La nieve llegó a Fogas a mediados de diciembre, dejando una gruesa capa sobre el suelo, cubriendo las montañas de blanco y volviendo traicioneras las carreteras. Mantuvo ocupado a Bernard Mirouze, que conducía la quitanieves por todo el municipio para intentar mantener abiertas las carreteras. Siguió nevando durante todas las fiestas, con chaparrones regulares y alguna ventisca ocasional, lo que le proporcionó a Chloé y a los gemelos Rogalle horas de entretenimiento con los trineos por las cuestas de los campos de Christian. Y Véronique agradeció que sus lecciones de conducir con Josette se vieran suspendidas hasta que pasaran las inclemencias.
Para Año Nuevo, el invierno estaba en todo su apogeo y las temperaturas cayeron hasta -10 ºC durante varios días, lo que provocó que el río se congelara a la altura del Auberge des Deux Vallées por primera vez desde que alguien pudiera recordar. Cuando el mercurio volvió a subir por fin, llegó una repentina tromba de agua que cayó sobre la tierra helada formando inmediatamente placas de hielo, y lo peor se lo llevó el tramo de la curva de la carretera que rodeaba la colina, justo al pasar el Auberge.
En solo una mañana se produjeron muchos incidentes en ese tramo, porque los conductores desprevenidos de repente se encontraban con que sus ruedas tenían tanta tracción como el beagle de Bernard sobre un suelo de azulejos. Algunos de los coches acabaron en el área de paso que había enfrente y otros patinaron hasta quedarse parados en medio de los dos carriles, bloqueando la carretera. Y la gente tenía problemas para mantenerse en pie por los resbalones cuando salían del coche de camino a la puerta del Auberge, donde los propietarios hacían su agosto en pleno diciembre sirviendo café. Esto fue suficiente para hacer que Paul Webster, aubergiste y emprendedor, le comentara a su mujer que tal vez deberían tirar un cubo de agua a la carretera todos los años en esa época.
Las condiciones árticas, que se mantuvieron durante enero y febrero, obligaron a los residentes de los municipios de montaña como Fogas a una hibernación forzada. Con las carreteras intransitables a pesar de todos los esfuerzos del cantonnier, los apagones por culpa de los árboles que caían sobre las líneas de alta tensión y las tuberías congeladas regularmente, la vida en los tres pueblos se centró en las necesidades básicas. Josette y Fabian vieron un aumento sin precedentes del negocio, porque los locales bajaban andando a la épicerie en vez de arriesgarse a hacer el peligroso viaje hasta Saint Girons. El bar se convirtió en el lugar en el que tomarse el café de la mañana y compartir cotilleos. Y el Auberge, con su nueva caldera y un generador que garantizaba el calor pasara lo que pasase, vio un aumento repentino de los clientes del restaurante, a pesar de su chef anglosajón.
Obviamente, según se iban reduciendo las pilas de leña que había fuera de las casas por culpa del mal tiempo, los vecinos empezaron a romper el confinamiento obligado y a pasar con los demás más horas de lo habitual. Volvieron a resurgir antiguas enemistades, los cotilleos circularon más rápido y, por la falta de material fresco, se resucitaron y embellecieron viejos escándalos, incluyendo el de madame Sentenac y el curé. Ahora los rumores especulaban con que de su unión había nacido un hijo, porque alguien había aventurado que el sobrino de ella tenía un asombroso parecido con el desaparecido cura. No hizo falta mucho para que la gente recalara en el tema de Annie Estaque y ese invierno hubo muchas especulaciones sobre la identidad de su amante y papa de Véronique. Pero ninguno acertado. Jacques, que se enteraba de todos esos comentarios ociosos gracias a su naturaleza fantasmal, se maravilló ante la ingenuidad de algunas de las sugerencias, sobre todo la que decía que él podía ser el padre.
En medio de todo aquello, a finales de febrero, Eve Rumeau, una mujer que no era conocida por dejar que la venciera algo tan común como la nieve, decidió enfrentarse a los elementos para llevar a una pareja de jubilados parisinos a ver la granja de los Dupuy. Las bajas temperaturas, sin embargo, acabaron con la batería de su Suzuki Jimny, así que tuvo que hacer el viaje hasta la propiedad en el coche de sus clientes, que no era precisamente adecuado ni siquiera con las cadenas para la nieve puestas.
—¿Han subido en eso? —exclamó Josephine Dupuy cuando el coche deportivo de capota flexible avanzó despacio por el camino, con la nieve crujiendo bajo las cadenas de las ruedas.
—¡Vaya! —soltó Christian mientras veía el Mazda aparcar junto al establo y unas largas piernas salir del asiento del copiloto—. ¡Increíble!
