establo. La regañó recordándole que el médico había dicho que no hiciera esfuerzos innecesarios y ella le dijo más o menos que la dejara en paz.

—¡Bueno, sin cambios entonces!

—Hace falta más que un ataque al corazón para poder con esa mujer —dijo René con abierta admiración—. Estaba en el camino que hay por encima de su granja la semana pasada y la vi subiendo por la colina que hay detrás con sus perros. Está hecha de un material muy duro.

—Hablando de perros, ¿soy yo o Serge ha engordado?

Christian señaló al beagle, que se estaba comiendo un trozo de pain au chocolat que le ofrecía Bernard entre sus dedos regordetes.

—¡Oye, Bernard! Ese perro dentro de poco no va a valer para nada —dijo René—. Para septiembre no podremos hacer nada con él. Tampoco es que hayamos hecho gran cosa. ¡Siempre corriendo por ahí con la nariz pegada al suelo y sin perseguir nada!

El cantonnier se ofendió.

—Es que está creciendo, eso es todo. —Le dio una palmadita a Serge, que se tumbó boca arriba agitando las patitas cortas en el aire.

—Sí que está creciendo —rio Josette—. ¡Pero no en la dirección correcta!

—¿Qué estabas haciendo allá arriba? —preguntó Christian volviéndose hacia René. Este seguía mirando al perro, que había terminado con su olfateo incesante y ahora se había acomodado sobre las botas, agitando la cola furiosamente.

—¿Eh? ¿Dónde?

—Por encima de la granja de Annie el otro día. ¿Qué te hizo subir hasta allí? ¡No es muy típico de ti ponerte a recorrer las montañas fuera de la temporada de caza!

—¡Y a ti qué te importa!

Con una mirada ofendida hacia Josette, René cogió al beagle y se dirigió adonde estaba Bernard.

—¿Qué he dicho? —preguntó Christian divertido.

Josette lo miró con una sonrisa pícara y le hizo un gesto para que se acercara.

—¡Setas! —le susurró—. Ya sabes cómo es con eso de mantener en secreto el sitio donde las encuentra.

El granjero puso los ojos en blanco porque no le sorprendía hasta dónde eran capaces de llegar sus vecinos en lo que respectaba a los hongos que crecían en abundancia en los bosques.

—Es un poco pronto para eso, ¿no?

—No si sabes cuáles buscar. Y René es uno de los mejores cazadores de setas de la zona.

—Tendré que creerte —dijo Christian con una risita, sacando la lista de la compra que le había dado su madre—. Bien, voy a comprar estas cosillas y regreso a casa. Va a venir un hombre a ver a Sarko esta tarde y quiero que esté perfecto.

Josette retiró los vasos y las tazas, limpió la barra e intentó ignorar a su marido mientras el granjero cruzaba hacia la épicerie. Sabía que Jacques, igual que ella, estaba desconsolado por la idea de que Christian dejara la comunidad, y solo un vistazo a su cara triste conseguiría romper el férreo control que ella tenía sobre sus emociones. Mientras llenaba el lavavajillas con un nivel de ruido poco habitual pensó que, por el bien de Christian, no podía desmoronarse ahora.

ϒ

Bajar la cuesta hacia La Rivière era lo más difícil que había hecho Annie en su vida. Y no tenía nada que ver con lo empinado de la carretera ni con sus problemas de salud. Su corazón latía más rápido de lo normal, pero no era por el ejercicio. Era porque estaba aterrorizada.

Cuando volvió del hospital permaneció enclaustrada en la granja. Fabian le traía lo que necesitaba desde la épicerie. Ese chico era un santo. Aunque no le había hecho ninguna gracia que la hubiera obligado a ver a un médico, ni tampoco que eso acabara en una visita al hospital y muchas pruebas.

Lo que le habían hecho esos hombres con batas blancas no había marcado ninguna diferencia. Podían clavarle agujas y sacarle sangre, pero eso no iba a cambiar nada. Ella ya sabía lo que le pasaba. Cuando Véronique salió por la puerta de su casa, sintió un dolor apretándole el pecho como si tuviera una cuerda constriñéndola con fuerza. Terca como era, se negó a darle importancia y decidió ir al establo a dar de comer a los perros. Fue entonces cuando se desmayó. Lo siguiente que recordaba era despertarse y encontrar la cara angelical de Chloé inclinada sobre ella, con el teléfono en la mano.

