Igual que el cuco anuncia la llegada de la primavera, los problemas en el motor del Panda 4×4 de Christian eran un presagio de la aparición del invierno. Soplándose los dedos helados en un intento por recuperar la sensibilidad, giró la llave en el contacto otra vez y el motor le recompensó con una tosecilla irregular cuando por fin cobró vida.
—Muy bien —murmuró dándole una palmadita al volante y vio cómo se condensaba su respiración ante su cara. Dejó el coche encendido, salió y empezó a rascar el hielo del parabrisas.
Una semana y media después del altercado del ayuntamiento, el tiempo, igual que el ambiente del municipio, había empeorado. Ahora la nieve coronaba las montañas y la mayoría de las mañanas empezaban con una escarcha que cubría los árboles sin hojas, los tejados, la hierba, y por supuesto su coche, con una gruesa capa blanca. Bajo el cielo azul que se veía sobre las cumbres, el espectáculo que se producía era tan alucinante, que casi compensaba los inconvenientes que provocaba.
Casi, pensó Christian, mientras agitaba las manos, que le dolían por el frío.
Con la visibilidad recuperada, volvió a ponerse detrás del volante; el interior del coche estaba a poco más de cero grados mientras la calefacción traqueteaba y resoplaba en su esfuerzo por subir la temperatura. Con un suspiro soltó el freno de mano y salió a la carretera, girando hacia Picarets el vehículo reticente, que parecía tener tan pocas ganas de hacer el viaje como él.
Habían sido diez días muy largos. Las secuelas de la reunión del consejo todavía provocaban tensiones incluso entre los que antes habían sido amigos. Alain Rougé y Philippe Galy habían tenido una agria discusión sobre la decisión de Philippe de apoyar a Pascal y ahora no se hablaban. Como resultado, parte del municipio le estaba haciendo el boicot a la miel de Philippe y presionaba a Josette para que dejara de venderla en la épicerie. Por ahora ella no había dado su brazo a torcer, argumentando que Philippe había actuado dentro de la ley, pero no podía evitar acusar la tensión.
Mientras, la salida de René y Bernard con el grupo de caza el fin de semana anterior había sido muy tensa, porque todavía tenían cardenales infligidos por la misma gente con la que iban a cazar, que además se había llevado la peor parte. Teniendo en cuenta que todo el mundo llevaba escopeta, no parecía el plan más armonioso para pasar un sábado, así que René empezó a decir después que estaba pensándose establecer un pabellón de caza rival. Hasta ahora los miembros potenciales eran dos: René y Bernard. La idea de pasar la mayoría de las tardes de los miércoles y todos los sábados con la sola compañía del cantonnier había sido suficiente para hacer cambiar de idea a René. Y para que volviera a fumar.
En cuanto a Christian, los días que habían pasado desde la riña política habían estado bajo la gran sombra de lo que ocurría en su granja. Eve Rumeau, la mujer de la inmobiliaria, se había dejado caer por allí para darles su tasación (el hecho de que hubiera ido en persona había provocado muchas bromas por parte de sus padres), y aunque la cifra que les dio era más alta de lo que los Dupuy esperaban por su desvencijada granja, ver los números sobre el papel había hecho que los habitantes de aquella casa se dieran cuenta de verdad de lo que estaba a punto de ocurrir.
Mientras su padre caminaba por la casa murmurando cosas sobre la ética de una sociedad que estaba deseando pagarle a un granjero una cantidad desorbitada por su casa pero se negaba a ofrecerle un precio justo por el producto que sacaba de su tierra, la madre de Christian se había mostrado más práctica. Como creía firmemente que la acción evitaba el desaliento, empezó a embalar cosas y el contenido de la casa fue desapareciendo gradualmente en cajas de cartón que traía desde el supermercado de Saint Girons. Como consecuencia, Christian y su padre se pasaban los días tropezando continuamente con cajas en las que ponía CAFÉ GRAND’MÈRE o WILLIAM SAURIN COQ AU VIN y siempre tenían que preguntar dónde estaban las cosas.
De modo que no era raro que le hubiera llevado tanto tiempo encontrar un momento para reunirse con Serge Papon y hablar del futuro de Fogas. Y ahora que ya conducía por la carretera que le llevaba a Picarets, tomando las curvas con mucho cuidado ante la posibilidad de encontrar placas de hielo, deseaba que le hubiera llevado todavía más tiempo, porque cuando pensaba en lo que le esperaba al municipio se sentía lleno de terror. No solo porque Pascal estaría a cargo de todo, sino también porque él, Christian Dupuy, no estaría allí para ver los cambios que eso provocaría. Viviría en Toulouse, en un apartamento impersonal con vistas a una pared de ladrillos en vez de una cordillera de montañas, trabajaría en una ruidosa fábrica en vez de caminar por los campos y respirar el aire fresco de los Pirineos. Y cuando pensaba que no vería a sus padres, a Josette, a René, a Véronique…
Depresión no era una palabra que Christian hubiera utilizado mucho en su vida. Aunque estaba convencido de que su preciado toro de raza limusina, Sarko, sufría esa afección cuando lo separaban de las vacas, no era algo que hubiera utilizado para calificar su propio estado mental. Nunca había tenido necesidad. Un paseo por las colinas le curaba casi todos los problemas y una dosis del tónico de los Estaque, servido con generosidad por Annie o Véronique, solía rectificar todo lo demás. Pero ahora, con el corazón partiéndosele lentamente, no podía creer que hubiera ningún remedio que pudiera curarle.
