Capítulo 6

Solo preferiría haberlo oído de la boca de otro, nada más. ¡Preferentemente de Christian!

Habían pasado varias horas y Véronique todavía estaba dándole vueltas. Pero en vez de permitirse pensar en las terribles ramificaciones de la noticia, había decidido descargar su rabia sobre la manera en que la había conocido.

—Yo me acabo de enterar —dijo Josette colocando el bolso en la barra y mirando el reloj—. Su madre me lo ha dicho. Aunque sí sabía que tenía problemas.

—¿Lo sabías?

—Dijo algo el invierno pasado. Justo antes de que tuviéramos todos aquellos contratiempos.

Josette señaló enigmáticamente a la niña que estaba sentada en el extremo de la enorme mesa, con los deberes esparcidos delante de ella. No tenía que darle más pistas. Véronique sabía que se refería a los acontecimientos que casi le habían costado la vida a la pequeña Chloé Morvan, el momento más traumático con diferencia de la historia reciente de Fogas.

—¿Qué dijo exactamente?

—Oh, no me acuerdo de los detalles. Pero sé que le enseñó las cuentas a Fabian y que las conclusiones no fueron buenas.

—¿También se lo dijo a Fabian? —Véronique no intentó ocultar su malestar—. A este paso no me extrañaría que se lo hubiera dicho también a Pascal Souquet.

—No digas bobadas. Seguro que no se lo ha dicho a Pascal. Fatima lo habrá oído por ahí. Ella siempre tiene la oreja puesta para los cotilleos de Fogas.

—¡Pero, sea por lo que sea, es evidente que ha pensado que se podía confiar más en todos vosotros que en mí!

—Estoy segura de que no tiene nada que ver con eso. —Josette cogió su abrigo del respaldo de una silla. El calor del día empezaba a disiparse a última hora de la tarde y las frías noches ya anunciaban el invierno cercano, así que lo iba a necesitar. Sobre todo porque la calefacción del coche de Christian era temperamental y funcionaba a pleno rendimiento o dejaba de funcionar del todo—. Probablemente no habrá querido preocuparte.

—¡Ja!

Véronique se puso a vaciar el lavavajillas que habían instalado detrás de la barra durante la gran reforma, colocándolo todo sobre el mostrador con una ferocidad que hizo que Josette temiera por su cristalería.

—Oye —dijo por fin, incapaz de soportar la tensión por la inminencia de algún destrozo—, ¿por qué no me dejas a mí hacer eso? Tú termínate el café. Estoy segura de que a Chloé le vendría bien que la ayudaras con los deberes, ¿a que sí, cariño?

La niña, con el lápiz en la mano y la frente arrugada prematuramente por la dificultad de sus deberes, fue directa al grano.

—¿Se te da bien la historia?

—Depende. ¿Qué época?

—La Revolución. Madame Soum siempre está con eso. El colegio sería mucho más fácil si eso no hubiera ocurrido.

Véronique arqueó las cejas en un reproche burlón.

—¡Pero cómo te atreves a decir eso de nuestra gloriosa república!

Chloé sonrió y le acercó los libros a Véronique cuando se sentó a su lado. Las dos cabezas morenas se inclinaron sobre el libro y Josette se fijó en que Jacques, con la cabeza de pelo blanco apoyada en las manos arrugadas, las observaba desde la chimenea con una sonrisa.

Cuando Stephanie le pidió que cuidara a Chloé, Josette aceptó inmediatamente. Daba gusto estar con esa niña de diez años que le animaba las largas tardes cuando se sentaba en la mesa a hacer sus deberes. Pero la verdadera alegría para Josette era que Chloé Morvan, descendiente directa de los ancestros gitanos de Stephanie, también podía ver a Jacques. Era un secreto que las dos habían compartido durante los últimos doce meses y hasta ahora, el hecho de que pudiera relacionarse con un fantasma no parecía perturbar a la niña en absoluto. Pero Chloé tampoco era una niña del montón. Josette todavía no había conocido a ninguna otra cría que creyera que era normal hacer piruetas en el aire para convertirse en una trapecista famosa en el mundo entero.

