93

Tras el intercambio, Gray y Simpson habían abandonado la zona del Capitolio rápidamente.

—¿Cuándo te confirmarán que Carr y el hijo de Lesya han muerto? —preguntó Simpson.

—En cualquier momento. ¿Sabes? Has tenido muchos cojones al confesarle a Carr que fuiste quien ordenó su ejecución.

—No quería que muriera sin saberlo. Me habría quedado insatisfecho.

—De todos modos, yo no lo habría hecho —reconoció Gray.

Simpson le pidió las viejas órdenes a Gray y las observó.

—El mundo es un lugar mejor gracias a lo que hicimos.

—Estoy de acuerdo. Dos líderes soviéticos muertos. Despejamos el camino hacia la paz.

—Sin embargo, nunca recibimos el reconocimiento merecido.

—Eso es porque no estaba autorizado. Nos tomamos la justicia por nuestra mano.

—Los patriotas tienen que cumplir con su cometido. ¿Y ahora qué?

—Las órdenes y este teléfono móvil serán destruidos. —Recuperó los papeles de la mano de Simpson.

—¿Qué hay en el teléfono móvil? No lo he oído.

—Alégrate de ello, Roger. De lo contrario te habría tenido que matar a ti también.

Simpson se lo quedó mirando con incredulidad.

—¿Estás de broma?

—Por supuesto que sí —mintió Gray.

Carter Gray recibió la noticia a las cuatro de la mañana: sus hombres habían sido aniquilados y Carr y Finn habían huido. Resultaba obvio que Carr, la máquina de matar, no había perdido facultades. Llamó inmediatamente a Simpson.

—¿Y bien? —preguntó este.

—Todo sobre ruedas, Roger. Carr y Finn están muertos. No saldrá en las noticias. Lo encubriremos todo.

—Excelente. Ahora por fin podremos olvidar este asunto.

Gray colgó. «Así es». Se reunió con el presidente ese mismo día después de encargarse de despejar el Centro de Visitantes.

El comandante en jefe no estaba especialmente contento por los acontecimientos.

—¿Qué demonios pasó allí anoche? Me han dicho que encontraron sangre y restos de un tiroteo.

—Señor, conseguimos localizar a John Carr y al hijo de Lesya en el Centro de Visitantes.

—Dios mío, ¡en pleno Capitolio!

—No tengo ni idea de cómo entraron, pero allí estaban. Recibimos un chivatazo y acudimos con un destacamento y se produjo un tiroteo muy intenso.

—¿Y qué demonios pasó?

—Las personas correspondientes fueron eliminadas —dijo Gray de forma vaga.

—¿Sufrimos alguna baja?

—Por desgracia, sí. Las familias están siendo informadas.

—¿Dónde están los cadáveres?

—Los hemos enviado en avión al extranjero para deshacernos de ellos discretamente. Tenemos que mantener esto en secreto, señor. Los medios harían su agosto con todo esto.

—Mira, Carter, soy el presidente. Quiero saber de qué va todo esto y quiero saberlo ahora mismo.

Gray se reclinó en el asiento. Por supuesto, había esperado esa reacción. Sacó las viejas órdenes del bolsillo. Había destruido el teléfono móvil, pero esas órdenes eran demasiado valiosas, especialmente porque su nombre no aparecía por ninguna parte.

El presidente leyó los documentos.

—¿Roger Simpson?

Gray asintió.

—Permítame que le cuente toda la historia, señor. Se lo inventó casi todo, pero lo contó con tal autoridad y seguridad que, cuando el presidente se reclinó en el asiento, quedó claro que lo aceptaba como la verdad.

—¿Y la implicación de Lesya y Rayfield Solomon? —preguntó el primer mandatario—. Solomon ha sido tildado de traidor. ¿Lo fue? Si no, tenemos que reparar ese agravio de alguna manera.

Gray vaciló.

—No puedo decir con toda certeza que fuera un traidor, señor.

—Pero dices que fue eliminado. Has dicho que era un traidor.

—En aquel entonces parecía claro que lo era. Ahora quizá no tanto. He de investigar más al respecto.