—Cierto, hijo, cierto —rio André y recibió una colleja de su mujer, que sabía que su marido no se refería al coche.
—Bonjour! —La voz de Eve les llegó desde la entrada y los Dupuy intercambiaron una mirada ansiosa, desgarrados entre el deseo de que la visita fuera bien y que no se vendiera su casa. Entonces la mujer de la inmobiliaria entró en la cocina, caminando muy firme sobre sus tacones altos a pesar de lo resbaladizo del suelo, seguida de una pareja de unos cincuenta que iba muy bien vestida—. Estos son monsieur y madame Martin.
Todos se estrecharon la mano un poco incómodos.
—Y estos —dijo señalando a Christian y a sus padres, que habían formado una especie de piña defensiva con expresiones cautelosas— son la familia Dupuy, los dueños de la mejor propiedad que tengo en venta. ¡Fíjense qué vista!
Como si cumplieran órdenes de la mujer, las oscuras nubes se separaron y el sol se coló entre ellas, haciendo que el Mont Valier brillara en la distancia.
—Espectacular —dijo monsieur Martin con unas vocales parisinas muy pulidas mientras su mujer se ceñía el abrigo de pieles sobre los hombros.
—¿No tiene calefacción central? —preguntó mirando la vieja estufa de madera con una ceja levantada.
—No hace falta —respondió Eve antes de que los Dupuy tuvieran tiempo de abrir la boca. Señaló en dirección a los bosques que había al otro lado de la ventana—. Con un suministro constante de combustible justo en la puerta, ¿por qué pagar los altísimos precios del gasoil?
—¿Y arriba?
—Estufas eléctricas. Mucho más fiables.
En ese momento la bombilla que había encima de sus cabezas parpadeó y se fue y el frigorífico se paró.
—¿Un corte de electricidad?
—Sí, es que están haciendo mantenimiento en las líneas —mintió Eve con una facilidad producto de la larga práctica—. Probablemente estará yendo y viniendo todo el día. ¿Podrías acompañarnos con una linterna, Christian? Por si se va en algún momento inoportuno…
Christian cogió la linterna que había en la entrada y miró a su padre al pasar con una sonrisa cómplice. Era buena, había que concederle eso. A ese paso iba a conseguir vender rápidamente.
Y ese pensamiento fue suficiente para quitarle la sonrisa de la cara.
Eve era buena. Hizo que lo que podría haber sido una visita desastrosa pareciera algo totalmente rutinario. Cuando monsieur Martin se quejó de lo destartaladas que estaban las tablas del suelo de arriba, ella dijo que tenían un característico encanto rústico. Igualmente calificó como pintoresco el opresivo papel pintado con motivos florales que cubría del suelo al techo el cuarto de los padres, puerta incluida. Las objeciones que pusieron sobre la falta de un baño incorporado y el acristalamiento simple que dejaba pasar las corrientes desaparecieron cuando les presentó presupuestos de reforma de compañías locales, que según la opinión de Christian eran demasiado optimistas. Y cuando madame Martin se sobresaltó por una bandada de gallinas que salieron de debajo del baúl de madera de la entrada, Eve se puso poética sobre las ventajas de la autosuficiencia, lo que consiguió convencer incluso al granjero, que conocía mejor que bien la realidad de esa vida.
Para cuando volvieron a reunirse en la cocina y monsieur Martin se atrevió a decir, mientras miraba por la ventana, que era una pena que el establo tapara parte de la magnífica vista, ya no había forma de pararla.
—¡Ah, pues lo tiran! —dijo desechando la utilitaria estructura con un gesto de sus elegantes dedos—. De todas formas no les va a servir para nada.
—Merde!
El exabrupto fue solo murmullo, pero resultó audible. Incluso más audible que el portazo de la puerta de atrás cuando André Dupuy salió al patio en dirección al edificio que acababan de condenar. Un edificio que había ayudado a construir muchos veranos atrás, junto a su padre. Mirando hacia la cocina con el ceño fruncido, cerró la puerta del establo con otro portazo, lo que hizo que una gran cantidad de nieve cayera del tejado justo encima del coche deportivo que había aparcado debajo.
Eve ni rechistó y sacó a sus clientes de la cocina para llevárselos de nuevo a las escaleras, animándoles a echarle otro vistazo a los dormitorios y a hacer muchas fotos. Cuando Christian intentó seguirles, ella se lo llevó a un rincón de la entrada en penumbra.
—Creo que he molestado a tu padre —dijo con una mano apoyada sobre el musculoso brazo del granjero—. No era mi intención.