—¡Oh, Dios mío! —Tras leer un par de párrafos Véronique se irguió en su asiento y cerró el libro con desdén—. ¡Esto es horrible! ¿Cómo demonios consigues estar despierta en clase?

—Miro por las ventanas hacia las montañas —respondió Chloé con su sinceridad habitual—. Y luego me castigan dándome golpes en los nudillos por no prestar atención.

—Pero esto es criminal. Hace que la Revolución parezca aburrida.

—El colegio hace que todo parezca aburrido —refunfuñó la reticente alumna que, a pesar de su falta de entusiasmo por los métodos utilizados, seguía siendo la primera de la clase, para gran exasperación de madame Soum.

—En eso tienes parte de razón. Pero es una pena. Deberías pasártelo bien aprendiendo cosas del pasado.

—¿Te lo pasabas bien tú cuando estabas en el colegio?

Véronique negó con la cabeza.

—No, yo lo estudié después. Por mi cuenta. Y descubrí que la Revolución era complicada. Y larga. Pero nunca aburrida. Por ejemplo lo que le pasó al pobre Marat.

—¿Quién es ese?

—¿Que quién es? ¿Es que esa vieja madame Soum no te ha enseñado nada? Fue un miembro fundador de la república, eso fue. Hasta que tuvo un final trágico.

—¿Qué le pasó?

—Lo asesinaron en su bañera.

—¿En su bañera? —Los ojos de Chloé miraban a Véronique fijamente y muy abiertos—. ¿Y por qué alguien lo mató en su bañera?

—No creo que quisieran matarle allí. Es que pasaba mucho tiempo metido en ella. Tenía una enfermedad de la piel que hacía que se tuviera que bañar mucho.

—¿Qué enfermedad de la piel?

—No se sabe muy bien, hay diversas opiniones, pero todos dicen que estaba cubierto de ampollas y que olía mal.

—¿Por eso lo mataron? ¿Porque olía mal?

—No. Nada de eso. Vamos a ver, empecemos por el principio…

Se oyó la puerta de la épicerie y apareció la alta figura de Arnaud Petit.

Bonsoir. —El rastreador se acercó a Josette—. Perdón por llegar tarde.

—No pasa nada. Christian todavía no ha llegado. ¡Estará teniendo problemas para acostar a las gallinas!

Arnaud sonrió y se sentó al lado de la cartera, que empezó a contar la tragedia de monsieur Marat, con Chloé y Jacques colgados de sus palabras.

—… y mientras vivía en las cloacas contrajo la enfermedad de la piel.

—¡Puaj! ¡Imagínate vivir en una cloaca! No me extraña que tuviera que bañarse mucho.

—Pero ¿de qué demonios están hablando? —le susurró Arnaud a Josette, que se dio cuenta de que la mirada del rastreador no había abandonado la cara de Véronique, que continuaba con la lección de historia.

—De la muerte de Marat.

Él levantó ambas cejas.

—¿Por qué?

—Véronique está ayudando a Chloé con los deberes.

—Ojalá me hubieran contado esta historia a mí en el colegio —dijo con una sonrisa, claramente cautivado por la joven y su narración.

—Así que Marat accedió a ver a mademoiselle Corday.

—¿En la bañera? ¿Y estaba desnudo? —Chloé se mostró escandalizada.

—Tenía una bañera especial que le tapaba. Con un escritorio encima y todo.

—¡Vaya! ¿Trabajaba en el baño?

—Sí, lo que al final fue su perdición…

Al oír el traqueteo de un coche que aparcaba fuera, Josette desconectó de la historia épica y de sus pensamientos sobre si habría una posible atracción entre el rastreador y la cartera, basados principalmente en su intuición femenina, que raramente se equivocaba, y se puso el abrigo.

Christian apagó el motor y se tomó un momento para disfrutar de la escena que tenía delante. Los postigos del bar todavía no estaban cerrados y podía ver a Chloé y a Véronique dentro. Estaban sentadas a la mesa grande, cubierta de libros, y la luz tenue de las bombillas de bajo consumo las iluminaba suavemente. Estaban hermosas, con las caras alegres, el pelo castaño rojizo de Véronique cayéndole en ondas sobre los hombros y los rizos rebeldes de Chloé enmarcando sus mejillas sonrosadas. Y no sabía qué historia estaría contando la cartera de Fogas, pero la niña parecía totalmente encandilada.