Con un humor tan negro como algo sacado del horno de su madre, se acercó a Picarets. Ni la visión familiar de la casita de Stephanie a las afueras del pueblo, con sus llamativos postigos abiertos de par en par y brillando bajo el sol del invierno, logró animarle. Pero una pequeña acumulación de energía con un abrigo de un vivo color naranja que bajaba por el camino le provocó una sonrisa instintiva.
—¡Christian! —Chloé agitó los brazos frenéticamente para que se detuviera.
Christian lo hizo y bajó la ventanilla, dejando escapar el precioso aire caliente que la calefacción ya había conseguido producir.
—¡Bonjour, Chloé! —La besó en ambas mejillas y se sorprendió de lo frías que las tenía—. ¿Has estado practicando fuera? ¿Con este frío?
—Todavía estoy trabajando en la voltereta lateral sin manos —dijo solemnemente, porque su deseo de ser una famosa trapecista no era algo con lo que bromeara nunca. Y tras lo que había pasado el año anterior, cuando su pasión salvó su vida y la de su madre, nadie en el municipio se reía de eso tampoco—. No consigo aterrizar bien.
Le enseñó la espalda, que tenía cubierta de escarcha.
—¿Y tu madre lo sabe?
Chloé sonrió.
—Claro. Fabian está en casa y los dos me están mirando desde la cocina. Bueno, se supone que me están mirando a mí, ¡pero la verdad es que se pasan la mayor parte del tiempo mirándose el uno al otro!
Hizo el sonido de un beso y puso los ojos en blanco.
—Siguen felices ¿eh? —preguntó Christian y ella asintió, con los rizos negros revoloteando—. ¿Y qué puedo hacer por ti?
—Necesito caca de oso.
—¿El qué?
—Caca de oso. Ya sabes. M-I-E-R-D-A. —Deletreó esa palabra que solo decían los adultos.
—¡Ya sé lo que quieres decir con mier… caca de oso, Chloé! Pero me pregunto por qué demonios necesitas eso.
—Es para mi trabajo para el cole.
—¿Y sabe madame Soum que vas a incluir eso como parte del trabajo?
—Es una sorpresa. —Christian no comentó nada sobre lo corta que se estaba quedando al calificarlo así. Tal vez la niña notó su reticencia a verse implicado, porque continuó—. He leído que se puede saber lo que comen los osos por su caca. Por eso voy a diseccionarla y a hacer una lista de todos los ingredientes. Así podré probar que Miel no ha matado a ninguna oveja.
—¿Miel?
—La osa que René vio en el bosque. Han escrito sobre ella en el periódico.
—Ah. —Christian se acarició la barbilla pensativo; el entusiasmo infantil de Chloé era contagioso—. Y dime, ¿cómo se supone exactamente que voy a conseguirte eso?
—Oh, no hace falta que tú la consigas. Es muy peligroso. Quiero que le pidas a Arnaud, el hombre-oso, que me traiga un poco.
Y en ese momento el rayo de entusiasmo que había iluminado el oscuro interior del alma de Christian desapareció tras una nube.
—Que se lo pida a Arnaud, ¿eh? Veré qué puedo hacer —le prometió. No quería revelarle a la niña lo herido que se sentía por su comentario. Tampoco entendía muy bien por qué se sentía tan herido.
—¡Genial! —Le rodeó el cuello con los brazos y le dio un beso de despedida antes de volver a rodear la casita hacia el jardín.
—¡El hombre-oso! —murmuró Christian mientras volvía a la carretera—. ¡Demasiado peligroso! ¡Ja! Como si yo no pudiera hacer su trabajo. No sé qué tiene de especial…
Estuvo refunfuñando todo el tiempo que le llevó cruzar el pueblo y continuar por la carretera hasta pasar la granja de Annie y todo el camino hasta el cruce en forma de T que había en el valle frente al Auberge. Cuando giró la cabeza para comprobar el tráfico, pudo verse en el retrovisor torcido, que colgaba tambaleándose a un lado porque los cazadores no habían conseguido arrancarlo del todo. El ceño que arrugaba su frente parecía haberse convertido en un rasgo permanente de su cara y las ojeras bajo los ojos se estaban volviendo más pronunciadas con cada noche que pasaba sin dormir.
Se dio una buena reprimenda mental.
Ya tenía bastante para estresarse también por Arnaud Petit. Sobre todo teniendo en cuenta que no sabía por qué ese hombre se le había metido entre ceja y ceja de esa forma. Creía que se habían hecho algo así como amigos en el ayuntamiento, pero tras las palabras de una niña de diez años todo se le había vuelto a cruzar.
Le haría bien charlar con ese hombre. Contarle la petición de Chloé y ver cómo le iba con su trabajo. Iría a la vieja escuela inmediatamente. Pero…
Miró el reloj del salpicadero. Solo eran las ocho. ¿Estaría levantado? ¿Y si…?
¿Y si Arnaud abría la puerta y se veían al fondo un par de piernas delgadas y desnudas, unas piernas que el granjero había tenido el privilegio de ver una vez? ¿Y si en primer plano el suelo estaba cubierto de prendas de ropa? Y en caso de que tuviera alguna duda sobre la identidad de la propietaria de esas piernas, su mente añadió una pequeña cruz con una cadena descansando sobre el brazo del sofá. ¿Y si…?
