Capítulo 12

Eve se tomó las noticias muy bien. Sugirió inmediatamente que se saltaran el postre y se fueran, insistiendo en que pediría un taxi para volver y que él podía ir directamente a casa. Christian le dio un beso de agradecimiento y ella se apartó con una mirada de remordimiento.

—Me lo he pasado bien esta noche —dijo con un suspiro—. Pero supongo que no vamos a repetir.

—Perdona. —Christian miró al suelo—. Es que…

Ella le puso una mano en el brazo.

—¡No lo hagas! Nunca le digas a una mujer que ella no es la única. Ya hablaremos sobre lo de la granja.

Vio como su taxi bajaba la colina en dirección a la ciudad y sintió una punzada de arrepentimiento. Después entró en su Panda, que estaba aparcado entre un BMW y un Mercedes, y con cuidado, con mucho cuidado, salió del aparcamiento y se incorporó a la carretera a toda velocidad.

Annie sonaba fatal y no solo por la mala calidad de la línea. Le había dicho que había discutido con Véronique y que estaba preocupada por ella. Intentó presionarla para que le dijera por qué habían discutido, pero no quiso decírselo. Había intentado llamar a su hija, pero no le había contestado. Así que le había pedido que fuera a La Rivière y comprobara que Véronique estaba allí.

Ella no sabía que él estaba en Saint Girons. Ni que tenía una cita. Y él no se lo había dicho.

Preocupado por las dos mujeres porque nunca había visto a Annie Estaque en ese estado, cogió la carretera de salida de la ciudad apresuradamente, tomando las curvas como un loco, siguiendo el río Salat hacia las montañas. No le importaba arriesgarse a que los gendarmes lo pillaran en un control de velocidad en la rotonda de Kerkabanac. Al menos no le multarían por conducir borracho, porque solo había bebido una copa del vino caro; no quería perder la cabeza en su cita con Eve.

Los árboles a ambos lados de la carretera pasaban como centellas, en la rotonda no había policías y en un tiempo récord estaba pasando las brillantes luces del Auberge de La Rivière y conduciendo hacia la épicerie. Aparcó al lado del escaparate, saludó a Josette que estaba dentro y subió la calle corriendo. Si Annie tenía razón, allí encontraría a Véronique. No en su casa, sino en la iglesia.

Rodeando las ruinas de la oficina de correos, entró en el cementerio. Estaba muy silencioso. Y daba miedo. Las dos vírgenes que había al pie de una cruz vacía en la gruta le pusieron muy nervioso con sus llantos silenciosos cuando pasó a su lado. Cruzó apresuradamente hasta la puerta de la iglesia, la abrió y entró. Una vela solitaria en los soportes de metal de la izquierda era la única luz que había. El olor del incienso llenaba el aire. Y se oía un llanto que venía de un banco en la parte de delante.

—¿Véronique? —Se acercó a la figura agachada y se deslizó por el banco hasta que estuvo a su lado—. Soy yo, Christian.

Sus hombros se sacudían y él no sabía qué hacer. La rodeó dubitativamente con un brazo y ella se lanzó contra su pecho.

—Vamos —le dijo cuando se acercó a él—. Sea lo que sea, no puede ser tan malo.

Un hipo.

—¡Y tú… hip… qué sabes!

Él sonrió en la oscuridad. No tardaría en estar bien. Totalmente bien. Le acarició el pelo y esperó a que se calmara. Después podrían hablar de lo que fuera que había pasado para que las mujeres Estaque estuvieran tan compungidas.

—Repíteme eso.

—Serge Papon es mi padre.

Christian soltó un juramento; ni el gigantesco Jesús que lo miraba colgado de la cruz fue capaz de evitar su reacción por el asombro. Después se quedó callado, porque no era una información a la que se pudiera reaccionar instantáneamente.

—Sí —dijo Véronique enjugándose los ojos con un pañuelo—. Es una locura, ¿verdad?

Christian asintió.

—Y pensar que maman lo ha sabido todo este tiempo y nunca ha dicho nada.

—¿Y Serge lo sabe?

—Supongo que sí. No hemos llegado a hablar de lo que sabe él. No le he dado tiempo.

Arrugó el pañuelo de papel hasta convertirlo en una bola en su mano y se lo metió en el bolsillo, proyectando la barbilla en un ángulo desafiante.