—Tenía que pasar. —Una extraña sensación de cosquilleo le recorrió la piel en el lugar donde esos dedos estaban aplicando una leve presión—. No es fácil vender la única casa que uno ha conocido. Se le pasará.
—Si tú lo dices… —Le sonrió y unos dientes blancos aparecieron entre los seductores labios rojos—. No querría que se enfadara conmigo.
—Lo superará —dijo Christian intentando ignorar la imagen que le venía a la mente de su padre saliendo del establo con una vieja escopeta en las manos y persiguiendo a los posibles compradores para que salieran de sus tierras—. ¿Cómo crees que está yendo?
Eve se acercó aún más y con el pelo suave rozándole la mejilla le susurró:
—Perfecto. Los tengo exactamente donde quería.
—Ge… genial, eso es genial —tartamudeó el granjero. Su perfume lo envolvía y hacía que los circuitos de su cerebro fueran tan poco fiables como el suministro eléctrico de la casa—. Eres muy buena en esto.
—Tal vez podrías llevarme a cenar por ahí una noche y así te puedo enseñar en qué otras cosas soy buena —ronroneó y le rozó la dura línea de la mandíbula con los labios antes de subir para reunirse con sus clientes.
Él se quedó allí de pie en la entrada, mirando las botas, los abrigos y el cordel que seguía sobre el baúl. Pero realmente no estaba viendo ninguna de esas cosas.
—¿No te parece, Christian?
—¿Qué? Perdona, maman, ¿me estabas diciendo algo?
—He dicho que deberías salir y ver cómo está tu padre. Parecía un poco preocupado.
—Vale. Sí. Claro.
Y con una vergüenza que no sabía de donde venía, salió al frío. Una ráfaga de aire helado de la montaña le aclaró los sentidos, llevándose los últimos vestigios del embriagador perfume de Eve.
—Tirar el establo, claro —gruñó mientras seguía los pasos de su padre en la nieve—. ¡Por encima de mi cadáver!
Solo cuando llegó al edificio en cuestión se dio cuenta de que una vez que vendieran, él no tendría ni voz ni voto en el asunto. El establo, igual que Sarko, el toro, dejaría de ser parte de lo que era ahora la granja.
Agitado por la frustración ante el difícil camino que se veía obligado a tomar, ni la imagen del Mazda cubierto de un montículo de nieve le hizo sonreír. En vez de quitarla, se metió en el establo y empezó a juguetear con el tractor mientras su padre sacaba y limpiaba la vieja escopeta. Hablaron de las peripecias del club de rugby local. Del impacto del frío invierno en la próxima temporada de pesca. Incluso hablaron de la posibilidad de que Stephanie y Fabian se casaran.
Pero ninguno sacó el tema de la venta. Y no salieron del establo hasta que estuvieron seguros de que Eve Rumeau había abandonado el lugar.
—Parece que tenemos un montón de mermelada de arándanos —dijo Josette mientras abría la primera de las muchas cajas que Fabian estaba trayendo desde el camión que había fuera. Con unas entregas impredecibles y las ventas disparadas gracias al tiempo invernal, habían pedido más que su escaso suministro habitual y estaba empezando a preguntarse dónde lo iba a poner todo—. ¡Y muchos botes de miel también!
Fabian la miró con una sonrisa compungida.
—Es por Chloé. Está obsesionada con los osos.
—¿Y le va a dar todo esto?
—No. Está haciendo una dieta de oso. Solo come cosas que ellos comerían. Que, por suerte, son muchas. ¡Incluso me ha pedido que le traiga venado y un trozo de jabalí!
Josette rio.
—¿Y cómo se está tomando eso Stephanie, que es vegetariana?
—Creo que después de lo que pasó el año pasado, está contenta de que Chloé haya vuelto a ser la niña lunática de siempre.
—Stephanie tiene razón. Es agradable ver a Chloé tan interesada en algo. He oído que le estuvo preguntando a Arnaud la semana pasada sobre uno de los osos que está rastreando. La osa que está preñada.
—¿Miel? Chloé lo sabe todo sobre ella. —Fabian hizo un gesto vago hacia las montañas que se veían por el escaparate—. Ha estado dándole la lata a Arnaud para que la lleve allá arriba en primavera.
—¡Esa niña está loca!
Estremeciéndose solo con pensar en encontrarse con un oso de cerca, Josette cogió la siguiente caja y sacó un saco alargado de plástico de algo que parecía harina.
—¿Esto también es para Chloé? —Miró la etiqueta, pero solo le dio tiempo a leer la primera línea cuando Fabian se lo quitó—. No sabía que los osos necesitaran polvos para bebidas energéticas —dijo secamente mientras metía el saco en la bolsa con la comida de Chloé.
