Las palabras de Philippe Galy fueron seguidas por un momento de silencio mientras los locales calibraban la importancia de lo que se acababa de proponer. Y ese silencio, interrumpido solo por la tos áspera del viejo pastor, todavía encerraba la posibilidad de una retirada, una vuelta a la armonía que Fogas había conocido durante veinticinco años bajo el gobierno de Serge Papon. Christian conocía a sus vecinos. Sabía que preferirían darle otra oportunidad al alcalde. Y tal vez en una sesión normal lo habrían hecho. Pero entonces, desde la parte de atrás —Christian no pudo identificar exactamente desde dónde—, una única voz inició una especie de cántico y la última pieza encajó en su lugar. Serge estaba condenado.
—¡Papon fuera! ¡Osos fuera! ¡Papon fuera! ¡Osos fuera!
El nombre de Papon intercalado con el de los osos, una yuxtaposición tan condenatoria como injustificada, empezó como una simple perturbación, pero después fue subiendo de volumen y otras voces se unieron desde las filas de atrás…
—¡Papon fuera! ¡Osos fuera!
Y arrastraron en su estela el apoyo de los granjeros, los pastores, los viejos que habían conocido al «joven Papon» desde que era niño…
—¡Papon fuera! ¡Osos fuera!
El cántico se fue extendiendo por la sala y ganando fuerza, arrastrando incluso a aquellos que habían votado a Serge en todas las elecciones…
—¡Papon fuera! ¡Osos fuera!
Hasta crear un maremoto que se estrelló sobre la mesa con forma de U en la que estaban sentados los confundidos concejales.
—¡Papon fuera! ¡Osos fuera!
Entonces, al unísono, los cazadores se levantaron y sacaron pancartas de debajo de sus asientos, a la vez que unos cuantos empezaron a soplar cuernos de caza, cuyas notas estridentes atronaron en las gruesas paredes.
«¡PAPON FUERA! ¡MATEMOS A LOS OSOS!», decían las pancartas, poniendo texto al ensordecedor tumulto.
—¡Orden, orden! —gritó Pascal—. Necesitamos votar.
Pero el alboroto solo subió de volumen.
Él agitó los brazos. Chilló. Pero no sirvió de nada. Era como ver el fuego de una hoguera bien delimitada extenderse y descontrolarse. Y el hombre que lo había iniciado se vio superado por el pánico cuando las llamas sobrepasaron las fronteras de su control.
—¡Debemos votar! —le gritó al consejo que apenas podía oírle—. Los que estén a favor…
Christian se puso en pie de un salto.
—No podemos votar en estas circunstancias —gritó, intentando que se le oyera por encima del barullo—. Hay que pedir al público que desaloje la sala. Tenemos que seguir a puerta cerrada.
—¡No! —respondió Pascal—. ¡Vamos a votar ahora! Todos los que estén a favor…
Christian se dejó caer en la silla, horrorizado cuando empezaron a levantarse manos en la mesa y la cacofonía fue aumentando cada vez que se alzaba una nueva.
Pascal, su prima Geneviève, Lucien Biros, otro propietario de segunda residencia, y Philippe Galy. Cuatro votos a favor.
El siguiente en votar fue Alain Rougé, un expolicía honorable que no dejaba de negar con la cabeza y que le dijo algo a Pascal que Christian no pudo oír por culpa de la conmoción, pero que le pareció que tenía algo que ver con la situación marital de los padres del teniente de alcalde. Su no rotundo, la primera negativa, provocó más alboroto; los cazadores golpearon el suelo con las botas y aullaron para demostrar su desaprobación.
—Esto no está bien —gritó Christian, pero Pascal le ignoró y señaló a Monique Sentenac, la secretaria del consejo. Esta, pálida bajo su peinado inmaculado, se quedó mirando al gentío, con el miedo claramente visible en sus facciones tensas. Pero Christian sabía que se había enfrentado a cosas mucho peores que esa cuando su marido aún vivía. La mujer echó atrás los hombros, miró a los cazadores con una expresión de desdén y dijo:
—¡No!
