No fue Oliver Stone, el afable cuidador del cementerio de mediana edad, quien se encaminó a la batalla aquella noche. Fue una máquina de matar llamada John Carr, con treinta años menos, con toda la pericia y ferocidad de una vida profesional dedicada a eliminar personas de maneras inimaginables para la mayoría. Aquella noche puso en práctica todas sus habilidades, pero aun así parecía asistido de un poder superior. Balas que debían haber segado su vida fallaron numerosas veces por un par de centímetros, y el desastre que tenía que haber sobrevenido no llegó a producirse. Quizá por fin le había llegado la hora de hacer justicia, pero eso sólo lo pensó más tarde. Aquella noche se dedicó exclusivamente a matar. Y el Centro de Visitantes se convirtió en una carnicería. Finn sólo mató a un hombre: Stone había acabado con los seis restantes, dos con disparos que Finn jamás había visto en su vida. Seguía sin comprender cómo lo había hecho; parecía como si Stone hubiera ordenado a las balas que encontraran su blanco.
Para Stone, la explicación era otra. No cabía duda de que los hombres de Gray eran más jóvenes, fuertes, rápidos y estaban muy bien entrenados. En la actualidad siempre disponían de una fuerza arrolladora antes de atacar. Habían matado cientos de veces… en los entrenamientos.
Pero cuando se hacía de verdad resultaba muy distinto. Y con su pasos por Vietnam, Stone probablemente había matado a más personas que todos los hombres de Gray juntos. Y nunca había contado con una fuerza arrolladora. A menudo había estado él solo, y eso le hacía ser mejor que los demás.
Cuando el último hombre hubo caído, Finn y Stone se marcharon por la salida de emergencia, llegaron hasta el edificio Jefferson y salieron desde allí tal como Caleb les había indicado. Stone cargó con el cadáver de Milton. Mientras esperaba tras unos arbustos con el cuerpo de su amigo, Finn consiguió salir a hurtadillas y apropiarse de un uniforme de auxiliar sanitario de una furgoneta forense estacionada cerca del epicentro del simulacro de atentado. Acto seguido, vio una ambulancia aparcada cerca de la biblioteca con las llaves puestas. Al cabo de unos minutos y con ayuda de una camilla, Stone y Finn introdujeron en la ambulancia el cadáver de Milton, con la cara tapada con una sábana. Teniendo en cuenta el caos reinante, nadie distinguiría un cadáver verdadero de uno falso. Finalmente, Finn se puso al volante, Stone se quedó detrás y arrancaron con las luces encendidas.
Finn miró por el retrovisor. Stone iba sentado al lado de su amigo, cabizbajo. No había salido de la batalla ileso: una bala le había rozado el brazo derecho y le había dejado un corte que sangraba; otra le había dejado huella en el lado izquierdo de la cabeza. Stone ni siquiera les había prestado atención. Finn había tenido que vendarle las heridas con gasa y esparadrapo de la ambulancia mientras Stone se limitaba a observar a su amigo muerto.
Stone levantó la sábana, cogió la mano de Milton, todavía caliente, y se la apretó. Empezó a pronunciar palabras que Finn no discernía claramente, pero por instinto sabía qué estaba diciendo.
—Lo siento, Milton. Lo siento mucho.
Una lágrima surcó el rostro de Stone y cayó en la sábana.
Finn no quería interrumpir aquel momento tan privado, pero no le quedó más remedio.
—¿Adónde quieres llevar a Milton?
—A casa. Vamos a llevarle a casa, Harry.
Dejaron la ambulancia a unas tres manzanas de la casa y transportaron el cadáver por el bosque que bordeaba el vecindario. Stone lo colocó con cuidado en la cama y pidió:
—Déjame solo un momento.
Finn asintió y se retiró de la habitación.
Stone había sufrido más en la vida de lo que un ser humano debería. Lo había sobrellevado estoicamente, intentando mirar hacia delante en vez de vivir en el pasado. No obstante, al contemplar el cadáver de su amigo, todos los recuerdos de sus tragedias personales se abalanzaron sobre él desde la oscuridad.
Aunque lo había hecho en muy contadas ocasiones, en ese momento lloró desconsoladamente, con tal desolación que le fallaron las rodillas y acabó en el suelo, acurrucado como un niño afligido, sufriendo la angustia del millón de pesadillas que se habían acumulado en su interior a lo largo de los años, pesadillas a las que de repente daba rienda suelta con la potencia del agua que revienta una presa.
Al cabo de media hora ya no le quedaban más lágrimas que derramar. Se levantó y acarició el rostro de su amigo.
—Adiós, Milton.