—Es para la bici —murmuró—. Pronto volveré a entrenar.
—¿Y crees que beberte eso te va a ayudar a mantener el ritmo del Tour de France cuando pase por aquí este verano? —Josette rio, sorprendida de hasta qué punto últimamente se tomaban en serio el deporte incluso los ciclistas aficionados. En la época de Jacques simplemente se subían a la bici y se ponían a pedalear.
—Bonjour!
Fabian gruñó bajito y Josette levantó la vista y se encontró a Fatima Souquet cruzando la puerta.
—Bonjour, Fatima. No te vemos mucho por aquí últimamente.
Josette sonrió dulcemente, pero Fatima no picó el anzuelo. Cogió una cesta y empezó a meter cosas.
¡Qué cara! Desde el año anterior esa mujer apenas había aparecido por la épicerie, prefiriendo hacer toda su compra en Saint Girons. Pero ahora que la nieve estaba causando estragos, aparecía otra vez. Josette debería haberla echado, estaba en su derecho, pero aferrarse a los principios en tiempos tan duros solo era propio de imbéciles. Notó que Jacques seguía a la mujer de cara delgada por toda la tienda con una mueca de disgusto en la cara. No había duda de que él habría elegido el altruismo por encima del negocio y la habría echado de la tienda si hubiera podido. Pero dado su estado etéreo, optó por la hostilidad, soplándole aire frío en el cuello mientras la seguía.
—He oído que has encontrado un cassoulet local que está delicioso. ¿Es que te has quedado sin existencias? —le preguntó Fatima desde el fondo, subiéndose el cuello del abrigo al sentir un frío repentino justo cuando Fabian entraba con otra carga de cajas.
—No…
—¡Sí! —exclamó Josette acallando a su sobrino, que ya estaba señalando las latas que acababan de llegar y estaban apiladas a sus pies. Ella las escondió bajo el mostrador y su mirada de confusión desapareció para convertirse en una sonrisa. Le había llevado un año, pero por fin había empezado a comprender la política local. Algunas cosas eran demasiado buenas para malgastarlas con gente como los Souquet.
—Prueba el coq au vin —le dijo Josette—. También está muy bueno.
Negando con la cabeza por el asombro, Fabian se giró para salir a recoger las últimas cajas y chocó de frente con Véronique.
—¡Perdón! ¿Estás bien?
—¡No! —exclamó agitando una carta y acercándose a Josette. Al darse cuenta de que su mal humor no tenía nada que ver con la colisión, Fabian escapó apresuradamente.
—¿Qué ocurre? —Josette miró a su joven amiga con preocupación.
—¡La Poste! —Tiró la carta sobre el mostrador y esperó mientras la leía, golpeando el suelo con el pie.
—¿Qué significa eso de la «alternativa local»?
—¡Significa que no, eso es lo que quiere decir! Que no van a volver a abrir la oficina de correos, que han encontrado otro sitio por aquí cerca para poner otra.
—¿Dónde? No hay ningún lugar más adecuado.
Véronique levantó los brazos por la desesperación.
—¡Lo sé! Pero habría que decírselo a ellos.
—¿Y no se puede apelar la decisión?
—Eso voy a averiguar. Esperaba que Christian estuviera por aquí.
Josette negó con la cabeza.
—Tiene una visita para ver la granja. Tendrás que llamarle. O a Pascal.
Véronique puso los ojos en blanco y emitió un sonido desdeñoso sin percatarse de las miradas de advertencia que le lanzaba su amiga desde detrás del mostrador.
—¿Pascal? Él fue quien me prometió que arreglaría esto y mira lo que ha pasado. Ese hombre no podría ni organizar una fête el Día de la Toma de la Bastilla. ¡Ni siquiera con Napoleón a mano!
—Bonjour, Véronique. —El tono ácido detuvo en seco a la cartera.
—¡Fatima! Bonjour. No te había visto.
—¿Estabas diciendo que hay malas noticias sobre la oficina de correos?
Véronique le pasó la carta a Fatima, que la leyó y se la devolvió.
—Deberías hablar con Pascal. —Colocó la cesta de la compra al lado de la caja—. Como primer teniente de alcalde seguro que te puede ayudar, al contrario de lo que piensas.
—Ya he hablado con él —dijo Véronique con los dientes apretados—. En noviembre le expliqué mis planes para establecer una oficina de correos en La Rivière y me aseguró que se ocuparía de ello. —Agitó la carta una vez más—. Y este es el resultado. Así que perdóname si ahora prefiero poner mi confianza en el segundo teniente de alcalde, Christian Dupuy.
Y con eso salió como una tromba de la tienda, dejando a Josette cobrando la compra de Fatima en silencio.