Ataque al corazón, decían.

Más bien un corazón roto.

Giró delante del Auberge y madame Webster la saludó alegremente desde la ventana del piso de arriba. Qué señora más encantadora. Había pasado por su casa la semana anterior con una cesta de comida. Sobras del restaurante, había dicho. Y aunque Annie había echado a todo el mundo que se había acercado por allí, le abrió la puerta a la mujer británica. Su recompensa fue una quiche, paté casero y una tarta de ruibarbo deliciosa.

Hablaron tomándose una taza de té y la dueña del hostal le contó todas las noticias, pero nada sobre el tema del descubrimiento del secreto de Annie. Solo cuando ya se iba, Lorna Webster dio una muestra de que los cotilleos habían llegado incluso a oídos no franceses. En vez del beso en la mejilla habitual para despedirse, abrazó a la anciana y le dijo que si necesitaba algo, solo tenía que llamar y ella y Paul harían lo que pudieran.

Annie ya estaba en el puente, viendo la épicerie y el coche de Christian aparcado fuera. Notó que empezaban a temblarle las piernas y se paró un segundo, inclinándose sobre el arco de piedras calientes para ver las aguas fluir hacia la presa que había detrás del Auberge. Estaba hecha un manojo de nervios. Era mucho peor que cuando volvió de Perpignan con Véronique. Entonces había tenido un bebé precioso como distracción para esquivar los cotilleos, para protegerse de la agonía de las conversaciones en voz baja que empezaban en cuanto cruzaba la puerta.

El apoyo que le había dado su hija con su mera existencia ya no era algo con lo que Annie pudiera contar. Véronique la había llevado a casa desde el hospital quince días antes y había ido a visitarla a la granja tres veces por semana meticulosamente para comprobar que estaba bien. Pero estaba distante. Había levantado un muro y no estaba dispuesta a derribarlo. Y Annie no tenía ni idea de cómo abrirse paso. Tras los progresos que habían hecho el año anterior, cuando su relación se fortaleció como resultado del desastre de la oficina de correos, Annie sentía como si todo se le hubiera escapado de las manos en una tarde.

Véronique, independientemente de si lograba establecer alguna conexión con su padre, nunca perdonaría a su madre por el engaño en que la había mantenido durante treinta y seis años. Y pocos en el municipio podían culparla por eso.

Claro que la solución obvia era contarlo todo, decir por qué había sido necesario guardar el secreto. Pero Annie no podía hacerlo. No sin empañar la memoria de una mujer ya fallecida. Una mujer que Serge Papon idealizaba. Tras haberle hecho un mal a aquel hombre ocultándole a su hija, Annie no podía empeorar su dolor con más confesiones.

Así que se había mordido la lengua y les había dejado pensar que había sido egoísta, retorcida. Una mala madre. Eso no era peor que lo que ya había soportado y le importaba un comino lo que pensaran las buenas gentes de Fogas. Solo le importaba la opinión de su hija. Y ninguna historia sobre una promesa hecha años atrás conseguiría solucionar lo que ella había hecho mal en opinión de Véronique.

Se irguió y empezó a caminar otra vez con los hombros atrás y la cabeza alta, adoptando inconscientemente la misma postura que cuando entró en el pueblo por primera vez con su hija en brazos. Lo único que le faltaba era el peso cálido de Véronique contra su pecho.

—¡Annie! —Fabian escupió su café y Josette entró corriendo desde el bar. En un estado de pánico, señaló a la pequeña figura que se dirigía a la tienda y después hacia la silueta huesuda de la esposa del primer teniente de alcalde que le daba la espalda a la ventana, enfrascada en la lectura de la etiqueta de la lata de cassoulet que tenía en la mano—. Fatima va a tener suerte al final.

Merde!

Fabian sonrió porque nunca antes había oído a tante Josette decir algo así.

—Tienes que distraer a Fatima —dijo en un susurro—. Yo esconderé a Annie mientras cruza la tienda.

—¿Cómo? —preguntó entre dientes.

—No lo sé… ¡Improvisa! Y rápido. Ya casi está aquí.

