Carter Gray había salido una vez más del bunker. Se preguntaba si su querida Agencia se había vuelto tan ineficaz e incompetente que él en persona tendría que apretar el puñetero gatillo para acabar con Lesya y su hijo. Tras una infructuosa búsqueda por todo el país, los había tenido al alcance de la mano en una residencia geriátrica del norte de Nueva York, pero había sido en vano. Cuando llegaron, la habitación estaba vacía, la madre y el hijo desaparecidos. Una tercera persona había sido vista con ellos. Algo le hacía pensar que John Carr, tras despistar a sus hombres y hablar con Himmerling, volvía a interponerse en su camino. Y ahora Gray tenía que cambiar su plan original para cazar a los tres.
La descripción de la anciana no le dejó la menor duda de que se trataba de Lesya Solomon. El paso del tiempo le había dejado huella; ya no era la bella y tentadora espía soviética. Pero era Lesya, Gray estaba convencido de ello.
De todos modos, ¿por qué John Carr querría estar con las personas que precisamente pretendían matarle? ¿Habría mentido acerca de su identidad? ¿Las habría secuestrado? ¿Se habían aliado? «Si es así, quizá me facilite la labor», pensó.
Gray miró por la ventanilla del helicóptero mientras sobrevolaba las praderas de Virginia camino de Langley. Con la autorización del presidente en el bolsillo, asumiría el mando de la búsqueda. Nadie le haría preguntas. De todos modos, la misión exigía delicadeza y sigilo, y cuando el objetivo fuera avistado y puesto en el punto de mira, la aplicación de una fuerza aplastante. Él enseñaría a los militares el significado real de conmoción e intimidación.
Observó la topografía del terreno. Carr, Lesya y su hijo estaban allá abajo en algún lugar. Sólo tres piezas para cazar, y una de ellas era una mujer de más de setenta años. Gray contaba con efectivos, recursos y dinero ilimitados. Sería cuestión de tiempo. El hijo de David P. Jedidiah era perseguido por la todopoderosa inteligencia estadounidense. Además, había otra forma de acelerar el proceso.
En cuanto el helicóptero aterrizó en la central de la CIA, Gray empezó a poner en práctica su plan de ataque.
Entraron en Maryland a última hora de la tarde con Finn al volante. Lesya iba sentada detrás con aspecto cansado y asustado. Stone la oía murmurar en ruso «Nos matarán a todos» una y otra vez.
Observó a Finn, que tenía expresión ausente, aunque miraba continuamente por el retrovisor.
—¿Tienes familia? —preguntó Stone.
Finn vaciló antes de responder.
—Centrémonos en lo que tenemos entre manos.
Lesya se inclinó hacia el asiento delantero.
—¿Y de qué se trata? ¿Qué tenemos entre manos? Dímelo.
—Seguir vivos —respondió Stone—. Y mientras Carter Gray nos persiga, no resultará fácil.
—Exhumaron tu tumba —dijo Finn mientras recorrían la ronda de circunvalación de la capital.
—Obra de Gray, para hacerme salir a la luz.
—¿Sabía que estabas vivo?
—Sí. Habíamos alcanzado un acuerdo. Él me dejaba en paz y yo lo dejaba en paz.
Lesya señaló a Stone con un dedo acusador.
—¿Lo ves, lo ves? Son aliados, hijo. Trabajan juntos. Estamos en manos del enemigo.
Stone se giró hacia la anciana.
—Lesya, fuiste una de las mejores espías de la Unión Soviética. Se rumoreaba que entregaste a más agentes extranjeros que nadie.
—Soy rusa. Trabajé para mi país. Igual que tú para el tuyo, John Carr. Y tienes razón, era la mejor.
Stone hizo una pausa al ver el orgullo que teñía sus facciones demacradas. Y a continuación le habló con dureza:
—Pues empieza a comportarte como tal y deja de soltar comentarios histéricos y estúpidos. Vamos a necesitar toda tu ayuda si queremos sobrevivir. ¿Acaso vas a quedarte ahí lloriqueando y dejar morir a tu hijo?
Ella lo miró con frialdad, entornando los ojos con ira repentina. Acto seguido, su expresión se despejó. Miró a Finn y luego a Stone.
—Tienes razón —convino—. Me estoy comportando como una estúpida. —Se reclinó en el asiento—. Tenemos que urdir un plan teniendo en cuenta los grandes recursos de que dispone Gray. A veces la abundancia de recursos impide actuar con agilidad, mientras que nosotros sí podemos. Quizá descubran que tenemos una o dos artimañas que no previeron.
