A Véronique Estaque le encantaba el sencillo ritual de la Toussaint. Justo después de la misa del domingo, que se celebraba en Sarrat esa semana (la diócesis había considerado que los dos municipios eran capaces de compartir un cura, independientemente de lo graves que fueran sus diferencias seculares), se encaminó hacia la iglesia de La Rivière, casi vencida por el peso de las macetas de crisantemos. Apartó la vista cuando se acercó al cascarón carbonizado que quedaba de su antigua casa y lugar de trabajo, cruzó la carretera y entró en el cementerio.
Rodeando la rotunda iglesia, mucho más pequeña que su gemela de Sarrat y mucho más acogedora para Véronique, el cementerio ya estaba lleno de color. Ángeles blancos miraban impasibles las mareas de rojo y amarillo que les lamían los pies y las tumbas más sobrias de granito gris estaban adornadas con un montón de flores, como si fueran mesas esperando a los invitados a un banquete.
Véronique se abrió camino a través del irregular laberinto de tumbas, parándose para saludar a un par de personas mientras cruzaba hacia la esquina más alejada, donde acababa la profusión de granito para dejar paso a una tierra desangelada que estaba destinada sin duda a los que eran como ella. Era en esa frontera final donde se había enterrado a los miembros de la familia Estaque durante generaciones. Era una de las familias más antiguas de la zona y Annie alardeaba que un Estaque había construido la primera casa de Picarets. Pero sus descendientes no habían gastado mucho en recordar al pobre hombre, porque una austera cruz de piedra sobre un pequeño pedestal era todo lo que marcaba el lugar del último descanso de los antepasados de los Estaque, los únicos ancestros de los que Véronique tenía noticia, dado que su abuela materna fue una refugiada española y maman nunca había revelado la identidad del hombre que la había convertido en madre soltera en una pequeña comunidad montañesa con mucha memoria y lenguas muy largas.
Cuando era pequeña, Véronique siempre había sido dolorosamente consciente de esa circunstancia. En las raras ocasiones en que maman accedió a su petición de que tomaran parte en la celebración de la Toussaint, su placer juvenil ese día siempre se había visto atenuado por la conciencia de que ella era diferente. En la única clase de la escuela del pueblo, ella era la única que no tenía un papa, una distinción que se manifestaba sobre todo el día en que se conmemoraba a los ancestros.
Mientras sus compañeros iban de una tumba a otra repartiendo flores, Véronique se veía confinada a los restrictivos límites de la tumba de los Estaque. Su curiosidad natural la llevaba a romper la regla tácita y empezaba a preguntarle a maman por su padre. Invariablemente el día acababa mal: maman se enfadaba porque ella no hacía más que interrogarla sobre un tema prohibido y Véronique se sentía malhumorada y resentida por una vida que a esas alturas ya le parecía injusta.
Con el tiempo, al darse cuenta de que su parcial observancia de la costumbre no era más que otra arma para los niños crueles de su colegio, que ya tenían un arsenal lo bastante amplio para convertir su vida en un infierno, dejó de participar. Y maman, que no tenía tiempo para dioses, ni espíritus, ni cotilleos ociosos, se alegró de librarse de esa obligación. Pero al volver a Fogas después de la universidad, Véronique recuperó la tradición. Al principio intentó convencer a su madre de que la acompañara, pero después de años de bruscas negativas, dejó de intentarlo.
Por eso se sorprendió mucho cuando llegó a la cruz de piedra y vio un ramillete de azafranes de otoño adornando la tumba. Puso los crisantemos en el suelo; su opulencia parecía fuera de lugar al lado del humilde ramo casero. Cuando se levantó, oyó una voz familiar.
—Supuse que estarrrías aquí.
—Maman! —Se inclinó para darle un beso en la mejilla a su madre y el placer que sintió la pilló desprevenida—. ¡Qué raro verte cerca de una iglesia!
—No va contrrra la ley, ¿no? —replicó Annie a la defensiva. Después suavizó el tono, señalando las exuberantes flores rosas y carmesíes que Véronique estaba arreglando—. Son prrreciosas.
—Alegran un poco el lugar.
—Y son las más grrrandes de todas.
—¿Ah, sí? No me había dado cuenta.
Una sonrisa traviesa reveló que Véronique era una Estaque hasta la médula mientras se arrodillaba para arrancar unas cuantas malas hierbas que habían aparecido alrededor del borde de la tumba.
—¿Qué tal se está adaptando tu nuevo vecino?
—¿Arnaud? No lo sé. No lo he visto desde ayer por la tarde. No me pareció el tipo de vecino que se pasa a tomar un café y charlar de vez en cuando.
—Me han dicho que es bastante guapo.
Véronique se quedó mirando fijamente a su madre. ¿Acababa de oír un toque de curiosidad viniendo de una mujer tanto tiempo indiferente a lo que hacía su única hija?
