Capítulo 10

—¡El problema es que nadie quiere saber nada!

—¿Has hablado con Serrrge?

Véronique miró a su madre con incredulidad.

—¿Lo dices en serio? Está a punto de retirarse y todo el mundo sabe que está desconectado de todo. La clausura de la oficina de correos no va a devolverle a la acción.

—¿Y los otrrros?

—¡Ja! Pascal se ha lavado las manos diciendo que una vez que La Poste ha tomado una decisión es inútil intentar apelar. Y Christian…

Los pastos que había más allá de la cocina absorbieron toda la atención de Véronique. Con marzo ya llegando a su fin, los campos ya no tenían nieve y se desperezaban bajo la brillante luz del sol. Las señales de la primavera empezaban a ser evidentes por los grupitos de azafranes amarillos y morados que aparecían desperdigados bajo los árboles.

Pero para la cartera la alegría normalmente asociada con la estación que estaba a punto de llegar no había logrado materializarse.

Habían sido cuatro semanas muy frustrantes desde que le llegaron las malas noticias de La Poste. Sus intentos por conseguir más información sobre el veredicto fatal habían resultado totalmente infructuosos y cuando llamaba a la oficina principal siempre la pasaban de una persona a otra. En cuanto a las tres cartas que había enviado, certificadas por supuesto, por lo que ella sabía nunca se habían recibido.

Tampoco cabía esperar mucha ayuda del municipio. Suponiendo que la ampliación de tres meses del mandato de Serge Papon se había producido más para ayudar a Christian que por su renovado compromiso con Fogas, Véronique recurrió directamente a Pascal Souquet. Pero él la informó de que no podía hacer nada para cambiar la situación. Eso dejaba a Christian como única opción.

El Christian que ahora estaba saliendo con la dinámica Eve Rumeau, la de la inmobiliaria. Como si las largas piernas y la figura esbelta de mademoiselle Rumeau no fueran suficientes, encima sus dotes de persuasión parecían haber funcionado y había encontrado unos compradores para la granja en un tiempo récord. Después de dos visitas parecía que la pareja parisina se iba a quedar con la propiedad para convertirla en su segunda residencia. Otra más. Eso no era lo que la región necesitaba.

Como evidentemente tenía otras cosas en la cabeza, Christian tardó en responder a las llamadas de Véronique. Cuando por fin la llamó, parecía distraído, de mal humor incluso, algo raro dada su situación romántica. Y a Véronique le dio la impresión de que La Poste era lo último de lo que tenía ganas de ocuparse.

—¿Qué ibas a decirrr de Chrrristian? —El tono de Annie era inusualmente amable.

Véronique hizo una mueca.

—¡Está enamorado! Y por tanto no me sirve de nada.

—¡Ja! Enamorrrado, ¿eh? Porrr lo que he oído, las cosas no le van muy bien.

—¿A qué te refieres?

—Andrrré Dupuy me lo ha contado. Dice que Chrrristian y esa Eve han quedado dos veces, pero han tenido que cancelarrr ambas citas.

—¿Ah, sí? —Su respuesta tenía un leve tonillo de placer—. ¿Y qué ha pasado?

Sarrrko fue el que estrrropeó la prrrimera. Se salió de su cerrrcado y campó porrr los bosques y Chrrristian tuvo que andarrr corrrriendo porrr ahí en la oscuridad, en vez de salirrr a cenarrr a un rrrestaurante de categorrría de Saint Girrrons. Y la segunda vez una de las vacas se puso de parrrto prrrematurrramente.

—¡Parece que la Madre Naturaleza está intentando decirle algo!

Annie rio.

—Bueno, si ella no se lo dice, lo harrrá Andrrré Dupuy. No la puede soporrrtarrr. Y a Josephine no le gusta mucho tampoco.

Véronique intentó no sentirse animada por las noticias.

—Les guste o no, ha conseguido vender la granja. Lo que significa que Christian se irá pronto, así que es comprensible que no quiera verse envuelto en nuestros problemas con la oficina de correos.

Annie miró fijamente a su hija y supo por sus hombros caídos y la barbilla que tenía levantada valientemente que le estaba costando mantener la compostura.

