Era una mañana bastante fresca. Harry Finn estaba solo, con las manos en los bolsillos, contemplando la fosa vacía en el cementerio de Arlington, donde se suponía que John Carr reposaba para el resto de la eternidad. Aquello había sido una mentira. ¿Y por qué le sorprendía a Finn? El Gobierno siempre mentía sobre los temas más importantes.
Aunque anteriormente creyera que el hombre estaba muerto, Finn había investigado el historial de John Carr. Como SEAL de la Marina había realizado labores de inteligencia conjuntas con la CIA. Poniendo en práctica las mismas aptitudes con que actualmente se ganaba la vida, Finn había desenterrado poco a poco buena parte de la historia de los últimos días de su padre, así como de quienes habían participado en su asesinato.
Las historias de Judd Bingham, Bob Cole y Lou Cincetti eran bastante parecidas. Habían trabajado para la CIA, disfrutando incluso de sus obligaciones, hasta jubilarse para llevar una vida cómoda y ociosa. Jubilaciones a las que Finn había puesto fin sin contemplaciones.
Carr era el único distinto. Oficialmente, había muerto formando parte de una unidad militar durante una de esas escaramuzas que se producen de vez en cuando en distintos lugares del mundo y a las que Estados Unidos está obligado moralmente, por no decir técnicamente, a responder. Antes de formar parte de la división Triple Seis de la CIA, John Carr había sido uno de los veteranos de Vietnam más condecorados, había recibido cuatro Corazones Púrpura, ninguno de ellos por hacerse un rasguño. Incluso se había hablado de concederle la Medalla de Honor del Congreso, la más alta condecoración militar. Quienes la recibían conseguían un aura de inmortalidad a ojos del estamento militar, si bien muchos habían recibido tal distinción a título póstumo. Aquello había hecho que algunos la llamaran «la medalla que nunca llegas a ver».
Sin duda Carr había sido el equivalente militar de un medallista de oro olímpico. Finn había leído el informe oficial con una mezcla de emoción y horror. Carr había salvado sin ayuda de nadie a su pelotón de una emboscada por parte de una fuerza norvietnamita muy superior y respaldada por artillería. El sargento John Carr había salvado a cuatro hombres heridos llevándolos sobre la espalda, regresando cada vez a la zona peligrosa para ello. Había sido alcanzado un par de veces por fuego enemigo y aun así había conseguido matar a doce vietcongs, a tres de ellos en combate cuerpo a cuerpo, al tiempo que disparaba a muchos más y los hacía caer de los árboles con una habilidad de tirador, según el informe, poco menos que sobrenatural.
Al final, manejando una ametralladora pesada, Carr había repelido ataques repetidos, sobrevivido a múltiples impactos de mortero a su alrededor y, en medio de ese infierno, conseguido guiar a la aviación que finalmente había hecho retirarse al enemigo, por lo que sus hombres quedaron a salvo. Se había marchado del campo de batalla por su propio pie a pesar de tener el uniforme empapado de sangre.
Finn no podía evitar sentir cierto respeto por él. Siempre se había considerado un soldado del más alto nivel, pero estaba pensando que quizá John Carr le había superado en el capítulo de habilidades militares.
No obstante su heroísmo, Carr no había recibido la medalla. Finn no sabía que los motivos habían sido más políticos que militares. No sabía que la creciente actitud crítica de John Carr hacia la guerra le había granjeado el desprecio de sus superiores. Su oficial al mando ni siquiera le había recomendado para la medalla hasta que otras personas intervinieron. Sin embargo, en algún momento del proceso, los jerifaltes de la cadena de mando habían impedido que un soldado que se lo merecía recibiera el mayor honor militar.
Después, Carr había desaparecido de las filas del ejército durante unos años, para finalmente morir en una pequeña escaramuza y ser enterrado en Arlington. Finn sabía lo que Carr había estado haciendo entretanto: matar, en cumplimiento de órdenes del Gobierno. Y desde luego también había estado en la mirilla de la muerte.
Había necesitado dos años de búsqueda en bases de datos protegidas para descubrir que la mujer de Carr había muerto una noche, cuando supuestamente entraron a robar en la casa. La pareja tenía una hija, que había desaparecido. Finn no era ningún ingenuo: el «robo» llevaba la indiscutible marca de la CIA. Carr debía de haber provocado el enfado de sus superiores. Al comienzo, Finn se había alegrado al saber que John Carr estaba muerto. No tenía ningún interés en matar a héroes de guerra que nunca habían recibido su justa recompensa, ni a un hombre con el coraje de desafiar a la agencia de espionaje más poderosa del mundo.
Pero ahora quizá Carr no estuviera muerto. Y si no lo estaba, Finn tenía que intervenir. Hacer lo que su madre esperaba que hiciera, le gustara o no. Independientemente de la clase de hombre que John Carr fuera, había matado al padre de Finn. Por nada.
Se marchó del cementerio. Tenía trabajo que hacer.
Por el momento John Carr tendría que esperar.