Con una mueca, Fabian se apresuró hasta el pasillo más alejado, pasando junto a Christian que estaba hojeando las páginas de L’Équipe, giró al final y empezó a caminar por el pasillo siguiente en dirección a Fatima. Y de repente tropezó. Agitando las largas piernas y los brazos en el aire, el contenido de su taza se derramó sobre la mujer que tenía delante.

Imbecile!

El chillido sonó lo bastante alto para ocultar el sonido de las campanillas cuando Josette abrió la puerta. Y la invectiva que siguió le dio a Josette la tapadera que necesitaba para hacer que Annie cruzara la tienda apresuradamente hasta llegar al pasillo que había detrás del bar, dejando que Fabian, rojo como un tomate, tratara con la airada Fatima Souquet. Lo último que vio Josette fue a Fabian intentando secarle las manchas del abrigo con un pañuelo y a ella apartándole de un manotazo, mientras Christian observaba divertido.

Bonjourrr! —exclamó una sorprendida Annie con una risa cuando las dos consiguieron recuperar el aliento en el jardín—. ¡No esperrraba esa bienvenida!

Josette la abrazó y cuando se separaron, las dos tenían lágrimas en los ojos.

—Me pareció que no te apetecería soportar un interrogatorio de Fatima —dijo limpiándose la cara con las mangas—. Siéntate ahí al sol mientras hago café. ¡Tenemos mucho de qué hablar!

Cuando volvió dentro, el bar estaba desierto porque la bronca que se estaba produciendo al lado había atraído a una multitud de espectadores hacia el arco. Incluso Jacques había dejado su asiento en el rincón de la chimenea para ver mejor.

—¿Y quién me va a pagar la tintorería?

—Yo se lo pagaré. Ha sido culpa mía. Lo siento…

—Eres un torpe. No sé por qué Josette te tiene empleado aquí. No eres apto…

Intentando no reírse ante el noble sacrificio que estaba haciendo su sobrino, Josette preparó rápidamente los cafés y estaba a punto de escabullirse cuando se fijó en que René iba caminando por la calle con Serge, el beagle, bajo el brazo.

Qué raro. ¿Qué estaba haciendo con el perro de Bernard?

Como Bernard estaba absorbido por el espectáculo de Fatima castigando a Fabian y no parecía perturbado por la ausencia de su fiel compañero, Josette volvió al jardín. Después de la oscuridad del interior, el sol la cegó. Guiñó los ojos mientras recorría el camino hasta la pila de leña donde Annie estaba sentada con Tomate, el gato del Auberge, que estaba disfrutando del calor y de las caricias inesperadas que estaba recibiendo.

—Lo siento, no tengo cruasanes. No quería arriesgarme a entrar en la tienda.

—¿Quierrres decirrr que no has rrrescatado a Fabian? Pobrrre chico.

—No sé. Me ha parecido que le ha gustado eso de tirarle el café encima a Fatima.

Annie rio.

—¿Cómo te encuentras?

Josette creyó que su amiga no le iba a responder, porque la pausa que siguió a sus palabras fue muy larga. Pero finalmente suspiró.

—Me encuentrrro vieja. Vieja y cansada. Hasta la grrranja empieza a serrr demasiado parrra mí y nunca crrreí que llegarrría a decirrr eso.

—Acabas de tener un ataque al corazón, ¿o es que se te ha olvidado? Tu problema es que eres demasiado cabezota para pedir ayuda.

—¿Y a quién se la voy a pedirrr? ¿A Vérrronique? ¡Perrro si apenas me habla! —Annie miró la taza, sabiendo lo que le deparaba el futuro sin tener que esperar a que se secaran los posos—. Soy idiota. Crrreía que estaba haciendo las cosas porrr las rrrazones corrrrectas, perrro ahorrra…

—Has hecho lo correcto contándoselo a Véronique.

—Sí. Perrro deberrría habérrrselo contado antes.

Josette no respondió.

—Es lo que piensa todo el mundo, ¿no?

—Bueno… es un poco desconcertante. Quiero decir, podías habérselo contado a Véronique, pero no a Serge. Creo que eso tendría cierto sentido.

Annie asintió siguiendo con la mirada a una abeja que volaba perezosamente ante ella, atraída por la promesa de una primavera temprana. Cuando dejó la taza, le temblaban las manos.

