—Ha pasado mucho tiempo, Lesya —dijo Gray; se encontraban en la habitación de un motel de Fredericksburg, Virginia—. Has cambiado mucho —añadió.
—Pues teniendo en cuenta los últimos acontecimientos, está claro que tú no has cambiado.
—Has dicho por teléfono que tenías algo que debía ver.
—Sé que tienes hombres fuera. Tú siempre tienes hombres fuera, Carter.
—Sí, en mi trabajo hay que tomar precauciones. ¿Qué querías enseñarme? No me sobra el tiempo.
Ella abrió el ordenador portátil que llevaba consigo y le hizo ver toda la grabación.
—¿La grabación fue idea de Rayfield? —preguntó Gray.
—Sí.
—Si sospechaba la verdad, ¿por qué cumplió con el plan?
—Era leal; tú no. Pero en realidad lo hizo para protegerme. Sabía lo vulnerable que yo sería. Él por lo menos tenía la tapadera de los americanos. Yo no tenía nada.
—Siempre he lamentado profundamente lo que os pasó a Rayfield y a ti, Lesya. En muchos sentidos, él fue el mejor amigo que he tenido jamás.
—Él confiaba en ti, Carter. Yo no, pero él sí. De quien siempre receló fue de Simpson.
—Conocía bien el carácter de las personas. —Gray se inclinó hacia delante, dispuesto aparentemente a contar por fin la verdad—. Lesya, yo no ordené su muerte. Eso fue obra de Roger. Nunca le habría hecho eso a Ray. Nunca. Me puse furioso cuando me enteré, pero no podía hacer nada. Intenté por todos los medios retirar el nombre de Ray del muro de la vergüenza de la CIA, pero Roger también preparó eso con esmero. Se inventó una historia muy convincente sobre la traición de Ray. Y una vez muerto e incapaz de defenderse a sí mismo, yo no podía hacer nada.
—No me interesan tus explicaciones, Carter. Lo hecho, hecho está. Nada me devolverá a mi marido.
—Pero el resultado fue positivo. Precisamente tú entiendes mejor que nadie lo que significó para el mundo. Ray lo habría comprendido.
—Oh, sí, claro. Pero mi esposo murió. Y su nombre ahora es sinónimo de traidor en su país. Murió por su patria y lo llaman traidor. No puedo soportarlo.
—Si hubiera podido hacer algo al respecto, lo habría hecho. Pero tenía las manos atadas. Si sacaba a la luz lo que había hecho Roger, me habría descubierto a mí mismo. Él lo sabía. Quizá sea deshonesto, pero no es tonto.
—¿O sea que no estabas dispuesto a descubrirte para salvar la reputación de tu «mejor» amigo? ¿A renunciar a tu carrera para hacerlo? Rayfield quizá fuera tu mejor amigo, pero está claro que tú no eras su mejor amigo.
—Reconozco que fui débil y egoísta al no entregarme para salvar a Ray.
—Exacto —dijo ella sin rodeos—. ¿O sea que los asesinatos no estaban autorizados por tu Gobierno? Fuisteis tú, Simpson y algunos más, pero ningún cargo político importante. Sé que no responderás a mi pregunta, pero es la verdad. He pensado en el tema durante todos estos años. —Se recostó en el asiento y lo miró de hito en hito.
La habitual seguridad de Gray se había desvanecido considerablemente.
—Roger temía que si Ray descubría que el plan no estaba autorizado, le delataría —explicó—. Y lo cierto es que lo habría hecho sin importarle el daño que le hubiera causado.
—Ya. Mi marido era un hombre honrado. Y aun así fue asesinado y Roger Simpson se ha forjado una buena carrera como senador de este país.
—Lesya, ya sabes cómo eran las cosas por entonces…
Ella le interrumpió con un gesto de la mano.
