—¡Era un oso! —René Piquemal estiró el brazo para coger su cerveza, todavía temblando—. Enorme. Y se lanzó hacia nosotros. Creí que iba a ser nuestro fin.
Dio un largo trago y se limpió el bigote en el dorso de la mano, cubierto de arañazos debido a la ruta poco convencional que los tres cazadores habían tomado para bajar la montaña. Con René abriendo la marcha, habían cruzado entre rocas y arbustos, tropezando y trastabillando en su desesperación por alejarse de aquella bestia. En cierto momento Bernard adelantó a René, y a causa de su impulso, aumentado en gran medida por su enorme panza, perdió pie y bajó rodando hasta el camino que quedaba algo más abajo.
De vuelta en la seguridad de sus coches, Bernard y Claude decidieron irse a casa, extenuados tras su aventura. Pero René, necesitado de compañía y audiencia, condujo directamente hasta el bar de La Rivière.
A diferencia de los pueblos de Picarets y Fogas, que estaban enzarzados en rencillas políticas desde tiempos napoleónicos, La Rivière estaba situado en el valle, así que suponía un punto intermedio en la geográficamente difícil región de Fogas. Como se trataba de un lugar de encuentro natural —algunos dirían un lugar «neutral» dada la rivalidad entre los otros dos pueblos, surgida de la sensación de superioridad que Fogas había mantenido siempre simplemente porque daba nombre al distrito— y además era sábado, el modesto bar estaba lleno de los parroquianos habituales, que se habían acercado a tomar algo antes de comer después de una larga mañana en el mercado.
—¿Y no se te ocurrió dispararle? —le preguntó Philippe Galy, sentado en la mesa larga que dominaba la sala. A su alrededor el murmullo habitual de conversaciones se había acallado para que todos pudieran enterarse de las últimas noticias.
—¿Dispararle? —Fontanero de profesión, silvicultor solo por afición, la idea ni siquiera había cruzado por la mente de René. No se puso a analizar el tipo de cazador en que le convertía eso—. No tuve tiempo. Se movía como un rayo. Recorría el terreno con unas zancadas colosales. Hemos tenido suerte de poder escapar.
—¡No se puede disparar a un animal como ese! —exclamó Josette, ocupada en secar vasos detrás de la barra—. A un oso no. Son demasiado majestuosos. Y además, están protegidos. No se puede ir por ahí matándolos.
—Pero ¿y si ataca a alguien?
Una risa burlona salió de la boca de la otra mujer presente además de la dueña del bar.
—Seguramente ni siquiera era un oso. ¡No sería más que un jabalí con las patas largas!
El fontanero frunció el ceño cuando todo el bar se echó a reír.
—¡Puedes hacer todas las bromas que quieras, Véronique! Pero cuando venga hasta aquí y se vuelva loco no te reirás. Y lo hará. Recuerda mis palabras. Ya hay rumores de que han saqueado unos cubos de basura junto al puente de Sarrat. Es probable que se trate de este mismo animal.
Un murmullo de consternación acogió esas noticias referentes al municipio más grande y más próspero que quedaba al otro lado del río, con sus campos en pendiente bañados por el sol. Entonces señaló el arco que tenía detrás, que se abría hacia una épicerie con las estanterías llenas de cruasanes, pan y verduras frescas y el permanente aroma del saucisson que se filtraba hasta donde estaban.
—No te sorprendas si un día cruzas por ahí, Josette, y te encuentras a un oso hurgando en la tienda. Son una amenaza. Y tú tienes más que perder que los demás, Christian. ¿Sabes cuántas ovejas se llevaron el año pasado los osos merodeadores? —preguntó René.
Christian Dupuy, un hombre grande con una mata de rizos rubios que estaba sentado en silencio, disfrutando de la animación, se encogió de hombros. Era una historia que se oía con demasiada frecuencia en las reuniones del sindicato de granjeros, y ya estaba muy cansado de ella.
—Más de ciento cincuenta, date cuenta —continuó René—. Eso está mal, muy mal. Sueltan a las bestias en las montañas por capricho de algún ecologista y esperan que los granjeros y los cazadores carguen con las consecuencias.
—Pero si no es así —le interrumpió Véronique—. Compensan a los granjeros por cualquier cabeza de ganado que les maten los osos.
—¡E incluso por algunas que no! —añadió Christian con una sonrisa cínica.
