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Herb Daschle era un veterano de la CIA. Había trabajado muchos años sobre el terreno, visto mundo, hecho labores de oficina durante la última década y finalmente aceptado su puesto actual. No era demasiado emocionante y el gran público ni siquiera sabía de su existencia, pero resultaba decisivo para la seguridad de la CIA y, por consiguiente, de la nación. Al menos eso decía el manual interno de la Agencia.

Daschle llevaba dos meses yendo a esa residencia geriátrica tres veces por semana y sentándose en una silla de la habitación privada de un hombre que yacía inconsciente en la cama. El hombre ocupaba un cargo relevante en la CIA y tenía la cabeza llena de secretos que jamás podrían ser revelados a la opinión pública. Por desgracia, había sufrido un aneurisma y ya no era de fiar. Podía decir cosas sin darse cuenta y revelar involuntariamente secretos importantísimos.

Aquello no podía permitirse, por eso hombres como Daschle hacían compañía a funcionarios impedidos de la Agencia que detentaban conocimientos tan confidenciales. Hubo un agente en el quirófano cuando lo operaron para aliviarle la presión del cerebro. Hubo un agente apostado durante el postoperatorio, y ahora estaba vigilado constantemente en la residencia geriátrica donde se esperaba que acabara recuperándose. Ni siquiera sus familiares podían estar a solas con él. Aquello había supuesto toda una conmoción porque la familia no sabía siquiera que el esposo, padre y abuelo trabajaba para la CIA.

A las doce en punto Daschle se levantó del asiento para cedérselo a su sustituto para el siguiente turno. Ambos hablaron un momento y Daschle mencionó algunas cosas sucedidas durante su guardia, nada importante. Salió de la habitación, loco por fumarse un pitillo y fue pasillo abajo hacia la cafetería para proveerse de un refresco y unas galletas saladas antes de marcharse. Las voces que oyó al pasar junto a una habitación le hicieron detenerse. Parecía ruso. Daschle conocía bien el idioma porque había estado destinado en Moscú casi nueve años, y luego una temporada en Polonia y más tarde en Bulgaria. Si aquello era ruso, se trataba de un dialecto curioso. Sonaba como una mezcla de lenguas eslavas. Se acercó a la puerta, entreabierta sólo un resquicio, y aguzó el oído. Entonces oyó lo suficiente como para salir a toda prisa del edificio, y no precisamente para fumar.

En cuanto el agente se hubo marchado, Oliver Stone surgió por el recodo desde donde también había estado escuchando. Observó a Daschle alejarse casi corriendo.

«Maldita sea», pensó.

En la habitación, Lesya estaba hablándole a Harry Finn.

—O sea que ahora John Carr resucita como el ave fénix —dijo en su atormentado batiburrillo eslavo.

—Eso parece —repuso él—, pero no estoy seguro.

—Y el senador sigue vivo.

—No por mucho tiempo.

—¿Qué me dices de Carr?

—Estoy en ello, ya te lo dije. Pero no tengo ni idea de dónde está, ni siquiera sé si sigue vivo. Lo único que se sabe es que han exhumado su tumba.

Lesya tuvo un acceso de tos y luego dijo:

—El tiempo se acaba.

«¿Para ti o para mí?», se preguntó Finn. Seguía pensando en el encuentro con su hijo. «Por poco. Por demasiado poco».

—Pero lo averiguarás —añadió ella—. Te ayudaré a descubrirlo.

—Deja que me encargue yo.

—Puedo decirte lo que sé de él.

—Ya sé mucho sobre él. —Hizo una pausa—. Creo que no es como los demás.

Ella lo miró con expresión severa.

—¿A qué te refieres?

—Creo que la Agencia intentó matarlo. Me parece que mataron a su esposa, y quizás a su hija. Creo que ha sufrido mucho. Y también fue héroe de guerra.

—Es igual que los demás. Un hombre malvado. ¡Un asesino!

—¿Por qué? ¿Porque mató a mi padre y tu marido cumpliendo órdenes?

—No sabes lo que estás diciendo, Harry.

—Mira, esta mañana me disponía a matar a Simpson cuando apareció David. Casi me pilla.

—¿Tu hijo David? —Finn asintió y su madre se tapó la boca con una mano—. Dios mío. ¿Sospechó algo?

—No, pero me había prometido que nunca permitiría que esta parte de mi vida afectara a la otra. ¡Y ahora ha ocurrido!

Lesya se sentó a su lado y le cogió la mano con la suya, muy huesuda. A Finn le resultó un tanto repulsiva.

—Harry, hijo mío, mi querido hijo, falta muy poco.

—Eso no lo sabes. Y a lo mejor acabo muerto.

Ella retiró lentamente la mano.

—¿Y ahora qué?

—Simpson y luego Carr.

—Lo harás. ¿Me lo juras?

Finn asintió.

Su madre lo observó con mirada penetrante y luego fue arrastrando los pies hasta un cajón y sacó una foto. Se la tendió.

—Este va por Carr —dijo con amargura, y lanzó un escupitajo al suelo. A continuación se tumbó en la cama—. Voy a contarte una historia, Harry.

Él se reclinó en la silla, pero por primera vez en su vida no la escuchó.

Cuando se abrió la puerta de la habitación, los dos se volvieron a mirar.

—¿Qué quiere usted? —le espetó Lesya en inglés—. Tengo una visita.

Cuando el hombre le respondió en ruso, a la anciana se le cortó la respiración.

—¿Quién es usted? —preguntó Finn en inglés.

—Solían llamarme John Carr —contestó Stone, mirándolo—. Tienes razón. No soy como los demás. Y vosotros dos tenéis que marcharos de aquí lo antes posible.