El aullido de una bocina lo despertó de su agonía y vio la furgoneta azul de Stephanie detrás de él.
—¡Despierta, Christian! —le gritó Stephanie y sus palabras resonaron en el silencio de la mañana—. Sea quien sea ella, ¡necesito ir a trabajar!
Él levantó una mano, la miró con una sonrisa tímida y se apartó de la carretera principal.
¡Vaya con los «y si…»!
Pasó por el puentecito que salvaba el arroyo que desembocaba en un río mucho más caudaloso a su izquierda y cuando se acercaba a la épicerie, vio nada más y nada menos que a Arnaud Petit con una baguette para el desayuno debajo del brazo. Contento de poder ahorrarse una visita a su piso, Christian aparcó y salió.
—¡Bonjour, Christian! ¿Todavía no has colocado el espejo?
Christian le estrechó la mano que le tendía.
—No tengo cinta adhesiva. Compraré en cuanto vaya a la ciudad.
—Yo tengo en el piso. ¿Quieres acompañarme y te la presto?
—¡No! Eh… Quiero decir que no hay prisa. Ya lo arreglaré. —Arnaud se encogió de hombros—. Pero tengo que pedirte un favor. Uno un poco extraño, la verdad. Para la pequeña Chloé.
Le explicó la naturaleza de la petición y el razonamiento que la justificaba y el rastreador se echó a reír, un sonido resplandeciente que también hizo sonreír a Christian. «Podríamos llegar a ser buenos amigos —pensó—. Con el tiempo».
—Voy a subir a las colinas hoy, así que veré qué puedo hacer —prometió Arnaud—. Aunque no es la mejor época del año, porque Miel estará hibernando. Pero encontraré algo para Chloé. ¡No podemos desperdiciar tanto entusiasmo!
—¡Gracias! —Christian estaba a punto de entrar en la tienda cuando tuvo una inspiración—. ¿Has comprado unos cuantos de los deliciosos cruasanes de Josette para acompañar a la baguette? —le preguntó, todo inocencia.
Con una mirada de desagrado, Arnaud se dio unas palmaditas en la delgada cintura.
—No van bien para mantenerse en forma —dijo y se fue caminando hacia su piso. Cuando llegara, abriría la puerta y se lo encontraría vacío. Nada de piernas desnudas. Nada de ropa. Ni cruz. Estaba seguro de eso. Porque si Christian sabía algo de Véronique Estaque era que no era el tipo de mujer que podía desayunar sin cruasanes.
Sintiendo el alma mucho más ligera, entró en la tienda y se dirigió directamente a la cesta de mimbre llena hasta el borde de esos bollos con forma de media luna. Metió dos en una bolsa y ya estaba a medio camino del mostrador para pagar cuando, sin ser consciente de ello, se dio una palmadita en las caderas.
Se quedó parado. Entonces volvió a la cesta, vació la bolsa y cogió una baguette.
—Controlando la línea, ¿eh, Christian? —le comentó Josette cuando le cogió el dinero.
—¡No! —respondió—. Es que no necesito tanto azúcar.
Apoyado contra la ventana, la figura fantasmal de Jacques se dio una palmada en el muslo y se echó a reír incontrolablemente. Christian ya estaba a medio camino de Fogas para cuando Josette consiguió que su marido se calmara. Por fin dejó de reír y se sentó en su silla para echar una siesta y ella se quedó preguntándose de qué iba todo aquello.
Toda la reticencia que Serge Papon había sentido al entrar en el ayuntamiento, un lugar en el que no había puesto el pie en los últimos diez días, quedó disipada por el aroma a café que llegaba desde su mesa, que consiguió que su mente accediera a un estado más optimista. Y cuando vio el cruasán que había en un plato a su lado, con la corteza dorada y crujiente, sintió que su apetito reaparecía por primera vez en meses.
—Gracias, Céline —dijo volviendo a sacar la cabeza por la puerta abierta para darle las gracias a la secretaria, que estaba en el despacho de al lado.
Ella levantó la vista del ordenador y sonrió, una visión que los habitantes de Fogas sabían que no era habitual.
—Pasé por la épicerie cuando subía y no pude resistirme. —Levantó su plato para mostrar su complicidad—. ¡Está visto que también le he corrompido a usted!
Él rio y se volvió para entrar.
—Señor alcalde —dijo dirigiéndose a él con el título formal que solo utilizaban ella y Bernard Mirouze—, ¿es verdad lo que dice la gente? ¿Va a dimitir?
—Sí, a final de año.
Ella frunció el ceño y recuperó su expresión normal.
—Entonces será mejor que le dé esto.
Metió la mano en el cajón de arriba de un archivador que había a su lado, sacó un sobre sellado y se lo pasó por encima de la mesa. Él lo abrió, leyó rápidamente la carta que contenía y después suspiró.
—Céline, no tienes por qué hacerlo. Aprecio tu lealtad, pero…
—¿Lealtad? —Estuvo a punto de atragantarse con la palabra—. ¡No soy lo bastante idiota para renunciar a una pensión del gobierno por lealtad! Pero ni la promesa de verme bien provista en mi vejez puede convencerme para que trabaje para esa víbora de Pascal Souquet.
—¡Pero nadie está diciendo que él vaya a ser el siguiente alcalde! Parece que te has olvidado de Christian Dupuy.