—Pues hazlo, Carter, hazlo. Y si resulta que ese hombre era inocente, repararemos el agravio, ¿entendido?

—No me conformaría con menos. Ray Solomon era amigo mío.

—Dios mío. Dos líderes soviéticos asesinados por nuestro país. No me lo puedo creer.

—A muchos nos resulta difícil de creer, señor.

—¿Me estás diciendo que no lo sabías? —repuso el presidente bruscamente.

Gray eligió sus palabras con cuidado.

—En aquella época las cosas funcionaban de forma distinta. De vez en cuando teníamos pruebas de conspiraciones soviéticas para matar a presidentes de Estados Unidos, pero tomábamos medidas para contrarrestarlas. La verdad no podía salir a la luz porque habría podido provocar una guerra nuclear. Hay que tener en cuenta que nunca se trató de conspiraciones oficiales instigadas por los líderes soviéticos, pero en la guerra fría no se jugaba limpio.

—Entonces, ¿quién demonios ordenó los asesinatos de Andropov y Chernenko?

—Las órdenes no pasaron por mí.

—¿Me estás diciendo que Roger Simpson, quien, si no recuerdo mal, no era más que un agente judicial, lo hizo por su cuenta y riesgo?

—No, nada de eso. Nunca habría hecho una cosa así solo. Debió de recibir la autorización a través de otros canales.

—¿Canales que prescindieron de ti? ¿Por qué? Tú eras su superior, ¿no?

—No para todos los asuntos, señor. Y mi opinión sobre el asesinato de líderes extranjeros estaba clara. Existía una orden ejecutiva que lo consideraba ilegal y para mí ese límite era infranqueable.

—Pues quizá deba hablar de esto directamente con Simpson.

—No sé si es lo más acertado, señor. Va a presentarse como candidato a la Casa Blanca. Es un compañero de su mismo partido. Si empieza a investigar, entonces habrá filtraciones a la prensa y al final acabará sabiéndose todo. Como ya sabe, hoy día resulta muy difícil mantener secretos.

—Dichosos periodistas; sí, ya lo sé.

—¿Y qué diría el senador Simpson? Su firma aparece en estas órdenes. Diría que alguien de arriba ordenó los asesinatos. Incluso podría decir que yo estaba al corriente. Es difícil culparle de querer quitarse el muerto de encima. Pero el asunto es cosa del pasado. Dos hombres fueron asesinados. ¿De forma ilegal? Es probable. ¿El fin justificó los medios? Creo que la humanidad consideraría que sí. Yo optaría por dejar las cosas como están, señor presidente. Dejémoslas estar.

—Me lo pensaré, Carter. Pero mantenme informado si hay novedades al respecto.

—Una cosa más, señor.

—¿Sí?

—Me gustaría volver al trabajo. Como jefe de inteligencia. Quiero servir de nuevo a mi país.

—Bueno, como sabes, actualmente el cargo está vacante. Así que, si lo quieres, es tuyo. Dudo que el Senado ponga alguna objeción para confirmar en el cargo a un hombre galardonado con la Medalla de la Libertad.

—Lo quiero de veras, señor presidente.

El mandatario estrechó la mano de Gray.

—Agradezco la sinceridad que has tenido hoy conmigo, Carter. Eres un verdadero patriota. Ojalá tuviéramos más hombres como tú.

—Sólo cumplo con mi obligación, señor. —En realidad, Carter estaba pensando que, con Carr suelto por ahí, le convenía rodearse del mayor número posible de guardaespaldas competentes.

—¿Sabes? Creo que serías un buen presidente.

Gray soltó una risita.

—Gracias, señor, pero no creo estar cualificado —mintió con toda tranquilidad, pues se consideraba de sobra cualificado para el cargo. Además, quería disfrutar de un poder real. Lo único efectivo que un presidente podía hacer era declarar una guerra, y eso sucedía en contadas ocasiones. Aparte de eso, para el gusto de Gray se trataba de un cargo bastante impotente.

Se marchó de la Casa Blanca y subió al helicóptero. Mientras se elevaba en el aire, pensó que debía sentirse bien, victorioso. Pero no era así. De hecho, pocas veces en su vida había estado tan deprimido.