Durante un segundo Christian supo que así debía ser el amor. Llegar a casa para encontrarte con una escena como esa: tu esposa y tu hija contando historias sobre príncipes y princesas que corren a sus brazos, con el aroma de una buena comida saliendo de la cocina.

Se permitió deleitarse con la imagen durante unos segundos más y después, con un suspiro, volvió a la realidad, al frío interior de su vapuleado Panda que siempre olía a heno (o a algo peor) y a un futuro que podía estar muy lejos de allí, en la ciudad de Toulouse. Cogió el paquete con la tarta y se dirigió a la épicerie. Al menos podría disfrutar de ese breve momento, pensó al abrir la puerta, deseando con todas sus fuerzas poder pasar la tarde en el bar en vez de en una reunión en el ayuntamiento.

Bonsoir —saludó. Se paró en seco cuando cruzó el umbral y vio la corpulenta figura de Arnaud Petit sentado junto a Véronique, escuchando a la cartera con una expresión absorta en su cara morena.

—¡Y entonces ella le clavó el cuchillo en el pecho! Y con un grito de: «¡Ayúdame, mi amor!», cayó muerto.

Véronique se dejó caer hacia la izquierda y apoyó la cabeza sobre el hombro de Arnaud Petit, con la lengua fuera y los ojos bizcos imitando al desdichado Marat.

—¡Qué asco! ¿Y el agua de la bañera se puso roja? ¡Seguro que sí!

—Eso tengo que consultarlo, Chloé —le respondió Véronique todavía tumbada sobre Arnaud, que se reía bajito y le había deslizado el fuerte brazo alrededor de la cintura.

Bonsoir! —exclamó Christian de nuevo. El encantamiento dulce que le había envuelto solo momentos antes se le estaba agriando como un balde de leche a la intemperie un día de verano.

Bonsoir —respondieron todos a coro. Véronique se irguió bruscamente con la cara roja.

—¿Lista, Josette? —preguntó Christian mientras le tiraba el paquetito por encima de la mesa a la cartera.

—¿Un regalo? —preguntó Véronique con una sonrisa cuando recobró la compostura.

—De maman. Ha dicho que no eres el tipo de mujer que rechazaría un trozo de tarta. —Y ya mientras lo decía, Christian supo que no lo había trasmitido bien—. Y también hay un trozo para Chloé —continuó, intentando ocultar su error—. El suyo es el grande. Para que no os equivoquéis.

Véronique se lo quedó mirando mientras Arnaud Petit se ponía de pie, con los ojos brillándole divertidos, una diversión que el granjero sospechó que era a su costa.

—Gracias por ofrecerte a llevarme —dijo estrechándole la mano a Christian.

—Yo no me ofrecí —respondió Christian, cuyo humor empeoraba por momentos—. Para que conste. ¿Nos vamos?

Azuzando a Josette y al rastreador para que pasaran delante de él como las gallinas que había tenido que perseguir por toda la granja, salió por la puerta dejando a Véronique sin habla a su espalda.

¿Qué bicho le había picado?, se preguntó Véronique cuando los faros del coche desaparecieron por la carretera que subía hacia Fogas. Por su forma de comportarse, cualquiera diría que era ella la que estaba ocultándole cosas. Pero tal vez era eso. Sin duda el estrés de tener que vender la granja le estaba poniendo de tan mal humor.

Pero ella no era la única que se preguntaba eso. Tras ver la extraña demostración de mal genio del granjero, que normalmente era tan afable, Jacques no sabía qué pensar. O más bien sí. Solo había una cosa que podía hacer que un hombre estuviera tan malhumorado: una mujer.

Volvió a acomodarse junto al hogar, sumido en sus pensamientos, mientras Véronique desenvolvía la tarta y Chloé cogía unos platos. ¿Y quién podría ser? No es que hubiera muchas candidatas en el municipio de Fogas, porque la mayoría de las residentes tenían más de cincuenta años. Aunque la edad no tenía por qué ser un factor… Pero no se imaginaba a Christian siendo el yogurín de nadie, la verdad.

