Por encima de los verdes valles de Ariège-Pyrénées, en un rincón de Francia fronterizo con España y Andorra, había un hombre sentado junto a un pequeño claro, esperando, con sus largas extremidades flexionadas de forma incómoda y el vaho de su respiración formando nubes blancas entre el colorido follaje que le ocultaba.
A su derecha, sobresaliendo entre la niebla, una cordillera de magníficos picos serraba el cielo matutino: el Mont Valier era el rey de todos ellos, con su cumbre cubierta de brillante nieve. Sin embargo esa vista, que atraía a muchos visitantes a Fogas, no era suficiente para seducir a aquel hombre, concentrado en los bosques que le rodeaban, indiferente a todo aquello, lo mejor que podía ofrecerle la región.
El sonido, cuando se produjo, habría resultado inaudible para la mayoría de los hombres. Pero él no era la mayoría. Al reconocer el chasquido de dos ramas secas bajo unos pies enormes, levantó el arma. Solo iba a tener una oportunidad, y después de tres días de espera no estaba dispuesto a fallar. Oyó el leve susurro de las hojas bajo esos pasos que se acercaban y se quedó muy quieto y totalmente en silencio.
Sintió un estremecimiento de emoción cuando la vio salir de la masa oscura de árboles; ahora lo único que había entre ellos era una extensión de suave hierba y unas cuantas rocas. Joven (no tendría más de cuatro años), pero con un cuerpo fuerte y los cuartos traseros poderosos, estaba claramente preparada para el momento de la hibernación que ya se acercaba. El sol de primera hora de la mañana iluminaba su densa capa de pelo marrón. Era una preciosidad.
Y, si no se equivocaba, estaba preñada.
Salió de donde estaba guarecido, instintivamente colocó los pies donde no harían ruido y arqueó el cuerpo, listo. Era el mejor en eso. Por eso le habían dado el trabajo. Y había logrado mantenerlo a pesar de sus métodos poco ortodoxos. Dio otro paso con el arma ajustada contra el hombro y entonces apretó el gatillo.
—¡Te estoy diciendo que es una huella de jabalí!
—¡Pero si tú no eres capaz de diferenciar las huellas de un jabalí de las de una cabra! —exclamó René, jadeando por el esfuerzo de subir la colina detrás de su cuñado Claude y el rotundo corpachón de Bernard más rezagado—. ¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Porque se veían las pezuñas secundarias. Y mira, Serge va detrás de algo.
Claude señaló al beagle que corría delante de ellos, con la campanita que colgaba de su collar tintineando. El perro se detuvo con la nariz pegada al suelo, dio un par de vueltas y prosiguió su camino.
—Ese perro tiene tanta utilidad como su amo —se burló René, mirando atrás para ver si Bernard todavía les seguía—. Vamos, tortuga. Parece que tu Serge ha encontrado un rastro.
Bernard se detuvo con las manos en sus anchas caderas, la escopeta colgando del hombro, la cara casi morada bajo su boina naranja y el pecho subiendo y bajando a toda velocidad.
—Adelantaos vosotros… Ya… os… pillaré.
—Un resfriado es lo que vas a pillar —murmuró René mientras se volvía para encarar la ladera de la colina, deseando, y no por primera vez, haber nacido en las mesetas que rodeaban Toulouse, en donde la caza era mucho más fácil que en las empinadas pendientes de los Pirineos donde se encontraba la pequeña localidad de Fogas.
El brusco ladrido del perro devolvió su atención a la cacería. Tal vez Claude tenía razón… ¿Tendrían algo? ¡Menudo cambio supondría que consiguieran cazar un jabalí! Por una vez no tendrían que soportar las constantes tomaduras de pelo del implacable Henri Dedieu, presidente del club de caza y cazador despiadado, y habría civet de sanglier en abundancia y un buen vino de la vecina región de Languedoc para bajarlo. René se relamió a la vez que notaba un ronroneo que salía de su estómago antes de reemprender el arduo camino.
Todavía en la seguridad de su escondite, el ladrido le llegó claramente con el viento del otoño. Ella lo oyó también. Se puso tensa y se irguió sobre las patas traseras, tambaleándose un poco.
Había sido un disparo perfecto. En el hombro. Justo detrás de la gruesa masa de músculos del cuello. Se había sacudido un poco, como si le hubiera picado una abeja, con el dardo colgando de su cuerpo. Parecía que había penetrado lo suficiente. Dentro de cinco minutos podría saberlo con seguridad.
Pero ahora debía enfrentarse a eso.
Cazadores. Era sábado. Debería haberlo sabido. Pero se suponía que estaban puestas las señales que no permitían el acceso a esa zona. Debían llevar por lo menos una semana, de modo que ¿qué demonios estaban haciendo allí?
