No llevó mucho tiempo instalar a Arnaud Petit en su piso. Serge tenía claro que se trataba de un hombre acostumbrado a vivir sin lujos, lo que era una suerte dadas las condiciones en las que estaba su nueva morada. Por alguna razón no se había hecho la limpieza rutinaria que organizaba el ayuntamiento cuando se acababa un contrato de arrendamiento, había rastros de la actividad de roedores en la madera arañada de la encimera de la cocina y un fuerte olor indicaba que en alguna parte había humedad, lo que quedó corroborado cuando encontraron hongos que crecían sin control en la ducha.
El rastreador no pareció perturbado. Metió su mochila y se acomodó como si estuviera en su casa. Serge le ofreció los servicios de Bernard Mirouze, el cantonnier de Fogas que era el que hacía todas las chapuzas en el municipio, pero Arnaud le dijo que no tenía problema en poner el lugar en condiciones él mismo. Probablemente eso sería lo mejor, porque Bernard era un verdadero desastre cuando tenía que hacer cualquier cosa que implicara una complicación mayor que cambiar una bombilla. E incluso durante esa tarea había metido alguna vez el dedo en un enchufe (y el incidente no pareció proporcionarle más luces de las que tenía antes).
Serge se rio para sí mientras caminaba de vuelta a la épicerie. Pero esa chispa de buen humor se extinguió en cuanto se acercó al edificio y oyó el sonido de voces animadas en su interior. Todavía estaban todos en el bar. Y seguramente hablando de él de nuevo.
Saludó al pasar junto a la ventana, pero no se paró a tomar su habitual pastis. No tenía ganas de entrar allí. Además su bebida favorita ya no le sabía igual, porque últimamente apenas lograba percibir el fuerte sabor del anís, lo que hacía que una copa de la bebida opaca le resultara tan tentadora como un vaso de agua sucia. ¿Y ahora adónde? No podía ni pensar en ir a casa. La casa de los dos, que ahora era solo la de él, se le hacía muy extraña sin Thérèse.
Al otro lado de la carretera, la entrada al centro de jardinería estaba llena de colores: flores rojas, moradas y amarillas rebosaban de las macetas dispuestas en hileras escalonadas en el exterior. ¿No eran eso crisantemos? Solo crecían una vez al año en aquella zona. Miró la fecha en su reloj y se dio una palmada en la frente.
—Toussaint! —murmuró.
¿Cómo podía habérsele olvidado? Mañana era el día de Todos los Santos. Thérèse había seguido la tradición todos los años, visitando la tumba de sus ancestros con ramos de crisantemos, y siempre llevaba de más para colocarlos en las tumbas de los de él para compensar su desatención. Pero ese año era responsabilidad suya cumplir con el ritual. Y tenía que llevarle flores a su esposa.
Cruzó la calle, intentando decidir qué color habría elegido Thérèse. Algo delicado. ¿Rosa, tal vez? Estaba ya muy cerca de la primera fila de flores, tanto que casi podía tocarlas, cuando vio un destello de pelo rojo en medio de la multitud que había tras las puertas.
Stephanie Morvan. Se le cayó el alma a los pies. No podía enfrentarse a ella hoy. Llevaba meses tras él pidiéndole que pusiera más aparcamientos en el pueblo para el número creciente de personas que venían a visitar su centro de jardinería, pero él todavía no se había ocupado de ello. La vio atendiendo con eficiencia a la larga cola de clientes y entonces se giró y volvió a su coche con las manos vacías. A pesar de su reticencia decidió volver a casa, esperando que el viaje en coche le librara de esa sensación de desubicación que siempre le acompañaba últimamente.
Depresión, había dicho el médico cuando Serge fue a que le mirara la tensión. Algo normal, dadas las circunstancias, aparentemente. No pareció preocuparle en exceso e intentó darle a Serge una receta para unas pastillas que supuestamente harían que todo volviera a estar bien. Pero Serge se negó a aceptarla y se compró unas vitaminas, confiando en que eso serviría para devolverle las energías. Las vitaminas seguían sobre la mesa, dentro de la bolsa de la farmacia. Ni siquiera había tenido la energía suficiente para sacarlas y abrir la caja.
Metió la marcha en el coche y tomó la carretera estrecha que rodeaba el pueblo en dirección a la iglesia románica que indicaba el inicio de la serpenteante subida hacia Fogas. Cuando pasó junto a las ruinas quemadas de la oficina de correos, sintió otra oleada de estrés. Todavía no había hecho ningún plan para reabrir la oficina del municipio después del incendio de la pasada Nochevieja. Véronique Estaque le había preguntado varias veces por ese tema, desesperada por retomar sus funciones como cartera. Pero a él solo se le había pasado por la cabeza unas pocas veces. Quería hacer algo, pero últimamente…
Durante veinticinco años había gobernado el municipio como cabeza del Conseil Municipal, constituido por once concejales electos, que estaba a cargo de Fogas, y durante unos cuantos años antes de eso había sido teniente de alcalde. El ritmo político del lugar había sido su vida. Nada había pasado en los tres pueblos que constituían sus dominios sin que él lo supiera. Le gustaba pensar que gobernaba con una atención paternal, lo que incluía hacer algunas cosas sin que lo supiera la propia gente a la que gobernaba. Pero siempre había tenido presentes los intereses de los suyos, incluso en los momentos de las peores maquinaciones.