Los pies volvieron a golpear las tablas del suelo, se oyeron silbidos dirigidos a los concejales y volvieron a sonar los cuernos. Aquello era un pandemónium. Josette era la siguiente. Su pequeña mano de huesos delicados como los de un niño agarraba la de Christian. Estaba temblando.
—¡No! —dijo e hizo una mueca cuando la turba aulló.
—¡Y otro no! —rugió Christian, dando un puñetazo en la mesa que hizo saltar a Pascal.
Cuatro en contra. Con Serge ausente, el primer teniente de alcalde necesitaba que los dos últimos miembros del consejo votaran a su favor para asegurarse el éxito.
—¡René! —pronunció Pascal con voz ronca, ya afónico de tanto gritar—. Tu turno.
René, que había mantenido la mirada fija en el suelo todo el tiempo, levantó lentamente la mano y eso hizo que el público se volviera loco.
En ese momento Christian notó una extraña dislocación en todo aquello. Dejó de prestar atención a los cánticos, que se redujeron dentro de su cabeza, y se centró en el cuerpo gordo de Bernard Mirouze, el último concejal en votar y un seguidor tan ardiente de Serge Papon que incluso le había puesto el nombre del alcalde a su adorado perro beagle.
Con una confusión evidente en su cara rechoncha, Bernard observó la silla vacía que había en la cabecera de la mesa como si buscara el consejo del hombre que no estaba allí. Después miró a la multitud. Christian siguió su mirada y vio aparecer un brazo cubierto por un vendaje blanco con los dedos imitando un arma apuntada a la cabeza del cantonnier. Los dedos apretaron el gatillo imaginario y el arma desapareció. Y con una lágrima gorda cayéndole por la mejilla, Bernard Mirouze levantó la mano.
Eso debería haber provocado la anarquía, pero en ese preciso momento las puertas dobles que había al fondo de la sala se abrieron de par en par y los inconfundibles ecos del poder atravesaron el caos.
—¡Así no es como se hacen las cosas en una democracia! —rugió Serge Papon con las manos en las caderas y la cara lívida. Le cogió una pancarta al cazador más cercano para romperla contra el respaldo de una silla y el sonido de la madera al astillarse resonó en las vigas. Agitando el palo roto hacia el público, volcó su ira con todos ellos—. ¡Cómo os atrevéis a profanar este sistema! Un sistema que vuestros padres y abuelos tuvieron que morir para proteger.
Caminó hacia el interior de la sala y miró a la gente, señalando con un grueso dedo en su dirección.
—Por el poder que me ha concedido la República Francesa, ordeno que se desaloje la sala. ¡Ahora!
Silencio total. La mano de Bernard todavía estaba levantada y la lágrima suspendida en su barbilla. Y entonces, detrás de la imponente figura que tenía a toda la sala transfigurada, un brazo con un vendaje blanco levantó una pancarta y, con calculada precisión, la dirigió hacia la cabeza del alcalde.
—¡Le va a matar! —chilló Christian, saltando por encima de la mesa para proteger al anciano alcalde. Pero era demasiado tarde.
Cuando el rectángulo de madera estaba a milímetros de la cabeza de Serge Papon, apareció una manaza que agarró al cazador vendado de la barbilla. Fue un contacto muy leve, pero al hombre se le cruzaron los ojos, le fallaron las piernas y su cuerpo cayó al suelo a los pies de Arnaud Petit. Y entonces, según contó el periodista que apareció escondido bajo un banco cuando ya todo había pasado, se desató el infierno.
Encolerizados por el ataque a su líder, los cazadores se lanzaron sobre Arnaud Petit blandiendo sus pancartas como armas. E igualmente enfurecidos por el ataque a su alcalde y olvidando que acababan de pedir su dimisión solo segundos antes, los leales habitantes de Fogas fueron a por los forasteros. Christian vio a Bernard y René lanzarse a la mêlée y a Bernard aterrizar con un ruido sordo sobre la tripa de uno de los de la brigada de boinas naranjas antes de que se lo tragara la marea de brazos y piernas.
