Max Himmerling cerró el libro, bostezó y se estiró. Desde que su esposa Kitty muriera de cáncer hacía dos años, su rutina apenas variaba. Trabajaba, volvía a casa, tomaba una cena frugal, leía un capítulo de un libro y se acostaba. Era una existencia insulsa, pero su vida laboral ya resultaba suficientemente emocionante. Había perdido el pelo y ganado mucho peso sirviendo a su país. Llevaba casi cuarenta años en la CIA —había entrado en ella al terminar la universidad—, y su trabajo era especial. Gracias a una mente de lo más metódica, era como un centro coordinador de materias de lo más diversas. ¿Qué consecuencias tendría orquestar un golpe de Estado en Bolivia o Venezuela para los intereses occidentales en Oriente Próximo o China? O si el precio del petróleo bajaba un dólar por barril, ¿le convendría al Pentágono instalar una avanzadilla militar en este o aquel país? En una época de superordenadores y servidores repletos de datos y satélites espía que robaban secretos desde el espacio sideral, a Max le hacía sentir bien que en el trabajo de la Agencia todavía hubiera un importante componente humano.
Un perfecto desconocido fuera de Langley, se le consideraba un viejo cascarrabias burócrata de bajo nivel y nunca recibiría mucho dinero ni honores. No obstante, para las personas que importaban, Max Himmerling era un elemento indispensable para la agencia de inteligencia e información más elitista del mundo. Y aquello le bastaba.
De hecho, después de la muerte de su esposa, era lo único que le quedaba. Su importancia dentro de la Agencia resultaba evidente por los dos guardias que vigilaban el exterior de su casa. Himmerling se jubilaría al cabo de un par de años y soñaba con viajar a algunos de los lugares que había analizado a lo largo de tantas décadas. Sin embargo, le preocupaba que se le acabara el dinero antes que la vida. El Gobierno ofrecía una buena pensión y un seguro médico de primera clase, pero no había ahorrado gran cosa, y seguir viviendo en esa zona, a lo cual aspiraba, era muy caro. Supuso que tendría que compensar esa carencia cuando llegara el momento.
Levantó su cuerpo cansado y rollizo de la butaca y se dispuso a subir las escaleras que conducían al dormitorio, pero no llegó tan lejos.
La figura surgió de la nada. El susto de encontrarse con un hombre en el salón de su casa casi le provocó un síncope. Pero no fue nada comparado con la conmoción que sintió cuando el intruso habló.
—Ha pasado mucho tiempo, Max.
Max se apoyó en la pared para no caerse.
—¿Quién eres? ¿Cómo has conseguido superar a los guardias? —preguntó con voz temblorosa.
Stone se acercó a la luz de la lámpara de mesa.
—Te acuerdas de los Triple Seis, ¿verdad, Max? ¿Qué me dices de John Carr? ¿Te suena el nombre? Si te suena, incluso después de tantos años, seguro que imaginas cómo he superado a los dos idiotas que yacen inconscientes ahí fuera y que tú llamas «guardias».
Max alzó la mirada temeroso hacia el rostro del hombre alto y delgado que tenía delante.
—¿John Carr? Es imposible. Estás muerto.
Stone se acercó más a él.
—Tú sabes todo lo que se cuece en la CIA. Así que sabes que John Carr no estaba en la tumba exhumada.
Max se dejó caer en la butaca y lo miró con expresión lastimera.
—¿Qué coño estás haciendo aquí?
—Tú eres el gran cerebro. Siempre ideabas la mejor logística para nuestras misiones. Casi siempre se desarrollaban sin contratiempos. Y en caso contrario, tú siempre estabas a miles de kilómetros de distancia. Así pues, ¿qué carajo te importaba? Nuestras vidas eran las que estaban en juego, no la tuya. Así pues, dime, cerebrín, por qué estoy aquí. Y no me decepciones. Ya sabes lo mucho que odio llevarme una decepción.
Max respiró hondo.
—Quieres información.
Stone se adelantó y le retorció el brazo.