Finn observó a su madre por el retrovisor. Nunca había oído aquel tono ni visto aquella serena confianza. Su acento ruso había desaparecido por completo. Era como si se hubiera quitado treinta años de un plumazo. ¡Incluso se sentaba más erguida!
—Quizá no sepan que mi hijo está implicado —continuó Lesya—, por lo menos no todavía, pero no tardarán en enterarse.
—¿Cómo? —preguntó Finn.
—Comprobarán los vuelos que han llegado hoy al aeropuerto. Compararán las descripciones. Este sitio es pequeño, no tardarán demasiado.
—No he utilizado mi nombre verdadero. Tengo un documento de identidad falso.
—Pero están las cámaras de vigilancia del aeropuerto —dijo Stone—. Introducirán tu rostro en alguna base de datos. Supongo que por lo menos estará en una. —Finn asintió—. Entonces tu familia podría correr peligro.
—¡Llámales ahora mismo! —instó Lesya.
Stone advirtió la enorme presión bajo la que se encontraba el joven cuando cogió el teléfono.
Finn habló con voz temblorosa.
—Cariño, por favor, no me preguntes nada ahora. Coge a los niños y llévalos a un motel. En el cajón de mi escritorio hay un móvil seguro. Utilízalo para llamarme. Saca dinero de un cajero automático. No utilices la tarjeta de crédito ni tu nombre real en el motel. Quédate ahí. Nada de colegios, partidos de béisbol o fútbol, natación, nada. Y no se lo cuentes a nadie. Por favor, luego te lo explicaré.
Stone y Lesya oyeron la réplica desesperada de la azorada esposa.
El sudor perlaba la frente de Finn. Habló más bajo y al final su mujer se tranquilizó.
—Te quiero, cariño —añadió al final—. Todo saldrá bien. Te lo juro.
Colgó y se recostó en el asiento. Lesya le apretó el hombro.
—Lo siento, Harry. Me sabe mal hacerte esto. Yo… yo… —Se le apagó la voz. Apartó la mano y miró a Stone—. ¿Dices que Gray sabe que estás vivo, Carr? Te sacó de la tumba, por así decirlo. ¿Podría utilizar a alguien para llegar a ti? ¿Para hacerte salir a la luz? Seguro que alguien nos vio salir de la residencia y habrá dado una descripción. Él sabrá que estás con nosotros. Sabrá que tú eres la mejor manera de llegar hasta nosotros. Así pues, dime, ¿hay alguien?
—Conozco personas de las que se puede aprovechar, pero ya están advertidas.
Lesya negó con la cabeza.
—Las advertencias no sirven para nada si no se actúa con habilidad. ¿Esos amigos saben cuidar de sí mismos y cumplir órdenes? —preguntó mirándolo fijamente—. No maquilles la realidad. Tenemos que saber exactamente en qué situación nos encontramos.
—Uno de ellos sí, y está con otro amigo mío. Pero hay un tercero… —«Caleb, por favor, no cometas ninguna estupidez».
—Entonces ese será el flanco que Gray explotará. Dime, ¿cuánto aprecias a ese amigo?
—Muchísimo.
—Entonces lo siento por ti y por tu amigo.
Stone se reclinó en el asiento y notó las palpitaciones del corazón. Detestaba lo que aquella mujer le decía, aun sabiendo que tenía toda la razón.
—Llegado el momento, ¿nos intercambiarías por tu amigo? —añadió ella.
Stone se volvió y se encontró con sus ojos. Nunca había visto una mirada más penetrante que la que Lesya le dirigía en ese momento. No; se equivocaba. Había visto esa mirada con anterioridad: en Rayfield Solomon, justo antes de que él lo matara.
—No —respondió—, no lo haría.
—Entonces esforcémonos por no tener que llegar a esa encrucijada, John Carr, y a lo mejor así puedes redimirte de haber matado a mi esposo. —Miró por la ventanilla antes de añadir—: Y sí que fui la mejor agente de la Unión Soviética, pero Rayfield era incluso mejor.
—¿Por qué? —preguntó Stone.
—Porque me enamoré de él, y me delató.
—¿Qué? —soltó Stone.
—¿No lo sabías? Yo trabajaba para los americanos cuando lo mataste.