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Cuando Carter Gray informó a Roger Simpson de la exigencia de Lesya, la reacción inicial del senador fue predecible.

—Seguro que podemos hacer algo al respecto —replicó—. He trabajado toda la vida para ser candidato a la Casa Blanca. —Miró a Gray esperanzado.

—Pues no se me ocurre nada.

—¿Sabes dónde está esa mujer? Si pudiéramos…

—No, Roger, Lesya ya ha sufrido lo suyo. No se trata de pensar en ti o en mí. Se trata de que ella viva en paz los años que le quedan.

A juzgar por la expresión de Simpson quedó claro que no estaba de acuerdo con él. Gray le aconsejó una vez más que se olvidara del asunto y se marchó.

Transcurrieron varios meses, y Simpson seguía dándole vueltas al asunto. El nombre de Solomon limpio. ¡Una medalla para Lesya! Gray de nuevo en el poder. Qué injusto era todo. Aquella situación lo consumía y se convirtió en un hombre aún más huraño e insufrible. De hecho, su mujer empezó a pasar más tiempo en Alabama, y sus amigos y compañeros le evitaban.

Una mañana, al amanecer, Simpson estaba sentado de mal humor enfundado en su albornoz, lo cual solía hacer tras recoger el periódico que le dejaban delante de la puerta del apartamento. Su mujer había ido a visitar a unos amigos a Birmingham. Aquello había sido otra cosa que le había enfurecido. Nadie había secuestrado a su esposa. No había sido más que un farol que Finny Carr habían utilizado para hacerle salir sin decir ni pío. Una vez fuera del despacho y lejos de la bomba, podría haber hecho que arrestaran a Carr. Pero había estado demasiado asustado. Aquello no hacía sino sulfurarlo todavía más.

Bueno, lo cierto era que él había reído el último. Tanto Finn como Carr estaban muertos. Simpson no se había molestado en informarse sobre Finn, y Carr se había esfumado. No obstante, también era cierto que, tras el frustrado intento de llegar al Despacho Oval, ahora sólo sería senador. La frustración del sueño que había abrigado toda su vida le hizo arrojar la taza de café contra la pared.

Se desplomó en una silla junto a la mesa de la cocina y miró por la ventana hacia la incipiente y débil luz matutina.

«Tiene que haber alguna manera, tiene que haberla», se dijo. No podía permitir que una ex espía rusa a la que correspondía estar muerta le negara el cargo más importante del mundo, cargo que se sentía predestinado a ocupar.

Exhaló un suspiro, abrió el periódico y se quedó paralizado.

Una foto pegada en la portada del periódico que tenía entre las manos le devolvió la mirada. Entonces cayó en la cuenta de quién era aquella mujer.

Acto seguido, la cabeza de la mujer desapareció, sustituida por un gran agujero. Simpson soltó un grito ahogado y se miró el pecho. Le brotaba sangre por donde había entrado la bala tras atravesar el periódico y borrar limpiamente la identidad de la mujer. Un disparo de absoluta precisión.

Empezó a fallarle la vista cuando miró por la ventana donde la bala había rajado el cristal. Observó el esqueleto del edificio que había al otro lado de la calle, el que nunca habían terminado. Mientras caía sobre la mesa de la cocina supo quién acababa de matarle.