Capítulo 5

La vista era espectacular. Un panorama de valles que subían y bajaban cubiertos de acres de un bosque lleno de vida y salpicado de verdes pastos, todo ello bajo aquellas montañas… Era impresionante.

En un día como aquel, con una brisa cálida de finales de otoño revolviendo las hojas rojas y naranjas y el sol brillando en un cielo sin nubes, Christian no necesitaba ningún experto para establecer el valor del lugar en el que vivía. Él sabía con toda seguridad que no tenía precio.

—Orientada a la montaña —apuntó en su portapapeles la mujer que estaba de pie a su lado—. Eso añadirá unos cuantos euros. ¿Y dónde está su vecino más cercano?

—Abajo, en Picarets.

—Excelente. Una propiedad rural remota. —Escribió con movimientos secos, llenando la página de garabatos indescifrables—. ¿Podemos entrar?

—¿No quiere ver toda la tierra?

—¿La tierra? —Pareció verdaderamente desconcertada—. No hay necesidad. Es la casa y el paisaje lo que se va a vender, no unos cuantos prados.

Christian hizo una mueca de dolor al ver cómo descartaba la única cosa que él sentía que le definía. Pero ella no se dio ni cuenta. Ya había pasado a su lado en dirección a la granja. Siguió su silueta delgada, intentando ver su casa a través de los ojos de un extraño que pudiera querer comprarla.

La casa era un caos. El oscuro vestíbulo estaba lleno de botas y abrigos, había una silla rota apoyada contra la pared y combada por el peso de un saco de comida para las gallinas y un baúl viejo apolillado, que hacía las veces de mesa de oficina, estaba cubierto de cartas, facturas, trozos de cordel para hacer fardos de paja, un par de destornilladores y, por supuesto, extractos bancarios.

Todo bastante normal. Aunque seguramente el huevo marrón que había sobre la pila de extractos bancarios no estaba allí antes. Se lo guardó en el bolsillo y buscó a la posible culpable en el patio, esperando que la mujer no le viera.

—Mucho carácter —dijo echándole un vistazo a todo el espacio antes de mirarse brevemente en el espejo empañado que colgaba sobre el baúl, con el cristal amarillento y picado y anuncios de subastas de ganado sujetos al marco. Se colocó bien la melena lisa y negra con sus dedos arreglados con una manicura perfecta y después entró en la cocina, donde el olor acre indicaba que la madre de Christian había intentado hornear algo.

—¿Madame Dupuy? —La mujer joven se acercó a Josephine con la mano extendida—. Soy Eve Rumeau. De la inmobiliaria de Ariège.

—Encantada de conocerla, mad… —Josephine dudó mientras intentaba echarle un vistazo a la mano izquierda de la mujer.

—Puede llamarme Eve —dijo cortante la mujer—. No me gusta que me llamen mademoiselle.

André Dupuy soltó una risita bronca, mirando el cuerpo esbelto y la cara inmaculada cuando se volvió para saludarle.

—Las jóvenes sois todas iguales. Ya verás cuando envejezcas. ¡Estarás deseando que te llamen mademoiselle!

Papa! —le regañó Christian.

—¡Es verdad! —exclamó—. En los años sesenta…

—Seguro que tiene usted razón. ¿Podríamos volver al asunto que tenemos entre manos?

Eve Rumeau pulsó el botón del bolígrafo, evitando sensatamente la discusión sobre política sexual que André Dupuy habría preferido mil veces tener antes que esa reunión sobre la venta de su casa.

—¿Por dónde quiere empezar? —preguntó Josephine y Christian notó la ansiedad en su voz.

—Por aquí me parece bien. ¿Los electrodomésticos se incluyen en la venta?

ϒ

No les llevó mucho tiempo. Quince minutos para establecer el valor de una casa a la que los Dupuy no podían ponerle precio. Un cuarto de hora siguiendo de acá para allá a la profesional mujer de la inmobiliaria mientras les hacía una pregunta tras otra sobre el doble acristalamiento, la calefacción central, los impuestos sobre la propiedad o los derechos de acceso. No hizo ningún comentario sobre el gordo periquito en plena muda que se encontró en uno de los dormitorios (un regalo de un primo de André que se había mudado a Guadalupe), ni sobre la profusión de fotos familiares que cubrían todas las generaciones, desde el sepia a la era digital, en una especie de procesión por todas las escaleras. Y si se fijó en el cuadro cosido a mano de un feroz tigre con las rayas un poco desvaídas que colgaba encima de la cama de Christian desde su infancia, tampoco dijo nada, para gran alivio del granjero.