«Qué pena», pensó Josette cuando la épicerie volvió a quedarse vacía, mientras se agachaba para recoger las latas de cassoulet del suelo. Ni Véronique ni Fatima habían pensado en Serge para pedirle ayuda. Estaban en un momento de cambio. Y mientras ponía las latas en su estante correspondiente no pudo evitar preocuparse por si las cosas fueran a cambiar aún más. Y no necesariamente para mejor.
—Pero ¿a qué demonios estás jugando? —le escupió Fatima en cuanto entró por la puerta.
Pascal, que había estado viendo una grabación de Fausto en la Opéra Bastille y no había dejado de gruñir por la inferioridad del lugar, pues en su mente el legítimo lugar de la Opéra National era el Palais Garnier, dio un salto en el sofá al ver las chispas que salían de los ojos de su esposa.
—A Véronique le han dicho que no van a volver a abrir la oficina de correos. ¿Has tenido algo que ver con eso? —le preguntó avanzando por la habitación hacia él.
—Sí. No. Bueno… algo así.
—¿Algo así? ¿Qué significa eso?
Pascal sintió la necesidad de mentir, pero ante la mirada penetrante de su esposa le salió la verdad.
—Puede que haya hablado con La Poste.
—¿Para decirles qué exactamente?
—Les hablé del plan de Véronique de combinar la oficina de correos y la épicerie.
Fatima pareció confundida.
—Es una idea excelente. ¿Por qué demonios la han rechazado?
—No la han rechazado.
—¡Sí! Acabo de ver la carta. No va a haber oficina de correos en La Rivière.
Pascal tragó saliva, con los ojos pegados a la televisión donde Fausto estaba siendo corrompido por Mefistófeles. Cuando habló, sus palabras apenas fueron audibles.
—No sugerí que la abrieran en La Rivière.
—¿Y dónde entonces? ¿No sería allá arriba en Fogas? Eso sería ridículo…
Algo que vio en la cara de su marido hizo que se detuviera. Era la misma mirada que tenía el día que vino a casa para darle la noticia de que estaban en bancarrota; la expresión llena de una culpa furtiva que tendría un niño que ha roto todos los paneles de cristal de un invernadero. Y fue entonces cuando Fatima se dio cuenta.
—No habrás propuesto que…
Él se quedó mirando la televisión mientras Fausto se retorcía por el tormento.
—¿Te haces idea de lo que has hecho?
—Tiene sentido —protestó—. Sarrat tiene una comunidad mayor. Es más viable a largo plazo.
—¿«Viable a largo plazo»? ¿Eso es lo que te ha dicho él? ¿Y también te ha dicho que Fogas ya no tiene largo plazo gracias a ti? Una vez que la oficina de correos esté en Sarrat, al otro lado del puente, este pueblo estará acabado. Todo lo que nos quedará será la épicerie.
Pascal cambió el peso de un pie al otro.
—¡No! —Fatima se tapó la boca con las manos—. ¿La épicerie también?
—Era la única forma de que La Poste estuviera interesado. Sin la idea de integrar la tienda y la oficina de correos no querían saber nada.
—¡Oh, Dios mío! —Fue tambaleándose hasta el sofá y se sentó—. Te ha engañado. Te ha puesto a hacer el trabajo sucio y tú ni siquiera te has dado cuenta de nada.
—¡Pero es lo que planeamos, ma chérie! —Pascal cayó de rodillas delante de ella y le cogió las manos entre las suyas—. Llevará al mismo resultado, pero por un camino diferente.
Fatima apartó las manos y su expresión de horror pasó a ser de repugnancia.
—Lo que planeamos era que tú utilizaras este municipio como trampolín para obtener logros mayores. ¡Nunca fue mi intención destruir el pueblo de nacimiento de mi madre en el camino! Has ido demasiado lejos, Pascal. Te sugiero que te apartes de todo esto antes de echar a perder Fogas. Y nuestro matrimonio.
Se levantó y salió de la habitación, dejando a su marido todavía arrodillado delante del sillón vacío, como un penitente al que se le ha negado la absolución.
Era demasiado tarde para retirarse. Eso estaba muy claro en el cerebro aterrorizado de Pascal. Así que igual que el atormentado Fausto que tenía delante, se convenció de que todo saldría bien. Aunque no había esperado esa reacción de su mujer ante los planes para la oficina de correos, cuando Fatima comprendiera la verdadera naturaleza de lo que estaba haciendo, cambiaría de opinión y aceptaría sus acciones con la misma vehemencia que había conseguido que lo eligieran como primer teniente de alcalde. Vería que Fogas era un sacrificio necesario. Después de todo, como no dejaba de decir su aliado, un municipio único que combinara las fuerzas de Fogas y Sarrat sería un cambio positivo para sus habitantes, a pesar de la antipatía mutua que venía de generaciones atrás. Y esa sería la mejor base para que su nuevo teniente de alcalde, Pascal Souquet, diera el salto a la política nacional.