—Y usted —dijo ella entornando los ojos— parece que se está olvidando de que la granja de Christian Dupuy está a la venta y que él está buscando trabajo en Toulouse. Lo que significa más o menos que, entre los dos, han puesto Fogas en bandeja a ese odioso parisino y a su insufrible mujer.
—¿Qué es lo que has dicho? —Serge apoyó una mano contra el marco de la puerta. Se sentía mareado de repente.
—He dicho que les ha puesto en bandeja…
—Antes de eso. De Christian.
—Que se va. Parece ser. Pondrá la granja a la venta después de Año Nuevo.
—Así que Pascal será el alcalde…
—¿No lo sabía?
—No. No tenía ni idea.
Volvió a su despacho aturdido y cerró la puerta, dejando a su secretaria con la boca abierta.
Eso arrojaba otra luz sobre todo aquello. Se dejó caer en su silla y miró ausente su cruasán, que había dejado de apetecerle.
¿Podría hacerlo? ¿Abandonar su puesto y dejar el municipio en manos de ese hombre, el primer teniente de alcalde, que solo servía a sus intereses? Sin Christian Dupuy por allí, eso era lo que iba a pasar. Nadie más en el consejo conseguiría suficiente apoyo para superar a Pascal y su facción de propietarios de segundas residencias. Y a juzgar por los votos de la otra noche, Pascal ya había hecho avances sobre el poder que ejercía Christian.
Serge bajó la mano y se rascó las piernas; su eccema había vuelto a aparecer con la llegada del invierno. El médico le había recetado la pomada para que se la aplicara a diario, pero sin Thérèse para recordárselo, su piel sufría. Algo que parecía adecuado porque el resto de él también sufría, casi como si ese picor permanente fuera una manifestación de su intranquilidad interna.
Este contratiempo no le iba a hacer la vida más fácil.
Era una decisión difícil. Cuando contemplaba el futuro de Fogas, era a Christian Dupuy al que veía al timón. Las noticias que le había dado Céline hacían eso imposible. ¿Pero era la idea de dejar su feudo a Pascal tan terrible como para hacerle permanecer como alcalde?
No.
Porque en su estado actual, él, Serge Papon, no era lo que el municipio necesitaba. Era mucho mejor que se hiciera a un lado y dejara que aquellos a los que de verdad les importaban los asuntos locales tomaran el mando.
Incluso si eso significaba dejárselo a Pascal Souquet. Y por supuesto, a una nueva secretaria del ayuntamiento.
Volvió a leer la carta de Céline y se dio cuenta de la fecha que había en la esquina superior derecha. ¡La carta era de hacía más de dos años! La había tenido en el cajón todo ese tiempo, preparándose para el día en que el liderazgo cambiara de manos y ocurriera, a sus ojos, lo peor. Lo que significaba que después de solo dos meses de trabajar con él —Pascal había sido elegido en la primavera de aquel año—, Céline había sabido sin lugar a dudas que lo odiaba lo bastante para renunciar a una pensión gubernamental.
Pero tampoco eso fue suficiente para hacer cambiar de idea a Serge Papon.
Cogió el cruasán, aunque estaba seguro de que no le iba a saber a nada porque últimamente toda su vida carecía de sabor. Le arrancó un cuerno y empezó a masticarlo mecánicamente mientras sus pensamientos volvían a la última reunión del consejo y a la moción que había interrumpido.
Se habían vuelto contra él. René. Bernard. ¿Christian también, tal vez? Sin un acta que reflejara la votación no podía estar seguro.
Sintió una chispa de la antigua pasión encenderse por la indignación de verse tratado así. Pero se apagó rápidamente bajo la manta de la depresión que lo cubría permanentemente. Dio otro mordisco y entonces, incapaz de sentir ningún placer, apartó a un lado el cruasán.
Christian no apoyaría a Pascal, ¿verdad? Seguro que habría visto lo que era ese hombre y sus intenciones. No es que el granjero le debiera ninguna lealtad a su alcalde dada su reciente historia; Serge era el primero en admitir eso.
Pero ni aun así. No saber qué había votado Christian le preocupaba. Y no sabía por qué.
Sintiendo que la irritación volvía a sus piernas, se prometió que se aplicaría la crema en cuanto llegara a casa.
Christian subió los escalones de dos en dos en un arrebato de energía juvenil, sorprendiendo a la secretaria del ayuntamiento cuando entró en su despacho.
—Bonjour, Céline. ¿Está aquí? —preguntó intentando no preocuparse porque el corazón le martilleaba las costillas, avisándole de que ya no estaba tan joven como se sentía.
—Sí —respondió directa al grano, pero en su tono se notaba una cierta decepción.
—¿Va todo bien?
—¡Muy bien!
Christian, a pesar de su inocencia en todo lo que respectaba a las mujeres, notó que algo iba mal. También supo, gracias a un instinto innato, que no debía preguntar nada más. En vez de eso cruzó apresuradamente el despacho, llamó a la puerta del alcalde y entró.
—¡Supongo que tú también votaste en mi contra, maldita sea! —le gritó la figura sentada detrás de la mesa antes de que la puerta se cerrara.
—Bonjour, Serge. Me alegro de veros a ti y a Céline en tan buena forma.
Serge gruñó, señaló la silla vacía y le mostró la carta. Tomando asiento, Christian leyó rápidamente esa única página.
—¿Va a dimitir?