—¿Tiene tiempo para tomarse un café? —preguntó Josephine cuando todos volvieron a la cocina.

—Sí, sería fantástico.

—¿Y un trozo de tarta para acompañar? Es casera, por supuesto.

El miedo que desencadenó su sugerencia en los hombres de la casa desapareció cuando Josephine sacó un gâteau de chocolate sublime que obviamente nunca había estado dentro de su horno.

—Solo la mitad, por favor —dijo Eve mientras la veía cortar un trozo grueso y después lo partía por la mitad—. La verdad es que eso es demasiado también. ¿Podría cortarlo por la mitad otra vez?

Josephine apretó los labios mientras cortaba otra vez, aunque no dijo nada. Pero el plato, con ese contenido mucho más ligero, cayó sobre la mesa con un golpe un poco fuerte al ponerlo delante de la visita.

—¿Y cuándo quieren que saque al mercado la granja? —preguntó Eve cogiendo un trocito minúsculo con el tenedor.

Christian se rascó la cabeza.

—No lo he pensado todavía. Supongo que no tiene sentido sacarla antes de Año Nuevo, teniendo en cuenta que ya estamos a mediados de noviembre.

—No, no tiene sentido. ¡Ni siquiera los ingleses salen en busca de casas en medio de los preparativos para Navidad!

—¿Cree que se venderá rápido? —preguntó Josephine.

—¿Eso es importante? —Eve miró a Christian—. Porque si lo es, debemos poner un precio adecuado a las circunstancias.

—Bueno, no estamos desesperados —dijo él—. Pero tampoco queremos tardar años, como algunos de por aquí.

Eve asintió.

—Es un mercado un poco lento, pero las vistas harán destacar la propiedad. Y con las edificaciones anexas y la tierra, será una inversión comercial ideal para algo como un alojamiento rural de categoría, tal vez.

—¿Un alojamiento rural? ¿Van a convertir esta casa en un hotel?

André estuvo a punto de atragantarse con el pastel.

Papa, así son las cosas. Ya nadie quiere una granja.

—Christian tiene razón —dijo la mujer, que no había movido ni un músculo ante la indignación del anciano—. He vendido tres granjas este año y ninguna la compró un granjero.

—¿Y quién las compró? —preguntó André incrédulo.

—Una pareja holandesa convirtió una en un centro de ciclismo de montaña. Otra la compró un hombre de Toulouse que se dedica a la industria informática y ahora trabaja desde casa. Y la tercera se la quedó un horticultor. —Se encogió de hombros—. Las cosas están cambiando.

—¡Qué forma de desperdiciar toda esta tierra!

—Bueno, eso también podrían hacerlo ustedes —sugirió Eve—. Convertir la casa en un alojamiento rural en vez de venderla. Las vacaciones en una granja están muy de moda. Incluso podrían dar comidas caseras. Si esta tarta es una muestra, madame Dupuy, usted sería la cocinera perfecta.

Un ataque de tos en la mesa detuvo momentáneamente la conversación y Josephine evitó decididamente la mirada de los dos hombres hasta que Christian llegó en su rescate.

—No tenemos elección. Tenemos que ponerla a la venta.

—En ese caso, me pondré en contacto con ustedes a lo largo de la semana para darles mi tasación y seguiremos desde ahí.

Tras alabar de nuevo la maravillosa tarta, a pesar de que la mayor parte de la porción se había quedado en el plato, Eve se despidió y Christian la acompañó hasta su vistoso Suzuki Jimny. Aparcado al lado de su maltrecho Panda 4×4, el contraste entre los dos vehículos era tan grande que Christian empezó a calcular si lo que iba a quedar tras la venta de la granja le llegaría para renovarlo. E instantáneamente se vio embargado por una sensación de deslealtad.