—¿Y has pensado en irrrte a Toulouse tú también? Aquí ya no te rrretiene nada.

—Sí lo he pensado.

—¿Y?

Negó con la cabeza.

—No puedo.

—¿Y porrr qué no? Esperrro que no estés tomando esa decisión porrr mí, porrrque yo puedo cuidarrrme sola perrrfectamente. —Annie se esforzó por parecer indignada y fue recompensada con una sonrisa débil—. No tienes trrrabajo. Ningún lazo que te ate. Si yo fuerrra tú, me lanzarrría ante cualquierrr oporrrtunidad de empezarrr de nuevo en cualquierrr otrrra parrrte.

—¿Ah, sí? —La pregunta vino acompañada de una mirada penetrante; Véronique había heredado la capacidad de su padre para ver en el interior de las personas—. ¿De verdad?

—No —suspiró Annie—. Los meses más larrrgos de mi vida son los que pasé cerrrca de Perrrpignan cuando estaba embarrrazada. No podía esperrrarrr parrra volverrr aquí.

—¿Y qué te hizo ir a Perpignan?

Annie se levantó, se acercó a la cómoda donde había una hilera de fotos que ilustraban la historia familiar y Véronique pensó que habían vuelto a llegar al punto muerto que siempre parecía surgir entre ellas cuando se hablaba de las circunstancias de su nacimiento. Preparada para otro silencio ensordecedor, se sorprendió cuando su madre empezó a hablar.

—La sociedad. Eso fue lo que me obligó a irrrme. Estaba embarrrazada y solterrra en una comunidad pequeña. Tus abuelos creyerrron que lo mejorrr errra que no anduvierrra porrr aquí con la consecuencia de mis pecados tan visible.

—Pero volviste conmigo. ¿No fue eso peor?

Annie ladeó la cabeza y sonrió.

—Errras un bebé monísimo, Vérrronique. Lleno de vida. Nadie tuvo nada malo que decirrr al verrrte.

—¿Y no te arrepentiste nunca? ¿De volver a Fogas?

—¿Arrrrepentirrrme? No es una palabrrra que yo utilice muy a menudo. Hice lo que hice y viví con las consecuencias. Perrro me prrregunto si tú no habrrrías tenido una vida mejorrr si hubiera decidido quedarrrme allí. Y porrr eso debes pensarrrlo bien tú ahorrra.

—Lo he pensado. Pero todo el tiempo que estuve lejos en la universidad estaba deseando volver aquí. No puedo soportar la idea de no estar en estas montañas. —Véronique señaló las cumbres visibles en la distancia, terriblemente hermosas a la luz del sol—. Y eso no ha cambiado.

Annie, que no era una persona de sopesar mucho sus palabras antes de decirlas, se tomó un momento antes de hacer la siguiente pregunta.

—¿Ni siquierrra teniendo en cuenta que Chrrristian se va?

—¡Ah! —Véronique levantó la cabeza con la cara ardiendo—. ¿Tan obvio es?

En ese punto Annie, que debería haber sido más consciente de lo que estaba haciendo, estiró el brazo y acarició el pelo a su hija. Y eso era justo lo peor que se podía hacer ante una Estaque atribulada. Habría sido mucho mejor reírse de la locura de su hija. O no darle importancia a su enamoramiento.

Pero en vez de eso, en un poco habitual arrebato de afecto, cometió el error de rodearle los hombros con el brazo a Véronique, que empezó inmediatamente a sollozar.

—Oh, mi niña —murmuró Annie mientras abrazaba a su hija—. No se nos dan muy bien estas cosas de los amorrres, ¿eh?

No obtuvo respuesta.

—Bueno —continuó volviendo al tema anterior—, si estás segurrra de que quierrres quedarrrte, serrrá mejorrr que nos asegurrremos de que se vuelve a abrrrirrr esa maldita oficina de corrrreos. No querrremos que estés dando la lata porrr ahí todo el día.

Véronique levantó la vista, con los ojos rojos y las mejillas manchadas de lágrimas. Sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió la cara.

—¿Y cómo te propones hacer eso?

Annie miró por encima de los pastos hacia el camino que unía Picarets con Fogas.