—¿Has hablado con ella?

—¿Te refieres a si me ha dicho algo? —Josette negó con la cabeza—. Ni una palabra. Pero sí parece un poco perdida, algo natural supongo. Después de todo…

—… no te enterrras todos los días que tu padrrre es el alcalde.

—Bueno, algo así.

—Nunca quise mentirrrle. Es que… en cierrrta forrrma no estaba en mis manos.

—No tienes que darme explicaciones —dijo Josette cariñosamente—. A mí no.

—Lo sé. Pero aunque no me imporrrta lo que piense el rrresto de la gente, sí quierrro que tú sepas que no fue una aventurrra sórrrdida. Errra un amigo, nada más. Y aquella noche… Nunca pensé que podrrría pasarrr esto. ¡La verrrdad es que no pensé en nada! —Soltó una breve carcajada—. Cuando descubrrrí que estaba embarrrazada, quería morrrirrrme. Me sentí una mujerrr cualquierrra. ¡Haberrr caído en las redes de Serrrge Papon prrrecisamente! El famoso mujerrriego. No podía soporrrtarrr la idea de decírrrselo a papa, ni la verrrgüenza que iba a sentir. Así que planeé irrrme lejos. Tenerrr el bebé y darrrlo en adopción antes de volverrr.

—¿Y qué te hizo cambiar de idea? —le preguntó Josette, sorprendida solo de pensar que Véronique podría no haber formado parte de la vida de Fogas.

Annie cerró los ojos.

—No imporrrta.

—A Véronique sí le importa. ¿Le has contado todo esto?

—No. Todavía no.

—Bueno —dijo Josette con todo el tacto que pudo—, creo que deberías. Y cuanto antes mejor.

—No cambiarrrá nada. Está muy enfadada conmigo.

—Estás subestimando a tu hija, Annie. Debajo de ese exterior un poco brusco, es la persona más generosa que conozco. ¡Se parece a alguien…!

Annie le sonrió tímidamente.

—Y los cotilleos se acabarán, creéme.

—¡Ja! ¿Cuándo? Harrrá falta algo que sea mejorrr que esto.

—Tengo que admitir que tú y Serge estáis causando sensación. ¡Sobre todo porque nadie había apostado por esa opción!

Annie se rio y miró a Josette de soslayo.

—¿Tú tampoco?

—No. Nunca se me ocurrió. —Miró hacia la puerta de atrás, que estaba abierta, y se acercó a Annie para decirle con la voz convertida en un murmullo—. Pero ahora que se sabe la verdad, no me sorprende. Debería haberlo sabido. ¡Muy pocas se han resistido a los encantos de Serge Papon!

—Tú no lo hiciste. ¿O me vas a decirrr que todavía estás a tiempo? —La risa que estaba surgiendo en la garganta de Annie se le quedó atravesada cuando vio la cara de Josette—. No caíste, ¿verrrdad?

—¡No! ¡Nunca! Pero mentiría si dijera que no sentí la tentación.

Annie bajó la taza de café, centrada totalmente en su amiga.

—Jacques y yo teníamos problemas. Estábamos intentando tener un bebé y eso estaba causando mucha tensión. Serge entró en la tienda un día cuando acabábamos de tener una pelea. Jacques estaba fuera cortando leña para calmar el mal humor. —Josette se quitó las gafas y las limpió con el borde de la blusa mientras recordaba el pasado—. Los dos eran muy amigos entonces, Serge y Jacques. Iban juntos a todas partes: a cazar, a pescar, a la competición de petanca, a la fête en verano…

—¡Sí! Lo había olvidado —murmuró Annie recordando a los dos apuestos hombres que habían sido uña y carne.

—Bueno, Serge hizo un comentario frívolo sobre que estaba más delgada. Me guiñó un ojo y dijo algo sobre que Jacques no estaba cumpliendo con su deber, ya me entiendes, implicando que ya debería estar embarazada. —Se rio un poco—. Ya sabes cómo soy. Me echo a llorar por menos de nada. Así que empecé a sollozar y Serge… Parecía tan preocupado… No sabía qué hacer. Rodeó el mostrador y me abrazó y… —Parpadeó ante los vívidos recuerdos—. Si Jacques no hubiera entrado en ese momento, no sé qué habría pasado.

