Capítulo 11

Annie nunca se había sentido tan cansada. Cuando salió de la granja no pensó en el camino de vuelta desde Fogas. Ahora, al cruzar la carretera hacia su casa viendo a sus dos perros salir corriendo para recibirla, notaba las quejas de sus pies y sus rodillas y supo que iba a tener las piernas entumecidas por la mañana.

Tampoco es que hubiera tenido otra elección que caminar. Después de hacerle a Serge esa confidencia que había mantenido en secreto tanto tiempo no parecía el momento oportuno para pedirle que la llevara a casa. Y se le había pasado la hora punta del sábado de la gente que volvía de Saint Girons, porque el mercado acababa a mediodía. Cuando el reloj del ayuntamiento dio las tres, salió de casa de Serge y volvió a recorrer el camino de las montañas. A pesar de los dolores, el camino de vuelta le pareció menos arduo, como si hubiera dejado en Fogas una pesada carga que había llevado a las espaldas durante demasiado tiempo.

Al fin Serge sabía la verdad.

¿Serviría para algo?, se preguntó. En vez de verse de alguna forma impulsado por la revelación, Serge pareció hundirse aún más en la depresión. La escuchó contar su secreto en un silencio atónito, después sacudió la cabeza y le pidió que lo repitiera. Cuando ella terminó, se quedó sentado murmurando el nombre de Véronique una y otra vez en una especie de letanía de incredulidad y después se quedó callado. Ella esperó, pensando que seguirían las preguntas inevitables. Pero no. Finalmente, cuando sintió que él quería estar solo, lo dejó allí, a la mesa de la cocina, con la comida sin tocar y la mirada fija en el pan seco de su plato. Sería todo fruto de la impresión, probablemente. Lo llamaría más tarde para asegurarse de que estaba bien.

Maman! ¿Dónde has estado? Has tardado varias horas.

Véronique estaba en el umbral, con el pelo cayéndole hasta los hombros y una mano en la jamba de la puerta. Estaba tan hermosa allí como su abuela española lo estuvo antes que ella. Pero el ceño de su cara y la posición decidida de su mandíbula eran la viva imagen de su padre. Si Annie no hubiera estado tan nerviosa, se habría reído. En vez de eso sus pasos perdieron velocidad involuntariamente al pensar en lo que tenía por delante.

Dejó que Véronique la condujera hasta una silla y también que le quitara las botas y aceptó el café que ella le puso delante. Decidió aprovechar todas esas atenciones porque tal vez no se dieran de nuevo.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó Véronique, incapaz de contener más tiempo su curiosidad—. ¿A quién has ido a ver? ¿Y podrá arreglar el asunto con La Poste?

—He ido a verrr a tu padrrre —dijo Annie como si fuera la cosa más natural del mundo.

—¿A mi…? ¿Has dicho…?

—Tu padrrre.

—No lo entiendo. —Véronique tenía la expresión desconcertada de la niña de seis años que había dicho exactamente lo mismo en el cementerio años atrás, cuando Annie le dijo con brusquedad que no había tumbas del lado de su padre—. ¿Ha venido de visita? ¿Todos estos años después?

—No exactamente… Quierrro decir… Lo que pasa es que…

—¡Oh, Dios mío! ¿Va a venir a verme? ¿Hoy? ¿Por qué no…?

Annie extendió la mano para ponérsela en el brazo a su hija, guiándola hacia la silla de la que acababa de levantarse por la agitación.

—Tienes que dejarrr que me explique, carrriño. Y crrreo que es mejorrr que te sientes. —Annie reunió fuerzas—. Tu padrrre está aquí. Pero no está de visita. Ha estado aquí todo el tiempo.

—¿Aquí? ¿Qué quieres decir con «aquí»?

—Vive en Fogas.

—¿Pero…? ¿Entonces por qué no ha…? —Véronique parpadeó.

—No lo sabía. Nunca le dije que errra tu padrrre.