—Podría decirse que sí lo es.
—¿No es tu tipo, entonces?
Véronique se quedó con la boca abierta.
—¿Mi tipo? ¿Y desde cuándo te preocupa a ti si es mi tipo o no?
Annie se metió las manos en los bolsillos del polar, el que Véronique le había regalado dos navidades atrás y que nunca había vuelto a ver, y se giró, algo resentida por el reproche.
Demonios… Se puso a arrancar las hierbas con un entusiasmo renovado. ¿Qué pasaba con la Toussaint que siempre sacaba lo peor de ellas? No debía haber sido tan desagradable. Maman estaba haciendo un esfuerzo. Desde la noche del incendio, cuando Véronique estuvo a punto de perder la vida, había habido un considerable deshielo en su relación y se debía en su mayor parte a la actitud de Annie.
Llena de remordimiento, que como era propio de los Estaque solo hacía que estuviera más irritable, agarró las últimas malas hierbas que quedaban.
—¡Ay!
—Una orrrtiga.
Véronique se mordió la lengua.
—Ven. —Annie le cogió la mano, que ya se le estaba hinchando, y se la frotó con hierbas—. Acedera. Siempre funciona.
Y en un segundo, Véronique volvió a ser la niña que regresaba a casa corriendo, cubierta de bultitos rojos, y maman dejaba de ordeñar para ponerle hojas de acedera en los sitios que estaban peor, sin preguntarle cómo es que tenía tantas marcas de ortigas. Ella no le contaba que una de sus compañeras de clase la había empujado sobre un lecho de ortigas mientras sus amigos chillaban para jalearla. Ni qué palabras había utilizado para describir a su madre mientras ella estaba todavía tirada allí, con miedo a levantarse.
Inclinó la cabeza para ocultar sus ojos llenos de lágrimas.
—Vamos. —Le pasó una mano encallecida por el pelo—. Tomemos un café. Segurrro que hay más vida en el barrr que porrr aquí, aunque sea domingo.
Cuando se giraron para irse, vieron a Serge Papon de pie a unos metros, con los ojos fijos en un querubín portador de una tabla de granito negro con el nombre de Thérèse Papon escrito en letras doradas. Se le veía totalmente perdido.
—Bonjour.
El saludo de Véronique le sobresaltó.
—¡Oh! Véronique, Annie. Bonjour.
Las besó a ambas y Annie notó que el penetrante olor de su loción para después del afeitado, tan famoso una vez, ahora no estaba. Y sus mejillas raspaban por el principio de barba. Tampoco podía quejarse. ¡A su edad tal vez no faltara mucho tiempo para que ella también tuviera barba!
—¿Está bien?
Él asintió con una sonrisa animosa en la cara, pero estaba claro el esfuerzo que le estaba costando. No se le veía nada bien. Las facciones fuertes de antaño se veían demacradas, lo que hacía que su frente pareciera más prominente que nunca.
—Muy bien. Sí. Estoy muy bien. Me he dejado caer… —Señaló inútilmente la tumba reciente—. Pero se me ha olvidado traer flores. Aunque algún alma caritativa ha dejado un ramo.
—Qué curioso —empezó a decir Véronique, mirando el ramo de azafranes que había al pie del querubín—. Maman, ¿has sido…?
—Es una lápida prrreciosa —interrumpió Annie—. A Thérrrèse le habrrría gustado mucho.
—¡Sí! No podía soportar la idea de dejarla aquí sola. Quería que alguien la cuidara. Y el hombre de la funeraria sugirió un angelito. Me pareció adecuado. Ya sabéis… después de nuestros problemas, un niño… —Se quedó sin palabras y después suspiró—. No puedo creer que se me hayan olvidado las flores —murmuró—. Qué típico.
Como no era muy comunicativa ni en su mejor momento y además se dio cuenta de que no hacía falta decir nada, Annie permaneció en silencio, mirando al hombre que tanto había cambiado en el último año.
Estaba sin afeitar, con la ropa arrugada, y llevaba una temporada sin ir a la peluquería, porque mechones de pelo gris se le rizaban sobre las orejas. Pero sus hombros eran los que mostraban el mayor cambio. Ya no estaban erguidos por la resolución que le había convertido en un líder dinámico, sino que ahora se veían hundidos en dirección al suelo.
Era un hombre al que no le quedaba orgullo. Ni por sí mismo ni por el mundo que le rodeaba.
Intentó no hacerlo, pero fue instintivo: comparó a ese hombre, que no era más que una sombra, con el teniente de alcalde lleno de vida de hacía treinta y seis años. El que tenía esa mandíbula tan marcada, las manos fuertes, la sonrisa pícara y esa confianza que nacía de cuánto creía en sí mismo. El que tenía a todas las mujeres detrás. Ella incluida. Aunque no es que hubiera ido detrás de él, más bien había caído en sus redes, pero de todas formas el resultado era el mismo.