—Crrreo que conozco a un hombrrre que puede ayudarrrnos. ¿Vas a estarrr bien si te quedas aquí sola un rrrato?

Véronique asintió mientras su madre, de repente llena de energía, empezaba a ponerse las botas.

—No me esperrres para comerrr —dijo Annie, poniéndose el abrigo mientras abría la puerta para salir a la fresca mañana—. Y no se te olvide darrr de comerrr a los perrrros.

Y tras decir eso, una desconcertada Véronique se quedó sola sentada a la larga mesa de la cocina junto al reloj de caja larga que había en la esquina, marcando los segundos del tiempo que le quedaba a Christian en Fogas.

Annie no necesitó mucho tiempo para darse cuenta de que el camino que había recorrido mil veces sin el menor esfuerzo en su juventud suponía un desafío para una mujer de su avanzada edad. El sendero se apartaba de la carretera y serpenteaba a través de los bosques para salir por encima de Picarets, proporcionando unas vistas sin igual del pueblo. Las aprovechó todo lo que pudo, apoyada contra un roble joven mientras recuperaba el aliento y contemplaba a Chloé hacer volteretas en el jardín de atrás, nada más que un puntito naranja en la mañana soleada. Le iba a pedir un chocolate caliente para recuperar toda su energía cuando fuera a su casa más tarde, pensó Annie, deseando pasar la noche del sábado con ella como ya era costumbre.

Algo recuperada, Annie siguió por el camino más ancho que unía Picarets con Fogas, con la ayuda de un palo de avellano que hacía las veces de bastón cuando la pendiente se volvió más empinada. Pronto la casa de Christian, que estaba justo a la salida del pueblo, no fue más que una mota debajo de ella, y cuando el camino giró al llegar a la cantera abandonada, la granja desapareció de la vista completamente.

Dando unos pasos calculados, Annie avanzó rápido y le sorprendió agradablemente lo pronto que llegó al pasto de la cumbre. También se maravilló porque el estremecimiento que sintió cuando era niña al descubrir ese trozo de paraíso se había vuelto a producir con igual intensidad ahora, a sus sesenta y seis años.

Aquella extensión verde quedaba por encima de las copas de los árboles, por lo que tenía unas vistas espectaculares de los valles circundantes y de las montañas que los rodeaban. La primera vez que estuvo allí, con siete años, al contemplar el panorama no le quedó duda de que estaba en la cima del mundo. Participando en su primera trashumancia, cuando se llevaba al ganado a los pastos más altos en los meses de más calor, quiso quedarse con las vacas todo el verano e incluso se tiró al suelo para disfrutar de la hierba suave. Había necesitado la promesa de su padre de que le iba a comprar un helado en la épicerie para conseguir que siguiera.

Aunque ese día todavía no hacía tiempo para helados y el frío del aire recordaba que el invierno todavía no se había ido, el sol brillaba y un solitario pinzón gorjeaba entre los árboles de más abajo. Para ser finales de marzo, era maravilloso. Annie se lo tomó como una invitación a sentarse y descansar. Y a pensar qué era exactamente lo que iba a hacer después.

Había salido de la casa en una oleada de emoción, motivada por la pena de Véronique. Pero no tenía un plan para arreglarle las cosas a su hija. Ni tampoco se le había ocurrido uno durante la extenuante caminata de subida, porque había estado centrada totalmente en el camino. Pero de algo estaba segura.

La única persona que podía ayudar a Véronique era Serge Papon.

Así que sus pies habían tomado la dirección de Fogas y de la casa del alcalde sin tener ni idea de lo que le iba a decir cuando llegara. Tenía que hacer que se interesara. Hacer que se preocupara por la difícil situación de la cartera de Fogas. Pero ¿cómo lograrlo cuando había perdido todo el entusiasmo por la vida?

Solo había una solución. Una clave para revitalizar el corazón roto del alcalde y persuadirlo para que se implicara en la causa de Véronique. Pero utilizarla podría traer terribles consecuencias.

Echó atrás la cabeza, dejando que la calidez del sol la inundara. Qué bien la hacía sentir después de las duras condiciones de los meses anteriores. Mientras estaba sentada allí, reuniendo coraje, se dio cuenta de la ironía. Porque el lugar donde decidió la acción que probablemente arruinara la relación con su hija era el mismo lugar donde fue concebida.