—Despejemos la sala —le gritó Christian al enorme rastreador, que mantenía el tipo, quitándose de encima a atacantes como si no fueran más que moscas—. ¡Serge, las puertas!
Ágil para su edad, Serge corrió a través del tumulto para mantener abiertas las puertas y Arnaud se ocupó de sacar al primer alborotador tirándolo de cabeza al pasillo.
Cuando los integrantes del público más sensatos se dieron cuenta de la situación y aprovecharon la oportunidad para escapar, Christian tuvo que luchar contra una marea humana para conseguir llegar a donde estaba lo peor de la pelea. Esquivando puños que volaban y puñetazos mal dirigidos, la mayoría de los que estaban montando la gresca eran demasiado viejos o estaban demasiado gordos para causar daños serios, así que decidió que no había tiempo para distinguir entre amigos y enemigos. El granjero se puso a agarrar cuerpos de forma indiscriminada en aquella masa que no dejaba de retorcerse y a tirarlos a través de las puertas dobles utilizando brazos, piernas o lo que tuviera a mano. Le producía una cierta satisfacción oírlos aterrizar en el pasillo, donde muchos de ellos continuaban peleando.
—¿Te diviertes?
Arnaud estaba a su lado, con una sonrisa de oreja a oreja mientras sujetaba por el dedo meñique a un cazador que chillaba. Con un giro de muñeca lanzó por los aires al hombre, que cuando salió por la puerta tuvo que sufrir la humillación adicional de recibir una patada de Serge Papon en el trasero.
—¡Oh, sí! —rio Christian, tirándole de una oreja a alguien para levantarle del suelo.
—Merde! ¡Soy yo, idiota! —gritó René con la cara muy roja, sujetado con fuerza por el granjero pero dándole patadas al cazador postrado debajo de él.
—¡Perdón! —Christian lo soltó. René le lanzó una mirada de reproche y juntos levantaron al hombre por los brazos y lo tiraron hacia Alain Rougé, que se había unido al alcalde en la puerta. Con un fuerte empujón en la espalda, otro cazador quedó expulsado de la sala.
—¡El último! —dijo Arnaud y los dos se giraron y vieron al rastreador obligando a salir al hombre que había empezado la reyerta. Todavía un poco grogui, con el vendaje, antes blanco, muy sucio, el cazador aullaba de dolor aunque Arnaud solo estaba utilizando dos dedos aplicados al codo del hombre para hacerle andar.
—Pero ¿qué es ese tío? ¿Una especie de ninja? —murmuró René, asombrado—. ¿Le has visto noquear al de la venda? Le ha tocado la barbilla y ¡pam! ¿Cómo demonios lo hace?
—No lo sé —respondió un Christian igualmente impresionado—. ¡Pero me alegra que esté de nuestro lado!
Las puertas se cerraron, dejando dentro solo a los once concejales y a Arnaud Petit. Y por supuesto, al periodista, que no fue descubierto hasta mucho después.
—Christian, Arnaud, ¡aseguraos de que ninguno de esos canallas vuelve a entrar aquí! —ordenó Serge, dejando que los dos hombres se colocaran el uno junto al otro contra las gruesas puertas de roble que se agitaban y temblaban por la escaramuza que continuaba en el exterior—. El resto, tomad asiento. Tenemos una reunión del consejo que hay que concluir.
—¿Cómo has hecho eso? —le preguntó Christian a Arnaud mientras los dos se apoyaban contra la madera con sus pechos agitándose como locos por la conmoción—. ¿Noquear a ese alborotador primero y luego eso de los dedos?
Arnaud se tocó la nariz.
—Digamos que seguramente mañana necesitará más vendas.
Christian rio y le dio una palmada en el hombro a Arnaud.
—Gracias —dijo—. Por rescatar al alcalde.