Las palabras parecieron quedarse suspendidas entre ellas en el aire cargado, en medio de un silencio tan espeso que resultaba asfixiante. Con la mejilla girada como si le acabaran de dar una bofetada, Véronique estaba mirando el prado que había al otro lado de la ventana y Annie vio cómo iba encajando las piezas. Cuando volvió a mirarla, su voz sonaba crispada.

—A ver si lo he entendido bien. ¿Toda mi vida mi padre ha estado en este municipio y tú nunca me lo has dicho?

Estudiando con interés los arañazos cruzados que cubrían la superficie de la mesa, Annie no hizo caso de la acusación que había en los ojos de su hija.

—Lo hice porrr tu bien.

—¿Por mi bien? —Véronique se puso en pie de un salto y con ambas manos apoyadas sobre la mesa, se inclinó hacia delante. Annie reconoció los dedos fuertes, los amplios dorsos de las manos morenos y llenos de pecas: eran unas manos exactamente iguales que las de Annie. Capaces. Sólidas—. ¡Mi vida ha sido un infierno por culpa de tu estúpido secreto! ¿Lo sabías?

La silla arañó violentamente el suelo de azulejos y se oyó un sollozo ahogado que llegaba desde el fregadero. Un pie golpeaba el suelo al final de unas pantorrillas torneadas, como las de una bailarina. Las había heredado de su grandmère Papon, que era famosa por alardear de unas piernas adecuadas hasta para el propio Moulin Rouge.

—¿Sabías que los otros niños hacían que mi vida fuera una tortura porque yo no tenía un papa? ¿Porque ni mi madre sabía quién era mi padre? ¡Decían que eras una puta!

Annie hizo una mueca de dolor.

—Vamos, dímelo. ¡Revélame el gran misterio por fin!

Por fin Annie sostuvo la mirada fulminante de su hija.

—Serrrge Papon.

Los párpados de Véronique se agitaron como si estuviera a punto de desmayarse.

—Será broma.

Annie negó con la cabeza.

—¿Serge Papon es mi padre? —Otro sollozo, seguido de una risa áspera—. ¡Serge Papon! ¡El alcalde de Fogas! Se han burlado de mí todo este tiempo y mi padre era el hombre más poderoso de la zona. ¿Ves la ironía, maman?

Furia. Annie sabía que se iba a tener que enfrentar a eso, pero no había esperado que fuera tan fuerte, tan justificada. Sintió que se le cerraba la garganta y empezó a respirar en cortos jadeos.

—Toda mi vida he soñado con tener un padre y ha estado aquí al lado todo el tiempo. ¡Y tú lo sabías! —Véronique se detuvo al darse cuenta de algo más—. Todos los Toussaint que he pasado decorando las tumbas de los Estaque porque pensaba que no tenía más ancestros… ¡Pero si el cementerio está lleno de malditos Papon! ¿Cómo has podido hacerme eso?

—Lo siento…

—¿Que lo sientes? Eso no es ni mucho menos suficiente. —Cogió el abrigo y se dirigió a la puerta.

—No te vayas, Vérrronique. No así. Es mejorrr…

—¡NO! —Abrió la puerta de un tirón—. No vuelvas a decirme lo que crees que es mejor. Ya demostraste hace treinta y seis años que no tienes ni idea de lo que es mejor para mí. Ni la más mínima idea.

Véronique salió como una tromba de la casa, cerrando la puerta de un portazo. El aparador tembló, una de las fotos se cayó al suelo y al oír el sonido del cristal al romperse, Annie experimentó algo raro.

Lágrimas. Le estaban cayendo por la cara.

Endurecida por la vida que había decidido llevar, hacía mucho tiempo que había dejado de llorar. Así que era una sensación extraña esa humedad en las mejillas, los sollozos agitándole el pecho y el corazón como si se le hubiera roto en mil pedazos.

Apoyó la cabeza en las manos y dejó que el dolor la embargara.