No, tenía que ser alguien más joven que él. Alguien con personalidad. Una mujer de carácter.

—¿Quieres un poco de tarta? —le susurró Chloé, ofreciéndole su plato cuando Véronique estaba ocupada sirviendo unos refrescos de naranja. Jacques sonrió, viendo que la niña no había comprendido del todo los límites de su existencia, y rechazó su oferta en silencio.

—¿Y qué pasó después de la muerte de Marat? —dijo Chloé ya con un tono de voz normal mientras se lanzaba sobre ese regalo inesperado.

—¡Ajá! —exclamó Véronique acercándose a la mesa con una sonrisa maliciosa—. ¿Has oído hablar de algo llamado el Reinado del Terror?

Los ojos de Chloé se abrieron de par en par y el tenedor se quedó suspendido en el aire.

—Noooo —reconoció.

Encantada, Véronique se zambulló de lleno en el siguiente capítulo de la historia de Francia, para gran deleite de sus dos oyentes. Cuando ya llegaba al final de la historia, con el suelo metafóricamente cubierto de las cabezas de los muchos que habían tenido un funesto encuentro con madame Guillotine, Jacques encontró la respuesta a la pregunta que no había dejado de darle vueltas en la cabeza.

—¡Claro!

Su exclamación sin sonido pasó desapercibida, pero el movimiento brusco que hizo al levantarse de su asiento de un salto sobresaltó a Chloé.

—¿Estás bien, Chloé? —le preguntó Véronique mientras recogía los papeles que se habían caído al suelo por culpa de una repentina corriente proveniente de la chimenea que parecía haber asustado a su alumna—. No te he dado miedo, ¿verdad?

Chloé la miró irónica y cogió el lápiz.

—¿Me ayudas a apuntar algunas de esas cosas? Las usaré para mi trabajo.

—Tal vez habría que censurar un poco la historia. ¡Por la pobre madame Soum! —Véronique le hizo un guiño y Chloé se echó a reír.

Y las dos volvieron a inclinarse sobre los libros mientras Jacques regresaba a su asiento, cansado tras su breve arrebato de energía. Pronto se quedó dormido, con una sonrisa de satisfacción en la cara. Tras todos esos años, Christian Dupuy por fin se había enamorado y él, Jacques Servat, a pesar de estar muerto, había descubierto el objeto de los suspiros del granjero. Lo que no sabía era si Christian había ya hecho ese descubrimiento por sí mismo.

Hicieron el viaje hasta el ayuntamiento en un tiempo récord, porque Christian hizo que el Panda cogiera las cerradas curvas de la carretera de Fogas con una brusquedad que Josette no podía comprender. Tuvo que agarrarse al borde del asiento, tan nerviosa que llegó a olvidarse del pobre Arnaud Petit, apretujado en el asiento de atrás. Aunque estaba tan encajado que probablemente no sufriría cuando el coche daba esos bandazos…

Cuando Christian abrió la puerta del coche tras salir de la épicerie y le señaló al rastreador el asiento de atrás, ella intentó negarse y protestó diciendo que no le importaba cederle el asiento del acompañante. Pero el granjero mostraba un brillo en los ojos que Josette no reconoció y la cara muy seria, con una expresión de terquedad muy parecida a la de ese toro estúpido que tenía. Arnaud inteligentemente se limitó a meterse como pudo en el estrecho espacio que había detrás de los asientos delanteros y no dijo ni una palabra durante todo el viaje.

Tampoco Christian. Y cuando llegaron al ayuntamiento no esperó a que Arnaud saliera de su confinamiento. Se fue como una centella hacia los escalones de la puerta principal, apenas devolviendo los saludos de los que llegaban en ese momento a la reunión.

«Será por lo de la granja», pensó. Menudo peso llevaba sobre sus anchos hombros: vender los campos que habían sido trabajados por la familia Dupuy desde que todos podían recordar y dejar a sus padres sin hogar en el proceso. Sin duda no había tomado esa decisión a la ligera, pero por lo que Josette veía, estaba condenado hiciera lo que hiciese. Si no hacía nada, el negocio se hundiría y lo perderían todo. Pero para evitar eso tenían que vender e irse, lo que más o menos provocaba el mismo resultado. Era algo cruel. Doblemente cruel teniendo en cuenta que esas tierras eran el primer amor de Christian.

