La ambulancia se marchó al cabo de media hora. Finn había logrado detener la hemorragia de Sam y le había practicado un masaje cardiaco cuando había dejado de respirar, quizá por la conmoción. En cuanto había llegado la ambulancia, los técnicos sanitarios se habían hecho cargo de la situación. Sam sobreviviría, pero la rehabilitación sería larga; al parecer, la bala le había dañado varios órganos.
Finn observó las luces rojas hasta que desaparecieron. John Rivers, el jefe de seguridad, estaba a su lado. Se había disculpado una y otra vez por la imprudente reacción del guardia, que había disparado a Sam por la espalda.
—Menos mal que estabas aquí, Harry —dijo Rivers—. De lo contrario ese joven estaría muerto.
—Sí, bueno, no habría recibido un disparo si yo no lo hubiera traído.
—No nos dan ni dinero ni tiempo para formar a los guardias —se quejó Rivers—. Se gastan miles de millones en tecnología para el centro y las medidas de seguridad, pero luego ponen una pistola en manos de un desgraciado que gana diez dólares la hora. Es absurdo.
Finn no le escuchaba. Nunca le había pasado una cosa así. Sam era un buen chico, pero su lugar de trabajo era sentado a un escritorio. A Finn nunca le había gustado llevar a personas inexpertas a las misiones y así lo había expresado varias veces. Quizás ahora le hicieran caso.
Regresó en coche a casa y luego llevó a Patrick al entrenamiento de béisbol. Contempló a su atlético hijo mediano, quien interceptaba y devolvía todas las pelotas que le llegaban y luego golpeaba sin clemencia los lanzamientos automatizados a la zona de bateo. Finn no habló demasiado camino a casa y dejó que Patrick, muy animado, le hablara de su jornada escolar. Esa noche, durante la cena Susie recitó los versos que diría en la próxima obra de teatro, aunque no parecía que los árboles pudieran tener un papel destacado, punto sobre el que sus dos hermanos bromearon. Ella se tomó bien las chanzas hasta que se hartó.
—¡Basta ya, subnormales!
El comentario se ganó una reprimenda de Mandy, que últimamente había estado muy ajetreada con los tres debido a la dedicación casi absoluta de Finn al trabajo.
—Oye, papá —dijo David—, ¿asistirás al partido de fútbol del viernes por la tarde? El entrenador me pondrá de portero.
—Lo intentaré, hijo —contestó distraídamente—, pero es posible que esté muy liado. —Tenía que ir a ver a su madre, y sabía que a Mandy no le gustaría.
Mandy le dio un poco de dinero a David para la excursión que haría con la clase al centro de la ciudad. Se sirvió una pequeña porción de comida y miró a su esposo, quien parecía ausente.
—Harry, ¿estás bien?
Se estremeció.
—Un problemilla en el trabajo. —El episodio no había tenido cobertura informativa, aunque la policía había acudido, porque el Departamento de Seguridad Interior había intervenido para que se echara tierra sobre el asunto. El hecho de que Finn apareciese en la prensa supondría un grave obstáculo para el trabajo que su empresa realizaba para Seguridad Interior, labor de importancia vital para los intereses nacionales. Al ver que ese departamento estaba implicado, la policía local se había marchado sin rechistar. El joven guardia de seguridad no había sido acusado de nada, sólo de ser estúpido y carecer de la formación adecuada, y le habían retirado el arma. Fue asignado a un trabajo de oficina y le advirtieron de que si contaba lo ocurrido a alguien lo lamentaría el resto de su vida.
Después de cenar fue al hospital a ver a Sam. Se encontraba en la UCI tras haber sido operado, pero su estado era estable. Bajo el efecto de fármacos muy fuertes, ni siquiera fue consciente de la presencia de Finn. Sus padres habían acudido en avión desde Nueva York aquella misma tarde y estaban en la sala de espera de la UCI. Finn les hizo compañía una hora, animándoles y explicándoles cómo había sucedido todo, sin cargar las tintas en que su hijo había cometido la estupidez de echar a correr ante un nervioso joven armado.
Después se marchó y paseó un rato en coche escuchando las noticias de la radio. Cuando las malas noticias se convirtieron en horribles y luego en atroces directamente, decidió apagar la radio. Menudo mundo dejarían a la siguiente generación.
Se dirigió al centro; todavía no tenía ganas de regresar a su casa en las afueras de Virginia. A juzgar por la expresión de Mandy a la hora de cenar, sabía que quería hablar, pero a él no le apetecía. No sabía cómo decirle que tenía que ir a ver a su madre otra vez. Con las numerosas actividades de los niños, su ausencia descargaba sobre los hombros de su mujer todas las obligaciones familiares. Pero tenía que hacerlo, especialmente después de la revelación sobre John Carr.
Cruzó el puente Theodore Roosevelt y pasó junto a la isla homónima. Siguió recto y bajó por Constitution, la segunda avenida más famosa de la capital después de Pennsylvania. Giró a la izquierda y subió hacia la Casa Blanca. Torció a la derecha en la calle F y siguió adelante por un barrio comercial congestionado por la animación nocturna. A su derecha se encontraba el esqueleto de cemento y acero de un edificio inacabado cuyo promotor había quebrado. Mientras esperaba en el semáforo, alzó la vista hacia el nuevo edificio de apartamentos a su izquierda. Recorrió siete plantas con la mirada, se desvió hacia el apartamento de la esquina del lujoso rascacielos y se tensó ligeramente. No había ido hasta allí por azar. El paseo en coche era intencionado; solía hacerlo.
Las luces estaban encendidas y vio que una silueta alta pasaba junto a una ventana.
El senador por Alabama Roger Simpson estaba en casa.