84

Habían pasado otro día sentados en el sótano y ya estaba oscureciendo. Stone, Finn y Lesya se habían dedicado a urdir un plan de acción. El día siguiente por la noche los hombres de Stone se reunirían y lo pondrían en práctica.

Finn, que había estado paseándose cada vez más nervioso, tomó la palabra.

—Tengo que ver a mi familia. Ahora mismo.

Lesya empezó a protestar.

—¿Dónde están? —preguntó Stone. Finn se lo dijo, y Stone se dirigió a Lesya—: Te quedas aquí. Yo lo acompañaré.

—¿Vais a dejarme aquí sola? —saltó la mujer.

—Sólo un rato. Estarás a salvo.

Los dos hombres salieron del sótano.

—¿Tu mujer está muy afectada? —preguntó Stone una vez en el exterior.

—¿Afectada? ¿Y cómo demonios quieres que esté?

—Podemos ir en metro y luego andar un poco.

—Estuviste en las Fuerzas Armadas Especiales en Vietnam —dijo Finn—. Lo averigüé.

—¿Y tú dónde?

—¿Cómo sabes que estuve en el ejército?

—Se te nota.

—SEAL. Mira, necesitamos armas. A estas alturas ya habrán registrado mi casa. Tengo un trastero alquilado con algunas cosas, pero seguro que también lo han encontrado.

—Yo tengo armas guardadas.

Al cabo de media hora, Stone se quedó fuera mientras Finn entraba en la habitación de un motel al sur de Alexandria.

Sus hijos corrieron impetuosamente hacia él y casi lo aplastaron contra la pared. Hasta George, el perro, se apuntó, ladrando y saltando encima de su amo. Mientras Finn abrazaba a sus hijos, todos llorando a la vez, su mujer los contemplaba. Mandy también sollozaba, pero no se acercó a él.

Al cabo de unos minutos de abrazos y lloros, Finn consiguió que sus hijos se sentaran en la cama. Susie aferraba el oso que su abuela le había regalado mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas regordetas. Patrick se mordía nerviosamente las uñas; Finn sabía que solía hacerlo antes de cada examen y cada partido, y le dolía que ahora se las mordiera por su culpa.

David miró a su padre con ansiedad.

—¿Papá? ¿Qué sucede?

Finn respiró hondo. Contarles la verdad era tan imposible como tocar la luna. Por el camino había pensado en la mentira que les diría, pero en ese momento no le pareció tan convincente. Nunca podría decirles: «Soy un asesino, chicos, y la poli me persigue». No, nunca podría decirlo porque eran sus hijos. Ellos y Mandy eran todo lo que tenía. Hacer justicia no bastaba para justificar su comportamiento.

—Ha ocurrido algo en el trabajo, Dave —empezó mientras Mandy seguía mirándolo. Sus ojos transmitían el temor más absoluto, así como algo que destrozó a Finn: desconfianza. Le tendió la mano, pero ella se apartó.

Decidió no contar la historia que había pergeñado. Se levantó y se apoyó contra la pared. Cuando se sintió capaz de hablar, los miró directamente.

—Todo lo que sabéis sobre vuestros abuelos, mi madre y mi padre, es mentira. Vuestro abuelo no era de Irlanda ni murió en un accidente de tráfico hace años. Vuestra abuela no es de Canadá; y no está en ninguna residencia para la tercera edad. —Respiró hondo otra vez, intentando pasar por alto el asombro de su familia.

Entonces les contó la verdad. Su abuelo se llamaba Rayfield Solomon y había sido espía para los americanos. Su abuela se llamaba Lesya, era rusa y había espiado para su país hasta pasarse al bando estadounidense y casarse con Rayfield.

—Algunas personas de la CIA les tendieron una trampa —explicó—. La foto de vuestro abuelo cuelga de una pared en Langley, el «muro de la vergüenza», lo llaman. Pero no se merece estar allí. Fue asesinado por esas mismas personas para que la verdad no saliera jamás a la luz. Vuestra abuela sobrevivió, pero ha permanecido oculta desde entonces.

Resultó meritorio, y todo un alivio para Finn, que sus hijos aceptaran su explicación sin problemas, incluso se emocionaron ante tales revelaciones.

—Pero ¿cuál es la verdad? —preguntó David—. ¿Qué trampa les tendieron?

Finn negó con la cabeza.

—No puedo decírtelo, hijo. Ojalá pudiera, pero no puedo. Hace poco que me he enterado.