Era solo un niño cuando empezó a saltarse las clases para pasar ese tiempo en las colinas ayudando a su padre, que no tenía fuerzas para obligarle a ir al colegio a pasar horas de infelicidad aprendiendo cosas que no tenían importancia para el granjero que quería ser. Cuando era adolescente, ya se comportaba de un modo que hacía que los hombres mayores le respetaran. Josette lo recordaba sentado en el bar a una edad a la que ella no debería ni haberla permitido entrar, aconsejando a un grupo de habitantes de la zona sobre la venta del ganado con una confianza que más tarde hizo que se convirtiera en el miembro más joven de la historia del Sindicato de Granjeros.

Y no pasó mucho tiempo hasta que entró en el Conseil Municipal. Apolítico y con pocas ambiciones personales, rechazó sistemáticamente las frecuentes peticiones para que se presentara a las elecciones, y solo sucumbió cuando sintió que podía utilizar su puesto para intentar evitar la erosión gradual de todo lo que amaba. Se erigió en la plataforma del cambio y quiso para Fogas un futuro sostenible. Un futuro que significara que los niños podrían crecer allí y que no tendrían que irse para encontrar trabajo. Ahora mismo la creciente despoblación de las generaciones más jóvenes había resultado en un municipio habitado casi exclusivamente por personas mayores y cada vez más controlado por los propietarios de segundas residencias. Encabezados por Pascal Souquet, esos visitantes infrecuentes no tenían tiempo para los aspectos más básicos de la política local, como por ejemplo las necesidades de la escuela, y preferían centrar sus energías en trivialidades como el festival anual del verano.

Como su pasión tenía eco entre sus vecinos, Christian fue elegido con una masiva mayoría y nombrado teniente de alcalde por los demás miembros del consejo. Si se iba a Toulouse, sus padres no serían los únicos en notar su pérdida; su marcha tendría repercusiones en toda la comunidad.

—No dejes que a Christian se le olvide que tiene que llevarme de vuelta a casa. —Arnaud acompañó su comentario con una sonrisa burlona mientras mantenía abierta la puerta de la gran sala de sesiones del consejo para que pasara Josette—. Con ese humor que tiene, no me extrañaría que me dejara aquí.

Josette no intentó defender al granjero porque Arnaud llevaba eones de retraso en cuanto a la política de Fogas y ella no tenía ganas de ponerle al día. En vez de eso, le dio una palmadita en el brazo para tranquilizarle.

—Si su humor no ha mejorado para cuando terminemos, ¡seré yo la que conduzca a la vuelta! —aseguró.

Pensando erróneamente que había conseguido tranquilizar al rastreador, cruzó la parte donde estaban los asientos para el público en dirección a la mesa con forma de U. Sintiendo en su interior el nudo de tensión familiar que la acompañaba cada vez que iba al Conseil Municipal a ocupar un sitio que su marido Jacques le había dejado y que su cuerpo menudo nunca llegaría a llenar del todo, tomó asiento al lado del corpulento granjero, aliviada de que le hubiera guardado el sitio a pesar de su irritación.

Dios, pero ¿qué le estaba pasando? Estaba actuando como un adolescente lleno de hormonas. Christian se pasó una mano por el pelo porque ya empezaba a sentir remordimientos por su escandaloso comportamiento. Josette se sentó a su lado y lo miró preocupada. Sin duda él no estaba de humor para lidiar con los chanchullos que sospechaba que estaban a punto de ver la luz.

Para ser una reunión extraordinaria, la sala estaba mucho más llena que de costumbre; un cálculo rápido le dijo que había al menos cincuenta personas en la zona del público. Increíble, teniendo en cuenta que solían tener una audiencia de no más de cinco. Christian examinó las hileras de asientos que estaban de cara a él y vio a unos cuantos locales que iban a todas las sesiones, algunos por interés y otros por aburrimiento en un municipio pequeño en el que una pelea política era algo de alto octanaje.