Pero en los últimos tiempos le resultaba difícil encontrar el entusiasmo para hacer nada. Ya no cuidaba lo que comía, consumía una basura producida industrialmente que avergonzaría a Thérèse si la viera en su mesa, y tenía que hacer un verdadero esfuerzo para afeitarse cada mañana. Él, que en otro tiempo se había enorgullecido de su apariencia y que se había visto recompensado con la atención de muchas mujeres jóvenes de los valles de alrededor, cosa que ahora solo le hacía sentir vergüenza. Haber permitido que esas mujeres giraran la cabeza para mirarle, o incluso algo más. No podía zafarse de la convicción de que sus infidelidades habían llevado a Thérèse a morir joven.
Irónicamente, lo que ahora le aquejaba era la falta de esa pasión que antes le hacía comportarse de aquella forma. Y los demás estaban empezando a notarlo. Los oía quejarse cuando entraba en el bar, diciendo que ya no era digno del cargo de alcalde. Y había oído a René decir que tenían que librarse de él.
Conocía a René lo bastante para saber que el robusto fontanero era todo bravuconadas. Llevaba en el consejo varios años y siempre había votado según su conciencia, aunque a veces era un poco exaltado. Por eso Serge no lo consideraba una amenaza. Pero había otros concejales que no dudarían en sacar los cuchillos si pensaran que el alcalde Papon era vulnerable. Y Christian Dupuy, con su buen corazón, solo podría protegerle durante un tiempo limitado.
Había resultado ser un teniente de alcalde muy valioso. Serge se opuso tan despiadadamente como pudo a la elección del granjero como concejal e hizo muchas cosas después para limitar el poder de Christian, simplemente porque sabía que ese hombre era incorruptible y por lo tanto suponía una amenaza para el puesto que él no quería abandonar. Pero en los últimos doce meses había desarrollado un profundo respeto por su joven rival. Si Dios hubiera tenido a bien darle un hijo, se habría sentido orgulloso de que fuera como Christian.
Pero Dios había elegido ignorar las frecuentes súplicas de Thérèse para que llegaran los hijos y también sus incontables novenas a san Gerardo, santo patrón de la maternidad. Como era un cínico en lo que respectaba a la religión, Serge ni siquiera había intentado rezar, sabiendo que si había alguna deidad mirándoles, no había forma de que escuchara a un canalla como él. Así que se había quedado solo. Creía que podría vivir con ello, que su obsesión por la política de Fogas sería suficiente para mantenerle…
Pero parecía que ese no era el caso. Simplemente ya no le importaba.
Había tenido que tirarse un farol antes, mientras leía la carta que le había enviado a Arnaud Petit. Si no hubiera estado viendo su firma al pie de la página, no se habría creído que había llegado a escribir al departamento al que pertenecía ese hombre. No recordaba ni una palabra de aquello hasta que hizo la conexión con los osos. Entonces todo le vino a la mente, pero ya era demasiado tarde.
Tal vez lo que más le molestaba era que Véronique Estaque hubiera tenido que sacar la cara por él. No era un hombre que aceptara bien la compasión de nadie, pero provocársela a ella le resultaba aún más difícil de soportar. Conocida por su lengua mordaz y su tendencia a decir las cosas claras, Véronique no soportaba a los idiotas y él la respetaba por ello. No quería su caridad.
De todas formas tenía que reconocerle a la cartera que había reaccionado con una rapidez asombrosa. Y parte de él se había divertido viendo a Christian esforzándose por seguirle el juego, teniendo en cuenta que la astucia no era una capacidad inherente a su naturaleza. Pero eso no hacía que Serge sintiera menos vergüenza por necesitar que miembros más jóvenes de su comunidad vinieran en su rescate.
Metió segunda con un quejido del cambio de marchas cuando se acercó a una sección especialmente empinada de la carretera, a la vez que empezaba a girar a la izquierda sin pensar en una curva pronunciada, con el piloto automático después de años de subir o bajar las laderas de la montaña en la que estaba Fogas, el más grande de los tres pueblos del municipio. Pero ese día, al tomar la curva con un giro demasiado abierto en la estrecha cinta de asfalto sin señalizar, se encontró de frente con un camión de ganado.