A la tercera va la vencida. Eso era lo que pensaba Christian mientras le sujetaba la puerta a Eve, aunque sus pensamientos se distrajeron momentáneamente al fijarse en la larga extensión de piernas que se veía desde el final de su vestido hasta sus tacones altísimos. Con dos citas canceladas a sus espaldas, ambas gracias a sus temperamentales animales, cruzó los dedos para que no pasara nada en esta. En cuanto dio dos pasos dentro del restaurante empezó a sentirse incómodo.

«Pijo» fue la palabra que había utilizado Josette cuando le dijo adónde iban. Encaramado sobre una colina a las afueras de Saint Girons, formaba parte de una mansión reconvertida en la que habían adaptado la antigua bodega para convertirla en el que Eve había dicho que era el mejor sitio para comer en Ariège. Christian nunca había comido allí antes, claro. Ni tampoco René. Ni Josette. No se había molestado en preguntarle a Annie, que nunca salía a comer fuera. Ni a Bernard, cuyo lugar favorito era Chez Titi, un mesón familiar en el valle de al lado que daba bien de comer, pero sin ninguna pretensión de grandeza. Y por una cosa o por otra no se lo había mencionado a Véronique.

De hecho la única persona del pueblo que podía contar algo de primera mano era Pascal Souquet, que soltó una risita cuando se enteró de adonde iba Christian. Algo que no mejoró los nervios del granjero.

Mientras seguía a Eve hacia el interior poco iluminado, se dio cuenta de por qué era un lugar del gusto del primer teniente de alcalde: mesas cubiertas con manteles blancos colocadas bajo arcos abovedados, candelabros iluminando tenuemente las paredes de piedra, un suave murmullo de conversaciones refinadas y el tintineo de una buena porcelana, todo acompañado de música clásica. Olía a refinamiento a kilómetros. A Christian empezó a molestarle el cuello de la camisa y se sintió tan fuera de lugar como Sarko en una competición para elegir al mejor de raza.

—Está un poco oscuro —le susurró a Eve mientras el maître verificaba su reserva.

—Eso le da ambiente. —Le sonrió y le pasó una mano por el brazo, provocándole fuego a su paso y haciendo que el cuello de la camisa le apretara aún más.

—Por aquí, por favor.

El maître los llevó hasta el rincón más alejado y Christian fue consciente de la enormidad de su físico mientras iba andando con cuidado por el restaurante. Y fue aún más consciente de ello cuando se sentó. Tres copas en cada sitio. Muchos cuchillos y tenedores. Una barbaridad de servilletas. Saleros y pimenteros de cristal. Una jarra de agua sin asa. Un jarrón de cristal con una sola rosa. No había mucho espacio para la comida ni para un hombre torpe; aquello era un desastre potencial.

Se puso las manos inservibles en el regazo y decidió que no se movería hasta que le pusieran la comida delante. Lo que esperaba que no tardara mucho, porque se moría de hambre. Se había levantado pronto por una vaca que tenía problemas para parir. El ternero nació por fin a última hora de la mañana y después fue a la granja de un vecino para ayudarle a reparar el tejado de un establo que había resultado dañado por la nieve. Para final de la tarde ya estaba muerto de hambre y tenía intención de comer algo al pasar por casa antes de irse, pero no había tenido tiempo.

Mademoiselle, monsieur. —Un camarero estiró una servilleta debajo de la nariz de Christian y se la puso en el regazo.

—¿Va a sacar un conejo de la servilleta después? —le preguntó Christian riendo. Solo consiguió una sonrisa forzada como respuesta.

—Para empezar el chef recomienda el foie gras de pato a la plancha con cuajada de fruta de la pasión, acompañado de arroz salvaje, endivias glaseadas y lentejas verdes de Puy.

Christian parpadeó y miró a Eve, pero ella asentía y emitía sonidos de apreciación.

—Y después, medallones de venado au poivre con puré de manzana y apio y rösti de patatas.

Para el granjero era como si ese hombre estuviera hablando en otro idioma.

—¿Quieren ver la carta?

