Epílogo

El atardecer. Muy por encima del municipio de Fogas, en lo más profundo de los bosques verdes que cubrían las escarpadas laderas de las montañas, un hombre estaba agachado entre los gruesos helechos, oculto para sus objetos de observación.

Ahora estaban seguros, se dijo Arnaud Petit mientras veía a los tres osos desayunar arándanos, con Miel bajando las ramas más altas para que sus oseznos pudieran alcanzarlos.

Habían tenido suerte el día del fuego. Al otro lado de la colina donde empezó, Miel había sentido que no debían acercarse. Por las huellas que había encontrado parecía que los tres se habían quedado esperando, con los oseznos subidos a un árbol mientras su madre montaba guardia.

Aunque sin duda el día había sido trágico. Cuando llegó a la cantera y vio el cadáver calcinado y retorcido en el fondo, supo que no era Miel. Por su tamaño para empezar. Y por la pata trasera torcida. Adivinó inmediatamente que los cazadores habían matado al macho que llevaba intentando encontrar desde el otoño.

Todavía confuso en cuanto a los ataques que había estado investigando, convencido por las pruebas que había descubierto en su ordenador de que eran falsos, sintió que había algo más en ese asesinato brutal que un grupo de cazadores y pastores animados por una exaltación fruto de la muerte violenta de unas cuantas ovejas. Sin duda los habían manipulado a todos; lo que a Arnaud no se le ocurría eran los motivos que pudiera tener el hombre que los controlaba. Ni cuál podría ser su identidad.

Por eso el rastreador solo necesitó unos segundos para tomar la decisión. Allí de pie mirando aquel cuerpo calcinado, con la rabia hirviéndole la sangre por aquel acto sádico que sabía que no había sido un accidente, se dio cuenta de que podía utilizar esa muerte inocente para sus fines. Para ganar tiempo. Y para proteger a Miel y sus hijos.

Aunque eso significara perder su trabajo.

Mintió. Deliberadamente identificó al oso como Miel y permaneció en las colinas para asegurarse de que nadie sospechara nada, vigilando a la osa y sus cachorros para protegerles del asesino que había prendido aquel fuego.

Pero había llegado el momento de que la verdad saliera a la luz. Los de la agencia todavía se afanaban por conseguir una muestra de ADN del oso muerto, y con el tiempo lo lograrían. Y cuando lo hicieran, se darían cuenta de que coincidía con los registros de un macho sin nombre, unos registros que se habían guardado a partir de un mechón de pelo que Arnaud había mandado analizar a principios del invierno. Y entonces sabrían que Miel seguía viva.

Pero, gracias a Arnaud, al menos sabrían que ella era inocente.

Junto con su dimisión, que presentó sabiendo que sus acciones de las últimas semanas iban en contra de todas las reglas de la agencia, les envió un informe del ataque en la granja de los Dupuy. Contenía pruebas claras de que a la oveja la había matado el oso que después había perecido en el fuego. En él también les hablaba de sus teorías sobre los otros ataques.

Le había llevado un tiempo averiguarlo. Y todavía le sonaba ridículo. Pero parecía que las huellas de las colmenas y la granja de Sarrat se habían hecho utilizando una pata falsa creada a partir de un molde de una huella parcial dejada por el oso muerto. A eso le añadieron el pelo de Miel, que habían recogido a escondidas, y así las pruebas se volvieron casi imposibles de refutar. De hecho, Miel aún tendría una sentencia de muerte sobre su cabeza si no hubiera sido por un pequeño error.

Como solo tenían media huella para trabajar, los responsables habían improvisado. Pero al hacerlo habían fabricado una pata falsa demasiado pequeña. Podrían haberse salido con la suya si no hubiera sido por el ataque en la granja de los Dupuy. Un ataque verdadero. De un oso real. Con las mismas huellas pero una pata más grande.

Arnaud detalló todo eso en su informe y aunque sería suficiente para eliminar la amenaza de eutanasia contra Miel, no esperaba que la agencia pidiera la devolución de las compensaciones que había pagado. No se atreverían por cuestiones diplomáticas. Además, nada sugería que Philippe Galy o el granjero de Sarrat fueran quienes habían fingido los ataques. De hecho Arnaud había incluido en sus conclusiones el hecho de que no podía ofrecer ninguna pista sobre quién era el responsable.

Lo que era totalmente cierto. Sabía que Pascal Souquet estaba implicado. Tenía imágenes de vídeo de él cogiendo el pelo de Miel para probarlo. Pero también sabía que ese hombre era la cabeza de turco. Así que había excluido esa información de su análisis final y se había asegurado de que la agencia nunca viera el vídeo incriminatorio. No le había dicho nada de eso a Christian Dupuy ni a Serge Papon, pero estaba convencido de que algún día Pascal Souquet le ayudaría a entender qué fue lo que provocó que fingieran esos ataques. Y a partir de ahí descubriría la identidad del hombre que llevaba el sello con la cabeza de jabalí, la mente maquiavélica que había detrás de tanta violencia.

Y entonces Arnaud se vengaría por la terrible muerte que le había infligido a una criatura que no había hecho nada para merecerla. Y sería una venganza muy dura, nada que ver con la dosis de tranquilizante que le había administrado en la bebida al primer teniente de alcalde la última noche que estuvo en La Rivière.

Mientras, aunque le había cogido cariño al municipio de Fogas, más que a ninguno de los sitios donde había vivido, era hora de seguir adelante. Las noticias sobre Miel se irían difundiendo por el municipio. Chloé ya les había contado a los niños el maravilloso cumpleaños que había pasado viendo a los osos en el bosque y Arnaud estaba seguro de que René le enseñaría a todo el mundo las fotos que le había dejado: instantáneas de Trufa y Colmenilla jugando con su madre. Y después de la protesta de ayer, en la que el movimiento antiosos había sufrido muchas horas de publicidad negativa en la televisión nacional como ellos habían planeado, estaba seguro de que la opinión pública era lo bastante fuerte para evitar que nunca se produjera algo similar a lo que había sucedido el día de la trashumancia.

En cuanto a Véronique, ella había tomado la decisión correcta, pensó el rastreador mientras se levantaba con cuidado y se alejaba. El granjero corpulento sería un marido mucho mejor. Una vez que consiguiera reunir el coraje para aceptar que estaba enamorado, claro.

Con una sonrisa en la cara y el pelo suelto sobre los hombros, Arnaud Petit se internó en los bosques. Estaba solo de nuevo. Y después de todo, era mucho más fácil así.

Miel oyó un sonido muy leve. ¿Una rama al romperse, tal vez? Levantó la nariz y olfateó. Nada. No había peligro. Sus cachorros estaban jugando en una zona en la que unos rayos de sol moteaban el suelo del bosque y ella levantó la cabeza para disfrutar del calor del verano. Más arriba, los árboles se agitaban con la brisa formando una bóveda verde que se extendía por la colina y subía por las empinadas laderas de la montaña que solo era un pico más en la larga sucesión de cumbres dentadas que formaban los Pirineos.

Fin