Oliver Stone había disparado a Gray desde tan lejos que no le hizo huir corriendo. Lo cierto es que había efectuado disparos incluso más difíciles a lo largo de su carrera, pero ninguno que significara tanto para él. Regresó a la casa del hombre abatido a través del bosque. Mientras caminaba, empezó a llover con más fuerza y los destellos de los rayos y truenos cobraron intensidad.
Había matado a Simpson desde el edificio inacabado de enfrente de su casa con un rifle de francotirador apoyado en un bidón de gasolina. La foto que Stone había pegado en el interior del periódico era la de su mujer, Claire. Quería que Simpson lo supiera. La había colocado en un lugar preciso de la página y calculado el disparo en consonancia, sin dejar rastro de quién había en la foto.
Stone había ido en coche hasta allí tras matar a Simpson porque tenía que eliminar a Gray antes de que se descubriera que el senador había sido asesinado, ya que esa noticia habría hecho que Gray se ocultara. Había consultado la previsión del tiempo la noche anterior. El frente tormentoso que se aproximaba desde mar adentro resultó muy oportuno: los helicópteros no volaban en tales condiciones atmosféricas, lo que obligó a Gray a ir en la caravana de vehículos. Stone había colocado la lápida y la bandera en el arcén de la carretera, convencido de que incluso un hombre tan cauto como Gray bajaría la ventanilla para verlo mejor. Aquellos pocos segundos le habían bastado. Con su mira y rifle de toda la vida, y una habilidad para matar que nunca llegaba a perderse por más años que transcurriesen, era prácticamente seguro que acabaría con él. Y así había sido.
Rodeó el perímetro de la finca de Gray con paso decidido pero tranquilo. Sabía que los hombres de la CIA llegarían pronto pero, en muchos sentidos, llevaba esperando aquel momento toda la vida y quería saborearlo sin prisas.
Llegó al borde del acantilado y miró hacia las aguas oscuras. En su mente se agolparon las imágenes de un hombre joven profundamente enamorado, sujetando a su esposa con un brazo y a su bebé con el otro. Parecía que se comerían el mundo. Su potencial parecía ilimitado, pero cuán limitado había acabado siendo todo. Porque la siguiente imagen que visualizó fue la de John Carr matando, encadenando un brutal asesinato tras otro durante más de una década.
Había forjado su vida a base de mentiras, engaños y muertes violentas y rápidas con la «autorización del Gobierno» como única justificación. Al final lo había perdido todo.
Había mentido a Harry Finn aquel día en la residencia geriátrica. Le había dicho que él, John Carr, era distinto de gente como Bingham, Cincetti y Cole. Sin embargo, no lo era. En varios aspectos era exactamente como ellos.
Se volvió y se alejó del acantilado. Entonces, de pronto John Carr dio media vuelta, corrió directo hacia el borde y saltó. Saltó al vacío con los brazos bien abiertos y las piernas separadas. Había retrocedido treinta años en el tiempo y acababa de matar a otro hombre.
La misión había sido un éxito, pero ahora había docenas de hombres dispuestos a matarle. Había corrido como alma que lleva el diablo; nadie le daría alcance. Era más rápido que una gacela. Había corrido hasta el borde de un acantilado el triple de alto que aquel y, sin pensárselo dos veces, se había tirado. Había caído en picado mientras le llovían balas desde todas partes. Había alcanzado el agua limpiamente, emergido y sobrevivido para seguir matando.
Mientras caía hacia el agua, los brazos y piernas de Carr respondieron a la perfección. Hay cosas que nunca se olvidan. El cerebro no necesita enviar un mensaje, el cuerpo sabe qué hacer. Y durante buena parte de su vida, John Carr había sabido qué debía hacer.
Instantes antes de impactar en el agua, Oliver Stone sonrió, y entonces John Carr desapareció bajo las olas.
Fin