Una sonrisa lenta iluminó las facciones morenas del hombre que tenía a su lado.
—¿Eso significa que puedo sentarme delante en el viaje de vuelta a casa?
—¡Bien! —La voz de Serge llegó desde la cabecera de la mesa con forma de U, donde, como resultado del interludio inesperado, los concejales recién reunidos se veían un poco desaliñados: René mostraba los principios de lo que iba a ser un ojo morado, Bernard se tocaba los nudillos magullados y Monique Sentenac hacía lo que podía por recolocar su pelo despeinado—. Dejemos constancia de que estabais votando antes de que empezara la debacle.
Los concejales se miraron con la culpa visible en sus caras. Después miraron a Pascal, que no se había movido durante la pelea y estaba de pie petrificado en su sitio, con la cara seria y los ojos desenfocados, como un hombre que lo hubiera perdido todo.
—¡Pascal! —gritó el alcalde—. ¿Qué estabais votando?
El primer teniente de alcalde giró la cabeza y empezó a mover la boca, pero no salió ningún sonido.
—¡Por Dios, hombre! —rugió Serge—. ¿Cuál era la moción?
—Estábamos votando para destituirte de tu cargo.
Fue Josette. La forma tranquila en que pronunció las palabras hizo que sonaran aún más enfáticas, y evidenció la magnitud de su traición ante la singular demostración de liderazgo que acababan de presenciar.
Serge parpadeó y apoyó una mano sobre la mesa.
—Bien. —Hizo una pausa—. ¿Y el resultado?
—A favor. —Pascal por fin recuperó la voz.
—Vale. —Serge dejó caer la cabeza—. Que conste en acta.
—¡No! —Josette se levantó de un salto y le hizo un gesto a Monique para que dejara de escribir—. No puede anotarse.
—¿Y por qué no? —inquirió Pascal.
Con una mirada de triunfo que hizo que Christian se sintiera muy orgulloso de ella, Josette cogió el cuaderno en el que llevaba escribiendo toda la reunión.
—Porque esta sesión ha contravenido la normativa recogida en el Code Général —continuó y empezó a leer el código de normas que regía los consejos locales—. «En caso de convocatoria de una reunión extraordinaria, realizada por el alcalde o por la mayoría de los miembros del consejo, la reunión deberá centrarse en los temas incluidos en el orden del día y no podrá tratarse ningún otro asunto». —Dejó el cuaderno en la mesa y levantó una hoja de papel—. Tengo aquí una copia del orden del día de la reunión de hoy. La que tú convocaste, Pascal. Y solo tiene un punto: discutir los problemas que han surgido a raíz de la presencia de osos en la zona. Lo que significa que, de acuerdo a las normas que acabo de citar, de ese tema es de lo que deberíamos estar hablando. De nada más. Como no creo que se pueda convencer a las autoridades de que deponer a nuestro alcalde es algo que se incluye dentro del ámbito de ese tema, nos hemos desviado del orden del día y esa moción no es válida. Eso es lo que debería anotarse en el acta.
Y volvió a sentarse entre murmullos de confusión con una leve sonrisa en los labios.
—¡Muy bien! —pronunció Christian en silencio desde el otro lado de la sala, consciente de cuánto le había costado a la normalmente reticente Josette enfrentarse al primer teniente de alcalde.
—¡Ja! ¡Nunca creí que me alegraría de oír a alguien citar el Code Général!
El comentario de René provocó unas cuantas risas; su habitual irritación ante la adhesión pedante a las normas, promovida especialmente por Fatima Souquet, quedó reemplazada en ese momento por el alivio de que no se fuera a reflejar por escrito hacia qué lado se había inclinado en esa votación. Bernard también resopló ante esa fortuita tabla de salvación mientras Monique miraba a Josette con los pulgares hacia arriba. Sin embargo Pascal parecía estar a punto de vomitar.