—Aquí tienes todos mis datos —le dijo Eve dándole su tarjeta de visita. Se acercó a él, le puso la mano en el antebrazo y Christian notó el fuerte olor de su perfume—. No dudes en llamarme. Por asuntos de trabajo o personales. Aunque no quieras hablar de la venta de la granja.

Le apretó el antebrazo, sus largas uñas rojas brillando sobre su camisa, y se metió en el coche, dejándole ver más que un poco de sus largas piernas al entrar. Y con un gesto de despedida con la mano se fue, saliendo a la carretera y bajando por la colina hacia Picarets, que se veía en la distancia.

Él se quedó allí de pie, con la tarjeta en la mano, intentando averiguar qué acababa de pasar.

Josephine Dupuy, que se había quedado de pie en el umbral, lo sabía perfectamente. No le hacía falta oír las palabras. El lenguaje corporal era suficiente. Pero Christian, igual que su padre, era inocente totalmente en lo que respectaba a las artes oscuras de la seducción.

—Acaba de llamar Josette —le dijo, rompiendo el encanto—. Para recordarte que la reunión empieza más pronto esta noche.

Christian gruñó y se dio una palmada en la frente. La reunión del consejo. Miró el reloj. Todavía tenía mucho tiempo para prepararse. Pero no tenía ningunas ganas.

Apoyado por la mayoría de sus compañeros concejales, el primer teniente de alcalde, Pascal Souquet, había convocado una reunión extraordinaria muy precipitadamente, y Christian suponía que en ella se iba a producir algún tipo de ataque contra el liderazgo de Serge Papon. El orden del día obligatorio que habían mandado a todos los miembros del consejo, y que estaba clavado en el tablón de anuncios del ayuntamiento, sonaba muy inofensivo: discutir los problemas que habían surgido por la presencia de osos en la zona. Ninguna referencia a la incompetencia del alcalde. Pero los rumores habían ido creciendo en el municipio y esa noche, azuzados por Pascal, seguramente acabarían aireándose.

El granjero no lo estaba deseando precisamente. Sobre todo porque no había encontrado tiempo para tener una charla con Serge como le había prometido a Josette.

—También me ha dicho que Arnaud Petit ha pedido que alguien lo lleve al ayuntamiento.

—¿El rastreador de osos? ¿Él también viene?

—Tiene sentido si la reunión es sobre los osos, supongo. —Josephine se encogió de hombros—. Le he dicho que le llevarías, ¿he hecho bien?

Christian puso mala cara pero asintió, aún incapaz de explicar la aversión que sentía por ese hombretón. En las dos semanas que habían pasado desde su llegada, Arnaud no había atraído ningún problema, ni siquiera por parte de la brigada antiosos. Tampoco había causado ninguno, incluso había adoptado una postura diplomática en una entrevista en el periódico local. Apenas le había visto, la verdad, porque seguramente se había pasado la mayor parte del tiempo en el bosque. Y Véronique no lo había mencionado, aunque tampoco sería asunto de Christian si lo hubiera hecho. Ni sería asunto suyo si los dos habían estado teniendo largas charlas con unos apéritifs o si…

—¿Puedes llevarle el resto de la tarta a Josette cuando te vayas?

—Perdona, ¿qué? ¿La tarta? —Christian volvió a poner sus pensamientos bajo control—. ¿Por qué demonios iba a llevar otra vez la tarta a la tienda? ¿Te vas a quejar de que no era casera?

Josephine le golpeó las piernas con el trapo que llevaba en la mano.

—¿Preferirías que hubiera servido el gâteau que he hecho yo? —le preguntó—. Tampoco mademoiselle la de la inmobiliaria hubiera comido mucho más de todas formas. A menos que haga una dieta a base de carbohidratos.

—No seas tan mala con ella, maman. Es buena en su trabajo. Una de las mejores de por aquí, y eso es lo que necesitamos para vender la granja.

—Lo sé, hijo. Pero es difícil tener a alguien por la granja analizándola como una propiedad y no como el hogar que es.

Christian abrazó el cuerpo menudo de su madre.

—Lo superaremos. Sé que lo haremos. Vamos a ver, ¿dónde está esa maldita tarta? Aunque seguro que Josette no quiere volver a verla.