—¿Y Jacques dijo algo?

—No hizo falta. ¡Aún llevaba el hacha en la mano!

Las dos mujeres se echaron a reír y despertaron al gato de su siesta matutina.

—Serge se apartó apresuradamente y ya nunca fue lo mismo entre ellos dos. Le dije a Jacques que no había pasado nada, pero él no confiaba en Serge, en su magnetismo animal. Siempre me sentí fatal por eso, por inmiscuirme así entre dos amigos. Claro que Serge se metió en política poco después y Jacques y él tampoco coincidían en eso, lo que por supuesto no mejoró la relación. Pero creo que lo de ese día fue el catalizador.

—¡Mosquita muerrrta!

—¡Qué curioso oír eso viniendo de ti!

Annie bajó la cabeza, dándole la razón.

—¿Entonces no ha cambiado tu opinión de mí ahorrra que lo sabes?

—¡Annie Estaque! No importa quién sea el padre de Véronique. Os voy a seguir queriendo a las dos igual que siempre.

Annie estiró la mano y apretó la de Josette, que se dio cuenta de que su amiga se estaba esforzando por no llorar.

—¿Qué te parece si voy a ver si no hay moros en la costa? Tal vez pueda pillar a Christian antes de que se vaya para que te lleve a casa. —Levantó una mano cuando Annie intentó protestar—. Aprovecha ahora que puedes, Annie. Va a firmar un compromis de vente de la granja mañana y no podrás disfrutar del placer de la compañía de Christian Dupuy durante mucho más tiempo. Para cuando llegue el verano, se habrá ido.

—¿Es definitivo? —La cara de Annie se puso lívida.

—Sí. Espera poder vender a Sarko hoy y va a ver al subastador para arreglar lo de la venta del ganado mañana. No me hago a la idea, la verdad.

La mirada de Annie ascendió hasta las ramas de los árboles frutales que se colaban por encima de la valla. El aroma de sus flores blancas se notaba levemente en el aire de la mañana.

—¿Le pido que te lleve a casa, entonces?

—¿Qué? Oh, sí. Sería perfecto. Gracias.

Dejando a Annie con sus pensamientos, Josette recogió las tazas y caminó lentamente por el jardín. Su memoria regresó a aquel día, tantos años atrás, cuando un joven Jacques entró en la tienda echando chispas. Llevaba el torso desnudo, los músculos tensos por el agotamiento y las manos fuertes rodeando el mango del hacha.

Entró en el bar y vio al Jacques actual sentado en el rincón de la chimenea, observando a Christian con una mirada pensativa ahora que la conmoción en la épicerie se había calmado. Todavía tenía el pelo espeso, ahora blanco, y esas facciones tan atractivas de cuarenta años atrás. Se sentó a su lado y la cara de él se iluminó por su proximidad.

Lo que no le había dicho a Annie, pensó mientras sentía el aire contra su mejilla cuando Jacques se acercó para darle un beso, era que cuando Serge huyó, Jacques cruzó hasta la puerta y cerró la tienda por primera vez en la historia. Se pasaron el resto de la noche en el dormitorio como recién casados y solo salieron cuando se puso el sol y el hambre, un hambre física muy real, por fin pudo con ellos.

Nunca más volvió a prestarle ninguna atención a Serge Papon.

«Está muy callada, incluso para ser ella», pensó Christian cuando subía por el camino que llevaba a la granja de las Estaque. Habían hecho el viaje en completo silencio, Annie mirando por la ventanilla a los árboles que iban pasando a su lado. Era comprensible dado lo que se estaba cociendo en el municipio. Fatima Souquet no era la única que se alegraría de avivar la llama de una historia que era ya de por sí altamente inflamable. La vida para su anciana vecina tenía que ser difícil ahora mismo.

Además todavía tenía que encontrar la forma de arreglar su relación con Véronique.

Miró a su acompañante, que tenía la cara parcialmente girada, la línea de la mandíbula firme y la barbilla levantada de la misma forma en que lo hacía Véronique cuando estaba decidida a hacer algo. Eso parecía, decidida. Pero también cansada, y su cara normalmente rubicunda tenía una palidez que no era habitual en ella. Estaba más bien gris.