—Tome, póngale estas.
Annie desconectó de sus recuerdos y se encontró a Véronique dándole la maceta de crisantemos que había traído para la tumba de los Estaque.
—¿Estás segura? —Serge ya la había cogido y esperaba su asentimiento, con la cara llena de ilusión—. ¡Oh, rosa! Su color favorito.
Los colocó con cuidado al lado del pequeño ramo de azafranes y abrazó a Véronique.
—Seguro que esta niña es un orgullo para ti, Annie —dijo un poco incómodo mientras soltaba a Véronique, que ahora estaba roja como un tomate.
Annie no tenía palabras.
—Vamos al bar, ¿verdad, maman? —balbuceó Véronique para llenar el extraño silencio que siguió—. ¿Quiere venir con nosotras?
—No, no. Hoy no. Tengo que hacer unas cuantas cosas. En el ayuntamiento.
—¿Un domingo?
—Sí. Voy un poco atrasado. Con todo esto… —Señaló con la mano al querubín, que ahora quedaba casi oculto por la profusión de flores—. Pero saludad de mi parte a Josette.
Aceptando la negativa, las dos mujeres se fueron caminando entre el laberinto de tumbas.
—¿Te ha importado que le diera las flores? —preguntó Véronique cuando ya no podía oírlas.
—¿Imporrrtarrrme? ¿Porrr qué?
—Porque tú siempre has dejado claro que no te importaba nada Thérèse Papon.
Esas palabras fueron para Annie como un puñetazo en el estómago.
—Nunca me cayó mal esa mujerrr —murmuró—. Es complicado.
—Ya, claro —respondió Véronique con la lengua viperina que Annie sabía que había heredado de sus dos progenitores—. Tan complicado que le has dejado un ramo de azafranes en su tumba. Maman, de verdad que no sé si alguna vez voy a lograr entenderte.
Y Véronique siguió andando para adelantarse, dejando a su madre detrás para que cerrara la cancela.
Complicado era poco decir, pensó Annie.
Echó un vistazo a donde Serge seguía aún de pie. Cada vez le resultaba más difícil guardar ese secreto que había mantenido por el bien de Thérèse Papon durante treinta y seis años. El día anterior, en el bar, estuvo a punto de soltar la verdad. Que era lo que Thérèse había querido al final, que se supiera la verdad.
—¿Porrr qué la vida no puede serrr más sencilla? —gruñó mientras cerraba la cancela. Se conocía lo bastante para darse cuenta de que tenía miedo. Y lo tenía. Estaba aterrorizada. Pero había que hacerlo.
—Se lo dirrré —le prometió a las nubes que había en el cielo; no creía ni por un momento en la otra vida, pero no se le ocurría otro sitio donde mirar para comunicarse con los muertos—. Cuando encuentrrre una forrrma, se lo dirrré a los dos.
Arriba, en Picarets, en una granja que había más allá del pueblo, donde la carretera subía empinada hacia la montaña, Christian Dupuy estaba haciendo su propia confesión. Le había llevado meses reunir el coraje. Pero finalmente lo había conseguido y ahora estaba evaluando el impacto.
La mesa de la cocina no parecía diferente. La misma extensión de pino áspero, lleno de muescas y manchas por los años de uso. El sillón de su madre junto a la estufa tampoco había cambiado, con el relleno saliéndole por un lado en el lugar donde un perro, enterrado mucho tiempo atrás, lo había atacado cuando era un cachorro. Y el aparador de roble que cubría toda la pared seguía quejándose por el peso acumulado de los recuerdos que se peleaban por conservar su hueco en la superficie: una bola de nieve con un esquiador de plástico de los Alpes; una muñeca con un traje tradicional de Mont Saint Michel; una lata vacía de galletas de Bretaña; dos vacas de juguete que llevaban camisetas que proclamaban su amor al Cantal. Era un mapa virtual de Francia enviado por hijos, hijas y nietos de vacaciones, porque sus padres nunca se habían aventurado más allá de los límites de Ariège. Atados a la granja, de hecho nunca habían ido más allá de los valles gemelos de Fogas.
Pero todo eso estaba a punto de cambiar.
Después de meses de preocupaciones y de intentar evitar lo inevitable, Christian había sentado a sus padres a la mesa y les había explicado con toda la amabilidad que pudo que no les quedaban más opciones que vender la granja. Que hubiera elegido la Toussaint para revelarle a su padre que iba a tener que abandonar su casa ancestral, el lugar donde había nacido setenta años atrás, suponía una ironía que no se le escapaba al corpulento granjero.