Era a finales de abril, con la primavera bailando por la tierra dejando flores y trinos de pájaros en su estela y llenando la región de posibilidades de nuevos comienzos. Y de nueva vida. Ese día en concreto, Annie había acabado pronto sus tareas en la granja y decidió aprovechar la tarde para subir hasta ese claro para ver el atardecer. Su desilusión al encontrarse a alguien allí se vio atenuada por el hecho de que fuera el teniente de alcalde, Serge Papon, el que estaba sentado en una roca, esperando a que el cielo cambiara de color.

Se conocían desde hacía años, ambos miembros del consejo, y Serge, tal vez consciente de que Annie era inmune a sus evidentes encantos, siempre la había tratado como a una igual, sin ninguna de las condescendencias a las que ella se había acostumbrado como mujer en un mundo de granjeros. Así que cuando la invitó a sentarse con él, Annie aceptó.

Después de unas palabras de cortesía, se quedaron sentados en un silencio amigable, rodeados del aire caliente y embriagador con el aroma de las flores, de los árboles con sus ramas llenas de pájaros haciendo sus nidos y del sonido de los cencerros de las vacas que llegaba desde el valle de abajo. Annie sintió una serenidad que no estaba segura de haber experimentado nunca después de aquel día. Pero de un momento a otro todo cambió.

Escondiéndose tras el horizonte, el sol tiñó de carmesí las nubes al oeste y de morado los picos pirenaicos, la forma característica del Mont Valier, una silueta oscura sobre un fondo lleno de color. Cuando el sol bajó un poco más, los colores se volvieron más profundos, más sensuales, ya no quedaba espacio para los tonos pastel en ese cielo pintado con abandono. Y por fin, en un vano esfuerzo por evitar la noche que se aproximaba, los últimos rayos se deshicieron detrás de las montañas, enviando unas luces estroboscópicas de color naranja hacia los cielos oscurecidos.

Ambos dieron un respingo. Y ella se estremeció.

Parecía natural que él la rodeara con un brazo. Natural a pesar de la electricidad que chisporroteaba entre ellos.

Fiebre primaveral lo llamó ella cuando bajó de la montaña mucho después, con el camino totalmente a oscuras y guiándose con seguridad gracias a su sentido innato de la orientación. Llegó a la granja, vio luz saliendo por la ventana de la cocina y dentro a maman poniendo la mesa para la cena, hablando con papa, que se estaba sirviendo una copa de vino en el aparador.

Annie sintió las primeras punzadas de vergüenza.

Con treinta años, no era una inocente. Había tenido novios. Pero los convulsos años sesenta habían pasado sin dejar huella en Fogas y hasta ese momento, ya en 1972, ninguno de los habitantes había mostrado inclinación alguna por experimentar el amor libre. Bueno, y si alguien lo había hecho, no lo contaba. Por eso tener una aventura con un hombre casado era todavía algo bastante escandaloso. Sobre todo si era el teniente de alcalde.

Tras quitarse la mayor parte de la hierba de la ropa y estirarse la falda, inspiró hondo y entró.

Bonsoir! —dijo maman con su acento marcado por su origen español—. Justo a tiempo, cariño. ¿Has disfrutado del paseo?

Annie asintió.

—El aire fresco te sienta bien. —Papa le dio un pellizco en las mejillas cuando pasó a su lado.

Maman le dedicó una sonrisa conspiratoria a espaldas de su padre, sin duda esperando que su única hija hubiera encontrado por fin a alguien con quien sentar la cabeza. Como odiaba mentir, Annie decidió durante la cena que olvidaría lo que había pasado esa noche tan rápido como fuera posible. Nunca hablaría de ello y nadie lo sabría.

Pero la naturaleza había tomado otra decisión. No mucho después, Annie se dio cuenta de que su encuentro al atardecer le había dejado un recordatorio permanente de su momento de debilidad. Estaba fuera de sí y, en pleno estado de angustia, recibió una visita de Thérèse Papon.