—Gracias, Josette. —La voz de Serge acalló los principios de conversación mientras se ponía en pie lentamente—. Tu lealtad significa mucho para mí. Pero me temo que Pascal va a conseguir lo que quiere después de todo. Solo he venido aquí esta noche para deciros que he decidido dimitir. Tengo intención de remitir mi carta de dimisión al prefecto de Foix a final de año.
Se miró las manos que tenía sobre la mesa, siguiendo las curvaturas y los nudos de la edad como si alguno de ellos pudiera darle una idea de qué decir después. Entonces, tal vez dándose cuenta de que no quedaba nada que añadir, caminó entre las sillas volcadas y salió por la puerta que Arnaud mantuvo abierta. El pasillo que había más allá estaba vacío; ese espacio en el que no se respiraba el ambiente cargado de la sala de reuniones había servido para enfriar las pasiones. La imagen del alcalde poniéndose el abrigo con dificultad y saliendo a la noche sin luna fue lo último que Christian vio.
—Eso —apuntó Arnaud cuando la puerta exterior se cerró— no es lo que necesita este lugar.
Y fue precisamente entonces cuando el periodista emergió de debajo de la mesa que había a un lado de la sala, con el cuaderno todavía agarrado en la mano, las gafas torcidas, el pelo despeinado y unas cuantas telarañas.
—¿Se ha acabado todo? —preguntó con la voz temblorosa y unos ojos muy abiertos tras las lentes agrietadas.
—Sí —dijo Christian mirando las caras asombradas de los concejales, que todavía intentaban encontrarle algún sentido a lo que había pasado—. Y en más de un sentido, me temo.
—¿Ha dimitido? ¿Así, sin más?
Christian asintió.
—Vaya…
—Sí, vaya.
El fuego chisporroteaba y despedía una luz parpadeante sobre las cuatro figuras que había alrededor de la mesa del bar.
—Ojalá hubiera estado allí —suspiró Véronique.
—¡Mejor que no! —dijo Josette, todavía pálida por la experiencia—. Ha sido terrible. Aterrador, de hecho.
—Oh, no sé… —Arnaud mostró una sonrisa traviesa—. ¡Ha habido partes buenas!
Christian rio a pesar de sí mismo.
—No me pareció que hubiera nada bueno cuando salimos al aparcamiento y vimos los daños —intervino Josette. Los dos hombres se pusieron serios como dos niños tras recibir una reprimenda.
—¿Y crees que fueron los cazadores los que atacaron los coches?
—¿Quién si no? —respondió Christian—. Por suerte a mí solo me han arrancado un espejo retrovisor. Y la verdad es que ya estaba un poco suelto.
—¡Probablemente les dio pena por lo viejo que es!
Christian miró a la cartera con el ceño fruncido.
—Por lo que yo he visto no discriminaban. A Philippe le han destrozado el parabrisas y a Geneviève Souquet le han rajado las ruedas. De hecho el Range Rover de Pascal se ha llevado la peor parte. Le han escrito: «¡Fuera osos!», por toda la carrocería. Le va a costar quitar toda esa pintura blanca.
—¡Ja! Se recoge lo que se siembra —afirmó Josette, quisquillosa.
—Aun así, parecía demasiado aliviado por cómo había acabado la noche como para preocuparse por su coche.
—Sí, puede que tengas razón. Su protesta tan bien orquestada se le fue de las manos y, gracias a Josette, sus planes para destituir a Serge legítimamente se vieron arruinados. Pero justo cuando pensaba que estaba perdido, ha sido rescatado precisamente por la misma persona de la que intentaba librarse. —Christian dejó escapar una risa seca—. Para cuando nos fuimos, parecía un Lázaro moderno después de que Cristo realizara su magia: ¡asombrado y un poco incrédulo!
La referencia bíblica saliendo de la boca de un hombre que no tenía tiempo para la religión hizo sonreír a Véronique.
—No sabía que fueras conocedor de las obras del Señor.
—¡Después de lo de esta noche, creo que puedo asegurar que he visto un milagro con mis propios ojos!