—¡Sí! —dijo Christian antes de que Eve tuviera tiempo de declinar la oferta. No tenía ni idea de qué les había recomendado, pero tenía la clara sensación de que no iba a ser suficiente comida para un hombre que se había pasado todo el día trabajando en el exterior.

El camarero les pasó las cartas con una floritura, anotó el pedido de los aperitivos y se fue rápidamente, inclinando la cabeza.

—¿Acaba de hacer una reverencia? —preguntó Christian atónito.

Eve se rio al ver su expresión.

—No sales mucho, ¿no?

—¡Obviamente no!

Abrió la carta, esperando poder encontrarle más sentido que a las palabras del camarero, y se pasó un dedo por el cuello de la camisa, que ahora se había convertido en una soga. No le extrañaba que el hombre les hiciera hasta reverencias. Solo la realeza podía permitirse comer allí.

—¿Qué te apetece?

Christian apartó la mirada de los precios prohibitivos y miró los platos principales. Los leyó. Y los volvió a leer. Pero no entendió nada.

—¿Filete con patatas? —dijo con tono nostálgico y Eve volvió a reír.

—Qué divertido eres. En serio, ¿qué vas a comer?

Se esforzó por reconocer algo de lo que ponía en los platos, pero ni siquiera podía decir cómo los servían. Todo estaba a la plancha, a la parrilla, ligeramente ahumado, braseado o lacado. Y si sobrevivía a eso, después venía la reducción, la emulsión, la duxelle o las patatas escachadas. ¿Por qué demonios iba a querer alguien hacerle eso a una patata?

Demasiado avergonzado para pedirle a Eve que le tradujera, volvió a revisar la hoja. ¿Conejo? No. Decía «un trocito de conejo». En su mente eso significaba que no sería suficiente ni para empezar. ¿Cordero? El último de los cinco platos sin duda decía cordero.

—Creo que tomaré el cordero —dijo intentando sonar confiado—. ¿Y tú?

—El salmón ahumado con madera de roble y puré de guisantes.

—Suena muy bien. —El estómago le rugió.

—¡Veo que tienes hambre! —En sus ojos apareció un destello provocativo y sintió que una pierna se entrelazaba entre las suyas por debajo de la mesa.

—¿Les puedo tomar nota ya?

—¡Sí! —chilló Christian a la vez que levantaba bruscamente una pierna, que golpeó la mesa por debajo, lo que sobresaltó al camarero. Carraspeó—. Las señoras primero.

—El foie gras para empezar…

¡Mierda! Un primer plato. No había elegido uno. Revisó frenéticamente la carta de nuevo.

—¿Y para usted, monsieur?

—Eh…

—Prueba el salmonete, Christian. Es fantástico.

—El salmonete entonces. Y el cordero después.

Le devolvió la carta, aliviado de haberse librado de ella, e intentó no mirar demasiado fijamente la cesta de pan que había traído el camarero.

—¿Y cómo quiere el cordero el señor?

—Poco hecho.

—¿Y el vino?

Merde! Claro. Estaba a punto de pedir el tinto de la casa, pero una mirada rápida a las otras mesas le reveló que no había jarras, solo botellas.

—El Fitou es bueno —le sugirió Eve, evitando que tuviera que abrir la carta de vinos. Y que se muriera del susto al ver los precios.

Asintió mirando al camarero, que se metió las cartas bajo el brazo, hizo otra reverencia y se fue.

—Perdona —dijo Christian ruborizándose—. No estoy acostumbrado a todo esto.

—Ya me he dado cuenta —dijo Eve con una sonrisa preciosa—. Si hubiera sabido que este lugar te iba a poner tan nervioso, no lo habría sugerido.

Sintió que se relajaba por primera vez esa noche.

—A ver —dijo inclinándose hacia delante y apoyando la barbilla en sus manos elegantes—, cuéntame cómo es que todavía estás soltero.

—¿No te parece obvio?

—No, no me lo parece. Al menos a mí no.