—Es comprensible que estés afectada. Pero las dos lo arreglaréis. ¡Puede que los tres! —Negó con la cabeza, todavía asombrado—. ¿Quieres que te lleve de vuelta a casa de tu madre?

—¡No! No puedo hablar con ella esta noche. Estoy demasiado enfadada. Mejor esperar un día o dos.

—Me ha llamado, ¿sabes? Así es como me he enterado.

Véronique lo miró de soslayo.

—¿Y cómo ha sabido ella que estaría aquí?

—Me dijo que era donde venías cuando eras niña y estabas disgustada.

Cerró los ojos y dejó caer la cabeza hacia delante, un grueso velo de cabello cayéndole sobre la cara. Cuando habló, fue apenas un susurro.

—Sé que no es una mala madre. Es solo que…

—Estás en shock. Eso es lo que te pasa. Pero podría ser peor.

Él sintió toda la fuerza de su mirada escéptica.

—¿Cómo?

—Bueno, si tu padre tenía que ser del municipio, ¿se te ocurre alguien mejor?

—¿Que el manipulador e intrigante maquinador Serge Papon, quieres decir?

Su tono seco hizo reír a Christian y su risa produjo un eco en aquel espacio vacío.

—¡No es tan malo!

—¡Eso no era lo que decías el año pasado por esta época cuando estaba intentando cerrar el Auberge!

—Cierto. Pero al menos ahora estará de tu parte.

El labio de Véronique tembló.

—¿Y si no lo está?

—¿Qué quieres decir?

—¿Y si no quiere reconocerme? Como hija, ya sabes.

Christian rio de nuevo.

—Véronique Estaque: eres la mujer más manipuladora, maquinadora y política que conozco. ¡Claro que va a querer reconocerte!

Véronique se dio una palmada en la pierna, con una sonrisa formándole hoyuelos en las mejillas.

—Gracias.

—¿Por qué?

—Por venir aquí cuando podías haberte quedado en casa tranquilamente.

—La verdad es que estaba en Saint Girons… —Se quedó callado, avergonzado.

—¿Saint Girons? ¿Qué estabas haciendo…? ¡Oh! —Se tapó la boca con las manos—. ¡Tenías una cita! Oh, Dios, lo siento.

—¿Lo sabías?

—Todos lo saben. Tu madre no ha hablado de otra cosa durante semanas. Y yo te la he estropeado. —Su labio inferior empezó a temblar de nuevo.

—La verdad es que creo que me la he estropeado yo solo.

Así que le contó qué tal había ido la cena. Las porciones diminutas. El camarero obsequioso. Las anteriores citas que había tenido que cancelar para perseguir a su toro y para ayudar a parir a una vaca. Y para cuando acabó, ella se estaba riendo. Riéndose de verdad. Muy alto. Y dentro de la iglesia.

—Probablemente es mejor que no haya acabado en nada —concluyó resignado—. Como me voy a tener que ir a Toulouse…

Ella bajó la vista y el pelo le volvió a ocultar la expresión.

—Sí —dijo—. Seguramente es mejor. Ya es bastante duro tener que dejar esto sin la complicación añadida de una relación.

Cuando levantó la vista tenía una brillante sonrisa en la cara.

—Vamos —le dijo—. Te invito a algo en el bar.

Cuando se levantaron para irse, su teléfono volvió a sonar. Estuvo tentado de no cogerlo, pero al ver que era Annie, respondió.

—¿Annie? La he encontrado…

Se detuvo e irguió mucho la espalda mientras escuchaba a quien le llamaba en medio del silencio de la iglesia. Véronique pudo oír la voz de un hombre saliendo del móvil.

—Bien. Se lo diré. Y gracias, Fabian. Vamos para allá ahora mismo.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Véronique cuando colgó—. ¿Por qué te llama Fabian desde el teléfono de maman?

—Ha ido a recoger a Chloé y le ha parecido que Annie no tiene buen aspecto. Chloé le ha dicho que se la ha encontrado «descansando» en el establo cuando ha llegado. Así que ha llamado al médico.

Véronique se puso pálida.

—¿Está bien?

—La han llevado al hospital. El doctor cree que ha tenido un ataque al corazón y la ha llevado allí para que le hagan pruebas.