Como llevaba ganado a los pastos de la montaña todos los veranos, era de esperar que no aprobara la política del gobierno y tomara parte en las protestas periódicas, muchas de ellas violentas, que organizaban sus compañeros granjeros indignados por el peligro que suponían los osos para el ganado desatendido. Pero la verdad era que Christian no entendía por qué no podían vivir en armonía con esos animales salvajes como se había hecho durante siglos, hasta que los humanos se empeñaron en cazar osos hasta la extinción.
—Sé de unas cuantas personas a las que les han concedido el beneficio de la duda cuando han ido a reclamar compensaciones, pagándoles en su totalidad una oveja a la que probablemente había matado un perro callejero. Y se han comprado un nuevo cercado y un par de perros de montaña del Pirineo gracias a las subvenciones.
—¡Bah! —René golpeó el puño contra la barra—. Esas compensaciones no son más que un poco de azúcar para hacernos tragar otra ley pensada por algún intelectual parisino que no sabe nada sobre la vida en estas montañas.
—E incluso con un patou para vigilar siguen desapareciendo las ovejas —añadió un pastor anciano desde el fondo, utilizando el término cariñoso para referirse a los perros que el gobierno promocionaba como la mejor medida disuasoria contra los osos. Criado tradicionalmente como perro guardián más que ovejero, el patou vivía entre el rebaño, y su pelo y su cola blancos y lanudos le hacían confundirse con los animales que estaba entrenado para proteger. Como resultado de eso, varios turistas habían asegurado a lo largo de los años que les había perseguido por la ladera una «oveja» que ladraba.
—Lo que más me molesta —continuó René— es que no nos han preguntado a los locales. ¡Nada!
—Dieron charlas en Toulouse —dijo Christian.
—¿Y desde cuando está Toulouse en los Pirineos? ¡Malditos burócratas parisinos! Tendrían que verse ante lo que yo me he encontrado esta mañana. ¡A ver cómo les sentaría encontrarse con un oso en su jardín trasero!
Se oyó un murmullo de apoyo entre los que escuchaban y la voz de Philippe Galy se alzó por encima.
—¡René tiene razón! Mis colmenas están en esas montañas y he perdido muchas abejas este año, aunque no he sufrido ningún ataque. Yo puedo utilizar las verjas electrificadas que proporciona el gobierno, ¡pero a mí no me sirve de nada un patou!
—¡Qué maman no te oiga decir eso! —rio Véronique Estaque, pensando en los dos enormes perros de montaña de los Pirineos que eran el centro de la vida de su madre—. No han dejado de llamarla para que cruce a los suyos desde que empezó el programa de reintroducción.
—Debería hacerlo. Ya es hora de que alguien se beneficie de toda esta tontería —gruñó René.
—Volviendo a tu encuentro —dijo Véronique con un brillo pícaro en los ojos, acostumbrada al temperamento voluble del fontanero y sabiendo que no sería capaz de resistirse a acabar de contar su historia—. ¿Cómo conseguiste escapar?
—¡Con muchas dificultades! Estaba sobre sus cuartos traseros, abalanzándose sobre nosotros con las fauces abiertas…
El fontanero se bajó de su taburete y asumió la postura del animal amenazante, con los cortos brazos elevados en el aire y enseñando los dientes; incluso su bigote parecía vagamente amenazador.
—¿Llevaba boina? —le preguntó Christian provocando una oleada de risas contenidas.
René lo miró fijamente, se quitó su boina naranja de caza y continuó.
—Claude estaba a mi lado, aterrorizado. ¡Temblaba tanto que tenía miedo de que se le disparara el arma! Así que le dije con mucha tranquilidad que diera un paso atrás. —Se apartó de la barra como supuestamente lo habían hecho los cazadores asediados, mirando a su público y dando la espalda a la entrada de la tienda—. Así conseguimos poner una distancia de unos pocos metros entre los dos y la bestia, que no dejaba de gruñir.
—¡Debías de estar petrificado! —dijo Josette absorbida por la historia, el trapo con el que había estado secando los vasos abandonado a un lado.
—Claude lo estaba. Yo noté una enorme calma cayendo sobre mí. Como Jean-Claude Van Damme antes de lanzarse contra los enemigos. Era como si tuviera todos los nervios de punta y todos los reflejos listos para reaccionar al segundo.
Una risa ahogada sonó al fondo de la sala.
—¿Y entonces qué? —preguntó Philippe.