La matarían si se acercaba a ellos lo más mínimo. Era una excusa perfecta para un grupo de gente que estaba predispuesto a odiarla. Y ella no podría defenderse con esa droga tan potente ya en su sistema, reduciéndole los reflejos, sedándola.
Buscó otro dardo. Solo le quedaba uno, pero tal vez fuera suficiente. Si no funcionaba… Alargó la mano para coger la escopeta que tenía a su lado, cargada con munición real; era una precaución obligatoria que debía llevar consigo. Y como no le gustaban nada los cazadores, no dudaría de recurrir a ella si era necesario.
El perro fue el primero en aparecer; entró corriendo en el espacio abierto, dando vueltas para perseguirse la cola unas cuantas veces, totalmente ajeno a todo. De repente se quedó helado, con las orejas pegadas a la cabeza y mirando fijamente la silueta erguida que se cernía sobre él. Esperaba un gruñido, un ataque. Pero el perro solo gimió y pegó el vientre contra el suelo.
—¿Serge? Ven aquí, Serge. ¿Adónde ha ido ese maldito perro?
—Ahí, se ha ido por ahí.
Los arbustos se abrieron y los hombres aparecieron en el claro. Ambos eran muy típicos de la región, de piernas cortas y pechos poderosos, y el mayor de los dos no dejaba de jadear mientras se apoyaba en el tronco de un roble con la cabeza gacha, los ojos cerrados y una mueca de dolor en la cara.
—Dios, Claude. Creo que está a punto de fallarme el corazón.
Pero Claude no le estaba escuchando. Estaba mirando a la masa de pelo y músculos que lo miraba desde su impresionante altura.
—René…
—Un segundo. Deja que recupere el aliento.
—René…
—No estoy seguro de que merezca la pena, ¿sabes? Para arriba y para abajo por toda la montaña, a punto de morirme… ¿para qué? ¿Para ver al perro tonto de Bernard revolcarse por el suelo? Por Dios santo, ¿qué le pasa a ese perro…?
—¡René!
Fue ese susurro lleno de miedo lo que le hizo levantar la vista de donde Serge estaba tumbado en el suelo. Vio el cuerpo robusto de su cuñado y detrás de él… ¿Qué era eso? Esa silueta que tenía el sol a su espalda parecía…
—¿Un oso?
Claude asintió y tragó saliva con un sonido antinaturalmente alto en medio de la tensión que se palpaba en el claro.
—¿Es un oso?
—¡Sí! —murmuró Claude.
A René se le abrió la boca y las piernas empezaron a temblarle mientras contemplaba una visión que era a la vez aterradora y magnífica. En un trozo de bosque que conocía mejor que su propio jardín estaba la bestia más grande que había visto en su vida. De pie sobre sus cuartos traseros, los miraba fijamente. Y parecía que le estaba entrando hambre.
—¿Qué hacemos? —preguntó el hombre más joven.
—Perma… ma… necer tran… tranquilos —tartamudeó René—. Y pase lo que pase, ¡no salir corriendo!
Pasaron los segundos con el animal y los cazadores inmóviles en una escena bucólica que podría haber adornado el vestíbulo de muchos châteaux. A René, que hacía menos de veinticuatro horas que había iniciado un nuevo intento para dejar de fumar, el tiempo que su petrificado cerebro tardó en intentar formular un plan de acción le pareció una eternidad, y no consiguió producir nada más concreto que un abrumador deseo de fumarse un cigarrillo.
Entonces notó algo. La mirada del oso se había desplazado, se había vuelto menos amenazadora y su cuerpo había perdido parte de su tensión. De hecho parecía que…
—¡Se está quedando dormido! —murmuró—. ¡Mira!
Sin duda el oso parecía estar entrando en una especie de trance, se le cerraban los párpados y la cabeza empezaba a colgarle. Aprovechando ese repentino aletargamiento, René dio un par de pasos atrás, lo que no provocó ninguna reacción en el animal somnoliento.
—Despacio —animó a Claude a imitarle—. Nada de movimientos repentinos y no tiene por qué haber ningún problema.
Cuando los dos hombres empezaron a moverse hacia la seguridad de los árboles, les habría venido muy bien que René tuviera al menos una pizca de las capacidades del hombre que estaba oculto solo a unos metros. Tal vez así habría oído que algo se le acercaba desde atrás. Pero en la situación en la que se encontraba, todas y cada una de las fibras de su cuerpo estaban concentradas en el peligro inminente que tenía delante. Así que, cuando una mano gorda cayó sobre su hombro izquierdo, él hizo lo que cualquier otro cazador de Ariège con sangre en las venas habría hecho.
Gritó.
Y Bernard Mirouze, que por fin había alcanzado a sus amigos y no sabía por qué su saludo había sido recibido con esa muestra de terror, gritó también. Y después vio lo que había en el claro y gritó otra vez.