—¿Quieres que te lleve la compra dentro? —le preguntó cuando aparcó enfrente de la puerta. Estaba esperando su negativa habitual, sorprendido incluso de que le hubiera pedido que la llevara a casa porque solía ser obstinadamente reticente a la hora de aceptar favores. Pero tal vez el ataque al corazón le había afectado más de lo que ellos creían, porque asintió en silencio con la cabeza y salió del coche.

Dentro, la casa se notaba fría a pesar de la temperatura exterior, porque el calor del sol aún no había logrado penetrar a través de las gruesas paredes.

—¿En la mesa te viene bien? —le preguntó cuando entraron en la cocina señalando las bolsas de la compra.

—Sí, bien. Grrracias, Chrrristian. —Se detuvo un momento y miró al prado. Cuando se volvió había recuperado el color, tenía un poco de rubor en las mejillas y los ojos brillantes—. ¿Tienes tiempo parrra un café?

Miró el reloj, ansioso por llegar a casa y dejar a Sarko perfecto. El granjero que iba a venir esa tarde era la única oportunidad que tenía ese toro y Christian quería hacer todo lo que pudiera para darle unos cuantos años más de vida.

—¡Si estás pensando en ese viejo torrro, olvídalo!

—¿Cómo?

Annie se rio socarronamente y sacó una silla.

—Siéntate, jovencito. Te voy a hacerrr una oferrrta que va a salvarrr la vida de esa bestia cabezota.

Desconcertado, Christian hizo lo que le pedía y ella se sentó enfrente, con las manos cruzadas sobre la mesa.

—¿Qué harrría falta parrra rrretenerrrte aquí, a verrr?

—¿En Fogas? ¡Un milagro! —Se dio cuenta por el ceño que Annie fruncía de que estaba hablando en serio y cambió de tono—. Vale, tierras. Más ganado. Y un préstamo.

—¿Parrra qué quierrres el prrréstamo?

—Para paneles solares. Si tuviera una pequeña cantidad para sumarla a las subvenciones disponibles, podría instalarlos en los edificios de la granja y generarían electricidad rápidamente. Por los cálculos que he hecho, la cantidad que me pagarían por ella cubriría de sobra los intereses y estaría libre de toda deuda dentro de diez años.

Annie asintió, impresionada.

—¿Y la tierrrra? ¿Parrra qué la quierrres?

—Para pastos. Eso me daría tiempo para conseguir la certificación de mi tierra como orgánica. Dentro de cinco años espero ser totalmente orgánico y vender la carne directamente a los restaurantes locales. Pero sin más tierra no puedo hacerlo.

—¿Y los animales?

—¡Nunca se tienen demasiadas cabezas de ganado! —exclamó Christian con una sonrisa, haciendo reír a Annie.

—¿Necesitas algo más?

La cara de Christian formó una sonrisa de burla.

—¡Bueno, si me consigues todo eso, también te pediría una mujer! Alguien que ame la tierra tanto como yo y que trabaje conmigo.

—Crrreo que te estás pasando. —Annie se levantó y fue hasta el fregadero. Se apoyó en el borde mientras contemplaba el establo, los campos y las vacas—. Esta es tierrrra de los Estaque. —Se volvió para mirarlo, seria de nuevo—. Una de las prrrimerrras grrranjas de la zona y ha perrrtenecido a mi familia durrrante generrraciones. Tú entiendes cuánto la quierrro. Está en mi sangrrre. Es lo prrrimerrro en lo que pienso cuando me levanto y lo último antes de dorrrmirrr. Perrro ahorrra crrreo que ha llegado el momento de que alguien más se ocupe de ella.

—¿Véronique?

Annie se rio.

—No, hijo. Vérrronique no. Tú.

Se la quedó mirando con la boca abierta.

—Te ofrrrezco prrrestarrrte la tierrrra durrrante un tiempo indefinido. Y el ganado también.