Y eso cambió su vida. Y la de Véronique. Porque Annie todavía no estaba segura de si sería lo bastante valiente para ser madre soltera en Fogas y seguiría sin estarlo si no hubiera sido por la presión que ejerció sobre ella Thérèse para que abortara. Adivinando quién era el padre, Thérèse estaba aterrada de que Serge la dejara por un sentido del deber hacia ese hijo, un hijo que Thérèse era incapaz de darle. Así que le suplicó a Annie que se librara de él.

Terca hasta la médula y viendo amenazado a su bebé, Annie tomó una decisión sin pensarlo. En vez de dar su hijo en adopción, como había estado pensando, ella lo criaría. Pero por compasión hacia aquella mujer a la que siempre había admirado, y en cierta forma en penitencia por el pecado que había cometido, Annie juró que nunca revelaría la identidad del padre.

Las dos mujeres guardaron el secreto y los padres de Annie siempre creyeron que Véronique, su nieta adorada, era el bonito resultado de una breve relación con un feriante que estaba de paso. Después, en su último año de vida y después de tres décadas de silencio, Thérèse le hizo una petición final. Cuando se moría de cáncer, le pidió a Annie que le dijera la verdad a Serge cuando ella se hubiera ido.

Y eso era lo que Annie estaba a punto de hacer.

No tenía sentido retrasarlo más. Se levantó despacio, un poco mareada porque la sangre se le había subido a la cabeza. Levantó la cara hacia el sol una vez más como para reunir fuerzas y después le dio la espalda y cruzó el claro hacia los bosques. Con un pie detrás del otro y la mente hecha un lío, siguió el camino hasta las ruinas del viejo molino que había en el valle entre los dos pueblos. No tardó mucho en subir por el otro lado, entre las parcelas que marcaban las afueras de Fogas, que ya se veía en la distancia.

La hora de comer. Lo sabía porque había oído tocar el reloj del ayuntamiento. Así que puso la mesa diligentemente con un plato, un poco de saucisson sobre una tabla y una cuña de queso al lado. Había encontrado un trozo de baguette un poco vieja y se sirvió una copa de vino.

Pero Serge Papon no tenía apetito.

Se sentó mirando la silla vacía que tenía enfrente y ni siquiera la carta que había llegado en el correo de la mañana consiguió penetrar la oscura niebla que lo envolvía.

Era del Conseil Général de Foix, nada menos. Se sintió intrigado cuando vio el sobre, preguntándose qué querría esa asamblea de él. Foix estaba al otro lado del Col de Port, en la meseta que llegaba hasta Toulouse, y aunque era la capital de Ariège, quedaba muy alejada de la vida en las montañas. Teóricamente el Conseil Général supervisaba todos los municipios, pero la realidad era que no tenía nada que ver en el gobierno del día a día de lugares como Fogas. A menos que necesitaran dinero. O tuvieran problemas.

Pensando que ninguna de esas dos posibilidades podía aplicarse a su municipio, leyó el contenido de la carta y sintió que parte de su antigua pasión se reavivaba. Remitida por un consejo presidido por un hombre conocido por su postura antiosos, la carta hablaba del asunto de la presencia de Arnaud Petit en La Rivière. Afirmando que la ocupación de un alojamiento propiedad del municipio era equivalente a un apoyo explícito por parte de Fogas a la reintroducción de los osos, acababa aconsejando que sería mejor para todas las partes cancelar el acuerdo de alquiler del alojamiento.

Aunque el documento estaba redactado de una forma muy ampulosa, lleno de frases interminables y florituras literarias, Serge reconoció que allí había una amenaza velada. Las consecuencias de negarse a cumplir esa orden no se decían abiertamente, pero Serge llevaba como alcalde el tiempo suficiente para saber que si no echaba al rastreador de osos, Fogas tendría problemas a la hora de recurrir al Conseil Général para pedir cualquier tipo de financiación.

Al principio se molestó. ¡Cómo se atrevían a decirle qué hacer en su municipio si él era el cargo público electo! Era inconstitucional. Una corrupción del poder. Les iba a enseñar lo que era bueno. Iba a ampliar el período de alquiler e iba a reducir la renta además.