También estaba, por supuesto, Fatima Souquet, bien visible en la primera fila, con el cuaderno en la mano. Ella no pertenecía a ninguna de las categorías anteriores y su única motivación era un deseo feroz de ver triunfar a su marido. Mucho más inteligente que Pascal y con una malicia salvaje que podría hacer batirse en retirada incluso a Serge Papon, Fatima nunca se había presentado para el consejo ella misma, para asombro de Christian. Pero lo cierto era que tenía dos circunstancias en su contra: se trataba de una recién llegada y además una mujer, algo que para muchos de los habitantes de allí podía más que cualquier herencia de sus antepasados maternos que pudiera intentar reivindicar.

Tal vez Fatima había tenido eso en cuenta cuando se hizo a un lado y dejó que su media naranja ocupara el primer plano, mientras ella optaba por mover los hilos desde detrás del telón. Si alguna vez soltaba esos hilos, pensó Christian, esa marioneta que era su marido caería sobre el escenario hecho un revoltijo de brazos y piernas.

Aparte de los habituales, el público estaba compuesto principalmente por pastores y granjeros, la mayoría de los cuales solían estar demasiado ocupados para preocuparse por los aspectos administrativos del municipio. Pero teniendo en cuenta el orden del día de aquella reunión, habían venido en masa y había varias filas de caras curtidas que mostraban descontento, provocado a partes iguales por las camisas de cuellos apretados y por los espacios cerrados.

Si bien esos hombres, que estaban más cómodos en el campo, representaban una posible fuente de problemas a la vista de lo que se iba a tratar esa noche, los hombres fornidos que había en la fila de atrás resultaban más desconcertantes. Unos veinte en total, que aunque no llevaran sus boinas naranja (se las habían puesto esa noche en un acto de provocación), no habría sido difícil deducir que eran cazadores. Lo que perturbaba a Christian era que solo reconocía a unos cuantos. Y eso, dado el tamaño del municipio, que tenía una población permanente de poco más de un centenar de personas, era algo muy inusual.

Además de los tres hombres de Fogas que conocía desde el colegio, había unos cuantos de Sarrat que le sonaban de vista; uno de ellos estaba sentado de lado hablando por el móvil y tenía el brazo izquierdo en cabestrillo. Aunque Christian no pudo identificar al resto de los hombres allí reunidos, sí reconoció su apariencia. Con los cuellos gruesos y los cuerpos fuertes, irradiaban un aire de amenaza que contrastaba con sus alegres boinas. Cuando su mirada se topó con Arnaud Petit, que había decidido colocarse justo detrás de los cazadores, el granjero sintió que esa reunión iba a exigir toda la capacidad diplomática que pudiera reunir. Y posiblemente tendría que acompañarla de cierta intervención física también. A juzgar por el hecho de que la Gazette Ariégeoise también había enviado a un reportero, un hombre mayor con gafas que estaba sentado cerca del fondo de la sala y tomaba notas furiosamente, Christian no era el único que sospechaba que aquella noche iba a ser accidentada.

—Pido silencio porque va a empezar la reunión del consejo.

Pascal Souquet se levantó de la silla y el chirrido agudo que produjeron sus pies sobre los azulejos tuvo más impacto a la hora de acallar las conversaciones que su voz afectada.

Christian recorrió la mesa con la vista, se quedó mirando el único espacio vacío que quedaba y habló sin pensar.

—¿No deberíamos esperar a Serge unos minutos más? Acaba de dar la hora y él no suele llegar tarde.

Pero se dio cuenta demasiado tarde de que eso era exactamente lo que esperaba Pascal.

—Entiendo que tus simpatías estén con nuestro alcalde, Christian, pero dada su conducta reciente y su frecuente abandono de sus deberes, creo que será mejor que empecemos. ¿Alguien tiene algo que objetar?

Pascal miró a los otros concejales. Sus ojos se demoraron un poco más en René Piquemal, que normalmente se oponía por costumbre a todo lo que el primer teniente de alcalde proponía. Pero esa noche no opuso resistencia.

—Te quedas solo, Christian. ¿Te importa que continuemos?