—No es para ella —respondió su madre mientras volvían a la cocina—. Es para Véronique y para la pequeña Chloé. ¡Seguro que ellas sí la van a apreciar!

—¿Véronique va a estar en la tienda? ¿Esta noche?

—Va a hacerse cargo de la épicerie y a cuidar de Chloé mientras Josette está en la reunión. —Josephine empezó a cortar la tarta, asegurándose de que hubiera un trozo extra grande para Chloé, la hija de Stephanie y una de las personas más apreciada en aquella granja—. Stephanie está trabajando en el auberge y Fabian está liado haciéndole las cuentas a alguien, así que Véronique va a ir a ayudar. Es una buena chica, ¿no crees?

Pero le estaba hablando al espacio vacío. Su hijo estaba cruzando el vestíbulo y silbando bajito para sí, como si la vida le acabara de hacer un regalo inesperado.

«Cómo se parece a su padre», se dijo mientras le observaba subir las escaleras de dos en dos con sus largas zancadas. Ninguno de los dos sabía nada del sexo femenino. Aun así, pensó mientras se colocaba la falda sobre unas caderas que atestiguaban que ella era una mujer que no comía la mitad de la mitad de un trozo de tarta, a André no le había ido tan mal. Tal vez su hijo tuviera la misma suerte.

Mientras los Dupuy intentaban aceptar su futuro en Picarets, si un cuervo hubiera elegido volar por encima de la colina que había justo detrás de la granja, continuar más allá de la vieja cantera cruzando la empinada garganta que había más allá y después agitar las alas para elevarse sobre las altas laderas de la siguiente montaña, llegaría al pueblo de Fogas en menos de cinco minutos. Pero como solo un cuervo podía hacer ese viaje, porque no había ninguna carretera que uniera los dos pueblos, los residentes de uno tenían que bajar hasta La Rivière para poder llegar conduciendo al otro pueblo. Y como Fogas, encaramado en su altura con unas vistas espléndidas, era el lugar donde estaba el ayuntamiento peor situado de la historia de la República Francesa, el viaje de subida y bajada por la carretera serpenteante era algo que los residentes de la zona hacían regularmente. Como lo había hecho Véronique menos de media hora antes.

Todavía disfrutando de la libertad que le proporcionaba su recién recuperada movilidad, después de que la compañía de seguros hubiera retrasado durante casi un año el pago por el coche que perdió en el infierno de la oficina de correos, Véronique estaba de buen humor. Con la ayuda de Christian había encontrado un Renault que era mucho mejor que el cuatro latas que tenía antes y estaba empezando a sentir que las catastróficas repercusiones del incendio estaban por fin arreglándose. Solo quedaba lo de su trabajo.

No estaba resultando nada fácil.

Planificada originalmente para la primera semana de noviembre, su reunión con el alcalde para tratar ese tema se había pospuesto dos veces, la última justo en el momento en que salía de su piso. La secretaria le pidió disculpas, pero no le puso ninguna excusa; solo le dijo que, inesperadamente, el alcalde no estaba disponible.

¡Que no estaba disponible inesperadamente! «¡Ja!», pensó Véronique mientras esperaba su turno sentada en el pasillo del ayuntamiento. Serge Papon probablemente no había ido a trabajar. Había rumores de que se le veía muy poco por los pasillos del poder en los últimos tiempos; si bien el pasillo en el que estaba sentada ahora no mostraba muchas indicaciones de poder. Los paneles de pino que cubrían la mitad inferior de las paredes tenían agujeros de polillas, y por encima la pintura verde caqui estaba descascarillada y cayéndose. Las manchas oscuras del techo no hacían más que contribuir al aire de abandono.

Se oyó un portazo y unos pasos que bajaban las escaleras. Con un gruñido furioso, Céline Laffont, la sufrida secretaria del ayuntamiento durante muchos años, apareció como una tromba.

—Vengo a decirte que subas —dijo echando chispas—. Pero te aviso de que ese hombre es idiota.

Cruzó el pasillo y entró en la sala de reuniones, con su furia cargando el aire a su alrededor. Suponiendo que eso debía de significar que Serge estaba en buena forma, Véronique subió al despacho. La puerta estaba entreabierta, así que llamó suavemente y entró.