Hubo un chirrido de frenos por ambas partes y lograron detenerse a milímetros el uno del otro. El otro conductor soltó una retahíla de improperios, acompañados por ciertos gestos para enfatizarlos. Serge levantó una mano temblorosa en forma de disculpa y dio marcha atrás con el coche hasta un pequeño trozo de césped que servía para permitir el paso. Levantó la mano de nuevo cuando el camión arrancó, con el conductor todavía echando pestes por la boca, y esperó unos momentos antes de volver a la carretera. Cuando lo hizo, ya había tomado una decisión.
Seguiría en su puesto hasta final de año, pero en enero dimitiría de su cargo como alcalde de Fogas y dejaría el ayuntamiento. Ya era hora.
ϒ
El bar de La Rivière estaba más tranquilo después de que la marea de gente que volvía de Saint Girons a mediodía se hubiera reducido hasta quedarse en solo un goteo. Christian Dupuy, sin embargo, no había hecho ni el menor intento de irse a casa a comer, mientras razonaba para sí que no se podía esperar que nadie soportara la comida de su madre dos veces al día. René había bromeado una vez diciendo que madame Dupuy era la única cocinera del mundo que había comprendido mal el concepto de «fusión» y había optado por su versión nuclear. Y era un comentario acertado, teniendo en cuenta que la mayor parte de los platos que salían de su horno estaban reducidos a unas cenizas negras ardientes.
—Está empeorando —dijo refiriéndose a lo que había ocurrido esa mañana—. Se le escapan las cosas.
—Era de esperar.
Josette colocó tres cafés en la mesa y se sentó, feliz de tener una oportunidad de descansar las piernas. Su negocio había experimentado una gran expansión, y aunque la nueva combinación de épicerie y bar estaba siendo un gran éxito, a veces los sábados eran demasiado para ella. Estaba empezando a notarse los años. Y aunque se resistía a admitirlo, echaba de menos la compañía de su sobrino, Fabian, que ahora se pasaba los fines de semana al otro lado de la calle, ayudando a Stephanie a poner en marcha su nuevo centro de jardinería.
«Amor de juventud», se dijo. Todavía lo recordaba bien. Por eso le daba pena el alcalde de Fogas, a pesar de su historia pasada.
—Serge ha sufrido una gran pérdida. Es normal que se encuentre un poco a la deriva.
—¡Pero tú no te pusiste así cuando Jacques murió! Tú mantuviste este lugar en funcionamiento sola.
Josette le dio un sorbo al café para evitar contestar. Si la gente supiera, pensó. Ella estuvo igual de arrasada por la tristeza cuando su marido cayó muerto de repente de un ataque al corazón el año anterior. La diferencia era que solo tuvo unos días para llorar su muerte, porque el día de su funeral, él reapareció. Y no siguiendo la tradición cristiana de la resurrección, sino en forma de fantasma sentado junto a la chimenea.
Miró el lugar junto al hogar donde la presencia espectral de Jacques solía estar la mayor parte del tiempo, viendo pasar la vida de la región. Su pelo blanco destacaba contra el hollín de la chimenea y la silueta de su cuerpo delgado se veía poco definida, como si alguien no lo hubiera coloreado bien hasta los bordes. Escuchaba con atención la conversación y sin duda se estaba volviendo loco por no poder contribuir, ya que su existencia en la otra vida no había venido equipada con la capacidad de hablar.
—Todos somos diferentes —respondió Josette con enorme discreción.
—Si tú lo dices —continuó Christian—. No puedo imaginar cómo es pasar la vida con alguien especial y después perderlo. ¡Sobre todo porque he alcanzado la notable edad de cuarenta y un años sin encontrar a nadie que encaje ni remotamente en esa descripción!
Annie Estaque, la tercera persona de la mesa, soltó un bufido que los locales sabían que era su versión de una risa, y dijo con su marcado acento de la región de Ariège:
—Ni lo encontrrrarrrás. No encerrrrado en esta montaña con las ovejas toda tu vida. Hace falta alguien especial parrra aceptarrr eso.
—Touché! —Como no quería ni necesitaba otra charla acerca de su desastrosa vida sentimental de otro vecino con buena intención, Christian recuperó el tema de Serge Papon—. Pero no todo el mundo va a entender la difícil situación de nuestro alcalde. Ha quedado claro que no tenía ni idea de que Arnaud Petit iba a venir y mucho menos de dónde alojarle. Si no fuera por la rápida intervención de Véronique, habría quedado como un idiota.
—¡Ha heredado la inteligencia de ti, Annie!
—No estoy yo muy segurrra de eso —murmuró Annie enigmáticamente con la nariz metida en la taza de café.
—Hablando de la reina de Roma. —Josette señaló con la cabeza la puerta por la que Véronique acababa de entrar—. ¿Café, cariño?