Había sido magistral. Demasiado inteligente para que se le hubiera ocurrido a Pascal. Ya antes de empezar se había colocado del lado del sufriente electorado, en sintonía con sus frustraciones. Y al mismo tiempo había sacado el tema que era el verdadero motivo de la reunión de la noche, a la vez que había vinculado a su único rival con el alcalde, quien era la causa de toda la insatisfacción que se estaba cociendo.

—Continúa —dijo Christian poniéndole discretamente una mano en el brazo a Josette, que había abierto la boca para objetar. Sintió una oleada de gratitud por su lealtad, pero el eje político que había caracterizado al Conseil Municipal desde antes de que él fuera elegido se había vuelto a forjar al calor del descontento por la recurrente ineptitud del alcalde Serge Papon. Y protestar no tenía sentido.

Pascal hizo un gran esfuerzo por mostrar una sonrisa, estirando los labios finos y confiriéndoles una levísima inflexión en los dos extremos, y volvió a dirigirse a los concejales reunidos.

—Primero quiero disculparme por arrastraros a todos aquí para una reunión extraordinaria, pero cuando una persona de la comunidad se me acercó para hablarme del problema que quiero tratar aquí esta noche, me pareció imperativo reunirnos lo antes posible.

Su alegato de apertura fue recibido con una lluvia de interjecciones que llegó desde los asientos del público; los cazadores se pusieron a murmurar entre dientes y se revolvieron en sus asientos. «Ahí vamos», pensó Christian. Pero para su sorpresa, cuando Pascal continuó, el ruido se acalló.

—Para ser directos, estamos aquí reunidos esta noche para formular una estrategia cuyo fin es abordar los problemas a los que se enfrenta el municipio de Fogas. Unos problemas causados por la presencia de osos dentro de nuestras fronteras.

Hasta ese momento, aparte de la historia de René, a la que la mayoría no le había prestado demasiada atención, todo habían sido rumores. Ahora el público estaba oyendo por primera vez, de boca de un concejal electo, que se habían visto osos en el municipio. Y la reacción fue ruidosa: los murmullos subieron de volumen y se oyeron gritos de «¡Bravo, Pascal!», provenientes de la última fila.

—Los tiene comiendo de su mano —le susurró Josette al oído al granjero—. ¡Cualquier cosa que proponga conseguirá los votos necesarios!

Tenía razón. Pascal estaba cogiendo impulso, describiendo la amenaza que los osos suponían para la población local, y su discurso se vio interrumpido por vítores del público y arranques de aplausos que el primer teniente de alcalde aceptó con un aire de humildad que Christian nunca hubiera imaginado que fuera capaz de aparentar.

—La semana pasada —continuó— uno de nuestros concejales se encontró cara a cara con el animal en el bosque. —Señaló a René Piquemal, que mantenía la cabeza gacha con las mejillas enrojecidas mientras escuchaba cómo el primer teniente de alcalde repetía sus propias exageraciones—. ¡E incluso se lanzó a por él! Y nos dicen desde París que tenemos que aceptar a esos animales. Que tenemos que aprender a vivir con ellos…

—¡Y ni siquiera son franceses! —interrumpió el viejo pastor que estaba en el bar cuando René contó su historia—. ¡Los han importado de la maldita Eslovenia! Son mucho más agresivos que nuestros osos autóctonos.

—¡Tiene razón! —gritó otro—. Los osos franceses no habrían atacado así.

—Son un peligro para nuestros rebaños…

—Una maldita amenaza…

Mientras crecía la conmoción, Christian intentó entender por qué Pascal, un hombre que nunca había mostrado ni la más mínima preocupación por cómo funcionaba la ganadería en los Pirineos, se preocupaba ahora por aquel asunto. Examinó al público, cuyo ánimo cada vez se volvía más agresivo: los pastores golpeaban el suelo con sus bastones para enfatizar su acuerdo, los locales asentían furiosamente y los cazadores alimentaban el barullo con réplicas en el momento adecuado desde el fondo. Y tras ellos, la alta figura del rastreador de osos seguía curiosamente impasible, muy erguido, con los brazos cruzados sobre el enorme pecho. Al percatarse de la mirada de Christian, hizo un leve movimiento de cabeza para señalarle al cazador con el brazo en cabestrillo.