—Bien. Conociendo a maman, no querrá quedarse allí a pasar la noche, así que cuanto antes lleguemos, mejor. ¿Vienes conmigo?

—¡Claro que sí!

—Yo conduzco.

Christian la observó con admiración mientras cerraba la iglesia y caminaba por la calle, una mezcla de Serge y Annie, controlando sus emociones para poder hacer frente a esa emergencia en un día que no había sido fácil para ella. Era, decidió cuando se sentó a su lado en el coche, la mujer más pragmática que había conocido en su vida.

Oyó que el reloj del ayuntamiento marcaba las ocho. Eso fue lo que lo despertó. Se había quedado sentado a la mesa todo el tiempo. Las horas habían pasado y él no se había dado ni cuenta. En algún momento había estirado la mano para encender la lámpara, pero eso era todo lo que había hecho.

¿A qué hora se había ido ella? No se acordaba. Ni siquiera se acordaba de qué llevaba puesto. ¿Había comido algo? Miró la mesa, el trozo de queso y el saucisson, pero no pudo saberlo. La copa de vino también seguía allí.

Debería haber comido algo después de caminar todo ese trecho. Y a él no se le había ocurrido ofrecerse a llevarla a casa. No había podido pensar en nada aparte de la historia que le había contado.

Una hija. Tenía una hija.

Volvió a pensarlo una vez más.

Véronique Estaque. Sangre de su sangre.

Se preguntó de qué color eran sus ojos. Nunca se había fijado. Pero el pelo era el de su madre, de un bonito color caoba. ¡Y esas piernas! Sí que se había fijado en ellas y ahora se avergonzaba de ello.

¿Lo sabía ella ya? Annie le había dicho que se lo iba a contar. Iba a ser una impresión muy grande para ella. Mucho más que eso tal vez.

Era una buena chica. Le había dado sus flores para la tumba de Thérèse. Y dio la cara por él el día que el hombre-oso llegó a la ciudad. ¡Debería haberlo sabido! Era una Papon hasta la médula.

Rio y le sorprendió el sonido. Entonces oyó otro ruido. Necesitó un momento para identificarlo. Un rugido, una reverberación.

¡Era su estómago!

Cogió el queso, cortó un trozo y se lo metió en la boca. El sabor estuvo a punto de tirarle de la silla. Fuerte, sabroso, una reminiscencia de los pastos de altura donde las vacas pasaban los veranos.

Emocionado, cortó un trozo del saucisson y lo probó. Ahumado, con un toque de ajo, los sabores del campo en el que había crecido.

Se levantó de un salto para rebuscar en los armarios, ansioso por encontrar algo más. Pero no había nada.

Comprar. Tenía que ir a la compra.

Eran las ocho y media. La épicerie todavía estaría abierta. Acercó el cuaderno para hacer una lista y recordó instantáneamente la carta del Conseil Général.

¡Esos desgraciados! Como se atrevían a amenazarle. ¡Él era Serge Papon, alcalde de Fogas!

Tomó unas notas que convertiría en una respuesta al día siguiente para llevársela a Céline el lunes. En lo que a él respectaba, Arnaud Petit se iba a quedar. Y había algo más.

Caminó hasta la recargada mesa auxiliar que hacía las veces de despacho. Abrió el cajón de arriba y sacó un sobre dirigido al prefecto de Foix. Con gran ceremonia metió un cuchillo por debajo de la solapa y lo abrió. Desdobló la carta que había dentro y la rompió en pedazos.

—¿Dimitir? ¡Ni hablar! —exclamó mientras tiraba los fragmentos de papel a las ascuas de la chimenea—. ¡No tengo intención de dejar que ese imbécil de Pascal Souquet consiga lo que quiere!

Apuntó que tenía que llamar a un amigo suyo que trabajaba para La Poste a primera hora de la mañana del lunes, escribió una lista de la compra y se puso la chaqueta, fijándose en lo grande que le quedaba ahora.

—Bien —dijo cerrando la puerta detrás de él—, ¡eso lo pueden solucionar unos cuantos de los cruasanes de Josette!

Y con la luna iluminándole el camino, se metió en el coche y se encaminó a La Rivière.