—¡Ah! Eso es porque no sabes nada de granjas…

ϒ

—¿Quieres que espere hasta que entres en la casa? Como está tan oscuro…

Chloé puso los ojos en blanco y abrió la puerta de la furgoneta.

—No, maman. No hay problema.

Maman dudó y Chloé supo que estaba preocupada. Pero era un camino corto hasta la granja y Chloé lo había recorrido muchas veces.

—Saluda a Annie de mi parte. Y Fabian vendrá a buscarte dentro de una hora o así, cuando cierre. A las ocho y media más o menos, ¿vale?

—Sí. —Chloé soportó que le diera un beso y se quedó de pie junto a la carretera, negándose tozudamente a entrar hasta que su madre volvió al vehículo. Se estuvo despidiendo con la mano hasta que la furgoneta azul desapareció de la vista al girar la curva y después se volvió hacia la granja.

Había sido un día maravilloso, con un tiempo ideal para practicar y Chloé ya estaba a punto de dominar las volteretas en el aire. Había pasado toda la mañana perfeccionando la rueda lateral en el aire y ya conseguía hacerla bien la mayor parte de las veces. Lo único malo era que ya estaba cogiendo más altura que antes, así que cuando se caía, se hacía daño. Se frotó el hombro, la última parte de su cuerpo que había sentido los efectos de un fallo, y el músculo le dolió al tocarlo.

Un chocolate caliente. Eso la haría sentir mejor. Y sabía quién hacía el mejor chocolate de Picarets. Bueno, en realidad ese era Fabian, con su genial máquina de café que batía la leche hasta que hacía una espuma como si alguien se hubiera pasado mucho tiempo haciendo burbujas en la superficie del chocolate. Pero el de Annie era el segundo mejor. Sobre todo cuando Fabian no estaba. Su duplicidad de tareas en la épicerie y en el centro de jardinería hacía que últimamente la casa de Picarets que tenía el anuncio desvaído de Dubonnet pintado en el gablete siempre estuviera vacía los sábados.

Trotó por el camino hasta la granja y la sorprendió que los perros no salieran corriendo para saludarla. Normalmente tenía que abrirse camino entre los aspavientos de afecto canino de esos perros que eran casi tan grandes como ella. Pero ese día llegó a la granja sin que nada la molestara. Miró por la ventana de la cocina, que tenía las luces encendidas, pero no había nadie sentado a la mesa. Así que metió la cabeza por la puerta principal y saludó. No hubo respuesta. ¿Estaría fuera con las vacas tal vez?

No estaba preocupada. No hasta que llegó al establo y vio las piernas de Annie. Estaban en el suelo, sobresaliendo de uno de los establos. Y los perros estaban tumbados a su lado y gimiendo. Chloé echó a correr.

—¿Annie? ¿Annie? —la llamó mientras entraba en el establo. Ahora podía ver la cara de Annie, que parecía vieja. Gris. No era buena señal—. ¿Annie? ¿Estás bien?

Annie levantó una mano y Chloé supo que estaba intentando sonreír, haciendo eso que hacen siempre los adultos ante los niños cuando hay problemas. Tenía diez años. Once dentro de unos meses. ¿Es que no se daban cuenta de que ya no era un bebé? ¿Es que el año pasado no había demostrado eso?

—Voy a llamar para pedir ayuda —dijo sacando el teléfono, pero Annie le puso una mano en el brazo.

—No, carrriño. No hace falta. —Su voz sonaba áspera, como si hubiera estado tosiendo mucho, y se apretaba el pecho—. Solo estoy descansando.

Chloé se detuvo, con los dedos sobre los botones.

—¿En el suelo? ¿Fuera?

Annie se encogió de hombros y la miró con media sonrisa.

—Se está cómodo.

Confundida, Chloé volvió a meter el teléfono en el bolsillo y ayudó a Annie a sentarse. Y entonces vio los rastros en su cara.

—¿Has estado llorando?

Annie negó con la cabeza y gruñó algo que Chloé no entendió. Pero la niña lo interpretó como una buena señal. Ya se parecía más a la Annie normal.