—Ya me sirvo yo. —Véronique le puso una mano amable en el hombro a Josette para que no se levantara—. ¿Alguien más quiere?
Annie levantó su taza con una sonrisa de disculpa.
—¡Debería haberlo sabido, maman! —Véronique dio un beso en la curtida mejilla de su madre al pasar.
—Ya sabes qué mezcla usar —le advirtió Josette—. No la queremos subiéndose por las paredes esta tarde.
—¿Cómo es ese hombre? —preguntó Christian cuando Véronique se agachó para depositar el café usado en el cubo de la basura, fijando deliberadamente los ojos en las fotos en blanco y negro del Fogas de tiempos pasados que estaban colgadas en la pared de detrás de la barra. Había notado últimamente que se le desviaba la mirada para observar las curvas del trasero de Véronique siempre que se le presentaba la oportunidad y era un hábito que estaba decidido a eliminar. En los últimos doce meses ella se había convertido en una buena amiga y se merecía algo mejor que esa conducta libidinosa muy poco propia de él.
—¿Arnaud? Es un encanto.
—¿Arnaud? ¿Ya lo llamas por el nombre de pila?
Arrepintiéndose inmediatamente de sus palabras, Christian se preguntó qué tenía ese forastero que le hacía sentir como si tuviera trece años otra vez. Pero si Véronique notó el mal genio que escondía su pregunta, hizo caso omiso.
—El piso estaba hecho un desastre, por cierto. Parece que Serge no organizó las cosas para que alguien lo limpiara después de que se fuera el último inquilino. Otra cosa que se le ha olvidado. —Enarcó una ceja en dirección a Christian mientras se acercaba a la mesa con los cafés—. Ya no hace las cosas como debería.
—He oído que diste la carrra porrr él antes. ¿Porrr qué errres tan durrra ahorrra?
—No lo sé. Esta mañana se le veía tan indefenso y tan confundido… Era como atacar a un conejo cojo.
Annie rio entre dientes.
—¡Bueno, esa es una descrrripción de Serrrge Papon que no había oído nunca en mi vida!
—Creo que estamos exagerando. —Josette se subió las gafas y cuadró los hombros como si esperara que alguien le gritara—. Después de todo, aparte de olvidar que monsieur Petit iba a venir, ¿qué ha hecho que sea tan terrible?
—Bueno, no le dijo a nadie lo del problema con los osos —contestó Christian—. Aunque todo haya sucedido en Sarrat, debería haberlo mencionado en la reunión del consejo. Al no hacerlo ha puesto furiosos a los que son como René.
—Y no ha hecho nada para solucionar el problema con La Poste —dijo Véronique—. La gente está muy molesta con eso.
¿Y qué puedo decirles? Es ridículo. Todavía me pagan por ser la cartera de la región, ¡pero no tengo oficina de correos!
—¿Has intentado contactarrr con ellos dirrrectamente?
Véronique le lanzó una mirada a su madre que habría desconcertado a muchas mujeres. Pero Annie Estaque estaba hecha de un material más duro.
—Sí, maman, lo he intentado. Y no me ha servido de nada. Les he llamado por teléfono esta mañana, pero me han pasado de una persona a otra para al final decirme que necesito enviar todos los documentos que se les han podido ocurrir. Por triplicado. Yo diría que me están dando largas. Pero no se me ocurre por qué.
—Intentaré hablar con ellos la semana que viene —se ofreció Christian—. Veremos si mi puesto en el ayuntamiento puede servir para mover algunos hilos.
—Qué bien. Se lo he pedido a Pascal varias veces, pero él también se muestra evasivo. Siempre tengo la sensación de que me da palmaditas condescendientes en la cabeza.
Christian asintió porque conocía bien las maneras arrogantes de su colega teniente de alcalde. Pero Josette no estaba convencida.
—Me sigue pareciendo que estamos haciendo un drama de todo esto por nada. Estamos siendo muy duros al juzgar a ese hombre por asuntos tan triviales cuando ha dedicado al pueblo veinticinco años de buen servicio, aunque no todos estemos de acuerdo con sus métodos.
Miró hacia donde estaba su marido cuando dijo esas últimas palabras. Jacques había censurado las maquinaciones de Serge Papon durante mucho tiempo, una desaprobación que se había llevado consigo al otro mundo, como confirmaba su ceño fruncido.
—De hecho, ha pasado algo más cuando estábamos en el piso. Estaba abriendo los postigos para airear el lugar mientras Arnaud sacaba las cosas de su mochila y le oí hablar con Serge. No era mi intención escuchar…
Annie rio entre dientes una segunda vez y Christian y Josette tuvieron que reír también, porque la reputación de Véronique como fuente de todos los cotilleos de Fogas no se la había ganado precisamente por sentir aversión a escuchar lo que no debía.