Se había percatado de los problemas un año atrás, cuando el verano resultó menos productivo de lo normal porque el precio que les ofrecieron por el ganado fue más bajo que nunca. Después se dio cuenta de que el coste de la alimentación de ellos tres había aumentado. Y el colmo fue cuando llegó la factura del combustible de la calefacción (de hecho se preguntó si habrían echado oro líquido en el tanque por error). En la primavera siguiente se vieron confirmados sus peores miedos. Por primera vez en la historia, la granja dio pérdidas.
Pensando que solo era un bache, consultó a Fabian Servat, el sobrino de Josette, que sabía algo sobre contabilidad, y aunque la imagen que le pintó el alto parisino fue bastante sombría, todavía le quedó la perenne esperanza del siguiente verano, que ya estaba a la vuelta de la esquina. Decidió darle un voto de confianza a la nueva estación y se puso a investigar formas de maximizar los beneficios de su número limitado de acres, teniendo en cuenta las limitaciones que imponían las condiciones geográficas de la región, que hacían que la ganadería a gran escala fuera imposible.
Pero todo había sido inútil. Había muchas opciones, como convertirse en una granja orgánica, como le había aconsejado Stephanie, del centro de jardinería. Así podría pedir un precio más elevado por su carne y tal vez incluso acabar con el intermediario y vender directamente a los restaurantes. Pero el proceso de certificación llevaba tiempo. Pasarían varios años antes de que viera los frutos de esa inversión. Y ahí había otro problema: hacía falta inversión. Una cantidad bastante sustancial para un hombre que ya estaba enterrado en préstamos y con un banco que se negaba a darle más.
El problema era que no tenía tiempo. Lo que necesitaba era un remedio instantáneo, una varita mágica que aumentara el tamaño de su granja para que pudiera competir con los enormes negocios agrícolas del norte del país y las importaciones de carne barata que estaban inundando el mercado desde Europa del Este. Y cuando el esperado verano no logró lo que necesitaban, la lucha dejó de tener sentido.
Por supuesto, llegar a esa conclusión no hacía que dejara de quejarse por la injusticia de todo aquello. Como había heredado de su padre la pasión que había tenido toda su vida por el socialismo, Christian se indignaba porque mientras los granjeros locales tenían que pelear para conseguir la justa compensación por su trabajo, los supermercados le estaban chupando la sangre a la región, logrando beneficios récord porque no dejaban de subir el precio de la comida. La injusticia era tal que podría volver loco a cualquiera. Y eso por no hablar de los bancos…
Observó al gato atigrado estremecerse en el sofá, felizmente ajeno a las dificultades de la vida mientras perseguía ratones escurridizos a través de las telarañas de sus sueños. Habría dado todo lo que tenía por cambiarse por él.
—¿Todo? —preguntó su madre por fin—. ¿La casa? ¿La granja?
Christian asintió, fijándose en el temblor de su mano izquierda mientras agarraba el borde de la mesa. Su padre, que se había tomado las noticias mucho más estoicamente de lo que Christian había anticipado, estiró el brazo y le cubrió los dedos fuertes con los suyos a su esposa. Fue como si le hubieran clavado un cuchillo en el corazón a su hijo.
—Ya sabes que Christian adora este sitio tanto como nosotros, cariño. Seguro que no está sugiriendo algo así a la ligera. Si dice que hay que vender, es que es necesario.
Josephine Dupuy cuadró los hombros y asintió con seriedad.
—Tienes razón, André.
—Como de costumbre —respondió, provocando la sonrisa deseada en la cara de su esposa.
—¿Quién sabe? Tal vez sea lo mejor —dijo ella con el pragmatismo que la convertía en la esposa de granjero por antonomasia—. Dios sabe que has renunciado a algo más que a unos años para cuidar de este sitio y de nosotros, Christian.
Christian sabía a qué se refería, aunque él ni por un momento culpaba a la granja por su prolongada soltería. No lo habría querido de otra forma. Si por alguna casualidad encontraba a la mujer de sus sueños y por otra casualidad seguía siendo granjero, ella tendría que aprender a vivir con ello, porque su pasión por sus tierras era más fuerte que cualquier amor que pudiera sentir por una mujer. Estaba seguro de eso, a pesar de su limitado conocimiento del amour.
—¿Entonces deberíamos empezar a buscar un sitio más pequeño?
—Lo siento, maman. No quería que llegáramos a esto.
—¡Hijo, no tienes que pedir perdón por nada! Ni a tu madre ni a mí. Si no fuera por ti, la habríamos vendido hace años.
La voz de su padre tembló y Christian sintió una oleada de afecto por el anciano que nunca estuvo hecho para ser granjero. Era un idealista, destinado a desarrollar una vida en la política, que se aseguró una beca para la universidad justo cuando la guerra de Argelia estaba fracturando al país y De Gaulle volvía al poder. Eran tiempos vertiginosos para cualquiera que supiera de política y André Dupuy no podía esperar para verse en medio de todo aquello.