—Convencí a Claude de que diera un paso más. —René dio otro paso atrás, metido totalmente en la situación y arrastrando a su público con él—. Era como intentar que se moviera el mármol. Helado de miedo estaba. Y alrededor un extraño silencio, como si la naturaleza estuviera conteniendo la respiración.
La tensión se notaba en todo el bar, todos los ojos puestos en el intrépido fontanero agazapado que ya había alcanzado el umbral.
—Casi lo conseguimos. Estábamos justo al borde del claro. Pero entonces… —Se detuvo dramáticamente—. Entonces Claude hizo un ruido. Y al segundo siguiente el oso rugió y se lanzó hacia nosotros. No tuvimos tiempo para pensar. Era una cuestión de vida o muerte. Me tiré delante de Claude y yo…
Pero no pudo llegar a la dramática conclusión. Por segunda vez ese día, los «agudizados» sentidos de René le traicionaron cuando, sin previo aviso, una enorme mano cayó pesadamente sobre su hombro desde detrás, dándole un susto de muerte.
Y por segunda vez ese día, gritó.
—¡Dios, René! —Christian limpió la cerveza que corría por la mesa, resultado del grito agudo, que había sobresaltado a más de un miembro de la audiencia haciendo que derramaran sus bebidas—. ¿Qué ha pasado con esos reflejos de Van Damme?
—¿Qué quieres que haga si la gente se me acerca sigilosamente para asustarme? —refunfuñó René mirando a quien había causado toda aquella conmoción.
Era enorme. Un hombre como una montaña, más alto incluso que Christian y con un pecho seguramente igual de ancho, pero con un aire como de pantera que el granjero no tendría nunca. ¡Y ese pelo! Tan negro como el cielo de la noche con luna nueva, le caía sobre el cuello en ondas gruesas y abundantes. Seguro que no le hacían falta champús especiales, pensó el fontanero pasándose la mano por su calva creciente.
—Perdona. No quería asustarte.
La voz del extraño era profunda y sonaba áspera y, aunque no había nada explícitamente ofensivo en sus palabras, René tuvo la sensación de que se estaba burlando de él.
—No hay forma de que pueda asustarle —dijo Véronique con una risita—. Acaba de enfrentarse a un oso.
—¿Ah, sí? —El hombre la miró con una cálida sonrisa y después se fijó en el fontanero—. ¿Por aquí?
—En el monte, por encima de Picarets. Nos encontramos con él en un claro y fue a por nosotros —explicó René volviendo a su asiento en la barra y notando al pasar a su lado el olor almizclado a bosque que emanaba de aquel hombre. Llevaba una temporada sin acercarse a una ducha.
—Parece que habéis tenido la suerte de escapar.
El hombre pagó la cerveza que Josette le había puesto delante, pero su mirada no abandonó la cara de René, lo que hizo que este se sintiera como una mariposa clavada a un corcho.
—Nos lo estaba contando cuando ha entrado —dijo Véronique—. ¿Y qué pasó después, René?
—Nada. No importa.
El escrutinio implacable del extraño había estropeado el entusiasmo de René por su historia exagerada; ya no quería ser el centro de atención, así que cogió su cerveza y se fue a un sitio que había al lado del anciano pastor, quien se puso inmediatamente a hablar de que las cosas eran mejores en sus tiempos.
—¿Qué le trae por aquí? —preguntó Josette. El hombre apartó los ojos de la silueta en retirada de René y giró la cara para mirarla.
—Trabajo aquí.
—¿En qué trabaja?
—Investigación.
Su respuesta se recibió con escepticismo. No era una profesión común en la zona y la ropa mugrienta del recién llegado y su cara manchada de barro no eran exactamente lo que quienes nunca habían visto antes a un investigador, que eran la mayoría, se esperaban de un hombre de ciencia.
—¿Sobre qué? —preguntó Véronique.
Pero el hombre no debió de oírla, porque respondió con otra pregunta.
—¿Alguien puede decirme dónde puedo encontrar al alcalde?
Philippe Galy soltó una risa seca.
—Buena pregunta.
—Últimamente no se le ve mucho por aquí —respondió Véronique—. Tal vez podríamos ayudarle nosotros…
El hombre la miró de nuevo con una sonrisa y ella se ruborizó.
—Seguro que sí. Se supone que el ayuntamiento me ha buscado un alojamiento.
