Cuando Paddy volvió a telefonear, Bagger respondió después del segundo tono.
—¿Sí? —dijo.
—¿Te has convencido ya de que tengo razón?
—¿Sabes cuántas veces te he matado en mi cabeza desde que hemos hablado?
—Yo también te quiero. Pero necesito oír tu respuesta.
—¿Cómo quieres hacerlo? —espetó Bagger.
—No haremos nada hasta que oiga lo que quiero oír.
—Ven a mi hotel y te lo diré en persona. Sé que ella está en Washington, así que seguro que tú también.
Paddy sonrió.
—¿Cómo me lo dirás? ¿Después de pegarme un tiro? Pues va a ser que no. Además, yo no voy a las zonas cutres de la ciudad. A los magnates de los casinos siempre les encantan los barrios bajos.
—¿Ah, sí? Gano más dinero en un minuto que el que tú has ganado en toda tu vida.
—El dinero no lo es todo, Jerry. La clase no se puede comprar. Me importa un cojón si te alojas en la Casa Blanca, aunque dudo que dejaran entrar a personajillos como tú.
—Pues el dinero sí lo es todo si quieres vistas a la Casa Blanca como las que tengo. Cuesta mil pavos la noche.
Paddy sonrió y señaló a Annabelle, que levantó el pulgar para darle el visto bueno.
—¿Vas a darme tu palabra o cuelgo? Si cuelgo, no volveré a llamar.
Bagger soltó unos improperios antes de decir:
—Si me consigues a Annabelle, te doy mi palabra de que me olvidaré de ti.
—Y de que tú y los tuyos nunca me causaréis ningún daño. Dame tu palabra.
—De acuerdo.
—Necesito oírlo, Jerry.
—¿Porqué?
—Porque en cuanto esas palabras salgan de tu boca estaré de verdad a salvo.
—Y que los míos y yo nunca te causaremos ningún daño. Te doy mi palabra. —Esa última parte le resultaba tan dolorosa que dio un puñetazo a la mesita del teléfono.
—Gracias.
—Todavía no me has explicado cómo voy a conseguirla.
—Será toda tuya, Jerry. Déjalo en mis manos.
Colgó y miró a Annabelle, que esbozaba una sonrisa.
—Mil pavos la noche y con buenas vistas a la Casa Blanca. No puede haber muchos.
—Cierto —convino Annabelle.