Incluso con las últimas noticias de que Serge Papon iba a retrasar su jubilación hasta la primavera, a la velocidad a la que iban las cosas, Fatima no iba a tener que esperar mucho para darse cuenta de lo listo que había sido su marido.
—¿Has hablado con Véronique?
A Christian no le había dado tiempo a pisar la tienda cuando Josette le hizo la pregunta.
—No —respondió dejando la mayor parte de la nieve de sus botas en las alfombrillas que había fuera a tal efecto—. Se nos ha ido la luz en la granja, así que tampoco hay teléfono. ¿Por qué? ¿Qué quería?
—Ha recibido una carta de La Poste. Malas noticias. Más para ella que para nadie, la verdad.
—¿No quieren volver a abrir la oficina de correos?
—Se han negado rotundamente.
Christian soltó un juramento en voz baja.
—Sí que son malas noticias. ¿Está enfadada?
Josette solo levantó una ceja.
—Vale, voy a verla entonces.
—Déjame eso —dijo Josette cogiéndole la lista de la compra de su madre—. Te lo prepararé mientras estás en casa de Véronique.
—Genial. No tardaré.
Christian se giró y volvió sobre sus pasos. Las campanillas de la tienda sonaron amortiguadas en el exterior cubierto de nieve. Con el calor de la épicerie abandonando rápidamente su cuerpo a causa del terrible frío, se encogió dentro de su abrigo e intentó pensar en el verano. La breve salida del sol que Eve Rumeau había conseguido invocar para sus compradores parisinos había quedado reemplazada por unos cielos plomizos y unos copos suaves que caían sobre la tierra como una premonición de que algo peor estaba por venir.
Seguro que caía otra buena nevada esa noche, pensó el granjero mirando las nubes. La visibilidad reducida hacía que la tarde pareciera ya noche cerrada.
Aceleró el paso pensando en el viaje de vuelta a casa y solo miró el edificio de la vieja escuela cuando estuvo ya casi llegando. La luz salía por la ventana del salón de Véronique en el primer piso y parecía darle una bienvenida hogareña, un haz de luz que le guiaba para que se alejara de las malas condiciones del exterior. Con una taza de café que les hacía buena falta a ambos, unirían sus fuerzas y resolverían ese asunto de La Poste.
Con la cara levantada hacia la luz amarillenta que salía entre los postigos abiertos, sonrió por lo que iba a pasar. Y entonces la luz desapareció y Christian se encontró rodeado de oscuridad. Alguien estaba de pie junto a la ventana, dándole la espalda.
¡Véronique!
Se agachó y cogió un puñado de nieve, poseído por una necesidad adolescente de que fuera consciente de su presencia. Quería darle un susto. Convirtió el puñado en una bola compacta entre las palmas y después echó atrás el brazo y la lanzó. Solo cuando ya la había soltado, la persona de la ventana se giró y él pudo verle el pelo.
Era largo, mucho más que los rizos hasta el hombro de la cartera. Y fuera quien fuese, era bastante más grande.
Dándose cuenta de su error, se tiró detrás de un manzano del huerto abandonado que había entre la épicerie y la vieja escuela justo cuando la bola de nieve se estrellaba contra el cristal. Con el corazón martilleándole el pecho esperó unos segundos antes de mirar a hurtadillas desde su escondite, esforzándose por ver algo en la oscuridad ahora que los copos caían más rápido.
Arnaud. Tenía la cara contra la ventana y miraba al pueblo envuelto en oscuridad para ver quién había tirado la bola de nieve.
Christian, cabreado, le dio un golpe al manzano, lo que agitó el árbol e hizo caer un buen montón de nieve encima de él.
¡Idiota! ¿En qué estaría pensando? Portarse como un niño… Tampoco hubiera podido prever que Arnaud iba a estar allí… El hombre-oso… En el piso de Véronique.
Se puso de pie, rumiando las conclusiones que se podían sacar de aquello mientras unas gotas de nieve derretida le caían por el cuello, y se dio cuenta de que estaba atrapado. No podía salir de su escondite e ir hasta el piso de Véronique, la presencia de Arnaud lo hacía imposible. Pero tampoco podía alejarse tranquilamente de allí con el hombre-oso mirando. Al menos no sin perder parte de su dignidad.
Se arriesgó a volver a mirar.