Como si se tratara de una sola persona, todos se volvieron hacia el corpulento granjero, que no había mostrado ni la más mínima inclinación de unirse a la conversación. Pero Christian dio un paso adelante y Josette se dio cuenta de que estaba más erguido de lo normal, como si estuviera esforzándose por parecer más alto.
—¿Alojamiento? ¿Está seguro?
El desconocido metió la mano en el bolsillo y sacó unos papeles. Separó una página y se la pasó; el emblema del ayuntamiento se veía claramente en la parte superior. El granjero lo leyó rápido y el alma se le cayó a los pies. Parecía que había habido otro problemilla administrativo en Fogas.
—¿Cuándo se concertó esto?
—Hace semanas.
—Pues no se mencionó en la reunión del consejo municipal la semana pasada. ¿Y son cuatro personas?
—Éramos. Pero las cosas han cambiado. Ahora estoy solo yo.
—Bueno, algo es algo. —Christian se pasó una mano por los rizos, irritado.
—¿Qué es eso? —quiso saber Josette mientras se inclinaba por encima de la barra y se colocaba las gafas sobre la nariz, mirando la carta.
—Este hombre, monsieur…
—Petit —completó el hombre, tendiéndole una mano al granjero—. Arnaud Petit.
Christian se la estrechó y sintió la fuerza de un camarada amante de la naturaleza. Y sus callos. No eran las manos suaves de un investigador.
—Christian Dupuy, teniente de alcalde de Fogas. —Se volvió hacia la audiencia—. A monsieur Petit le han prometido un alojamiento durante… el tiempo que dure su investigación.
—¡Eso no lo ha aprobado el consejo! —gritó René.
—A Serge se le olvidaría mencionarlo.
—Ah. Eso empieza a ocurrir con frecuencia —murmuró Philippe—. Se le olvidó presentar los planos de mi nuevo edificio y tuve que llevarlos yo personalmente a la oficina de Saint Girons.
—Acaba de perder a su mujer. Debemos tener eso en cuenta. —El tono de Josette encerraba un considerable reproche.
—Hace ya casi un año, Josette —contestó Véronique—. Y aunque sí que debemos tener cierta indulgencia, sigue haciendo falta que alguien se ocupe de los asuntos del municipio. Yo tengo el mismo problema cuando intento conseguir que contacte con La Poste para solicitar una reunión. Siempre que le pregunto me siento mal por insistirle, pero ya han pasado diez meses desde el incendio y seguimos sin oficina de correos.
—Este pueblo se va a la ruina —gruñó René—. Tal vez deberíamos empezar a pensar en elegir otro alcalde.
—Basta, basta. —Christian alzó ambas manos para silenciar el creciente descontento—. Serge está haciéndolo lo mejor que puede en un momento difícil. Y nosotros debemos apoyarle, no criticarle.
—¿Serge?
Arnaud Petit estaba confuso, porque la última vez que había oído ese nombre se refería a un perro beagle que estaba olisqueando el suelo de una ladera por encima de Picarets. Un beagle no muy listo además.
—Serge Papon —explicó Christian—. El alcalde de Fogas.
—Un alcalde inútil —se oyó murmurar a alguien al fondo.
—Bueno, ahora mismo es todo lo que hay, así que tendremos que arreglárnoslas y solucionar este entuerto.
—¿Qué entuerto?
Las palabras llegaron desde el mismo umbral que ya les había proporcionado una sorpresa esa mañana. Para aquellos residentes de Fogas que habían nacido y se habían criado en el aletargado municipio, suponían el eco lejano de una voz atronadora que antes solía resonar incluso en las montañas. Y aunque ahora sonara mucho más baja, casi vacilante, era suficiente para dejarlos a todos callados al instante.
—He preguntado que qué entuerto.
Serge Papon entró en el atestado bar, con la cara mucho más delgada que un año atrás y la ropa colgándole de su antes fornido cuerpo.
—Serge —saludó Christian con extrañeza—. Bonjour!
¿Cuánto tiempo llevaría allí?, se preguntó el granjero. ¿Lo habría oído todo?
—Bonjour. —Serge señaló la carta—. ¿De qué va todo esto?
—Aparentemente se supone que debemos proporcionarle alojamiento a monsieur Petit mientras realiza su investigación.
—¿Monsieur qué?
—Monsieur Petit —intervino Arnaud, presentándose y dando un paso adelante con la mano tendida. Su enorme cuerpo hizo que el hombre mayor pareciera todavía más frágil.