—Por nuestra culpa. Dice que si yo renuncio y tú te vas, a ella no le queda más remedio. ¿Es cierto? ¿Te vas?
—Probablemente. —Christian se encogió de hombros intentando quitarle importancia a sus problemas—. Pero no veo forma de evitarlo, la verdad. ¿Sabes de alguien que quiera quedarse con una buena granja? Complementada con un toro.
—¿Sarko? ¿También lo vas a vender?
—¿Y qué más puedo hacer? No puedo llevármelo conmigo a Toulouse. Pero por ahora no me han hecho ninguna oferta. Excepto en el matadero.
Sabiendo que se notaba el dolor en su cara por muy despreocupadamente que intentara tratar el tema, bajó la vista para examinar la carta. Y entonces se fijó en la fecha.
—¡Dios! ¡Céline debe de odiar mucho a Pascal!
Serge rio entre dientes con el humor un poco sombrío.
—Es increíble, ¿verdad? Que pueda inspirar una pasión como esa, aunque sea negativa. Lo que nos lleva de nuevo a mi pregunta…
—¿Que si voté para destituirte? No. Pero ¿a ti realmente te importa?
Serge se sorprendió al darse cuenta de que sí. Y mucho. Acercó de nuevo el cruasán, le dio otro mordisco y los trocitos de hojaldre se fundieron en su boca.
—Hummm…
Christian apartó la vista con el estómago rugiendo audiblemente.
—Y en cuanto a Bernard…
—Ya sé lo de Bernard. —Serge tomó un sorbo de café, el sabor amargo complementando el dulce del bollo, y se dio cuenta de que quería más—. Vino a verme llorando. Quería explicar lo que había hecho.
—¿Le amenazaron?
—Peor que eso. Bernard se habría enfrentado a ellos si hubiera sido su vida la que estaba en peligro.
—¿Entonces qué?
Serge se frotó las sienes porque la furia hacía que le latiera la cabeza.
—Esos desgraciados amenazaron con matar a su perro si no votaba para destituirme.
—Merde! —exclamó Christian, recordando la mano de la venda blanca con su arma imaginaria. De repente todo cobró sentido.
Se miraron sin decir nada, contemplando el futuro de Fogas, sus actos gemelos de traición flotando silenciosos entre los dos.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó por fin Serge—. Yo no puedo seguir como alcalde. Simplemente ya no puedo hacerlo. No desde que Thérèse… Y tú tampoco tienes elección.
—Necesitamos tiempo. Si podemos retrasar las elecciones unos meses, podríamos echar por tierra los planes de Pascal.
—Y puede que para entonces surja algo que haga que no tengas que irte.
La esperanza en la voz de Serge hizo que Christian sonriera con amargura.
—Para eso haría falta un milagro. Pero creo que habría tiempo suficiente para encontrar y organizar la campaña de un candidato decente.
—Tal vez podrías convencer a Josette o a René para que se presentaran a alcalde.
Christian asintió.
—Y descubrir quién tiene tantas ganas de que elijan a Pascal. Y por qué.
—¿Quieres que retrase mi renuncia entonces?
—¿Lo harías?
—Te doy hasta marzo. —Serge cogió el último trocito de cruasán y se lo metió en la boca. Solo entonces se dio cuenta de lo fijamente que le miraba el granjero—. Perdona, es que solo tenía uno —explicó lamiéndose los labios para atrapar los últimos vestigios dulces—. Es de Josette. Deberías comprar un par cuando pases por allí.
—Sí, creo que lo haré —dijo Christian levantándose para irse—. No hay otra salida de este despacho, ¿no? Una que no me obligue a pasar por delante de Céline.
Serge sonrió al hombretón que tenía delante.
—¡Puedes utilizar la ventana si quieres!
Mientras Christian Dupuy consideraba seriamente lo de intentar sacar su enorme cuerpo por la ventanita del ayuntamiento, Arnaud Petit subía lentamente por una colina, con la respiración trabajosa por la pesada carga que llevaba a su espalda. Pero no le importaba. Había salido el sol. La temperatura había subido y hacía mucho que se había derretido la escarcha de la mañana. Y arriba, por encima de las copas de los árboles, se veía un hermoso manto azul.
Era su versión del paraíso. No se veía ni un alma. Y solo se oía el murmullo de las hojas muertas debajo de sus botas mientras subía todavía más, notando huellas y rastros con la facilidad con que cualquiera lee el periódico por la mañana.
Cuando llevaba cuarenta minutos andando, el bosque empezó a dar paso a pequeños claros y a pedacitos de pastos, y entonces se paró en una arboleda. Esperó, dejando que los sonidos del bosque siguieran su curso a su alrededor, alerta ante cualquier cosa que estuviera fuera de lugar. Cualquier cosa que no debiera estar ahí.
Había tenido mucho cuidado: primero dejó su coche en Picarets, al pie del camino que llevaba hasta la vieja cantera y después a Fogas, y se aseguró de que lo vieran subiendo por ese camino saludando a Fabian y a madame Rogalle, quien intentaba meter prisa a sus gemelos para que entraran en el coche porque llegaban tarde al colegio. Y entonces, ya por encima del pueblo y oculto a la vista, volvió sobre sus pasos y atajó por la ladera de la montaña, por un sendero estrecho que desembocaba en la carretera principal justo por encima de la aislada granja de Annie Estaque. Cruzó la carretera hacia el lado opuesto sin que nadie lo viera y sin dejar de subir y pronto la granja Estaque quedó fuera de la vista.