Pero entonces, un par de meses antes de empezar el curso, su único hermano murió cuando su coche perdió el control en una traicionera carretera de montaña. En ese momento André deshizo su maleta obedientemente, canceló su alojamiento en Toulouse y apechugó con la carga de llevar la granja.
Había conseguido ser un granjero aceptable. Aunque se sentía mejor hablando de las luchas internas que infestaban el socialismo francés que de los beneficios de una nueva máquina de ordeñar, lo hizo lo mejor que pudo. Y llegó a amar el lugar y la tierra que inicialmente le parecieron una losa sobre sus hombros. Como no quería que ninguno de sus hijos tuviera que cargar por obligación con las responsabilidades que habían recaído sobre él, se sintió encantado cuando uno de ellos demostró un genuino interés por tomar el testigo.
Y por eso Christian no podía quitarse de encima la sensación de que había decepcionado a su padre.
—Annie me decía el otro día que la casa que hay al lado de la de los Rogalle quizá se ponga a la venta —dijo Josephine, intentando mejorar el humor de todos—. Los primos que la heredaron al fin se han puesto de acuerdo en quién se queda con qué y debería salir al mercado dentro de un mes más o menos. Deberíamos echarle un vistazo.
—¿La casa de la viuda Loubet? ¡Es una ruina! —exclamó Christian, pensando en el tejado que se caía de la casa olvidada en la plaza de Picarets—. Podréis permitiros algo mejor cuando vendamos esto y paguemos las deudas.
—Bueno, le hacen falta unos arreglos, pero tú podrías hacerlos. Y es lo bastante grande para los tres.
—No haría falta que fuera tan grande —dejó caer Christian.
Sus padres se lo quedaron mirando, después se miraron el uno al otro y los ojos de su madre se llenaron de lágrimas.
—¿Te vas?
—¿Y qué otra cosa puedo hacer? No hay trabajo para granjeros fracasados por aquí.
—¿Pero adónde irás?
—Hay una oportunidad de trabajo en la fábrica de Airbus de Toulouse. Puedo intentarlo allí.
Su padre carraspeó.
—Tienes que hacer lo mejor para ti, hijo, lo entendemos. Pero no te precipites a hacer algo de lo que luego te puedas arrepentir. Si he aprendido algo en mis setenta años, es que esta tierra tiene una cierta forma de meterse en tu alma, y si la dejas, puede que nunca vuelvas a encontrar la verdadera felicidad.
—Tu padre tiene razón, Christian. Tendrás sitio con nosotros todo el tiempo que necesites hasta que encuentres lo que quieras.
—Gracias, maman.
Un agudo pitido les interrumpió.
—Merde! —Josephine dio un salto y empezó a agitar un trapo bajo la alarma de incendios que Christian había colocado solo un mes atrás, y que ahora saltaba prácticamente todos los días.
—¡No te preocupes por la alarma, mujer! —gritó André Dupuy con años de sufrimiento en la voz—. ¡Rescata la maldita comida!
Mientras la conmoción familiar se producía en la cocina (la incapacidad de cocinar de su madre aseguraba que ninguna hora de la comida pasara desapercibida), Christian salió a tomar aire fresco.
Había sido una mañana muy larga. Una de las peores mañanas que había conocido. Estaba más cansado que cuando tuvo que cortar el enorme pino del campo más lejano, y más preocupado que la noche que Sarko, el toro, se escapó y estuvo a punto de matarse.
Sarko, su toro de raza limusina; lo veía en el campo de abajo, una enorme masa marrón destacada contra las montañas que había al fondo. También a él habría que venderlo. Pero ¿quién lo compraría? Era bien conocido por ser el animal más cascarrabias de todo Ariège-Pyrénées y sus continuos intentos de fuga, algunas veces consumados, lo convertían en una difícil responsabilidad que asumir en una sociedad que cada vez se estaba haciendo más amiga de los pleitos. Además tenía un carácter endemoniado.
Como si quisiera responder a sus pensamientos, un fuerte bramido llegó desde el lejano prado y Christian sintió el corazón en un puño. Había llegado a querer a aquel maldito bicho. No podía imaginarse la vida sin que Sarko fuera parte de ella.
Inspiró hondo el aire fresco que presagiaba el invierno cercano y, sintiéndose mucho mayor que sus cuarenta y un años, volvió a entrar en la granja. Llegó a tiempo para oír los últimos pitidos de la alarma de incendios antes de que su padre por fin consiguiera apagarla. Y para presenciar cómo su madre sacaba otra ofrenda carbonizada del horno, del que salían nubes de humo.
—Bien —dijo mientras ponía la bandeja en la encimera—. Cuando nos mudemos, ¿podemos comprar un horno nuevo? Este nunca ha funcionado bien.
André y su hijo se miraron incrédulos y después los dos se echaron a reír.
—¡No, eso es la marcha atrás!