—Serge Papon. —Consiguió mantener parte de la resonancia de los tiempos pasados en esa respuesta y la acompañó de una expansión del pecho propia de un gallo orgulloso—. Alcalde de Fogas.
—Un honor conocerle. Mi departamento habló con usted hace quince días.
—¿Hablaron conmigo? Bueno, claro, hablaron, sí. —Serge volvió a mirar el papel, todavía algo inseguro, y después pareció rescatar algo de las profundidades oscuras de su memoria—. ¡Por supuesto! Ahora lo recuerdo. ¡Usted es el hombre del programa de reintroducción de los osos!
La sorpresa recorrió el bar, seguida inmediatamente por una oleada de murmullos sombríos cuando los residentes de Fogas volvieron a examinar al forastero. No era de extrañar que se hubiera mostrado evasivo con la naturaleza de su investigación, pensó Christian. Era un tema muy delicado y para personas como René o el viejo pastor, Arnaud Petit representaba al gobierno que les estaba obligando a cambiar su forma de vida por una razón que no querían aceptar. Era el enemigo.
Consciente de la facilidad con que su abierta curiosidad podía convertirse en hostilidad, Christian se colocó entre Arnaud y los ahora inquietos habitantes del pueblo, fijándose irritado en que Véronique se había puesto a observar al hombre con una mirada de asombro después de oír aquella revelación.
—¿Ha accedido a alojar a un investigador de osos en el municipio? —René fue el primero en recuperar el habla.
—Técnicamente no soy un investigador. Soy un rastreador, si eso supone alguna diferencia.
La curiosa explicación de Arnaud Petit no consiguió aliviar el malestar creciente. Pero Serge, normalmente en sintonía con los cambios de humor de su electorado, no pareció notar el descontento general y respondió sin la más mínima sombra de preocupación.
—Sí. Solo durante unos meses.
—¿Unos meses? ¿Estás loco?
—Ni mucho menos —respondió Serge cortante—. Nos van a pagar una renta generosa y los osos son buenos para el turismo.
El anciano pastor había oído suficiente. Poniéndose de pie, sacudió su bastón más o menos hacia donde estaba el rastreador.
—¿Y desde cuándo el turismo es nuestra única preocupación? ¿Y qué hay del sustento de los habitantes? Esos osos y la gente como este hombre están destrozando nuestra forma de vida.
La respuesta a su arrebato fue un rugido de aprobación que la escala de Richter política de Serge no pudo evitar registrar, así que dio un paso adelante para calmar a los exaltados.
—Creo que los ánimos se están caldeando demasiado —dijo. La autoridad de años de poder nunca cuestionado puso orden en el bar—. Es solo una medida temporal hasta que termine el proyecto de monitorización. Después monsieur Petit se irá.
—¿Qué proyecto de monitorización? —La voz de René estaba cargada de recelo.
—Estamos poniendo trasmisores a los osos para descubrir cuáles están causando los problemas.
—¿Qué problemas?
—Oh, no lo sé exactamente. Algo sobre un oso que han visto junto al puente de Sarrat. Probablemente ni siquiera fuera tal, pero ya sabéis cómo va esto. En cuanto ha visto la oportunidad de contentar a su electorado, Henri Dedieu se ha lanzado inmediatamente al teléfono para ponerle el grito en el cielo a la agencia correspondiente. —Serge negó con la cabeza, asqueado—. Así que gracias al alcalde de Sarrat, tendremos a un equipo de investigadores en la zona durante los próximos meses.
Eso era muy típico de Serge Papon: un hábil desvío de responsabilidades hacia el municipio de al lado, por el que la gente de Fogas sentía un desprecio universal. Pero esa estrategia, que le había servido durante todos sus años en el poder, ahora llegaba demasiado tarde.
—¡Os lo dije! —exclamó René, avanzando hacia la parte de delante para agitar un dedo ante Christian y Véronique—. Os dije que ese animal causaría problemas.
—No hay pruebas de que el oso que usted vio sea el culpable. —Arnaud se había puesto delante de Christian para mirar hacia la sala, y la combinación de su voz grave y su enorme estatura disipaba cualquier oposición—. Cuando tenga los resultados de su muestra de ADN podremos saberlo.
—¿Y cómo piensa tomarle una muestra de ADN? —preguntó Christian.
—Ya se la he tomado. Esta mañana.