—Pero, hablando en serio, ¿crees de verdad que había planeado todo esto? ¿Pascal? Ten en cuenta que no es muy listo que digamos…
—Pero Fatima sí —señaló Josette—. Ella podría haber tramado este golpe maestro.
—Pascal ha tenido ayuda, seguro. —Christian acabó su brandy y miró a Arnaud Petit—. Pero no ha sido cosa de Fatima.
—¿Por qué dices eso? —le preguntó Véronique.
Fue Arnaud quien respondió.
—Estaba al teléfono. El alborotador que lo empezó todo. Los dos lo vimos.
—Hablaba por teléfono. ¿Y qué? ¿Qué tiene que ver con todo esto?
—Todo —afirmó Christian—. Estamos bastante seguros de que recibía instrucciones de alguien que estaba al otro lado de la línea.
—¿Quieres decir que alguien lo estaba coordinando todo desde la distancia? ¿Y quién demonios querría hacer eso?
—Ni idea. No tiene sentido. Pero alguien les estaba dando órdenes a esos cazadores. Órdenes que iban en consonancia con lo que pretendía Pascal. No se me ocurre quién podría ser.
—La pregunta —intervino Arnaud— es por qué.
—Continúa —le animó Christian.
—Algo me ha estado desconcertando toda la noche. Sí, todos sabemos que los cazadores, los pastores y los granjeros quieren librarse de los osos.
Christian levantó las manos en protesta.
—La mayoría de los granjeros —corrigió Arnaud—. Así que era de esperar que estuvieran allí hoy. Y tal vez se podía esperar también que causaran problemas. Ya lo he visto antes: la gente se enciende y pide que me vaya. Y me exige que me lleve a los osos conmigo. Pero lo que no entiendo es por qué los cazadores pedían que echaran a Serge. Si quisieran protestar de verdad, se habrían centrado en los osos. Y en mí.
—No tiene sentido —murmuró Christian por segunda vez.
—¡Sí que lo tiene! —Véronique, con su mente genéticamente predispuesta para entender las maquinaciones de la política local, se inclinó hacia delante, emocionada—. Alguien está utilizando las protestas antiosos como artimaña para librarse del alcalde. Así, si descubrimos a quién podría beneficiar la destitución de Serge además de a Pascal, encontraremos a la persona que estaba al otro lado del teléfono.
Arnaud asintió, pero si las palabras de Véronique lograron despertar un cierto optimismo en las personas que había alrededor de la mesa, la respuesta de Josette volvió a apagarlo.
—Todo eso es irrelevante —dijo cogiendo los vasos y poniéndolos sobre la barra—. Porque con la dimisión de Serge y la posibilidad de que te perdamos, Christian, no hay nada que podamos hacer. Cuando llegue Año Nuevo, Pascal Souquet se convertirá en el alcalde de Fogas.
—Eres un imbécil.
Pascal miró afuera, a la noche. Y eso que no había nada que ver, porque el cielo sin luna hacía imposible distinguir el paisaje.
—Has estado a punto de estropearlo todo.
—No sabía…
—Ese es tu problema, Pascal. Que no lo sabías. —El hombre dio una calada a su cigarrillo, la brasa brilló en la oscuridad y después soltó el humo. Pascal se esforzó por reprimir la tos que le surgió en la garganta cuando el humo envolvió a los dos hombres—. Si no hubiera sido por la decisión de Papon de retirarse, todos nuestros planes no habrían servido para nada.
—Pero… todo ha salido bien —balbuceó Pascal—. Y contando que Christian Dupuy también se va…
—Sí, eso es una suerte.
—Y está la oficina de correos. Cuando me haya ocupado de eso…
—Será el fin de Fogas. —Se oyó una risa breve, totalmente carente de diversión. Después la voz continuó, intimidatoria—. No la fastidies esta vez. O te vas a tener que enfrentar a algo mucho peor que un poco de pintura en tu precioso coche de importación.