—¡Vale! Culpable. —Véronique sonrió bondadosamente—. Bueno, pues oí a Arnaud preguntar por qué no había ninguna señal en el bosque para evitar que los cazadores entraran en la zona en la que estaba llevando a cabo su investigación. Serge pareció no saber de qué estaba hablando. Entonces Arnaud sacó una copia de la carta que su departamento había enviado explicando que era responsabilidad del ayuntamiento señalizar la zona, y Serge reaccionó como si nunca la hubiera visto antes.
Christian dejó escapar un silbido.
—Por eso René y sus amigos se toparon con el oso. Es una suerte que nadie saliera herido.
Véronique asintió.
—¿Y quién sería responsable si alguien hubiera sufrido algún daño? Por lo que he entendido, el ayuntamiento.
—Así que acabaríamos todos pagándolo. —Christian se volvió hacia Josette—. ¿Sigues pensando que estamos siendo injustos?
—No, supongo que no. Pero ¿qué opciones tenemos? Elegir un nuevo alcalde no es tan fácil. Tenemos que solicitar que despidan a Serge y eso podría ser un proceso largo y difícil. Como miembro del Conseil Municipal la verdad es que no quiero seguir ese camino.
Christian le rodeó los frágiles hombros con un brazo.
—Ni yo tampoco. Pero después de lo de hoy, habrá algunos en el consejo que sí que querrán. Todo esto llegará a Pascal y él sacará todo el partido que pueda.
—¡Ya! Querrrrás decirrr la brrruja de su mujer, Fatima. Ella serrrá quien le saque parrrtido.
Annie se bebió lo que le quedaba del café, pero el sabor acre del poso no fue el responsable del amargo sabor que notaba en la boca. No tenía estómago para esos asuntos; sus antiguas reservas en cuanto a Serge Papon se habían ido diluyendo en los últimos meses.
—Tal vez alguno de nosotros debería hablar con él —se ofreció Josette.
—¿Para decirle qué: «Creemos que ya no estás en condiciones. Dimite de tu cargo de alcalde»? —Christian se pasó la mano por el pelo, haciendo que sus rizos se dispararan en todas direcciones—. Perdón, pero es que esto es lo último que me hace falta justo ahora. Pero tienes razón, Josette. Alguien debería hablar con él. Darle una oportunidad.
—¿Y quién le va a poner el cascabel al gato? —Véronique se volvió hacia las otras mujeres y después las tres a la vez se volvieron hacia Christian.
—¡Oh, no! Yo no. De ninguna manera. Ya me pusisteis en su contra no hace tanto y no me apetece repetir experiencia.
—No le puedes pedir a maman ni a Josette que se ocupen de esto. A su edad…
—¡Gracias! —dijeron las dos mujeres mayores al unísono, expresando su descontento.
—Pero todavía quedas tú, Véronique —contraatacó Christian—. Tienes más razones para presionarle que los demás.
Josette añadió su voz a la discusión.
—Y tal vez sería mejor si se lo dijera una mujer. Teniendo en cuenta su historia…
—¿Eso crees? Bueno, podría intentarlo…
—¡No! —La voz estridente de Annie interrumpió bruscamente a Véronique—. Vérrronique no.
—¿Y por qué no? —preguntó Christian.
—Porrrque es… —Annie se tragó las palabras que tenía en la punta de la lengua—. Porrrque ella no está en el consejo.
—Bien dicho, maman. Esas cosas son importantes tratándose de Serge.
Véronique se volvió hacia Christian y él sintió toda la fuerza de su mirada y su mano cálida sobre la piel del brazo. Su resolución se evaporó.
—Está bien. Yo lo haré. Pero si sale mal…
—No saldrá mal —le aseguró Josette categóricamente—. Seguro que estamos haciendo una montaña de un grano de arena. Espera y verás.
—Bonjour, ¿hay alguien atendiendo? —Un granjero de Sarrat metió la cabeza por el arco que separaba la tienda del bar y, al ver al teniente de alcalde, entró para darle la mano—. ¡Christian! Hace mucho que no te veía.
—Bonjour! —Christian le saludó amistosamente—. ¿Ya estás moviendo el ganado? —preguntó señalando el camión que estaba aparcado fuera, con las suaves narices de las vacas asomando entre los tablones.
—Sí. La predicción del tiempo no es buena, así que las traigo a Fogas. Pero he estado a punto de darme un porrazo al bajar por la carretera, maldita sea.
—¿Algún jovencito que iba demasiado rápido?
—Justo lo contrario. Tu alcalde, que iba conduciendo con la cabeza en las nubes. Giró la curva por el lado contrario y casi hace que los dos acabemos en el desfiladero. No está en condiciones de andar por la carretera, en serio. Deberías decirle que deje el coche antes de que mate a alguien.
Christian se volvió hacia Josette.