Todavía seguía allí.
Se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que Arnaud se cansara y se volviera para hablar con Véronique. ¡Podía ser toda la noche! Ese hombre era un rastreador, por todos los santos, famoso por la paciencia que tenía, que siempre le ayudaba a conseguir sus objetivos.
Christian gruñó cuando le recorrió un escalofrío. Iba a morir de hipotermia detrás de un árbol de La Rivière y su fallecimiento se convertiría en parte del folclore local: los padres lo usarían para advertir a sus hijos de lo estúpido que era jugar fuera en invierno.
Miró otra vez. En esta ocasión había dos caras. La de Véronique estaba muy cerca de la de Arnaud.
Tal vez podría encontrar otra ruta para volver a su coche.
Se movió antes de que le diera tiempo a pensarlo detenidamente. Agachado, como en las películas, caminó entre los frutales abandonados con las botas resbalando sobre la nieve. Cuando estaba a punto de llegar a la valla alta que separaba el huerto del jardín de Josette, se detuvo y miró atrás.
Véronique se había ido. Arnaud seguía mirando. Pero miraba hacia la carretera, lejos de donde estaba Christian.
Aliviado, el granjero se concentró en la barrera que tenía delante. La última vez que la había escalado tenía diez años y le perseguía monsieur García con un mosquete español, enfadado porque los niños habían pisoteado su huerto. Christian no estaba seguro de poder volver a hacerlo ahora con cuarenta y uno. Ese día se encaramaron a la valla y se quedaron sentados encima, tirándole su preciosa fruta desde arriba. El anciano murió mucho antes de que Christian pudiera llegar a entender algo de la guerra civil que había obligado a monsieur García a vivir en Fogas. Y para entonces era demasiado tarde para disculparse por sus travesuras infantiles. Sus incursiones en el huerto para enfurecerle eran un tormento para el exiliado, que estaba frustrado por sus intentos fallidos de cultivar las naranjas de su Cataluña natal.
Con una de las principales razones por la que las naranjas nunca florecían cubriendo todo el suelo a su alrededor ahora mismo, Christian supo que tenía que hacer algo o nunca podría volver a casa. Utilizó el tronco de un manzano muerto para impulsarse hacia delante, corrió hasta la valla, dio un salto y consiguió coger el extremo. Pero sus pies no encontraron ningún apoyo en las tablas heladas. Se quedó colgado allí, con las botas luchando por encontrar asidero, la bastas tablas clavándosele en los dedos y las astillas arañándole la cara donde la tenía apretada contra la madera. Y al final, cuando los brazos estaban a punto de fallarle, consiguió subir el pie izquierdo y darse un impulso poderoso para elevar todo el cuerpo y quedar a horcajadas sobre la valla. Entonces descubrió, con un relámpago de intenso dolor, que la anatomía de un varón adulto no estaba diseñada para esas hazañas.
Intentando respirar a pesar del dolor, se preparó para bajar al jardín de Josette. Pero cometió el error fatal de volver a mirar a la ventana de Véronique.
Y ahí estaba, todavía visible entre las hojas desnudas de los árboles, Arnaud Petit. Mirando directamente al granjero en su precaria posición encima de la valla.
Lleno de pánico, Christian se apresuró demasiado y, cuando la pierna derecha pasaba por encima de la valla, su pie izquierdo resbaló en la madera cubierta de nieve sobre la que se apoyaba y todo el peso de su cuerpo quedó colgado de sus brazos. Cansados ya, le fallaron y su barbilla golpeó la valla con un crujido. Después se cayó, agitando los brazos y las piernas en el aire.
Estaba seguro de que iba a aterrizar en el suelo con un golpetazo que le iba a provocar varias roturas de huesos, como mínimo, pero se sorprendió cuando su caída quedó amortiguada por una sustancia blanda, como si se tratara de una almohada gigante. Se quedó allí unos momentos, recuperando el aliento que había perdido por el impacto y preguntándose si monsieur García le estaría mirando desde su naranjal en el cielo y riéndose a carcajadas porque Christian había recibido su merecido.
Se levantó con cuidado, se quitó la mayor parte de la nieve y caminó con dificultad rodeando el cobertizo hasta la puerta de atrás de Josette.
—¿Josette? Soy yo, Christian —dijo mientras entraba.
—¿Christian? Has tardado. ¿Cómo está Véronique…? —Josette se paró en seco cuando se lo encontró en el pasillo con la barbilla sangrando, las manos desolladas, la ropa empapada. Y ese olor…
—Por Dios, pero ¿qué has hecho?
Arrugó la nariz ante el olor, una mezcla entre podredumbre y putrefacción.