—¿Puedes levantarte?

—¡Claro que me puedo levantarrr! Ahorrra ya estoy muy descansada.

—¿Quieres que te ayude?

Annie murmuró algo más, pero Chloé la conocía bien. Se arrodilló y le ofreció el hombro para que se apoyara. Annie se tambaleó un poco al levantarse, como el ternero recién nacido en la granja de Christian, con las piernas inestables bajo su cuerpo. Entonces, con la mano apoyada en Chloé, empezó a caminar hacia la casa, con los dos perros detrás, muy apagados.

Cuando llegaron a la cocina, Chloé insistió en hacerle un café, a pesar de las protestas de Annie. Incluso consiguió arrancarle una sonrisa cuando tuvo que subirse a una silla para alcanzar las tazas. Como no sabía cuánto café se ponía en una taza, echó dos cucharadas, añadió una buena cantidad de azúcar y se lo puso en la mesa.

—Grrracias. —Annie estaba mirando el teléfono de Chloé—. ¿Desde cuándo tienes este teléfono?

Maman me lo compró para sustituir al que tú me regalaste. El otro se rompió, ya sabes… —Chloé no terminó la frase. Había aprendido a no hablar de lo del año anterior, del hombre que las había atacado a su madre y a ella. Parecía que los adultos se preocupaban mucho cada vez que lo mencionaba. Empezaban a susurrar y a pronunciar palabras en silencio, como si ella no entendiera.

Normalmente Annie no era así y Chloé podía hablar con ella de todo. Pero hoy parecía frágil y no quería ponerla triste otra vez.

—Sí, ya sé. —Annie asintió, todavía mirando la lista de contactos de Chloé—. ¿Este es el númerrro del móvil de Chrrristian?

—Sí. Me ha dicho que puedo llamarle cuando quiera —añadió Chloé orgullosa—. Aunque después me dijo que no le llamara después de medianoche a no ser que hubiera una emergencia.

Detectando cierta experimentación con eso del móvil detrás de ese comentario, Annie se rio.

—Cuando quierrras, ¿eh? —Miró el reloj—. Hazme un favorrr, Chloé. Trrráeme el teléfono del aparrrador y después dale de comerrr a los perrrros, ¿vale?

Chloé le pasó el teléfono y silbó para que los perros la siguieran. Al principio no querían dejar a su dueña, pero ella los llamó y los dos y la niña volvieron al establo. Casi habían llegado cuando Chloé se acordó del pienso. Annie lo guardaba en el porche de detrás para que no se mojara.

Volvió corriendo a la casa, entró y cogió la bolsa. Sabía que escuchar las conversaciones de otras personas no estaba bien, y no era su intención, pero es que Annie sonaba muy triste. Chloé se acercó a la puerta de la cocina.

—Grrracias. Y avísame si la encuentrrras… —Hubo una pausa y un hipo. Chloé conocía ese sonido.

Entró por la puerta y vio a Annie colgando el teléfono, con lágrimas corriéndole por la cara, y Chloé hizo lo único que se le ocurrió. Dejó caer la bolsa de pienso y corrió para abrazar a Annie con todas sus fuerzas.

«Todo está yendo bien», pensó Christian mientras miraba la carta de postres en ausencia de Eve, intentando averiguar cuál sería el más grande. Había conseguido superar el primer plato sin tirar nada de la mesa, aunque se quedó un poco desconcertado cuando el camarero se puso a echarle agua hirviendo a su entrante. El salmonete venía en una gran bandeja blanca y Christian creyó que por fin había llegado su recompensa hasta que el camarero se la puso delante. Dentro solo había un cuadradito de pescado, que no daba más que para un bocado, sobre un pequeño círculo de alimentos sin identificar. El resto de la bandeja estaba vacío.

Intentó no parecer decepcionado y estaba a punto de coger una cucharada de una pasta amarilla que estaba en equilibrio sobre el borde, cuando el camarero empezó a echar agua. ¡Estuvo a punto de escaldarle!