Tal vez Annie tenía razón, pensó Josette de pie en medio de la épicerie vacía, jugueteando con los pulgares. Tal vez debería empezar a cerrar a las seis como todo el mundo. Eran las nueve menos diez de la noche, Jacques estaba roncando suavemente junto a la chimenea y no había venido nadie en las últimas dos horas. Ni Christian había vuelto a aparecer, y eso que había pasado más de media hora desde que había aparcado fuera.

Había sido un día con muy poco movimiento. El sol y el tiempo cálido poco propio de la estación significaban sin duda que el mercado matinal de los sábados de Saint Girons habría estado concurrido. Y también que la gente se quedaría a tomar café en la terraza del Bouchon en la plaza del mercado, observando el trajín de ese acontecimiento semanal, y no pasaría por el bar de La Rivière de camino a casa.

Consecuentemente había vendido poco más que las barras de pan, los cigarrillos y los cruasanes habituales. Y un par de helados a dos niños que solo necesitaban como excusa que saliera el sol. Se habían pasado mucho rato eligiendo, maravillados por la amplia selección que tenía. Y todo gracias a Fabian. Se ruborizó al pensar que antes de que su sobrino llegara y la arrastrara a ella y a la tienda hasta el siglo XXI, a los clientes solo les ofrecía polos de una época indeterminada que tenían que rescatar de entre la capa de hielo del fondo del congelador.

Volvió a centrarse en la Gazette Ariégeoise, un periódico que se había vendido bien en Fogas desde que contó de primera mano la reyerta del ayuntamiento, y echó un vistazo a los anuncios para evitar el aburrimiento. Se vio recompensada al enterarse de que la tienda del pueblo de al lado estaba a la venta. Jubilación de los propietarios, decía. Rio entre dientes, lo que hizo que Jacques se agitara en sueños.

Jubilación. Más bien se habían cansado de que el inútil de su hijo se gastara cada euro que ganaban en irse de fiesta los sábados por la noche en Saint Girons. Aun así, eso no le iba a hacer ningún daño a su negocio de La Rivière. Un competidor menos en la zona significaría más clientes que cruzarían su puerta.

Estaba a punto de pasar a la página siguiente cuando le llamó la atención el anuncio de la solicitud de un permiso de obras que había justo al final de la columna. Se trataba de una parcela de Sarrat. Y el permiso era para una tienda multiusos.

Los dedos se le quedaron helados en la página.

¿Qué quería decir «multiusos»? Cogió las tijeras que colgaban del mostrador con una cuerda y cortó con cuidado el cuadradito de texto. Todavía lo estaba mirando con una expresión preocupada cuando Christian y Véronique pasaron por delante, caminando por la carretera con decisión. No se pararon al llegar al coche de él, ni tampoco saludaron.

Qué raro. ¿Había estado Christian con Véronique todo ese tiempo? ¿Y dónde? Desde el incendio de la oficina de correos en la calle solo había un par de segundas residencias y la iglesia. Y como a Josette no se le ocurría ninguna razón para que el ateo y socialista Christian Dupuy pusiera un pie en la iglesia, se quedó totalmente perpleja.

Seguía extrañada con eso cuando vio algo todavía más extraño. A Serge Papon aparcando fuera y saliendo de su coche. Sonriendo.

Estaba a un paso de la puerta cuando Véronique pasó conduciendo por delante, con Christian al lado. Él los saludó, pero ellos no lo vieron, ambos muy serios y concentrados. ¿Dónde demonios iban y por qué había dejado Christian su coche en La Rivière? Josette no tuvo tiempo para reflexionar sobre ese giro inesperado porque Serge entró en la tienda.

Bonsoir, Josette —dijo saludándola con un beso.

Bonsoir, Serge —respondió y pudo oler su aroma familiar cuando se acercó. Su loción para después del afeitado. Hacía tiempo que no se la ponía.

—¿Era Véronique la que acaba de pasar? ¿Con Christian? —le preguntó mientras cogía una cesta.

—Sí, aunque no tengo ni idea de adónde irán a esta hora de la noche.

—Y él ha dejado su coche ahí fuera.

—Lo sé. Raro, ¿no?