Tiró el cigarrillo al vacío y se volvió para marcharse. Cuando Pascal se dio la vuelta para seguirlo, se dio cuenta de que estaba temblando de pies a cabeza.
Más tarde, cuando la tierra había girado lo bastante para cambiar la posición de las estrellas en el cielo color ébano y el polvo que se había levantado en el ayuntamiento ya había vuelto a posarse sobre las tablas barnizadas del suelo, Jacques seguía despierto, de pie junto a la ventana de la épicerie, reflexionando sobre los acontecimientos de la noche.
Stephanie había recogido a Chloé justo después de las ocho y Véronique se había pasado el resto del tiempo leyendo un libro sobre la Revolución rusa, sin duda preparándose para cuando su protegida en cuestiones históricas llegara a esa época en particular. Jacques estuvo varias horas dormitando junto a la chimenea, soñando con la época en que Serge Papon y él arrinconaron a un jabalí en las colinas por encima de Fogas. Era enorme, con unos colmillos temibles y un cuerpo reducido pero poderoso. Debía de pesar cerca de 150 kilos.
En la vida real el jabalí cargó contra ellos y Serge consiguió apartar a Jacques de su trayectoria justo a tiempo. Los dos resbalaron con las hojas húmedas que tenían bajo los pies y se quedaron tirados boca arriba mientras el animal corría como una exhalación colina abajo. Pero en su sueño, Jacques se quedaba de pie para dispararle, con la escopeta apretada contra el hombro y las manos milagrosamente firmes, sin esos temblores que notaba cuando estaba despierto. El animal era suyo.
Y entonces la puerta de la tienda se abrió y entró Josette, revolucionada tras la accidentada sesión del consejo, y el jabalí de sus sueños se evaporó en una voluta de humo que se alejó del fuego del hogar con la corriente que había provocado su llegada. Arnaud y Christian entraron tras ella, mucho más amistosos que cuando salieron horas antes, y tras varios vasos de brandy, le fueron contando los detalles a Véronique. Jacques, en su asiento de primera fila, se había enterado de todo.
Cómo le habría gustado estar allí. Por mucho que se hubiera enemistado con Serge Papon los últimos años, tras la íntima amistad de su juventud que no había sobrevivido a su transición a adultos y al matrimonio, no habría dudado en unirse a la refriega.
Habían pasado años desde la última vez que hubo un buen altercado en una reunión del consejo. El último que recordaba se produjo entre monsieur Sentenac y el viejo Henri Estaque, el padre de Annie. Monsieur Sentenac apareció borracho y acusó a su esposa, Monique, de serle infiel. Con todo el mundo esperando que señalara a Serge Papon, cuyas correrías eran legendarias, los concejales se quedaron boquiabiertos cuando monsieur Sentenac denunció a Henri como culpable, a pesar de su avanzada edad. Henri lo negó, y según se demostró después decía la verdad, pero el marido celoso se lanzó a por él de todas formas con un cuchillo de caza en la mano.
Jacques no recordaba bien todo lo que pasó después. Lo que sí recordaba era que el cuchillo era una pieza muy bonita, forjado a mano por un herrero de no sé que sitio más allá de Saint Lary, de camino a Portet d’Aspet. Él lo recogió del suelo cuando Serge redujo al borracho y se quedó encandilado por el diseño del mango. Se preguntó dónde habría acabado aquel cuchillo.
De todas formas, más adelante se supo que monsieur Sentenac tenía derecho a estar furioso, solo que no había acertado con la persona. Muchos años después, cuando descubrió a su esposa y al curé (huelga decir que no estaban precisamente en misa), llevaba una escopeta. La última vez que vieron al curé estaba saltando por la ventana del dormitorio y corriendo desnudo hacia la sacristía, dejando atrás mucho más que su alzacuellos.
Esa había sido la última vez que se produjo una pelea en el ayuntamiento. Pero lo de esa noche parecía más grave. Por lo que había dicho Christian, los que habían incitado a la gente estaban muy organizados y bien preparados. Y eran de fuera de la zona.
