Jerry casi había abierto un surco en la alfombra de la habitación del hotel de tanto ir y venir.
Cuando sonó el teléfono, se contuvo un momento antes de descolgar, respiró hondo y se tranquilizó. Él era Jerry Bagger, y los Conroy eran una mierda. No obstante, tendría que conformarse con la hija porque ahora Paddy era intocable. Había dado su palabra. De sólo recordarlo le daban ganas de arrancarse el corazón. Se lo haría pagar a Annabelle haciéndola sufrir el doble.
—Hola, Jerry —dijo Paddy—. ¿Preparado para bailar con la princesa?
—¿La tienes? Demuéstramelo.
—Enseguida lo verás con tus propios ojos.
—Haz que se ponga al teléfono.
—Bueno, ahora mismo está un poco maniatada. Y amordazada.
—Pues quítale la mordaza —instó Bagger—. Quiero oír su voz.
Al cabo de un minuto, Annabelle habló con voz derrotada.
—Supongo que tú ganas, Jerry. Primero Tony y ahora yo.
Bagger sonrió y se sentó.
—Annabelle, ni se te ocurra compararte con ese desgraciado. Pero quería que supieras que tengo muchas ganas de verte.
—¡Vete a tomar por culo, imbécil!
—Batalladora hasta el final. Es una lástima, la verdad. Podríamos haber formado un gran equipo.
—No, no podríamos, Jerry. Mataste a mi madre.
—¡Y tú me robaste cuarenta millones, zorra! Me quitaste el respeto. Me quitaste todo aquello por lo que he luchado toda mi vida.
—Y no es suficiente para mí. Lo único que quiero es tener tu gorda y fea cabeza ensartada en una pica.
Jerry hizo un esfuerzo por tranquilizarse.
—Vale, pasaré por alto ese comentario. Las personas que están a punto de morir suelen decir tonterías. Por cierto, iba a hacerte más daño del que imaginas. Pero lo haré rápido, no lentamente. Después de que me digas dónde está mi dinero. ¿Sabes por qué hago esto? Por respeto a tu talento. Tu talento desperdiciado. Si hubieras aprendido un concepto tan sencillo como el respeto habrías vivido más.
—Dime una cosa. ¿Cuánto le has pagado a mi viejo para tenderme una trampa?
—Eso es lo mejor. No me ha costado ni un pavo. Me has salido gratis.
—Adiós, Jerry.
—No, nada de adiós, nena. Esto no es más que un saludo.
Paddy volvió a ponerse al teléfono.
—Bueno, Jerry, ya habéis intercambiado cumplidos. Ahora hay que concretar.
—¿Dónde y cuándo? Y no me digas delante de la Casa Blanca o el monumento a Washington o alguna gilipollez estilo Hollywood, porque entonces se acabó el trato. Para que acepte dejarte en paz quiero privacidad.
—Están construyendo un nuevo campo de béisbol en la ciudad cerca del río Anacostia —dijo Paddy.
—Eso he oído. ¿Qué tiene eso que ver con lo nuestro?
—Por ahí están derribando edificios y hay muchos sitios abandonados. Esta noche a las once en punto te llamaré para darte la dirección de un viejo parking. Habrá una furgoneta blanca aparcada en el segundo nivel. Annabelle estará dentro, enrollada en una alfombra. Las llaves estarán puestas.
Bagger colgó y miró a sus hombres.
—Podría ser una trampa, jefe —dijo Mike Manson.
—Vaya, Mike, ¿eso crees? No es que piense que Paddy Conroy trabaje para alguien que no sea Paddy Conroy, pero no soy imbécil. Seguramente tiene muy mal rollo con su hija por la madre asesinada. Y quizá por eso me la entrega, para librarse de ella, y también para que yo lo deje en paz. Mata dos pájaros de un tiro. Pero con ese cabronazo nunca se sabe.
—¿Cómo lo hacemos entonces?
—Esperaremos a tener esa dirección. Vosotros la recogéis a medianoche y la lleváis a un lugar donde os esperaré. Un lugar mucho más privado que un parking abandonado.
—¿Quiere que nos marchemos con ella? ¿Y si nos siguen?
Bagger sonrió y cogió el periódico.
—Aquí dice que hoy se celebra un congreso del Banco Mundial, además de un montón de discursos y cenas de gala. Muchos peces gordos vendrán a Washington desde todas partes del mundo.
—¿Y? —preguntó Mike.
—Pues que es el momento idóneo si se tiene una estrategia adecuada.