—¿Ves como hay motivos para preocuparse?
—¡Pues más razón para que vayas a hablar con él!
—Eso no era lo más apropiado.
—¿Qué quieres decir con que no era apropiado? ¿Qué puede ser más apropiado que cumplir las órdenes…?
Arnaud Petit mantuvo el teléfono alejado de su oreja, lo que redujo el sermón de su jefe a una letanía lejana, y miró por la ventana hacia el somnoliento pueblo de La Rivière. Tenía que admitir que era un lugar bonito, con la carretera que serpenteaba paralela al río, las casas de piedra con sus tejados de pizarra, la épicerie y el bar con su bonita terraza y la impresionante iglesia detrás del pueblo, con un sencillo campanario que parecía más español que francés.
Había sido un golpe de suerte que le hubieran dejado el piso. El departamento lo había intentado con otros pueblos de la zona, pero ninguno había querido aceptar a cuatro investigadores del programa de reintroducción de los osos por miedo a las protestas que se podrían desatar. Y la violencia. Pero le había dado la impresión de que al alcalde Serge Papon no le afectaban esos miedos, aunque no se acordara de haber firmado la carta de consentimiento.
Por supuesto, a la vista de lo que había pasado hoy, los otros investigadores no vendrían. Arnaud había recibido un mensaje horas antes en el que le decían que habían levantado el campamento y que volvían a la oficina central, porque los tres estaban afectados por una enfermedad que atribuían a algo que habían comido. Nada raro, teniendo en cuenta que llevaban una semana acampados. Pero la botella de eau de vie que les había dado un habitante de la zona la noche antes tenía más posibilidades de ser la causa. El rastreador había resistido la tentación de probar el brebaje casero y había preferido darse un paseo por el bosque. Y teniendo en cuenta cómo habían salido las cosas, había sido una suerte, porque sus colegas se habían visto obligados a abandonar su trabajo prematuramente. Después de lo que había hecho esa mañana, no había necesidad de que volvieran como estaba previsto. Al menos no hasta la primavera.
Las campanas tañeron para dar la hora y él dejó vagar la mirada por las laderas de las montañas que se elevaban por detrás de la iglesia, con los árboles llenos de hojas con tonalidades rojizas y doradas cubriendo sus pendientes. Ella estaría ahí arriba, por alguna parte. Con suerte en perfectas condiciones tras su sueño inducido.
—¿Arnaud? ¿Arnaud? ¿Me oyes?
—Perdona… mala cobertura… línea… corta.
Arnaud colgó y dejó el teléfono en la mesa. Volvió a sonar otra vez casi inmediatamente, pero lo ignoró. Su jefe necesitaba tiempo para ver que había tomado la decisión correcta, aunque fuera en contra de la normativa. De todas formas, Arnaud Petit nunca había sido un hombre que actuara según las normas. Y por eso era tan bueno en su trabajo.
El rastreo era su vida. Había adquirido esas habilidades viviendo entre los iroqueses en Quebec, persiguiendo caribúes, aprendiendo a confundirse con el bosque, a vivir durante semanas solo de lo que le proporcionaba la madre naturaleza y a moverse tan imperceptiblemente como el viento. Se había hecho tan experto que le pusieron el nombre de Oso Silencioso en reconocimiento a su habilidad y su tamaño.
Al volver a Europa se estableció por su cuenta, empleado por agencias para la protección de la fauna de todo el continente, rastreando lobos en Suecia o gatos monteses en Escocia. Le habían reclutado también para buscar personas desaparecidas. Y después llegó la llamada de Francia.
Pensó en no aceptar el puesto, porque no tenía ninguna prisa por volver a su tierra natal. Pero el trabajo le interesaba. Supervisado por la agencia del gobierno que había asumido la nada envidiable tarea de volver a introducir los osos pardos en los Pirineos, tenía que trabajar con investigadores y utilizar sus habilidades para encontrar a los osos que querían estudiar y para interpretar las evidencias en los lugares donde se habían denunciado ataques de osos.
Sus nuevos colegas se mostraron cautelosos al principio, resentidos por su presencia, que implicaba que ellos no eran buenos rastreadores, y también indignados por su falta de formación científica y de educación formal. Solo cuando empezaron a trabajar con él aprendieron a apreciar sus talentos. Y cuando se enteraron de que se le conocía por ser capaz de encontrar una presa incluso en la oscuridad, le pidieron que se lo demostrara.