Tal vez estaba siendo demasiado cuidadoso, pero eso no hacía mal a nadie. Al menos no teniendo en cuenta los niveles de hostilidad que había visto en el ayuntamiento. No podía quitarse de encima la sensación de que algo terrible iba a pasar en el municipio de Fogas y de que Miel iba a ser el centro del desastre. Razón de más para que se asegurara bien de que nadie lo seguía, de que nadie podía siquiera andar tras sus pasos. Lo último que quería era guiar a alguien justo hasta la puerta de la guarida de la osa.
Se bajó de la roca sobre la que había estado, con cuidado de no dejar huellas ni pruebas de su visita, y media hora de caminata rápida después llegó al primero de sus destinos. Un círculo de alambre de espino alrededor de unos árboles a unos cincuenta centímetros del suelo y, en medio, colgando de una rama, un contenedor de plástico que despedía el pestilente olor del pescado y la sangre. Era ingenioso, tenía que admitirlo.
A pesar de su aversión inicial por esos métodos, después de vigilar las trampas del equipo de investigación durante un mes, empezaba a ver su utilidad. Atraídos por el penetrante olor, los osos se enganchaban en el alambre y en el proceso dejaban mechones de su precioso pelo que los investigadores podían recoger y utilizar para construir una base de datos de ADN y un registro de comportamientos.
Pero no acababa ahí.
Una vez dentro del cercado, los osos iban directos al saco de maíz que colgaba por encima de ese cebo maloliente. Y al hacerlo, activaban una cámara con sensor de movimiento escondida entre los árboles; las imágenes resultantes iban directamente al ordenador portátil de Arnaud en La Rivière.
Hasta ahora no había obtenido ninguna imagen espectacular: varios jabalíes curiosos, un ciervo que pasaba por allí y un par de cazadores perdidos que tenían más dificultades para salir de la trampa que ninguno de los animales, lo que no decía mucho de su inteligencia en opinión de Arnaud. Pero había unas cuantas imágenes con mucho grano de un oso, pillado por la noche por una cámara que había por encima de la vieja cantera.
Costaba distinguir el tamaño del animal al verlo pasar por delante de la cámara con una forma de andar extrañamente ladeada, pero eso fue suficiente para que Arnaud supiera que no era Miel. De hecho estaba bastante seguro de que era el escurridizo macho que llevaba buscando desde su llegada, el mismo oso que había dejado su huella junto a los cubos que había cerca del puente de Sarrat.
Había subido hasta la trampa al día siguiente y recogido un poco de pelo que había mandado al centro de investigaciones para que lo analizaran. Pero no había encontrado rastros decentes alrededor de la cámara, nada que se pudiera comparar con la huella que ya tenía. Como solo había ramas rotas y ramitas arrancadas, pronto perdió el rastro, que se adentraba en la cantera, porque en el suelo de piedra ya no pudo encontrar más pistas. Pero consiguió el ADN del oso, así que tenía que admitir que las cámaras servían para algo.
Había otras cinco trampas instaladas en la zona y una de las condiciones para que le permitieran a Arnaud continuar en la región era que las comprobara más o menos todas las semanas, cambiando las baterías cuando fuera necesario y recargando el cebo. Cuando metió la mano en su mochila y sacó una botella de trementina que echó en un árbol como señuelo adicional para los osos, se preguntó cuántas visitas más tendría que hacer ese año.
Dado que era ya finales de noviembre, sus últimas visitas no habían servido para encontrar nada de interés. Unos cuantos pelos de jabalí, eso era todo. Con la llegada del invierno los bosques empezaban a reducir su actividad, los pequeños roedores se hacían un ovillo en sus nidos y los osos se dirigían a sus cuevas en las montañas. Que era adonde Arnaud iba a ir después.
Comprobó de nuevo que estaba solo, se colgó la mochila a la espalda y, sin tener que recurrir a una brújula o un mapa, retomó sin esfuerzo la ruta que había hecho solo semanas antes. Caminó furtivamente, utilizando todas las técnicas que había aprendido sobre el arte de ser invisible mientras subía cada vez más, hasta que emergió entre dos afloramientos de roca a una pequeña meseta muy por encima de los valles gemelos de Fogas. Delante de él había una llana extensión de hierbajos y rocas que llegaba hasta el borde de una laguna de montaña perfecta, con la superficie ondulándose un poco por la brisa. Tras ella, como saliendo del agua, estaban las empinadas laderas de la montaña. Y al otro lado de aquellas laderas, en un lugar remoto y orientado al sur, encontraría a Miel.
La sonrisa que empezó a aparecer en su cara se quedó paralizada cuando se oyó un repiqueteo de piedras desde la parte alta del afloramiento que había a su izquierda.
¡Le habían seguido!
Se quitó la mochila en silencio, la puso en el suelo y se apretó contra la roca. Otro repiqueteo, esta vez de guijarros que caían por el borde. A quien estaba allí no le importaba que le oyeran. Lo que probablemente significaba que iba armado. Y él era un blanco perfecto.
Idiota. Después de los problemas en la reunión del consejo debería haber tenido más cuidado.