—¿Esta mañana? —preguntó René—. ¿Por eso nos ha atacado, porque usted le ha provocado?
Arnaud decidió ignorar que René se estaba hinchando cada vez más, tenía los puños apretados y con cada palabra se iba acercando un poco más a él.
—No —dijo Arnaud mientras Christian ponía una mano en el hombro de su amigo para retenerle—. Le cogí una muestra justo después de que ustedes se fueran. Cuando la droga que le había disparado antes de que llegaran le hizo efecto y el oso se quedó completamente dormido.
Lo dijo muy tranquilamente. Con comedimiento. Pero tuvo el efecto deseado. La bravuconada de René se desinfló como un globo pinchado y toda la gente que había en la sala se echó a reír. La tensión se disipó al revelarse la verdad sobre la aventura épica de los tres amigos.
—Y ese rugido final, por cierto —concluyó Arnaud, poniendo el último clavo en el ataúd con forma de oso de René—, era un bostezo.
René apartó la mano de Christian y salió como una tromba del bar, con las risas resonando en sus oídos. No se había alejado ni dos pasos cuando paró para encender un cigarrillo. Ese no era un buen día para dejar de fumar.
—Pero eso no resuelve el problema —señaló Christian una vez que el ruido del bar disminuyó y la silueta del fontanero, fumando furiosamente, desapareció de la vista—. ¿Dónde vamos a alojar a monsieur Petit?
Serge se quedó mirando a su teniente de alcalde, con la compostura que había mostrado momentos antes reemplazada por una gran confusión.
—Ya hablamos de ello, ¿no?
Sonaba lastimero. Era casi una súplica.
«Es un anciano», pensó Christian sintiendo una oleada de compasión inesperada por ese gigante de la política local que había gobernado Fogas durante un cuarto de siglo, y había sido para él más a menudo un adversario que un amigo. Pero Christian, que no tenía ni una pizca de capacidad de engaño en el cuerpo, no podía ofrecerle alivio.
—Eh…
—Sí, lo hablamos.
Christian se volvió hacia Véronique con las cejas enarcadas.
—Tú me hablaste de eso —continuó mirando al granjero intentando que le siguiera la corriente.
—Se me habrá olvidado. Recuérdame qué decidimos, por favor.
Véronique sonrió.
—Sugeriste que monsieur Petit se quedara en el piso que hay al lado del mío. Está vacío y va a seguir estándolo en el futuro inmediato.
—¡Una idea excelente! —Serge Papon le dio una palmada en la espalda a Christian antes de que tuviera oportunidad de protestar—. Llevemos a monsieur Petit allí ahora mismo.
—Arnaud, por favor, llámenme Arnaud —insistió el rastreador cuando Serge Papon le rodeó la cintura con un brazo, porque no llegaba ni con mucho a alcanzarle los hombros, y lo sacó del bar antes de que a los demás les diera tiempo a replicar.
—Yo también voy —dijo Véronique saliendo apresuradamente detrás de ellos.
—Mejor —le dijo Christian con más amargura de la que pretendía—; ha sido idea tuya después de todo.
—Esto no pinta bien —dijo Josette cuando la puerta del bar se cerró, mientras veía a las tres figuras bajar por la carretera hacia el edificio de la vieja escuela, en el que ahora había dos pisos que pertenecían al gobierno local—. Los granjeros y los cazadores se alzarán en armas por esto. Y el hombre que va a estar en el centro de esas protestas vivirá justo aquí, en La Rivière.
—Tienes razón. Mira lo que hicieron en el pueblo de Arbas cuando el alcalde firmó el programa de reintroducción —dijo Philippe Galy—. Un grupo de manifestantes en contra de los osos estuvo a punto de arrasar el lugar. Destrozaron el ayuntamiento y amenazaron con matar al alcalde. Lo último que necesitamos aquí es ese tipo de problemas. Serge nunca debería haber accedido a darle alojamiento a ese hombre. Tenemos que convocar una reunión del consejo, Christian.
—¿Cómo? —Christian apartó su atención de la imagen de Véronique sonriéndole a Arnaud Petit en respuesta a algo que él le estaba diciendo.
—He dicho que tenemos que convocar una reunión del consejo. Esta situación puede suponer un verdadero problema.
—Estoy de acuerdo —accedió Christian sin entender del todo por qué le sacaba tanto de quicio la llegada de ese hombretón al pueblo—. Sin duda podría acabar siendo un problema.