El cambio de marchas chirrió y el Peugeot 308 rojo cereza se lanzó hacia delante y se caló, con el espejo retrovisor izquierdo rozando peligrosamente la puerta del garaje.
—¡Perdón! Se me ha resbalado el pie.
Josette se peleó con el contacto mientras Véronique se giraba para mirar la carretera que tenían detrás. Estaban bloqueando los dos carrilles, porque el garaje de Josette estaba situado casi exactamente en el vértice de la curva del río que cruzaba La Rivière.
—Yo estoy lista si tú lo estás —dijo Véronique con una calma que no sentía.
—Vale, vale. Embrague, espejo… ¿Tengo que poner el intermitente?
—¿Interrrmitente? —gritó Annie desde detrás—. ¡Mete la marrrcha y entrrra en el garrraje antes de que nos arrrrolle un camión de maderrra y nos mate!
—Maman, no estás siendo de ayuda.
—¡No estoy intentando ayudar! ¡Estoy intentando sobrrrevivirrr a esta terrrrible experrriencia!
—¡No entiendo por qué no se mueve!
—El freno de mano —dijo Véronique con los ojos puestos en el camión de ganado que subía desde el valle a cierta velocidad, traqueteando al pasar al lado del Auberge des Deux Vallées, el pequeño alojamiento rural que marcaba el inicio del pueblo.
—El freno de mano. Sí, claro. Oh, está un poco duro.
—Esta vez lo vas a hacer bien, Josette.
El camión de ganado no mostraba signos de aminorar.
—No puedo quitarlo. Está atascado.
Josette tenía el diminuto cuerpo retorcido para intentar levantar el freno con las dos manos.
—No te preocupes, pero viene un camión.
Véronique se puso a hacerle señales frenéticamente al conductor, que estaba hablando por el móvil y no se había dado cuenta de nada.
—Pero no puedo hacerlo. No puedo…
El chasquido de un cinturón de seguridad que se soltaba precedió a la aparición en la parte de delante de dos recias manos que le dieron al freno con un fuerte tirón. Con el motor ya forzado, el coche salió disparado hacia el garaje. Justo cuando parecía inevitable que el parachoques delantero del Peugeot golpeara la pared del fondo, Josette pisó el freno.
—¡Ha estado cerca! ¿Todo el mundo está bien?
La preocupación de Josette por sus pasajeros provocó una sarta de maldiciones que llegaron desde la palanca de cambios que estaba a su lado y se sorprendió al mirar y encontrarse la cabeza despeinada y los hombros de su vieja amiga, incrustados entre los dos asientos delanteros.
—¡Dios mío! Deberías tener cuidado —le dijo mientras ayudaba a Annie a incorporarse—. La próxima vez no te quites el cinturón hasta que aparque el coche.
—¡No va a haberrr una prrróxima vez, maldita sea!
Josette se volvió hacia su instructora e ignoró el enfado de su amiga, considerándolo un desafortunado efecto secundario de la adrenalina.
—¿Qué tal lo he hecho?
Véronique estaba observando al conductor del camión por el retrovisor. Había girado bruscamente para evitar el choque en el último momento y el camión casi acaba en el río; el hombre seguía gesticulando mientras conducía hacia el valle, gritando algo sobre que los conductores de Fogas eran unos lunáticos.
Después miró las piedras que formaban la pared que había a solo centímetros del parachoques y se tocó con la mano la pequeña cruz que llevaba colgada del cuello.
—Bueno, al menos no necesitas practicar tu parada de emergencia.
—¡Basta ya de cotorrrreo y dejadme salirrr de aquí! —exclamó Annie, temiendo que Josette volviera a sacar el coche y se viera obligada a soportar otra hora de infierno.
Traer a maman había sido un error, pensó Véronique mientras abría la puerta de atrás y la veía dirigirse apresuradamente al bar, sin duda deseando tomarse un expreso doble para calmar los nervios. Cuando dijo que le apetecía la idea de dar una vuelta en coche ese domingo por la tarde, Véronique intentó disuadirla. Pero maman insistió. Y era muy difícil explicar lo mala conductora que era Josette cuando ella estaba justo a su lado, con las llaves en la mano.
Todo había empezado unos cuantos meses atrás. Animada por su sobrino, Josette había declarado que iba a aprender a conducir. Fabian había animado a su tía de sesenta y ocho años, descargándole los formularios para la solicitud y ayudándola a estudiar para el examen teórico. Pero cuando anunció que quería prolongar su período de prácticas, aprendiendo con la ayuda de un conductor veterano, Fabian, que ya había experimentado la forma de conducir de su tía, de repente empezó a estar demasiado ocupado para enseñarle.
Así que Josette se lo pidió a Véronique. Sintiéndose halagada, la cartera aceptó y acordaron que todos los domingos después de comer las dos saldrían a conducir durante una hora mientras Fabian se quedaba a cuidar de la épicerie.