Eso era lo que más preocupaba a Jacques.
Miró distraídamente a la calle, sabiendo que debería volver junto a la chimenea y descansar un poco, pero tenía demasiadas cosas en la cabeza para dormir. Pegando la nariz al cristal, pudo distinguir a duras penas una luz en la ventana de la vieja escuela. El piso de Arnaud Petit. Él también estaba despierto. Dado el ángulo del edificio, era imposible ver si las ventanas de Véronique también estaban iluminadas. Aunque también podía ser que estuviera con Arnaud. Eso molestaría mucho a Christian.
Jacques se rio bajito y el cartel de FERMÉ se agitó por su exhalación.
El granjero ya se había enfadado bastante al ver a Véronique saliendo por la noche acompañada del enorme rastreador; mejor que no se pusiera a pensar en la idea de que ambos estuvieran teniendo un tête-a-tête a altas horas de la madrugada. Oh, cómo se habría divertido con eso si estuviera vivo, pensó Jacques; su gran cariño por Christian nunca había impedido que se burlara de él cuando la ocasión lo merecía.
Y esta lo merecía de verdad.
Jacques estaba a punto de irse a dormir cuando unos faros atravesaron la oscuridad, subiendo por el valle desde Saint Girons. Alguien estaba despierto a esa hora tan avanzada. Con curiosidad por saber si lo conocía, se quedó en la ventana mientras los haces de luz iluminaban el interior de la tienda, él incluido. Pero claro, no podían verle. Le había llevado un tiempo darse cuenta de eso. En febrero, cuando empezaron sus vigilias nocturnas por aquella sensación de peligro inminente que amenazaba a Chloé y a su madre, se tiraba al suelo cada vez que pasaba un vehículo. Ahora ya sabía que no era necesario.
Cuando el coche giró la esquina delante de la épicerie, las luces iluminaron los estantes llenos de cassoulet, las cestas del pan vacías y la colección de cuchillos que había encima de la caja registradora; el coche redujo la marcha y por fin paró a medio camino entre su punto de observación y la vieja escuela. La puerta del acompañante se abrió y alguien salió.
Quien fuera esperó a que el coche se alejara. Después el individuo —Jacques estaba seguro de que era un hombre por la forma en que se movía— cruzó la carretera con pasos rápidos y caminó hacia el bar. Necesitó que diera unos cuantos pasos más antes de que el brillo sulfuroso de la farola que había al otro lado de la calle, enfrente de la épicerie, desvelara sus facciones. Cuando el hombre por fin entró en el débil círculo de luz, Jacques se apartó de la ventana a pesar de todo.
Ese hombre no era otro que Pascal Souquet.
Mirando con cautela junto al marco de la ventana, Jacques vio al primer teniente de alcalde de Fogas subir por el callejón que llevaba a la iglesia y no pudo evitar recordar algo. Un recuerdo de la última primavera. Pascal Souquet saliendo de un coche en medio de la noche.
Si hubiera sido un día antes, se habría convencido de que Pascal era capaz de estar engañando a Fatima. Después de todo, no importaba lo improbable que fuera; dado el hombre en cuestión y la ferocidad de su esposa, ¿qué otra explicación podría haber?
Pero después de oír lo que había ocurrido en el ayuntamiento, Jacques estaba seguro de que no se trataba de un devaneo. De hecho estaba convencido de que aquello estaba conectado con los intentos de Pascal de destituir a Serge.
Le llevó unos momentos darse cuenta de la importancia de lo que acababa de presenciar.
Quien fuera que conducía el coche era probablemente la persona que Christian estaba intentando identificar. Pero Jacques no podía recordar nada del vehículo ni de su conductor.
Con un gruñido se giró y se fue a dormir pensando, mientras se acomodaba junto a las ascuas moribundas del hogar, que estaría bien que alguien de Fogas le sustituyera en su papel de ángel custodio. Él, por una vez, estaba demasiado cansado de todo aquello.