—Pero no puedo…

—No te pongas a prrrotestarrr y a decirrr que soy demasiado generrrosa. ¡Todavía no has oído los térrrminos! —Levantó un dedo grueso—. Prrrimerrro, yo me quedo con un porrrcentaje de los beneficios. No mucho. Ya llegarrremos a un acuerrrdo. Segundo, no pienso perrrmitir que me dejes de lado como si estuvierrra ya parrra la basurrra. ¡No estoy tan vieja como parrra no valerrr parrra nada! —Lo miró fijamente y él levantó las manos para mostrar que no iba a disentir—. Terrrcerrro, si en algún momento Vérrronique quierrre rrrecuperrrarrr la grrranja, las tierrrras volverrrán a sus manos. Y porrr último, todo esto depende de que aceptes un prrréstamo monetarrrio parrra cubrrrirrr los costes de los paneles solarrres, que quierrro que instales aquí también.

Christian se quedó sin palabras.

—¿Y bien? —insistió la anciana.

—No sé qué decir, Annie. No puedo…

—¿Es suficiente? ¿Así podrrrás quedarrrte?

Se levantó, algo mareado por la forma en que ella acababa de poner su mundo patas arriba, y cruzó la cocina con tres largas zancadas. La cogió en sus brazos, la hizo girar y le dio un beso en la mejilla arrugada. Solo cuando volvió a dejarla en el suelo, con ella riendo tanto como él, recordó su precario estado de salud.

—Oh, Dios, perdona. No debería haber hecho eso. Tantas emociones seguramente no son buenas para ti.

—¡Tonterrrías! Es más prrrobable que me muerrra de aburrrrimiento.

—¡No hay manera de que eso pase con todos los cotilleos que has provocado!

Arrepintiéndose instantáneamente de su desliz, se sintió aliviado al verla sonreír con un brillo travieso en los ojos.

—Parrrece que tú vas a crrrearrr unos cuantos a parrrtirrr de ahorrra —dijo—. Vete a casa y dile a tu madrrre que deje de guarrrdar cosas en esas cajas. Y después llama a esa novia que tienes y dile que la grrranja ya no está en venta.

Christian hizo una mueca.

—No te has enterado, ¿eh? Ya no es mi novia.

—¿Y desde cuándo?

—Desde la noche que tú y Véronique…

—¿Cuando te llamé? ¿Estabais juntos?

—En un restaurante pijo de Saint Girons.

Annie se dobló sobre sí misma y él pensó durante un segundo que estaba teniendo otro ataque al corazón. Pero entonces la oyó: su risa. Poderosa, vibrante y contagiosa.

—¿Así que cuando te llamé…? —Sucumbió a otro ataque.

—¡Cuando llamaste estábamos llegando a la parte crucial de la noche!

—¿Y en vez de eso…?

—En vez de llevarla a casa y dedicarnos a conocernos mejor, vine corriendo a buscar a Véronique.

—¡Y después pasaste la noche en el hospital!

—No estaba funcionando de todas formas —admitió Christian con una sonrisa—. La verdad es que no es mi tipo.

—Bueno, me alegrrro de haberrrte serrrvido de algo entonces.

Christian se calmó y le tendió la mano.

—Me has servido de mucho, Annie. Esa oferta que me acabas de hacer… No sé cómo voy a poder pagártelo.

Se estrecharon las manos para cerrar el trato, ambas, una pequeña y otra grande, ásperas por años de trabajar la tierra.

—Será mejor que vuelva y cuente en mi casa las buenas noticias. ¡Le diré a Sarko que tiene un hada madrina!

La abrazó una vez más y salió para dirigirse a su coche. Mientras caminaba, su mirada examinó los campos y los edificios como si ya estuviera planeando lo que haría con los pastos y cuál sería el mejor lugar para los paneles solares. Ella sintió entonces que al menos eso sí lo había hecho bien.

Cuando le surgió la idea en el jardín de Josette, no pudo creer que no se le hubiera ocurrido antes. Con un dinero guardado y una pensión que era más que suficiente para cubrir sus necesidades, tenía sentido que buscara a alguien para cuidar de la granja, alguien de confianza y a quien le gustara tener por allí. Al mismo tiempo Christian obtenía la tierra que necesitaba para poder quedarse. Y Véronique no tendría que soportar el trauma de verlo mudarse a Toulouse.

Tal vez así podría también hacer algo para cumplir el último deseo de la lista de Christian, pensó Annie mientras empezaba a colocar la compra.

Una vez que consiguiera que su hija la perdonara, claro.