Estirando los brazos por encima de la cabeza para agarrarse a la parte superior del risco, se fue elevando lentamente, intentando no hacer ruido. Si podía pillarle por sorpresa, todavía le quedaría una oportunidad. Pero cuando miró por encima del borde, solo tuvo tiempo de ver un montón de patas antes de que un cuerpo compacto se lanzara hacia donde estaba.
Perdió su sujeción precaria y cayó hacia atrás mientras un destello plateado de cascos pasaba por encima de su cabeza, seguido de cerca por otro juego de cascos. Con un tremendo golpe aterrizaron en las rocas que tenía detrás de él y salieron corriendo hacia la meseta.
¡Rebecos! Dos machos, con los largos cuernos curvándose por encima de sus lomos y tan enzarzados en su batalla anual por la supremacía que no se habían dado cuenta de su presencia. Desde donde estaba, boca abajo, los vio perseguirse por el espacio abierto y subir por el lado más alejado de la montaña, con los cascos apenas tocando el suelo mientras saltaban para ascender, ágiles y seguros como sus primas alpinas, las gamuzas. Esperó a que quedaran fuera de su vista antes de levantarse, recoger la mochila y empezar a caminar hacia el lago. El terreno estaba duro bajo sus pies; llevaba una temporada sin llover y la escarcha de la mañana había quedado reducida a unas gotitas que colgaban ocasionalmente de alguna brizna de hierba. No eran las mejores condiciones para rastrear a un animal. Pero Arnaud no necesitaba la ayuda de los elementos. Se detuvo al borde del agua, donde la tierra dura daba paso a un blando cieno.
Ahí. Sumergida en parte, pero clara de todas formas. La huella de un oso, las marcas de las garras pronunciadas, la ancha almohadilla de una pata delantera bien definida.
Se agachó a su lado, con cuidado de no dejar huellas, y la midió. Después, con los dedos, borró los resaltes y las hendiduras hasta que no quedó más que un borrón embarrado.
Después de revisar la orilla para asegurarse de que no quedaban signos de su presencia, empezó a bajar con cuidado. Estaba todavía a cierta distancia del lugar cuando oyó un ruido que era una mezcla entre un ronquido y un gruñido. No se lo esperaba. Se suponía que tenía que estar hibernando.
Llegó a un saliente que había sobre su guarida, se tumbó boca abajo y fue avanzando lentamente hasta que consiguió ver el pequeño claro del que ella se había apropiado a través de los arbustos. Ahí estaba. Bañada por la luz del sol que iluminaba la hierba, Miel estaba de pie en la entrada de la profunda grieta que había elegido para su hibernación.
Como todavía no había perdido el peso que había acumulado en otoño, estaba fantástica. Un espécimen de oso exquisito, con el pelaje grueso y el cuerpo robusto. Y sin la molestia de un collar de seguimiento. Se sentía orgulloso por eso, sobre todo porque faltaba poco para que diera a luz.
Volvió a gruñir, dio unos cuantos pasos hacia delante tambaleándose como un borracho una noche de sábado y después se rascó perezosamente la espalda contra una piedra, levantando la cara hacia el sol. Se rascó un poco más, se dirigió a su guarida y desapareció en su interior.
Era el equivalente de caminar sonámbulo para un oso, un paseo a media hibernación cuando no estaba del todo despierto. Arnaud había oído a sus colegas hablar de ello, pero nunca antes lo había presenciado. Como no quería interrumpir una posible repetición, dejó pasar una hora antes de volver a moverse. Entonces, cuando estuvo seguro de que había vuelto a dormirse, bajó sin hacer ruido hasta el claro y se acercó a la roca con la que se había estado rascando. Enganchado a uno de los bordes afilados había un mechón de pelo. Exactamente lo que Chloé quería.
Bueno, no exactamente. Pero era un buen sustituto.
Lo guardó bien en una bolsa de plástico y abandonó a regañadientes ese lugar para encaminarse de vuelta a Picarets dando un buen rodeo, decidido a que nadie descubriera el escondite de Miel hasta que sus cachorros nacieran y crecieran un poco. Él se ocuparía de que estuviera protegida de la violencia que se estaba gestando en Fogas con todos los medios a su alcance.
Cruasanes. El coche olía como una pastelería a primera hora de la mañana y su estómago rugía en protesta, pero Christian condujo estoicamente por la carretera de Picarets. Había pasado otra vez por la épicerie y se alegró de ver a Fabian detrás del mostrador y no a Josette; así se evitó los comentarios sobre su rápido cambio de idea por los cuatro cruasanes que había puesto sobre el mostrador. Después, con un paso más animado, fue hasta el piso de Véronique para compartir ese descanso de media mañana con ella.
Pero no había nadie.
Estuvo merodeando unos minutos a la entrada del piso de Arnaud. Para su vergüenza llegó incluso a poner la oreja contra la puerta, pero no oyó nada. Lo que podía ser bueno o malo. Y de todas formas no era asunto suyo.
Aceptó por fin su derrota y decidió volver a casa.
Cuando tomó la última curva antes de llegar a la granja de las Estaque, su estómago estaba en plena sublevación porque, aunque llevaba anticipando el dulce sabor de la bollería desde las ocho de la mañana, todavía no lo había probado.
—Ya no queda mucho —murmuró, girando el Panda hacia la izquierda. Y ahí, delante de la pequeña casa que había en la granja de Annie, estaba el coche de Véronique.