Véronique ya estaba lamentando haber llegado a aquel acuerdo. Josette muy pocas veces podía pasar de segunda, se paraba en todas las rotondas para ceder a la derecha y se negaba a adelantar a los ciclistas por si acababa golpeándolos. Aprender a adelantar a otro coche todavía no había sido necesario, dada su reticencia a utilizar el acelerador.
—Bueno, unos cuantos kilómetros más —dijo Josette alegremente mientras cerraba el garaje—. ¿Cuántos me quedan para poder hacer la solicitud para el examen?
—Bueno, si seguimos conduciendo a una velocidad de treinta kilómetros por hora durante una hora todos los domingos…
—Ya lo hemos hecho tres domingos —interrumpió Josette, prefiriendo ignorar el sarcasmo de Véronique.
—Eso nos deja noventa y siete horas antes de que puedas hacer el examen.
—Eso es menos de dos años. ¿No es maravilloso? ¡Dos años de conducir juntas!
Véronique deseó poder compartir el entusiasmo de Josette.
Igual que Jacques, el propietario del bonito Peugeot rojo cereza, que solo había tenido el coche unos meses antes de caer muerto fulminantemente. Ahora estaba en la ventana del bar, con la cara pegada al cristal y la boca abierta en un grito silencioso, una réplica fantasmal del cuadro de Munch. Lo había visto todo. El coche saliendo a trompicones y casi atropellando a un ciclista que pasaba con su bici. El chirrido cuando salió a la carretera con la marcha incorrecta y el quejido de los frenos cuando volvieron una hora después y Josette se pasó la entrada del garaje, como siempre.
Era una agonía. Una agonía absoluta.
Siempre había adorado a su esposa. Besaba el suelo que pisaba. Y todavía lo hacía, aún muerto. Pero eso era demasiado pedirle a un hombre. Permitir que una mujer condujera su coche ya era bastante malo, pero que esa mujer intentara aprender a conducir con él era algo que ningún hombre debería soportar.
Se apretó aún más contra el cristal, intentando comunicarle su intenso dolor para que ella desistiera, volviera a meter las llaves en el cajón donde las había encontrado seis meses atrás y dejara su precioso Peugeot dentro del garaje, donde debía estar.
Pero Josette le ignoró. Veía sus finas facciones enmarcadas por los postigos abiertos y podía sentir su agobio. Pero ahora que había descubierto la emoción de conducir, no creía que pudiera dejarlo nunca. Cuando dio su primera clase en Saint Girons, el corazón se le aceleró al dejar atrás la ciudad y el campo se abrió ante ella. La larga extensión de verdes pastos, los picos irregulares de las montañas a lo lejos y la cinta serpenteante que era la carretera que tenía por delante. El instructor solo la dejó conducir hasta el pueblo de Castillon y vuelta, todo por carretera de valles llanos, pero aun así se quedó sin aliento por la emoción.
Tenía el mundo bajo sus ruedas.
Así que, cuando entró en el bar detrás de Véronique, giró la cabeza tenazmente para evitar la mirada suplicante de Jacques.
—¿Café, señoras? ¿O tal vez algo más fuerte? Me han dicho que ha sido toda una aventura.
Fabian señaló con la cabeza a Annie, que estaba encorvada sobre su segundo expreso.
—Un café sería perfecto, Fabian. ¿Ha habido movimiento?
Josette ya se estaba atando el delantal, preparándose para relevarlo, mientras él ponía dos tazas sobre la barra.
—La verdad es que no. Unas cuantas personas a goteo, pero nada más.
—Gracias por cubrirme.
—De nada, tante Josette. —Se inclinó y le dio dos besos en las mejillas al pasar—. Perdona que no pueda ayudarte mucho los fines de semana, pero Stephanie está hasta arriba. Una vez que se establezca mejor el centro de jardinería, podrá dejar el trabajo de camarera en el Auberge y yo tendré más tiempo libre.
—Lo entiendo —le aseguró Josette.
Se despidió de las dos mujeres Estaque y se fue.
—No estoy segurrra de que yo pudierrra serrr tan comprrrensiva —comentó Annie cuando la puerta se cerró.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Josette.
—Fue él quien te convenció de ampliarrr esto y ahorrra nunca está aquí cuando más gente hay. De hecho, casi nunca está.
—No seas tan dura con él. Es un buen chico y Stephanie necesita toda la ayuda que le puedan ofrecer.
Annie carraspeó, su forma de ceder en una discusión.
—Pero maman tiene razón, Josette. Tú incluso te planteaste jubilarte cuando llegó Fabian hace diez meses. Y ahora no tienes ni veinte minutos para poner las piernas en alto.
—Lo sé —suspiró Josette mientras se dejaba caer en una silla—. Pero ¿qué otra cosa puedo hacer?
—¡Cerrrrarrr unas cuantas horrras al día, como todos los de porrr aquí!