Le taparon los ojos y lo dejaron en el bosque para que siguiera el rastro de otro hombre. Como no quería parecer demasiado arrogante, tuvo que hacer que pareciera más difícil de lo que era. Se pasó mucho tiempo palpando las hendiduras de las huellas del hombre y fingió que le costaba encontrar su rastro mediante las ramas partidas. Pero todos se quedaron asombrados cuando, todavía con los ojos tapados, se acercó al hombre y le puso una mano en el hombro en lo que ellos consideraron un tiempo récord. Lo que nunca les dijo es que habían cometido un error fatal: se les olvidó decirle a la presa que no se pusiera loción para después del afeitado. Con un sentido del olfato más desarrollado que el del mejor sumiller, rastrearlo fue para Arnaud como seguir la luz de un farol entre los árboles. Pero eso le sirvió para establecer su reputación.
No se habrían quedado tan impresionados con él hoy. Y mucho menos cuando se corriera la voz de lo que estaba haciendo.
Anteriormente ese mismo mes, su departamento había enviado a Ariège a un equipo para investigar las denuncias sobre un oso merodeador que se había colado en algunas comunidades de la zona. Cuando los esfuerzos por localizar al animal resultaron inútiles, llamaron a Arnaud.
Las órdenes habían sido claras: encontrar al oso que estaba causando los problemas y, una vez localizado, colocarle un collar con radiotransmisores y vigilarlo desde el piso de La Rivière. Después de eso se decidiría su destino. Si seguía colándose en los pueblos y atacando a las ovejas, no habría más remedio que eliminarlo.
Arnaud había llegado al valle de Fogas una semana antes y las cosas habían empezado bien. Abajo, junto al puente de Sarrat, a un kilómetro y medio a las afueras de La Rivière por la carretera hacia Saint Girons, había descubierto la huella de una pata trasera izquierda en un charco de barro junto a los contenedores de basura. La había pisoteado mucha gente y el talón casi no se distinguía, pero aun así, por la longitud y el tamaño de los dedos, estaba seguro de que era la huella de un macho adulto.
Pero el oso había demostrado ser escurridizo y cuando Arnaud logró encontrar otro rastro, en el bosque por encima de Picarets, se dio cuenta de que este correspondía a una hembra. Y ahí empezaron los problemas. Aunque no había ninguna prueba de que ella fuera la culpable, sus colegas ignoraron sus objeciones e insistieron en que la rastreara para poder ponerle el collar radiotransmisor.
Basándose en unas medias huellas que vio en charcos secos y en unas cortezas destrozadas por unas garras afiladas, Arnaud estudió obedientemente el patrón de comportamiento y escogió un escondite en una planicie en la que el equipo pasó varios días. Observando. Esperando. Pero gracias a la misteriosa enfermedad de sus compañeros, cuando la osa por fin apareció esa mañana, Arnaud estaba solo. Ya incómodo por lo que le habían pedido que hiciera, darse cuenta de que la osa estaba preñada fue la gota que colmó el vaso. Así que cuando se acercó al animal dormido, tomó una decisión repentina: le tomaría una muestra de ADN, pero no le pondría el collar de seguimiento.
Para él estaba muy claro. Miel, como había llamado oficialmente a la osa en su informe, dado el color de su pelaje, como la miel oscura, era inocente hasta que se demostrara lo contrario. Y a su juicio, las pruebas que había hasta la fecha no eran suficientes para garantizar una intrusión como esa en su vida. Ni en su primer embarazo. Además, dado su estado, pronto entraría en hibernación en algún lugar elevado, a una altitud que alejaría cualquier tentación de robar comida de los cubos de la gente o de cazar algún que otro pollo. Mejor dejarla dormir todo el invierno en paz y que la histeria que siempre acompañaba los avistamientos de osos en esos lugares se mitigara un poco.
Sabiendo que le darían un aviso definitivo después de lo que había hecho ese día, Arnaud había buscado una forma de aplacar a su jefe. Aprovechando que habían alquilado un piso para el equipo de monitorización, que ya no iba a ser necesario, se ofreció a quedarse en la zona para encontrar al macho que estaba convencido de que era el verdadero culpable. Prometió hacerlo todo según las normas, incluido supervisar las pequeñas cámaras que los investigadores habían instalado en diferentes partes del bosque, e incluso se ofreció voluntario para hacer de enlace con los medios locales y los colegios y dedicarse a la tarea de promoción del programa, algo que normalmente intentaba evitar. Después, cuando llegara la primavera y Miel saliera de su madriguera con sus cachorros, si volvía a haber quejas de las comunidades vecinas y Arnaud no había conseguido demostrar la presencia de otro oso, el ADN que le había extraído esa mañana serviría para comprobar si había sido ella o no.
El teléfono sonó de nuevo y él lo cogió sin decir nada.
—¿Arnaud? ¿Arnaud? Sé que estás ahí. —Su jefe, preocupado, soltó un largo suspiro—. Vamos a hablar de ello, ¿vale?
Arnaud sacó una silla y se sentó. No tenía ningún problema en hablar del tema, porque sabía que no se podía hacer nada.
—Espero que no te moleste que me haya presentado en tu casa así. Es que los demás no son conscientes de la urgencia de la situación.