Los tonos agudos de sus voces destrozaron aquella tregua silenciosa y sacaron al oso de su incipiente sueño. La bestia se tambaleó, se irguió más sobre sus patas traseras y se dejó caer sobre las cuatro mirándolos con la boca muy abierta. Eso fue demasiado para los cazadores, que olvidaron inmediatamente todos los consejos que conocían sobre cómo sobrevivir a un encuentro con un animal salvaje.
—¡CORRED! —gritó René, dándose la vuelta. Claude salió corriendo tras él, dejando a Bernard y a Serge, el perro, en la retaguardia.
Desde su refugio, el hombre vio su apresurada retirada mientras el oso por fin caía al suelo, ajeno a los ruidos de los cazadores que huían, bajando por la colina mucho más deprisa que a la subida. Cambió la escopeta de aire comprimido por la tradicional y se acercó al dormido animal con cuidado. Solo tenía veinte minutos para acabar su trabajo antes de que la osa empezara a despertarse, así que esperaba que no hubiera más interrupciones.
En una ladera al otro lado del valle, un estrecho sendero, totalmente olvidado por los habitantes actuales de esa región boscosa, ofrecía una excelente vista del diminuto asentamiento de Picarets, cuyas casas firmemente aferradas a la montaña presentaban una terca resistencia ante los bosques, que nunca dejaban de intentar invadirlo. Los dos hombres que estaban en el camino de gravilla no prestaban la más mínima atención a las espirales de humo de los fuegos matutinos que salían de las chimeneas dispersas. Ni tampoco al cochecito azul que serpenteaba para cruzar el pueblecito en dirección a la carretera principal.
Uno de ellos tenía los prismáticos dirigidos mucho más arriba de las piedras y las tejas de las casas pirenaicas, y más allá de la antigua cantera, que llevaba cerrada más tiempo del que nadie podía recordar. En esa zona, más o menos en el punto en que la carretera sin asfaltar acababa abruptamente en un bosque, miraba cómo tres figuras cargaban equipo en un vehículo 4×4, interrumpiendo su actividad frecuentemente para dar unas extrañas carreras en dirección al cobijo de los árboles.
—Están recogiendo el campamento —apuntó—. Parecen bastante enfermos.
—¿No los has matado? —El miedo en la voz del segundo hombre le provocó al otro una risa divertida.
—Solo incapacitado. Se recuperarán.
—¿Y el cuarto?
—No hay señales de él. ¡Maldita sea! Debe de haberse librado de la trampa.
Bajó los prismáticos, revelando una mirada azul acero con las pupilas convertidas solo en unos puntitos oscuros.
Su compañero se estremeció. Y no a causa de la temperatura, que era bastante agradable para la época del año; ni de la ropa, pues llevaba la adecuada para estar en el exterior, aunque sus pantalones de camuflaje todavía tenían las arrugas del paquete en el que venían y sus botas Le Chameau acababan de salir de la caja.
Sonó con fuerza la musiquita de un móvil.
—¿Sí? —preguntó el primer hombre. Escuchó con atención y después sonrió—. Excelente. Te veo luego en el pabellón. —Volvió a meterse el teléfono en el bolsillo—. Buenas noticias. Tenemos un avistamiento positivo del oso. Ese payaso de René y sus amigos.
—¿Ellos lo han visto?
—En un claro, aparentemente. —Se frotó las manos por la expectación—. Esto está a punto de empezar.
—¿Y el cuarto miembro del equipo? ¿El rastreador? ¿No se cruzará en nuestro camino?
—Yo me ocuparé de él.
—No irás a hacerle daño…
La mirada fría recorrió de arriba abajo al hombre que nunca sería un cazador, a pesar de su atuendo, y se detuvo en sus inmaculadas botas con una sonrisita burlona.
—¿Tienes dudas, Pascal? Creía que querías formar parte de esto.
—Yo sí… pero no… quiero decir…
Estaba fuera de su terreno. Ya se lo había advertido su mujer: ese hombre era peligroso. Pero ahora ya era demasiado tarde.
—Bueno, pues entonces tienes que ir haciendo callo. Es el momento perfecto para que demos el paso. Y el oso es la clave.
—Es que… no creía que…
—¿No creías que fueras a tener que ensuciarte las manos?
Pascal no tenía respuesta para eso.
El otro hombre levantó los prismáticos una vez más y el sol le arrancó un destello al anillo con la cabeza de un jabalí que adornaba su mano izquierda mientras observaba como el 4×4 con el anagrama del gobierno en la puerta bajaba dando botes por el camino de tierra y se perdía en la distancia.
—Estaremos en contacto —dijo una vez que el vehículo quedó fuera de la vista—. Y si no pierdes los nervios, dentro de seis meses tú serás el alcalde de Fogas.