79

Los tres estaban en el sótano de un edificio que llevaba vacío más de una década. Era un lugar infestado de ratas y maloliente, pero en esas circunstancias era el único sitio donde se sentían seguros. La luz procedía de un farol alimentado con pilas y como únicas sillas tenían montículos de trastos. Ese lugar era el último recurso para Oliver Stone. Sólo acudía allí cuando no le quedaba ningún otro sitio al que ir.

Stone se apoyó en una pared de ladrillo fría y húmeda y observó a Lesya, sentada sobre una pila de alfombras viejas, ensimismada. Finn estaba junto a la puerta, aguzando todos los sentidos. Stone se dirigió al hombre joven.

—Mataste a Cincetti, a Bingham y a Cole e intentaste matar a Carter Gray haciendo explotar su casa con una bala incendiaria después de llenarla de gas. Trepaste por el acantilado para llegar a su casa y luego te lanzaste al agua para escapar.

—No respondas —terció Lesya mientras dedicaba una mirada recelosa a Stone—. Acepté colaborar con este hombre para seguir con vida, pero eso no significa que podamos confiar en él.

—No espero ninguna respuesta —repuso Stone—. Sólo estaba expresando mi admiración. No es fácil liquidar a asesinos de ese modo.

—Entonces, ¿crees que mereces morir? —preguntó Lesya con dureza—. Tú también fuiste asesino.

—A decir verdad, hace tiempo que estoy muerto.

—Mataron a tu mujer, ¿verdad? —dijo Finn.

—Porque quise dejarlo. Y estuvieron a punto de matarme a mí. Para colmo de males, Roger Simpson adoptó a mi hija cuando era un bebé. Nunca llegó a saber que yo era su padre.

—¡Simpson! —Lesya escupió en el suelo—. ¡Eso es lo que pienso de Roger Simpson!

—Dijiste que habías trabajado para nosotros años atrás —dijo Stone—, pero a nosotros nos dijeron que tú habías delatado a Solomon y que los dos trabajabais para los soviéticos. Por eso decidieron liquidarlo, porque era un traidor.

—Os mintieron —se limitó a decir Lesya.

—Eso lo sé ahora. Pero si los dos trabajabais para nosotros, ¿por qué querrían matarte a ti? ¿O a él?

—Por culpa de una misión sumamente peligrosa y confidencial que nos asignaron a Rayfield y a mí. La llevamos a cabo con éxito con la ayuda de un grupo de rusos que me eran leales.

—¿De qué misión se trataba?

—Nunca se lo he contado a nadie, ni siquiera a mi hijo.

—¿Porqué?

—Yo era espía. No acostumbramos revelar nuestros secretos.

—Si voy a ayudarte he de saber la verdad.

—¿Tú, que mataste a mi esposo, me vienes con exigencias?

—No podemos superar los recursos de Carter Gray, aunque juntos quizá sí podamos ser más astutos. Pero antes necesito saber toda la verdad.

Lesya no parecía convencida.

Finn se colocó delante de su madre.

—Ya he dado un susto de muerte a mi familia. Ignoro si están realmente a salvo. Si intento contactar con ellos, podría ponérselo en bandeja a Gray.

—Ya te dije que habría riesgos, muchos riesgos.

—Me has preparado toda la vida para esto —repuso su hijo, enfadado—. Insististe en que mi obligación era vengarme, en que era el único capaz de hacerlo.

—Todos los hombres pueden elegir —aseveró Lesya. Señaló a Stone—. Igual que este hombre. Decidió cumplir las órdenes en vez de cuestionarlas y mató a un hombre inocente.

—Era militar. Le habían preparado para cumplir órdenes.

—Igual que Bingham, Cole y Cincetti —señaló su madre—. ¿En qué se diferencia?

—En que vino a advertirnos. De no ser por él, ahora tú y yo estaríamos muertos. Ahí radica la diferencia. Creo que se ha ganado nuestra confianza. Tu confianza.

—Nunca he confiado en nadie, aparte de tu padre.

—¿Y en mí? —replicó Finn.

—Y en ti —reconoció ella.

—Bueno, si de verdad confías en mí, escúchame. No puedes ir por la vida pensando que todo el mundo está en tu contra.

—Esa filosofía me sirvió durante muchos años.

—¿Y si no hubieras confiado en Rayfield Solomon?

Lesya se quedó callada y observó a su hijo. Poco a poco fue desviando su atención hacia Stone.

—¿Hasta qué punto conoces la historia soviética?

—Pasé allí mucho tiempo, si es que eso sirve de algo.

—¿Sabes quiénes fueron los dos jefes del Partido Comunista antes de que Gorbachov llegara al poder?

Stone asintió.

—Andropov y Chernenko. ¿Por qué?