—No tengo ganas de hablar de ello —murmuró el granjero cruzando la tienda—. Solo dame la compra que he venido a buscar para que pueda volver a casa. ¡Y si alguien pregunta, he estado aquí todo el tiempo!
Josette reconoció el humor que tenía y se tragó su curiosidad mientras cogía el dinero y le devolvía el cambio. Pero mientras lo veía salir cojeando hacia el coche, caminando como un vaquero escocido por la silla, no pudo evitar preguntarse en voz alta qué haría que un granjero normal y sensato acabara en una montaña de abono en mitad del invierno. Jacques no le pudo dar ninguna contestación. Estaba demasiado ocupado enjugándose las lágrimas de risa, seguro de que sabía la respuesta.
Para Christian aquello no tenía ninguna gracia. Con la calefacción al máximo, para cuando su Panda llegó a la granja, el hedor del interior del coche era terrible. Entró como una tromba en la cocina, le tiró la compra a su madre y, sin dar ninguna explicación, subió para ducharse y cambiarse.
Fue al sacar su cartera atestada del bolsillo de atrás cuando vio la tarjeta, pegada a la piel mojada. La sacó como pudo y leyó con dificultad el número que había en ella aunque la tinta se había corrido, convirtiendo las letras en un arcoíris.
¿Por qué no?
Parecía un antídoto para la vergüenza y para alguna otra emoción que no podía precisar, pero que todavía le estaba recorriendo el cuerpo.
Sacó su móvil, sorprendido de que todavía funcionara a pesar de sus aventuras, y marcó el número. La línea crujió por el mal tiempo y estaba seguro de que se iba a quedar sin cobertura de un momento a otro, pero ella respondió al cuarto tono.
—¿Te apetecería ir a tomar un café algún día? —soltó antes incluso de que a ella le diera tiempo a decir nada. El sonido alegre de la voz de ella, que le llegaba por encima de la estática de la mala conexión, fue un alivio total.
¡Comunicando! Véronique colgó el teléfono y cruzó la habitación hasta el oscuro rectángulo de la ventana. La tormenta que ahora aullaba fuera les había echado la noche encima prematuramente y estaba haciendo que se deprimiera aún más.
Luchando contra la ráfaga de aire ártico que entró en cuanto abrió las ventanas, sacó los brazos para soltar los postigos, pensando que si los cerraba a pesar de la temprana hora tal vez el piso resultaría más acogedor. Luchando con todas sus fuerzas contra el viento que tiró de los postigos en cuanto soltó el enganche, consiguió cerrarlos y asegurarlos, e hizo lo mismo con las ventanas rápidamente después.
Eso al menos reduciría el ruido de la tormenta. Y tal vez evitaría que le tiraran más bolas de nieve.
Eso había sido muy raro.
Acababa de colgar el teléfono tras otro intento infructuoso para contactar con Christian, cuando Arnaud Petit se pasó por allí para inspeccionar la caja de fusibles de los dos pisos, que estaba en la entrada del de Véronique. Los cortes de luz frecuentes habían sido demasiado para su instalación eléctrica y habían saltado un par de fusibles. Contenta de tener a alguien con quien hablar después de aquel día horrible e irritada por no poder contactar con el segundo teniente de alcalde, le ofreció un café y él aceptó. Por pura casualidad estaba de pie junto a la ventana cuando la golpeó la bola de nieve.
Arnaud no pudo ver quién la había tirado. Algún niño seguramente, que se había largado corriendo. Más tarde vio al rastreador en la nieve, agachado y examinando el suelo para seguir lo que debían de ser unas huellas y ella se compadeció del culpable, porque el hombre-oso era como un sabueso. Lo vio ir hasta el viejo huerto y después de eso perdió el interés y fue a llamar a Christian. Otra vez.
Su línea fija no funcionaba, así que llamó a su móvil varias veces, pero lo tenía apagado, como siempre. Y cuando por fin consiguió contactar, estaba comunicando.
Un intento más. Después lo dejaría y esperaría hasta que el fijo volviera a funcionar.
Le dio al botón de rellamada, esperando oír un leve tono. Pero solo oyó un clic y el vacío.
Tiró el teléfono al sofá y después ella se lanzó encima, con los ojos llenos de lágrimas.
—¡Contrólate! —se dijo—. Solo es un trabajo. Ya conseguirás otro.
Pero la cartera de Fogas sabía que su desolación no era solo por su inminente despido. Tenía que ver más bien con un dolor que tenía alojado en su corazón y que parecía haberse convertido en parte de ella últimamente.
A pesar de sí misma, sus dedos volvieron a coger el teléfono. Iba a ser una larga noche en La Rivière.