El hombre seguía al teléfono. Pero no lo tenía pegado a la oreja. Lo sostenía delante de él, como si quisiera que captara lo que estaba pasando. ¿Estaría grabando tal vez? Pero ¿por qué? Dos asientos a la izquierda de Christian, el bolígrafo de Monique Sentenac volaba sobre las páginas de su cuaderno, tomando notas para el acta de la reunión. Un acta que se haría pública unos días después. Allí no había secretos. Ni hacía falta que nadie corroborara nada.

¿Y entonces qué estaba haciendo? La única explicación posible era que estaba sosteniendo el teléfono para que alguien pudiera oír lo que allí se decía. Alguien que no quería ser visto asistiendo a la reunión.

Christian volvió a mirar a Arnaud con una sensación de incomodidad creciente en su estómago. El rastreador le devolvió la mirada y, como si compartiera la premonición de problemas del granjero, movió los hombros en círculos y giró la cabeza de un lado a otro para relajar su grueso cuello. Después levantó las manos y con un hábil movimiento se recogió el pelo en una coleta.

«Nunca hay que lanzarse a la batalla con el pelo suelto».

¿Quién había dicho eso? ¿Había sido Chabal, el jugador de rugby, su héroe, que siempre entraba al campo con el pelo recogido? ¿O había sido Conan, el bárbaro? Fuera quien fuese, pensó Christian, una cosa estaba clara: Arnaud se estaba preparando para una pelea.

—Va a haber problemas. Quédate aquí y no te muevas hasta que todo acabe, ¿vale? —le susurró Christian a Josette, sin dejar de mirar hacia la última fila, la fuente más probable de disturbios.

Josette asintió con mucha calma, pero él notó que agarraba con más fuerza su bolígrafo.

—Por eso creo que estamos todos de acuerdo —estaba diciendo Pascal, lo que provocó un aplauso atronador—. ¡Ese oso que hay entre nosotros representa una amenaza para nuestros vecindarios, nuestro estilo de vida y nuestra seguridad!

Se detuvo hasta que los vítores perdieron intensidad. Entonces levantó el puño y lo agitó ante la multitud.

—¿Qué vamos a hacer al respecto?

Sin duda eso había sido una señal dirigida directamente a los hombres de las boinas naranjas. Y ellos representaron su papel como verdaderos profesionales, con sus voces atronando por encima de las demás.

—¡Osos fuera! ¡Osos fuera! ¡Osos fuera!

Y los demás se unieron, haciendo que temblara la sala.

—¡Osos fuera! ¡Osos fuera! ¡Osos fuera!

—Orden, orden —pidió Pascal desde la cabecera.

Christian vio un leve cambio en el cazador vendado, que ahora se puso el móvil contra la oreja, y las últimas filas se quedaron en silencio.

¡Los estaba controlando! Christian miró a Arnaud, que asintió con la cabeza porque había llegado a la misma conclusión. Quienquiera que estuviera al otro extremo de la línea estaba utilizando al cazador para conducir a sus tropas, como un general que observara el foco del conflicto desde un lugar apartado.

—Entiendo vuestra preocupación —continuó Pascal—, pero este es un proceso formal y necesitamos una propuesta.

Se volvió hacia los concejales y su mirada se posó en uno de ellos. Christian por fin lo comprendió. Lo vio muy claro. Y se dio cuenta de que, mientras él había estado absorbido por sus propios problemas, Pascal había alimentado las ascuas de un descontento del que él no había podido ocuparse.

—A mí me gustaría hacer una propuesta. —La intervención de Philippe Galy, bastante nuevo en el municipio y elegido para formar parte del Conseil Municipal solo gracias al peso que tenía en el lugar el nombre de su abuelo, provocó un par de murmullos de sorpresa, alguno entre sus compañeros concejales—. Dada su forma inadecuada de gestionar la situación y su reticencia a oponerse a la reintroducción de los osos en los Pirineos, sugiero que esta noche demos los pasos necesarios para que Serge Papon deje de ser alcalde de Fogas.