—Los líderes soviéticos solían ser famosos por su longevidad en el cargo. Sin embargo, Andropov apenas duró trece meses y Chernenko más o menos lo mismo.

—Eran hombres mayores con mala salud —repuso Stone—. Estaban de relleno después de la muerte de Breznev. Nadie esperaba que duraran mucho.

Lesya dio una palmada.

—Exacto. Nadie esperaba que duraran mucho, por lo que nadie se sorprendió cuando murieron.

—¿Quieres decir que fueron asesinados? —inquirió Stone.

—No es tan difícil matar a viejos enfermos. Aunque sean jefes del Gobierno soviético.

—¿Quién ordenó que los mataran?

—Tu gobierno.

Finn la miró asombrado.

—Eso es imposible. Según las leyes estadounidenses, es ilegal asesinar a un jefe de Estado.

Lesya se burló.

—¿Qué importa eso cuando se intenta evitar una guerra nuclear que exterminaría el planeta? Andropov y Chernenko eran ancianos, sí, pero también comunistas de la línea dura. Estaban en medio. Con ellos no se produciría ningún cambio verdadero. Y la Unión Soviética se estaba desmoronando, estaba contra las cuerdas. Cada vez se hablaba más de que el Partido Comunista se planteaba tomar medidas desesperadas para recuperar su sitial como superpotencia. Eso no podía permitirse. Gorbachov debía tener vía libre. Si bien al comienzo Gorbachov parecía igual que los demás líderes, nosotros sabíamos que era distinto. Sabíamos que las cosas cambiarían con él. De todos modos era comunista y sabíamos que no disolvería la Unión Soviética, pero también éramos conscientes de que con él la amenaza de la guerra disminuiría considerablemente. Luego lo sucedió Yeltsin. Nadie lo habría predicho, pero fue bajo su mandato cuando la Unión Soviética se desmanteló.

»Pero teníamos que librarnos de los viejos líderes del partido. ¡Era imprescindible! Contamos a los americanos nuestras ideas al respecto y nos dieron la razón. Y Rayfield también estuvo de acuerdo. Sabía tanto sobre los entresijos de la Unión Soviética como cualquier otro americano. Pero nosotros no urdimos el complot del asesinato, lo hicieron los americanos. —Miró a Stone—. Crees que es la verdad, ¿no?

—Han asesinado a otros jefes de Estado con anterioridad —reconoció—. Pero ¿estás diciendo que Gorbachov estaba al corriente del complot?

—Por supuesto que no. Sólo lo sabíamos unos pocos.

—¿Cómo recibisteis las órdenes para hacerlo? —preguntó Stone.

—De nuestro contacto en el bando americano.

—¿Quién era?

—¿Acaso no resulta obvio? Roger Simpson.

—¿Y tú y tu equipo matasteis a Andropov y a Chernenko?

—Digamos que les ayudamos a ir a la tumba antes de tiempo, sí.

—¿Y Rayfield Solomon estaba implicado?

—Completamente. Los soviéticos pensaban que trabajaba para ellos.

—¿Cómo sabes que el gobierno estadounidense aprobó la operación?

—Te lo acabo de decir. Recibimos las instrucciones de Simpson. Él era nuestro jefe de misión, y él dependía directamente de Carter Gray. Y Gray del jefe de la CIA.

—O sea que cumpliste órdenes, sin cuestionarlas.

—Sí.

—¿Y mataste a Andropov y a Chernenko, dos hombres inocentes?

Lesya y Stone intercambiaron una larga mirada.

—Sí —reconoció ella al cabo.

—¿Por qué quisieron los americanos matar a mi padre e intentar matarte si completasteis la misión con éxito? ¿Por qué intentaron haceros pasar por traidores? —preguntó Finn.

—Porque el gobierno estadounidense no ordenó los asesinatos —respondió Stone—. Probablemente fue la CIA, o Simpson y Gray por su cuenta y riesgo. Y una vez cumplida la misión, tenían que desacreditar y librarse de cualquiera que estuviera al corriente de los asesinatos. —Miró a Lesya—. ¿Me equivoco?

—No. ¿Y qué crees que son capaces de hacer para evitar que esa verdad salga ahora a la luz? Podría provocar una guerra entre Rusia y Estados Unidos. ¿Qué crees que son capaces de hacer? —insistió.

—Matar a quien haga falta —respondió Finn.

—Y por desgracia nosotros somos David y ellos son Goliat —concluyó Lesya con amargura—. Los americanos siempre son Goliat.

—Pero David venció a Goliat, y nosotros también si nos adelantamos a ellos —replicó Stone.

—¿Nosotros tres solos? —preguntó Lesya con escepticismo.

—No estamos solos —dijo Stone—. Tengo amigos. —«Si es que siguen vivos».