Josette ya estaba negando con la cabeza. Nunca, desde que uno de los ancestros de Jacques colgó las cuerdas de su famoso saucisson del techo de lo que entonces era su comedor y declaró abierta la épicerie de La Rivière, el lugar había cerrado a la hora de comer. Y no estaba dispuesta a cambiar eso a esas alturas.
—Yo creo que podría ayudarte —continuó Véronique—. Pero habría que reorganizar un poco.
—¿Reorganizar qué? —Josette se mostró inquieta instantáneamente porque tenía demasiado reciente la pesadilla de la obra que había hecho para crear la nueva tienda junto al bar.
—Hace falta espacio para el mostrador de la oficina de correos, para empezar…
—¿La oficina de correos? ¿Aquí?
—¿Eso está perrrmitido?
Véronique les hizo un gesto para que hablaran en voz baja, aunque eran las únicas personas que había allí. Las únicas que Véronique podía ver, al menos. Sin que ella lo supiera, Jacques se inclinó para oír lo que la cartera de Fogas estaba a punto de decir, porque su oído ya no era el de antes.
—Todavía no hay nada definitivo, así que no le digáis ni una palabra a nadie, ¿vale? —Las dos mujeres mayores asintieron—. He estado investigando, hablando con colegas de otros municipios, y estoy convencida de que La Poste está dándome largas a propósito.
—¿Quieres decir que no quieren volver a abrir la oficina de Fogas? —preguntó Josette.
—Nadie me ha dicho eso exactamente. Al menos no con claridad. Pero parece que ya no quieren cargar con las responsabilidades de las oficinas de correos rurales por razones económicas. Y una de las formas de librarse es hacer que los municipios se hagan cargo de su gestión.
—Como en Moulis —dijo Annie—. Solo han podido mantenerrr su oficina porrrque la han rrreubicado en el ayuntamiento.
—Exacto. Así que por lo que veo, si nos dirigimos a La Poste con un plan que reduzca parte de sus responsabilidades, puede que se muestren más dispuestos a aceptarlo.
—Pero ¿por qué aquí? ¿Por qué no arriba, en el ayuntamiento de Fogas?
Annie rio entre dientes.
—¿Quién en su sano juicio iba a subirrr la montaña para comprrrarrr unos cuantos sellos? Este es el lugar perrrfecto. Piensa en todos los clientes extrrra que eso te trrraerrría.
—¡Pero yo no sé nada de oficinas de correos! Y se me da fatal la geografía. Nunca podría con las cartas extranjeras.
—No tendrás que hacerlo. El ayuntamiento te alquilará el espacio y te proporcionará un empleado para ocuparse de la oficina. ¡Yo! —Véronique sonrió ante su propia ingenuidad.
—Parrrece una idea fantástica.
Josette no estaba convencida.
—No sé. Ya casi no puedo con todo lo que tengo ahora. ¡Lo último que necesito son más clientes!
—No te estás dando cuenta de una cosa —explicó Véronique—. La oficina de correos solo abre de nueve a once. El resto del día estaré libre para echarte una mano.
Y de un golpe, la resistencia de Josette quedó vencida. Tendría a alguien por allí permanentemente para reducir su carga de trabajo. Y para hablar. Si no pensaba mucho en las renovaciones necesarias y en el lío que iban a provocar, estaba dispuesta a intentarlo.
Confundiendo su silencio con reticencia, Véronique continuó.
—Como ya os he dicho, no hay nada definitivo. No hay muchas oficinas de correos funcionando así todavía, porque es algo relativamente nuevo y puede que La Poste no acepte. Y claro, hay que persuadir al Conseil Municipal de que apruebe el proyecto inicial. Pero me reuniré con Serge la semana que viene, así que pensé que debía proponértelo primero a ti. ¿Qué te parece?
Josette sabía lo que le parecía a ella. Pero como el propietario anterior seguía presente, aunque fuera en una forma diferente, le pareció apropiado pedir su aprobación antes de hacer cualquier cambio en la épicerie. Miró a Jacques, que todavía estaba inclinado hacia delante intentando oír, con las piernas envejecidas temblándole por el esfuerzo. La miró y asintió vigorosamente. Eso era todo lo que necesitaba.
—Me parece que podría funcionar… —dijo vacilante.
—Porrr supuesto que funcionarrrá —dijo Annie—. ¡Y además te dejarrrá mucho tiempo parrra prrracticarrr con tu maldito coche!
Y cuando la cara de Josette se iluminó ante la idea, Jacques se irguió de pronto por el horror. La espalda, que nunca fue la parte más fuerte de su cuerpo en el mundo mortal, cedió ante el movimiento brusco, le vencieron las piernas y cayó al suelo con un gemido silencioso.
—¡Eso no lo había pensado! —exclamó Josette.
—¡Ni yo! —murmuraron a la vez Véronique y Jacques, desesperados.