Serge no dijo más, simplemente empezó a llenar su cesta con comida. Mucha comida. Latas de fruta, brioche, huevos, queso fresco, un tarro de miel, una ristra de chorizo. Se paró junto a las verduras frescas, se llevó una cabeza de ajos a la nariz e inhaló. Sonrió y la echó a la cesta, seguida de unas cebollas, cuatro manzanas y unos cuantos tomates, a pesar de que eran españoles, lo que normalmente provocaba sus quejas.

—¿Es bueno? —preguntó con una lata del cassoulet local en la mano.

—Fantástico —le respondió ella—. Tan bueno como el que hacía tu madre. Y prueba también el coq au vin.

Cogió dos latas de cada.

—Y quiero un poco de saucisson también, por favor, Josette, y un Rogallais, y también… —Se quedó parado delante del refrigerador de los quesos—. ¿Eso es…?

—Roquefort.

Se le iluminaron los ojos.

—También quiero de ese, por favor. ¡Aunque no es de la zona!

Josette sonrió, consciente de que todo el mundo bromeaba siempre con su preferencia por el queso de Ariège.

—Puedes darle las gracias a Fabian por eso. Ha sido idea suya traer algo diferente.

Le cortó una cuña del queso y fue a envolvérselo, pero él la detuvo y acercó la cabeza al queso.

—¡Huuuummm! —Se irguió con la cara ruborizada por el placer—. Genial.

—Parece que has recuperado el apetito —comentó mientras empezaba a cobrarle las compras. Pero él no la oyó porque estaba ocupado escogiendo cruasanes. Volvió con una bolsa llena y una baguette. Y un tarro de Nutella.

—¿No quieres nada más? —le preguntó con un poco de ironía, pero él no se dio ni cuenta. Estaba inclinado sobre el mostrador examinando el aviso que había recortado del periódico.

—No llevo las gafas de leer —murmuró—. ¿Dice algo de Sarrat?

—Es un aviso de la solicitud de un permiso de obras. Para una tienda multiusos.

Serge levantó la cabeza bruscamente y dio un paso atrás. Ella conocía esa mirada, con los ojos entornados y la frente sobresaliendo. Jacques siempre la describía como mirada de tortuga pensativa, atenuando esa descripción tan agradable al añadir que se refería a una tortuga mordedora. Normalmente esa mirada auguraba un plan maquiavélico de algún tipo.

—¿Puedo llevármelo?

—Iba a comentarlo con Christian… —Dudó un momento al darse cuenta de lo que acababa de implicar—. Quiero decir, teniendo en cuenta que tú…

Él asintió.

—¿Qué estoy a punto de dimitir?

—Sí. Había pensado que quizá Christian podía averiguar algo más.

—Es algo inusual, ¿verdad? —dijo señalando el trozo de papel—. Sarrat precisamente. ¿Y por qué ahora, después de todos estos años?

—Estoy preocupada porque es una amenaza para mí. No me viene bien que abran otra tienda aquí al lado. Ya es bastante malo que rechazaran la idea de Véronique para la combinación de la épicerie y la oficina de correos.

—La idea de Véronique, ¿eh? Es la segunda vez que alguien me la menciona hoy. —Serge pagó, miró las bolsas de la compra sobre el mostrador y después su coche, como si hubiera tomado una decisión—. Sé que es tarde, Josette, pero ¿te apetece contarme esos planes mientras nos tomamos algo?

—¿Ahora?

—Sí, ahora. Si vamos a darle la vuelta a las cosas, tenemos que actuar rápido. Porque tengo la poderosa sospecha de que nada es lo que debería ser.

Y con eso se acercó a la puerta, echó el pestillo y le dio la vuelta al cartel para que pusiera FERMÉ.

—Vamos —dijo caminando hacia el bar—. Cuéntame lo que ha estado ocurriendo. Y sírveme un pastis.

Ella lo siguió y empezó a hablar mientras le servía la copa, deteniéndose momentáneamente cuando él insistió en que le acercara la botella abierta de Ricard para inhalar su característico olor anisado. Después se llevó el vaso a los labios y gruñó de placer al tomar el primer sorbo, despertando a Jacques con el sonido. Hacía tanto tiempo que el alcalde no iba por allí que la conversación duró un buen rato, pero a Josette no le importó. Estaba encantada de que, por fin, Serge Papon hubiera vuelto.