—Ah, Véronique. Pasa.

La delgada figura parecía pequeña tras el enorme escritorio; con los dedos unidos bajo la barbilla de una forma muy afectada, no estaba a la altura para sustituir a Serge Papon. Mientras que el alcalde estaba en consonancia con las impresionantes proporciones del enorme despacho, su primer teniente de alcalde, Pascal Souquet, parecía insignificante en aquel vasto espacio.

—He quedado con el alcalde —dijo Véronique sin rodeos, parándose en el umbral y pensando que la presencia de Pascal explicaba en cierta forma el mal humor de la secretaria; su antipatía mutua ya había añadido varios capítulos a las crónicas políticas de Fogas.

—Eso me han dicho. Pero Serge no ha podido venir. Inesperadamente…

—No se encuentra disponible.

Véronique suspiró y ya se estaba girando para irse, convencida por sus encuentros previos de que hablar de nuevo con el primer teniente de alcalde no era más que una pérdida de tiempo.

—Tal vez pueda ayudarte yo. ¿Es por lo de la oficina de correos?

Ese interés sin precedentes fue suficiente para que se parara en seco.

—Sí.

—Bueno, ¿por qué no te sientas y lo hablamos?

Le señaló con un gesto regio las sillas que había delante del escritorio y su aversión por él superó a su sorpresa.

—No pasa nada. Hablaré con Christian esta noche.

—¿Christian? Oh, no hace falta que molestes a Christian. Teniendo en cuenta sus problemas…

—¿Problemas?

—¿No te has enterado? Ha tenido que poner a la venta la granja.

Véronique, residente toda su vida en esa pequeña comunidad y experta en la recolección de cotilleos, había reducido el complicado arte de sobrevivir en Fogas a una regla muy simple: no reaccionar. No importa lo que te digan o lo que digan de ti, no les des la satisfacción de saber que han alcanzado su objetivo.

Esta vez podría haberse limitado a un par de parpadeos rápidos y una inspiración brusca, que estaba bastante segura de que Pascal no habría podido oír. Pero no fue capaz de evitar la necesidad de agarrarse a la silla. Ni tampoco la de tener que sentarse cuando sus piernas se negaron a seguir sosteniéndola.

—Incluso se habla de que podría mudarse a Toulouse —continuó Pascal repitiendo palabra por palabra las noticias que le había contado su esposa cuando fue a casa a comer. Las cuales le había explicado su sobrina, que trabajaba en la inmobiliaria donde Christian había puesto en venta la granja—. Pero seguro que ya lo sabías. ¿Qué era exactamente lo que querías hablar con Serge?

—Es que… he pensado… eh… Creo que he encontrado la forma de agilizar lo de La Poste. Se me ha ocurrido algo que les obligaría a comprometerse a reabrir la oficina del municipio.

A Véronique le costaba centrarse, pero incluso en su estado de aturdimiento notó que Pascal se sentaba más erguido, con la mirada fija en ella, y cogía un cuaderno.

—Continúa, por favor.

—Implica a la épicerie y necesito el apoyo del consejo.

—¿Cómo?

Véronique le explicó a grandes rasgos su idea de reubicar la oficina de correos dentro de la tienda y Pascal la escuchó muy atento, llenando el papel de apuntes.

—Supondría una leve reducción de los servicios —concluyó Véronique—, pero nada importante en realidad. Nada que los clientes habituales vayan a echar en falta.

—Y supongo que ya has hablado con Josette.

Ella asintió.

—Excelente —dijo Pascal levantándose—. Deja esto en mis manos. Me pondré en contacto con La Poste mañana a primera hora y veremos si es viable antes de someterlo al consejo. ¿Qué te parece?

—¡Perfecto!

Véronique consiguió formar una sonrisa al despedirse, asombrada de que alguien en Fogas por fin estuviera prestando atención a sus preocupaciones. Y más sorprendida aún de que ese alguien fuera Pascal Souquet. ¿Quién habría pensado que él sería el que diera el primer paso para ayudarla a volver a establecer la oficina de correos en el lugar?

Pero tras bajar unos pocos escalones hacia el pasillo, sus pensamientos volvieron a Christian. ¿Era cierto lo que le había dicho? ¿De verdad se iba? No sabía si iba a poder soportarlo si así fuera.