Dio un puñetazo en la mesa por la indignación y cogió el cuaderno que Thérèse siempre utilizaba para hacer la lista de la compra, con la intención de escribir una respuesta para que Céline la pasara a máquina después del fin de semana. Pero cuando acercó el cuaderno, vio la escritura cuidada de su mujer sobre la página. Su última lista. Él la había dejado allí para cuando saliera del hospital, en caso de que quisiera añadir algo. Pero no le fue posible. Y así fue como el fuego que se había producido en su interior se apagó tan rápido como se había encendido.

No llegó a escribir esa respuesta. Una hora después todavía seguía sentado allí, mirando el inventario de cosas que ella creía esenciales para su vida conjunta. Solo la música del reloj le despertó.

Volvió a mirar la mesa, intentando reunir un poco de entusiasmo. Pero no tenía. Ni para la comida ni para la política. Le daría la carta del Conseil Général a Pascal y que él se ocupara de eso. Lo que significaba, sin duda, que Arnaud tendría que irse.

Serge suspiró y cogió el cuchillo. ¿Queso o saucisson? No había avanzado en el proceso de tomar una decisión cuando oyó que alguien llamaba.

¿Quién demonios…? ¡A la hora de comer! Diciéndose que una intrusión a esa hora era casi un sacrilegio, independientemente de que él no tuviera hambre, llegó al vestíbulo y abrió la puerta.

Bonjourrr, Serrrge.

Annie Estaque pasó a su lado y entró en la cocina antes de que pudiera responder. Asombrado, cerró la puerta y la siguió. Durante el último año, muchas mujeres con buenas intenciones habían venido para traerle un plato de boeuf bourguignon o de lapin chasseur que solo tenía que calentar. La mayoría de ellos habían ido a la basura. Pero ni una sola vez Annie había cruzado su umbral. No lo había pensado nunca, pero mientras volvía a la mesa tras ella, ese distanciamiento le molestó. Solo esperaba que no hubiera ido para darle una de las famosas charlas de las Estaque, porque no estaba de humor.

—¿Has comido? —preguntó por costumbre mientras le hacía un gesto para que se sentara.

Ella negó con la cabeza y Serge se dio cuenta de que parecía cansada.

—¿Quieres acompañarme? No es mucho, me temo.

Sus ojos examinaron las escasas raciones y levantó una ceja en respuesta.

—No he podido ir a la compra —murmuró antes de que pudiera decir nada—. Pero lo comparto contigo encantado.

Ella se sentó y Serge le puso delante un plato antes de volver a sentarse. Dividió la baguette seca en dos trozos, le dio la mitad y después cortó un trozo de queso.

—¿Rrrogallais? —preguntó cuando él se lo puso en el plato.

—¡Claro! —Sonrió porque era una broma corriente en el municipio el hecho de que Josette solo traía a su tienda queso local—. ¿Vino?

Fue a hacer el gesto de tapar la copa, pero de repente algo se relajó en su interior.

—¿Porrr qué no?

Era exactamente lo que él pensaba.

—¿Y por qué brindamos? —dijo levantando la copa.

—Porrr el futurrro —dijo y se le quebró la voz—. Tu futurrro.

Preparándose para otra charla de una entrometida con buenas intenciones, Serge se acomodó en su silla y cruzó los brazos.

Muy por encima de la granja de las Estaque, donde Véronique esperaba impaciente el regreso de su madre, en la ladera de una montaña que descendía desde un pequeño lago de montaña, el sol brillaba sobre las rocas desperdigadas ante una grieta profunda. Hacía calor y un águila ratonera volaba en círculos perezosos, solo una motita contra el cielo azul. A esa altitud los árboles todavía no tenían hojas y la hierba del claro apenas había empezado a revivir. Pero era suficiente.

Cuando el sol llegó a su punto más alto, una silueta grande salió de la oscuridad de la grieta. Moviéndose con lentitud, medio dormida, salió a la luz del sol y se paró para oler el aire. Satisfecha, avanzó y dos siluetas más pequeñas se separaron de su sombra, dando sus primeros pasos vacilantes fuera de la cueva que hasta entonces había sido su único hogar.

La hibernación había acabado. Había llegado la hora de salir a buscar comida.