—Las cosas por entonces eran exactamente igual que ahora. No ha cambiado nada, sólo las personas. Y las personas que se dedican a estos juegos son todas iguales. Hablan de hacer el bien, de convertir el mundo en un lugar mejor. Todo eso son gilipolleces. Lo que les interesa es el poder y proteger sus intereses. Y los intereses son siempre los mismos. ¡Siempre!
Gray se reclinó en el asiento.
—Entonces, ¿qué quieres? Estoy seguro de que también lo has pensado durante todos estos años.
—Oh, sí, claro que lo he pensado. Y sé exactamente lo que quiero. Hace treinta años que quiero decírtelo, hijo de puta. Así que quédate ahí sentado a escuchar y luego harás exactamente lo que te diga.
Cuando Lesya hubo terminado, Gray se levantó para marcharse.
—¿Puedo confiar en tener el original de esa grabación y todas las copias a cambio de lo que has pedido?
—No, no puedes. Sólo tienes mi palabra de que me lo llevaré a la tumba. Y tú y Simpson deberíais consideraros afortunados. Podría destruiros a los dos. Nada me haría más feliz, pero soy una persona que piensa en algo más que en la felicidad personal. Y eso es lo único que os ha salvado a ti y al desgraciado de Simpson. Ahora déjame en paz. No quiero volver a verte. Oh, pero puedes decirle una cosa al bueno del senador de mi parte.
—¿Qué es?
—He oído decir que quiere ser presidente.
—Sí, tiene intención de presentarse como candidato.
—Pues dile que se lo piense mejor, salvo que quiera explicar al pueblo americano el contenido de esa grabación. Eso es lo que quiero que le digas.
—Se lo diré. Adiós, Lesya. Y aunque no sirva de mucho, lo lamento.
Con otro gesto de la mano, Lesya despreció al hombre que en breve volvería a dirigir la inteligencia estadounidense.
La foto de Rayfield Solomon fue retirada del muro de la vergüenza. Su historial se revisó aduciendo errores de interpretación, y se ocultó bajo el título «Aparición de nuevas pruebas». Y luego la CIA clasificó las pruebas como secretas. Los estudiosos podrán acceder a ellas dentro de unos cien años. A continuación, Solomon recibió a título póstumo la condecoración más importante de la CIA por su labor sobre el terreno. Su nombre no volvería a ser pronunciado jamás junto a la palabra «traidor».
Lesya Solomon recibió la Medalla de la Libertad, que por primera vez se concedía a una ex espía rusa. Las razones de esta condecoración también eran secretas, pero aun así salió en las noticias. Incluso concedió una entrevista alabando los progresos realizados en las relaciones ruso-americanas. Acabó diciendo que le hubiera gustado que su heroico marido, que tanto hizo por el fin de la guerra fría, hubiera vivido para verlo. Se negó a conceder más entrevistas y desapareció de nuevo.
Como era de esperar, el nombramiento de Gray como jefe de los organismos de inteligencia se aprobó sin obstáculos en el Senado. Un helicóptero lo trasladaba todos los días desde su retiro de Maryland, blindado con estrictas medidas de seguridad, a su despacho de Virginia. Su vida volvió a llenarse de actividades clandestinas y decisiones difíciles que tenían repercusión en todo el mundo. Se decía que una palabra de Carter Gray era capaz de hacer temblar a varias naciones. El hombre estaba de nuevo en su salsa.
Sin embargo, para quienes le conocían bien había cambiado. La personalidad amedrentadora, la intolerancia ante el menor error y la soberbia de la que había hecho gala tantos años habían mermado. A veces se lo encontraban sentado en su despacho mirando la pared, con una vieja foto entre las manos. Nadie había visto de qué foto se trataba porque la guardaba en una caja fuerte.
En la foto, Lesya, Rayfield Solomon y Carter Gray eran mucho más jóvenes y se les veía felices y vitales. Tenían un trabajo apasionante, arriesgaban su vida para que millones de personas vivieran en paz. En aquellos semblantes se percibía la amistad, el amor, incluso, surgido entre ellos. A veces, contemplando esa foto, Carter Gray lloraba.