De acuerdo con sus propias normas, su apariencia exterior permaneció normal mientras cruzaba el aparcamiento. Pero por dentro estaba hecha un lío.

Pascal Souquet, quien dentro de poco sería el alcalde de Fogas si la reunión del consejo de esa noche iba según lo planeado, observó a Véronique mientras entraba en su coche. Había resultado evidente que ella no sabía nada de los problemas financieros de su rival, aunque había disimulado muy bien. Pero el dolor que había cruzado su ancha cara de campesina había quedado patente. Y él se había regodeado.

«Idiotas —pensó mientras la veía volver a la carretera y dirigirse a La Rivière—. Todos». Aunque una vez tuvo suficiente con la ambición de ser alcalde, ahora estaba ansioso por irse de Fogas, impaciente por ascender por la escalera dorada que habían puesto tan seductoramente delante de él. Y sentía que las ideas de Véronique podían ser útiles para sus planes.

Pero ¿cómo?

Caminó por el despacho sabiendo que había tropezado con un cofre que ponía «tesoro», pero sin tener ni idea de cómo abrirlo, perdido sin los sabios consejos de su esposa. Ahora tenía que aprender a depender menos de esos consejos, porque Fatima había dejado claro que no aprobaba la compañía que frecuentaba, ni confiaba en el hombre con el que estaba trabajando. Su único consejo había sido que se apartara de ahí, que no tuviera nada que ver con sus planes. Y todavía no era demasiado tarde.

Pero Pascal, por primera vez en su vida, no había hecho caso a su mujer. Realmente, siendo sincero, era la segunda vez. La primera fue cuando invirtió fuertemente en un negocio que prometía beneficios que dejarían sin aliento a cualquiera. Y sin aliento se quedó Pascal, pero no de la forma que esperaba. El último en entrar y en la parte baja de la pirámide, Pascal se vio en la bancarrota de un día para otro. Tuvo que vender su casa en un barrio moderno de París y perdió su trabajo cuando enfermó por culpa del estrés.

Fatima lo salvó. Embaló las pocas posesiones que les quedaban, las metió en un guardamuebles y lo llevó al pueblo natal de su madre, Fogas, donde había heredado una casa diminuta. E inmediatamente se puso a planificar su regreso. Empezaron poco a poco. Ganándose los votos de los propietarios de segundas residencias, casi siempre ignorados, fue elegido primer teniente de alcalde. El siguiente objetivo, que ya estaba casi a su alcance, era ser alcalde de Fogas. De ahí podría progresar hasta el Conseil Général de Foix, capital de Ariège-Pyrénées. Después al consejo regional de Toulouse. Y, tras eso, la política nacional.

Había aceptado los planes de su mujer a pesar de su repugnancia por la gente entre la que ahora vivía, la misma a la que representaba. Eran tan bucólicos… Obsesionados con el precio del pienso de los animales y con el de los terneros, solo disfrutaban cazando y jugando a la petanca. Y su idea de una buena comida era un buen cassoulet regado con un vino tinto local.

¡Cómo echaba de menos el refinado estilo de vida de los bulevares de París, el círculo social de intelectuales del que había formado parte, el caviar, el champán! Tal vez por eso cuando le ofrecieron algo más que ser el alcalde de esa atrasada aldea endogámica, un camino más rápido para alcanzar sus grandes ambiciones, se lanzó en cuanto vio la oportunidad.

Miró por la ventana a la calle que serpenteaba por todo Fogas. No se veía ni un alma. ¿Y por qué iba a haberla? Los únicos visitantes del pueblo eran vecinos que se acercaban al ayuntamiento y algún turista ocasional que se había perdido. ¿Qué podía atraer a la gente? La carretera no tenía salida, solo subía un poco más por las montañas junto a varias casas desperdigadas, y no había nada con lo que entretenerse allí. Ni tienda, ni bar. Incluso el lavoir había caído en desuso con la llegada de las lavadoras.

No había ninguna razón para subir hasta allí. Por eso el pueblo estaba moribundo.

Y de repente lo vio todo claro.

Con energías renovadas, cogió su móvil. Tenían que verse. Esa noche. Eso no podía esperar.