No fue consciente de haber tomado la decisión. Un minuto estaba conduciendo hacia su casa y al siguiente subía por el camino de Annie, con la bolsa de papel alejada de las narices curiosas de los dos perros de montaña de los Pirineos que habían salido corriendo para recibirlo.
—¡Chrrristian! —Annie llegó a la puerta antes que él, porque los perros la avisaron en cuanto aparcó en el camino—. ¡Qué alegría verte!
—Bonjour. —Se acercó a besarla, intentando a la vez desenredar las piernas de los dos perros.
—Sirrrve otrrro café, Vérrronique —dijo Annie mientras entraban en la cocina—. Ha venido Chrrristian. ¡Y ha trrraído crrruasanes!
Christian, que estaba un par de pasos por detrás de su anfitriona, no vio la transformación en la cara de la mujer más joven, que estaba sentada a la mesa. Pero su madre sí. Observó atentamente cómo su hija se levantaba para besar al granjero, intentando averiguar si era el hombre o la bollería lo que había provocado que se ruborizara.
—Estábamos hablando de ti —dijo Annie, poniendo los cruasanes en un plato—. ¿Es cierrrto que vas a venderrr la grrranja?
Christian suspiró y se dejó caer en una silla.
—Perdonad. Quería decíroslo yo, pero…
—No importa cómo nos hemos enterado —dijo Véronique con una magnanimidad que se ganó una mirada de asombro por parte de Annie, que acababa de soportar una retahíla malhumorada de su hija sobre eso—. Lo que importa es si es cierto o no.
—Sí.
—Entonces te vas a irrr. —Annie aceptó el terrible futuro que le esperaba a Christian con su típico pragmatismo—. ¡Te va a costarrr venderrr a Sarrrko!
—¿No cuento con vosotras para quedároslo, supongo? —preguntó con una leve sonrisa, mojando el cruasán en el café y disfrutando del sabor.
—¿Y adónde irás? —La voz de Véronique sonaba ahogada y el rubor de su cara ahora se había convertido en una palidez cadavérica.
—A Toulouse, probablemente.
Toulouse. Solo a una hora y media por la autopista, pero para Christian era como si estuviera al otro lado del mundo, demasiado lejos en su mente de la comodidad de la cocina de las Estaque, con el reloj marcando las horas en una esquina y las vacas rumiando en los pastos de afuera.
—Te echarrremos de menos. Sobrrre todo cuando ese idiota de Pascal sea alcalde.
—Bueno, eso todavía no es seguro.
Christian se acabó el cruasán y les contó los detalles de su reunión de esa mañana con Serge Papon.
—Al menos es un prrrincipio, ¿eh, Vérrronique? Que Serrrge se quede en el poderrr un poco más. Nos da hasta marrrzo parrra convencerrr a Josette de que se prrresente.
La única respuesta de ella fue un asentimiento mudo con la cabeza.
—Bien —dijo Christian mirando el cruasán que quedaba con gula—. ¿Quién quiere el último? ¿Tú, Véronique?
—Cómetelo tú —dijo con un cierto temblor en la voz—. ¡Aprovecha los cruasanes de Josette mientras puedas! Seguro que no los hacen tan buenos en Toulouse.
Aunque ya había estirado la mano para cogerlo, dudó un segundo al oír sus palabras. Después pasó el cruasán a su plato y sonrió.
—¡Tendrás que traerme unos cuantos cuando vengas a visitarme!
Véronique rio y la conversación pasó al invierno que se avecinaba, la cantidad que Christian esperaba sacar por su ganado y los precios locos que los forasteros estaban dispuestos a pagar por una granja con vistas.
Cuando llegó el momento de que Christian se fuera, Annie dejó que Véronique lo acompañara al coche mientras ella se iba al establo con los perros, alegando que tenía que ver a una vaca que estaba un poco enferma. Era cierto, pero también era una excusa porque quería ir al establo, que era donde pensaba mejor. Y ahora mismo tenía que pensar mucho, porque, si no se equivocaba, su hija estaba demasiado afectada por la inminente partida de su vecino granjero.
¡Ja! El guapo rastreador no tenía nada que hacer porque parecía que Véronique había elegido a alguien que estaba mucho más cerca de casa. Pero no iba a estar ahí durante mucho tiempo. Si Christian vendía la granja, como tenía que hacer, se iría y solo volvería, con suerte, algún puente y unas semanas en verano.
¿Qué podía hacer ella? No tenía una varita mágica que pudiera hacer que su granja fuera viable de nuevo.
¿Y si se equivocaba? ¿Y si iba por ahí interfiriendo en las vidas de los jóvenes como la vieja que había jurado que nunca sería y de repente se daba cuenta de que había cometido un error?
Cruzó la larga fila de establos y pasó la mano sobre el cuerpo caliente de la vaca, contenta de ver que ya estaba mejorando. Era curioso lo confiada que se sentía respecto a los animales. Sabía rápidamente cuando a uno le pasaba algo. Podía decir qué novillas se iban a convertir en buenas productoras de leche y saber si un toro poseía resistencia con un solo vistazo. Pero con las personas era diferente. Mucho más complicado.
Aun así, pensó al incorporarse, no se estaba equivocando. Véronique estaba enamorada, de eso estaba segura, porque Annie la conocía de toda la vida y nunca la había visto rechazar un segundo cruasán con tanta facilidad.
Cuando Véronique entró en el establo minutos después, encontró a su madre riéndose, pero no consiguió que le dijera qué le resultaba tan gracioso.