—No, no te preocupes. Para eso estoy aquí.
Pascal Souquet, primer teniente de alcalde de Fogas, acompañó a su visitante por el pasillo, consciente del movimiento subrepticio que se producía a su izquierda. Sin duda una oreja se había apartado rápidamente de una puerta un poco abierta. Mientras veía a Philippe Galy ponerse la chaqueta, se maravilló de la suerte que había tenido.
—¿Convencerás a Serge de que convoque una reunión del consejo? —le preguntó el apicultor.
—Mejor que eso. Conseguiré que me apoye una mayoría y la convocaré yo. Tenemos que discutir esto.
—Estoy de acuerdo. Es que no creo que Christian tenga las agallas de enfrentarse a Serge ahora mismo.
Pascal puso lo que esperaba que fuera una cara de lástima.
—Bueno, esa es la diferencia que marca la experiencia. Christian deja que sus emociones saquen lo mejor de él. Ya aprenderá.
—Seguro que sí. Pero no quiero que sea a costa de mi negocio. Hay que solucionar esto. Y pronto.
—Tienes mi palabra de que lo haremos.
—Bien. Sé que puedo confiar en ti.
Los dos hombres se estrecharon la mano y cuando Philippe se volvió para marcharse, se fijó en las botas que había en la rejilla para zapatos al lado de la puerta.
—¡No sabía que cazaras! —dijo mirando el cuero brillante de las Le Chameau y volviendo a examinar al hombre que tenía delante, que era conocido por encontrarse más cómodo en un salón parisino que en las colinas de Ariège—. No me parecía que fuera algo de tu gusto.
—No son… quiero decir… No me gusta cazar. Las botas son para caminar.
Philippe rio.
—¡Pues deben de pagar mucho a los tenientes de alcalde si te has hecho con unas de esas solo para caminar por ahí!
Pascal consiguió mantener una sonrisa en la cara hasta que el hombre cruzó el umbral y salió a la luz de última hora de la tarde. Con el sol ya bajando por detrás de las montañas, el pueblo de Fogas estaba bañado por una hermosa luz tenue y los picos que se veían en el horizonte occidental no eran más que siluetas oscuras. Pero Pascal no apreciaba el milagro de la naturaleza de Ariège, así que cerró la puerta rápidamente.
—¿Ha sospechado algo?
Pascal dio un salto.
—¡Fatima!
Su esposa estaba de pie justo detrás de él, con una expresión muy seria en su cara delgada, que le recordaba a un hurón que había visto una vez en una tienda de animales de París: con los ojos brillantes, mordisqueaba las barras de metal de su jaula con una determinación enloquecida. Se quedó aterrorizado al verlo. Como ahora.
—¿Qué? ¿Ha sospechado?
—No lo creo.
—¿Y qué vas a hacer?
—Lo que hemos hablado. Ir debilitando a Serge de todas las formas que pueda.
—¿Le vas a llamar?
—Sí. Tengo que hacerlo. Esta es nuestra oportunidad.
Fatima se quedó mirando a su marido como si estuviera evaluando la calidad del material del que estaba hecho.
—Esto te queda grande. Recuerda lo que digo —le advirtió antes de volver a la cocina.
¿Cómo iba a olvidarlo? Cogió su móvil y marcó el número, carraspeando para aclararse la garganta.
—¿Sí? —Esa voz. Tan fría. Calculada. Mortífera.
—Soy yo. Tengo noticias.
—Un momento.
Pascal oyó que el atronador sonido de fondo daba paso al suave burbujeo del agua corriendo y supo que el hombre había salido del pabellón de caza, un edificio destartalado que quedaba junto al río en el extremo del pueblo de La Rivière y que era el lugar de reunión de todos los cazadores de la zona.
—¿Qué noticias?
—El cuarto hombre. El rastreador. Sé dónde está. Se aloja en la vieja escuela.
Le oyó inhalar profundamente, lo que Pascal no supo si atribuir a la sorpresa o a que le estaba dando una calada a un cigarrillo.
—¿Estás seguro?
—Sí.
—Perfecto. Es perfecto.
Y colgó, dejando a Pascal escuchando la estática de la línea.
Todo empezaba a encajar en su lugar, pensó. Los meses de preparación, las reuniones clandestinas de noche. Todo iba a merecer la pena. Pronto sería alcalde de Fogas y después de eso… Era un sueño que había ido creando. Algo muy por encima de sus ambiciones originales. Un puesto que le garantizara un lugar en el consejo regional y tal vez incluso más. Pero requería paciencia y confianza.
Cogió las botas que habían estado a punto de delatarle y las metió en el armario que había debajo de las escaleras, fuera de la vista. También encerró en un rincón de su mente a esa voz insistente de su cabeza, una voz que le recordaba que su mujer no se equivocaba nunca.