—¿Dónde está la abuela? —preguntó Patrick.

—En cuanto me marche volveré con ella.

Susie se abrazó a la pierna de su padre.

—Papá, no te vayas. No nos dejes —suplicó.

Aquellas palabras le partieron el corazón. Le costaba respirar mientras las lágrimas surcaban las mejillas de su hija. La levantó en brazos.

—Lo siento, cariño, pero te prometo una cosa. ¿Me escuchas? Escucha a papá un momento. Por favor, cariño, por favor.

Al final Susie dejó de llorar. Ella y sus hermanos lo miraron fijamente, tan inmóviles que parecía que no respiraban.

—Os prometo una cosa: que papá lo arreglará todo. Después vendré a buscaros y volveremos a casa y todo volverá a ser como antes. Os lo prometo. Os juro que será así.

—¿Cómo?

Todos miraron a Mandy, que se acercó a su marido.

—¿Cómo? —repitió alzando la voz—. ¿Cómo lo arreglarás todo? ¿Cómo conseguirás que todo sea como antes? ¿Cómo piensas que vas a arreglar esta… pesadilla?

—Mandy… por favor. —Finn miró a los niños.

—¡No, Harry, no! Me has estado engañando, a mí y a los niños, ¿durante cuánto tiempo? ¿Cuánto tiempo, Harry?

—Demasiado —reconoció con voz queda antes de añadir—: lo siento. Si supierais…

—No, no queremos saberlo. —Arrancó a Susie de los brazos de su padre—. He llamado a Doris, la vecina. Me ha dicho que hoy unos hombres han registrado nuestra casa. Cuando les preguntó qué ocurría, le dijeron que te buscaban a ti, Harry. Dijeron que eras un criminal.

—¡No! ¡No! —gritó Susie—. Papá no es un criminal. ¡No lo es, no lo es! —Empezó a pegar a su madre.

Finn la apartó y la abrazó con fuerza.

—Susie, eso no se hace, no pegues a tu madre. Ella te quiere más que nadie en el mundo. No vuelvas a hacerlo, promételo.

—Pero no eres un hombre malo, ¿verdad? —dijo Susie con lágrimas en los ojos.

Finn miró desesperadamente a Mandy y luego a sus hijos, que lo observaban, con los ojos bien abiertos por el miedo.

—No, no es una mala persona, Susie. Tu padre no es un hombre malo.

Todos se volvieron hacia Oliver Stone, que había aparecido sigilosamente en la puerta. El perro ni siquiera había ladrado. Estaba sentado junto a Stone, mirándolo.

—¿Y usted quién es? —preguntó Mandy atemorizada.

—Estoy intentando reparar ciertos daños con tu marido. Es un buen hombre.

—Ya te lo he dicho, mamá —dijo Susie.

—¿Cómo se llama? —inquirió Mandy.

—Eso no importa. Lo importante es que Harry os ha dicho la verdad, o todo lo que puede al respecto para que estéis a salvo. Ha corrido un grave peligro para venir a veros esta noche, pero ha insistido. Incluso ha dejado a su madre, anciana y débil, para venir a veros porque estaba muy preocupado. Tenía que veros. —Miró a Mandy—. De verdad.

La mirada de Mandy fue de Stone a su marido. Finn le tendió la mano lentamente y ella se la cogió, lentamente también. Al instante sus dedos se aferraron con fuerza.

—¿Podréis reparar esos daños? —preguntó Mandy mirando a Stone angustiada.

—Haremos todo lo posible. Es lo único que podemos hacer.

—Y no podéis ir a la policía, ¿verdad? —dijo ella.

—Ojalá pudiéramos, pero no es posible. Todavía no.

Finn dejó a Susie y cogió el oso que la niña había soltado.

—Le conté a la abuela lo mucho que quieres a tu osito.

Susie lo agarró con una mano y se aferró a la pierna de su padre con la otra.

Al cabo de veinte minutos, Stone le dijo a Finn que debían marcharse. En la puerta, Mandy se abrazó a su marido mientras Stone y los niños guardaban un pudoroso silencio.

—Te quiero, Mandy, más que a nada en el mundo —le musitó Finn al oído.

—Arregla las cosas, Harry. Arréglalas y vuelve con nosotros. Por favor.

Cuando ya se habían ido, Finn le dijo a Stone:

—Gracias por tu intervención.

—La familia es lo más importante del mundo.

—Parece que lo dices por experiencia.

—Ojalá fuera así, Harry, ojalá, pero no lo es.