Era una salsa de azafrán, le aclaró Eve. Lo que no explicaba por qué no se la habían echado en la cocina en vez de en la mesa. Y tampoco hacía que la ración fuera más grande. Comió tan despacio como pudo, pero aun así terminó antes que ella y tuvo que sufrir la agonía de verla pasear la comida por el plato sin llegar a comérsela. Todavía muerto de hambre, tuvo que contenerse para no hacerle un placaje al camarero cuando retiró los platos, llevándose casi la mitad del entrante de ella.

El plato principal no fue mucho mejor. El cordero, tres trocitos insignificantes de un corderito que a él le habría dado vergüenza llevar al mercado, llegó sobre unas rodajitas de calabacín. Al lado había una cucharada de crema de patatas y en el extremo opuesto del enorme plato, una ramita de menta. Ya era bastante malo que estuviera pagando un ojo de la cara y que no le quitaran el hambre. Pero lo que más le molestaba era que el precio que a él le pagaban por un cordero entero no cubriría ni la mitad de esa comida.

Con el estómago aún rugiendo, soportó ver a Eve perder el tiempo con su rodaja de salmón ahumado, cortándola en trocitos diminutos y tardando media vida para comérselos. Vació la cesta del pan dos veces mientras ella comía. Por fin a ella le dio lástima y le ofreció lo que quedaba de su cena. Él aceptó, por supuesto.

Aunque la cena no había sido un éxito, su cita con Eve Rumeau sí. Era una mujer encantadora. Y bastante graciosa una vez atravesado ese exterior tan refinado. Los intervalos entre los platos habían volado hablando de la granja, el trabajo de ella y la diferencia entre Saint Girons y su ciudad natal de Burdeos. Cuando se excusó para ir al lavabo, tenía que reconocer que le estaba resultando una noche mejor de lo que había esperado. Pero…

No sabía qué le pasaba. Nadie podía negar que era atractiva. Había visto cómo se giraban las cabezas cuando cruzó la sala solo unos minutos antes, con el cuerpo ceñido por un vestido negro diseñado para hacer que se aceleraran los pulsos de todos los que la miraran, y el suyo no era una excepción. Pero…

Había algo que no estaba del todo bien, a pesar de la conversación fácil y de la buena compañía. Simplemente no era mujer para él. Quería a alguien más pragmático. Alguien que estuviera satisfecho con ir al Auberge de La Rivière y tomar el menu du jour de madame Webster. Alguien que pudiera limpiar su plato con satisfacción sin pensar en su figura. Y alguien que pudiera sentirse en casa en su granja. Aunque no fuera a tener una granja en el futuro.

Se rascó la cabeza, frustrado por el sorprendente giro de los acontecimientos. Le había pedido salir a Eve de buena fe, atraído por ella a pesar de la obvia desaprobación de sus padres. Y ahora estaba pensando en rechazar a una mujer preciosa. Era una locura. Y no es que tuviera una cola de chicas esperando. Pero daba igual. Básicamente la mujer que quería era…

Su móvil. Vibrando en su bolsillo. Sonaba lo bastante alto para provocar miradas ofendidas de los otros comensales. Lo había dejado encendido por si había más problemas con los partos de las vacas, pero se le olvidó quitarle el sonido. ¡Idiota! Vio a Eve que volvía a la mesa, le hizo un gesto para indicarle que iba a salir, cogió el teléfono y se dirigió a la salida, intentando ignorar los ceños de desaprobación que tuvo que soportar mientras salía.

Bonjour? —dijo abriendo el teléfono y saliendo a la noche fría.

—¿Chrrristian? —La línea crujía y la conexión no era buena.

—¿Annie? —Caminó por la entrada buscando mejor cobertura—. ¿Eres tú, Annie?

—Chrrristian, necesito que me ayudes.

Un hipo. ¿Estaba llorando? ¿Annie Estaque? Christian se apretó más el teléfono contra la oreja. Fuera lo que fuese, tenía que ser grave.