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Vestido como un técnico de mantenimiento de las instalaciones del Capitolio, Harry Finn se situó delante del edificio Hart del Senado con el detonador remoto en la mano. Recorrió con la mirada la fachada hasta llegar al despacho de Simpson. En la otra mano llevaba un dispositivo similar a un iPod; se trataba del receptor de la cámara de vídeo inalámbrica que había escondido en el despacho del senador. Las imágenes de la pequeña pantalla eran de una nitidez absoluta. Simpson estaba reunido con varios miembros de su equipo, sin duda para informarles sobre su importante misión «investigadora» en el Caribe.

Finn esperó a que Simpson se quedara solo; él sería el único cadáver. Se puso tenso al ver que los demás se levantaban para marcharse. Acto seguido, observó que Simpson se miraba en el espejo de una pared, se ajustaba la corbata, se dirigía al escritorio y se sentaba.

El momento había llegado. Finn tenía el dedo encima de la BlackBerry. Primero enviaría el mensaje de correo electrónico. A través de la pantalla, sabría que el senador había visto la foto de Rayfield Solomon justo antes de morir.

El pulgar descendió sobre la tecla. «Adiós, Roger».

—¡Hola, papá!

Finn se quedó paralizado.

—Maldita sea —masculló.

David corría hacia él sonriendo.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó el muchacho.

Finn introdujo rápidamente los dispositivos en la mochila que llevaba colgada al hombro.

—Hola, Dave, ¿y qué haces tú aquí?

Su hijo entornó los ojos.

—¿Estás perdiendo facultades o qué, papá? Visita escolar al Capitolio. ¿No te acuerdas de que firmaste la autorización? ¿Y qué mamá me dio el dinero anoche?

Finn palideció. «Mierda».

—Lo siento, es que estoy muy liado, hijo.

David se fijó en la vestimenta de su padre.

—¿Cómo es que llevas ese uniforme?

—Estoy trabajando —respondió con voz queda.

A David se le iluminó la expresión.

—Guay. Quieres decir que vas de incógnito, ¿no?

—No puedo hablar de eso, hijo. De hecho, mejor que te marches. No es buena idea que te quedes aquí. —El corazón le latía tan fuerte que era un milagro que su hijo no lo oyera.

David se llevó una decepción.

—Ah, claro. Ya lo pillo. Asuntos secretos.

—Lo siento, Dave. A veces preferiría tener un trabajo normal.

—Sí, yo también. —Y se alejó para reunirse con sus compañeros.

Cuando Finn volvió a mirar la pantalla, Simpson se había marchado del despacho.

Dirigió la mirada hacia David y los demás niños. Su hijo miró una vez a su padre y luego apartó la vista. El grupo de escolares fue por la acera en dirección al Capitolio.

Finn se marchó en la dirección contraria. Tendría que intentarlo otro día. Ahora debía ir a ver a su madre. Estaba deseando informarla de la muerte de Simpson. Estaba tan enfrascado en lo que hacía que ni siquiera vio al hombre que surgía de detrás de un árbol cercano y empezaba a seguirle.

Después de lo que Max Himmerling le había contado la noche anterior, Stone había ido a echar un vistazo a la oficina de Simpson desde una distancia prudencial. O Gray o Simpson habían ordenado la muerte de Solomon y la de Stone, pero Gray era una opción inviable. Ahora, sin embargo, se había producido una novedad. Stone había visto y oído lo suficiente a Finn como para sentir algo más que curiosidad. Finn era bueno, sin duda. Otras personas de la zona, incluidos los policías, no habrían advertido nada sospechoso en él. Pero Stone no era como los demás. Había seguido muchas pistas que no le habían llevado a ninguna parte. Su instinto le decía que aquella no era una de esas.

Cuando Finn subió al metro en Capítol South, Stone hizo otro tanto. Fueron hasta la parada del aeropuerto. Stone siguió a Finn al interior. Este entró en un baño y salió vestido con ropa de calle, la mochila al hombro. Entonces Stone supo que su presentimiento no le había fallado.

Finn compró un billete de ida y vuelta para un viaje corto al norte del estado de Nueva York. Stone se había colocado lo suficientemente cerca de él como para oírlo, y compró también un billete con el documento de identidad falso y el dinero que Annabelle le había proporcionado. Pasó los controles de seguridad y el corazón se le aceleró un poco cuando los guardias comprobaron su foto en el documento. Lo dejaron pasar y se permitió perder de vista a Finn; sabía por qué puerta embarcaría.

Stone compró un café y una revista. Anunciaron el vuelo. Finn iba en la parte delantera del repleto avión y Stone en la trasera. Al cabo de cuarenta minutos despegaron y en menos de una hora aterrizaron. La aventura se tornó más arriesgada. El aeropuerto era pequeño y había poca gente. Finn parecía ensimismado, pero Stone recelaba. Si era el hombre que se dedicaba a matar asesinos extraordinariamente habilidosos y capacitados, Stone no debía fiarse ni un pelo.

Se estaba planteando qué hacer cuando Finn le sorprendió. Pasó por delante del mostrador de alquiler de coches, no se detuvo en la parada de taxis que había en el exterior y bajó por la calle que salía del aeropuerto.

Sin perderlo de vista, Stone se acercó a un taxi.

—Estoy haciendo escala. ¿Se puede ir andando desde aquí a algún sitio?

—Sólo hay unas cuantas casas, varias tiendas y una residencia geriátrica —respondió el taxista sin dejar de hojear un periódico.

—¿Residencia geriátrica?

—Ajá. ¿Quiere ir ahí a relajarse un rato durante su escala? —bromeó el hombre.

Stone subió al asiento trasero.

—Conduzca. Despacio.

El taxista se encogió de hombros, dejó el periódico y arrancó.