—Quiero la verdad.
Max hizo una mueca de dolor, incapaz de oponer resistencia física. Su fuerza sólo era mental.
—¿Sobre qué? —balbuceó.
—Rayfield Solomon. Carter Gray. Y cualquier otra persona que haya estado implicada en esa debacle.
Max se estremeció al oír el nombre de Rayfield Solomon.
—Gray está muerto —se apresuró a decir.
Stone presionó más el brazo del hombre hasta que el sudor le perló la frente.
—No me refería a eso cuando te he dicho que quiero la verdad.
—¡Su casa saltó por los aires, joder!
—Pero él no estaba dentro. Ahora anda por ahí conspirando, como ha hecho siempre. Sólo que ahora su objetivo soy yo. Otra vez. Y eso no me gusta, Max. Con una vez tuve bastante. —Stone apretó más.
—Ay… Destrózame el brazo si quieres, pero no puedo contarte cosas que desconozco.
—No te destrozaré el brazo. —Stone lo soltó y sacó una navaja de la manga del abrigo.
Max gimoteó.
—John, ya no eres un ejecutor. Lo dejaste. Siempre fuiste distinto. Todos lo sabíamos.
—Eso no me sirvió de gran ayuda entonces. Mi deseo de dejarlo estuvo a punto de costarme la vida.
—Entonces las cosas eran distintas.
—Eso me dice la gente. Pero quien ha sido asesino no deja de serlo jamás. De hecho, hace muy poco volví a hacerlo. En defensa propia, de acuerdo, pero maté a un hombre. Le cercené el cuello desde una distancia de tres metros. Y había sido un Triple Seis. Supongo que ahora ya no los forman como antes.
—Pero yo estoy indefenso —suplicó Max.
—Te mataré, Max. Y será en defensa propia. Porque, si no me ayudas, soy hombre muerto. Pero no moriré solo. —Apoyó el filo contra la temblorosa arteria carótida de Max.
—Por el amor de Dios, John, piensa en lo que estás haciendo. Además, hace poco que perdí a mi mujer. Perdí a Kitty.
—Yo también perdí a mi mujer. Y no la tuve tanto tiempo como tú a tu Kitty. De todos modos, probablemente fuiste tú quien ideó la logística de mi supuesto asesinato sobre un pulcro papel.
—Yo no tuve nada que ver con eso. Me enteré después de que pasara.
—Pero no corriste a contárselo a las autoridades, ¿verdad que no?
—¿Qué demonios esperabas que hiciera? Me habrían matado a mí también.
Stone presionó más la navaja contra la piel del hombre.
—Para ser un genio, a veces dices estupideces. Háblame de Rayfield Solomon antes de que se me agote la paciencia. Porque todo esto está relacionado con Solomon, ¿verdad?
—Era un traidor y lo mataste obedeciendo órdenes.
—Lo matamos tal como nos habían ordenado. Roger Simpson dijo que eran órdenes de muy arriba. Pero es obvio que hay gato encerrado. Hay mucho más. ¿Solomon era inocente? Y si lo era, ¿por qué nos ordenaron matarlo?
—¡Maldita sea, John, déjalo correr! El pasado, pasado está.
La navaja cortó la piel de Max a un centímetro de la arteria y brotó una gota de sangre.
—¿Solomon era inocente?
Himmerling no respondió. Permaneció con los ojos cerrados mientras le palpitaba el pecho.
—Max, si te corto esta arteria, morirás desangrado en menos de cinco minutos. Y yo me quedaré aquí para presenciarlo.
Al final Himmerling abrió los ojos.
—He guardado secretos durante casi cuarenta años y no voy a irme de la lengua ahora.
Stone recorrió el salón con la mirada y se detuvo en las fotos de la repisa de la chimenea. Un niño y una niña.
—¿Nietos? —preguntó de forma harto significativa—. Debe de ser bonito…
Un Max tembloroso siguió la mirada de Stone.
—No… ¡no te atreverás!
—Vosotros matasteis a todos mis seres queridos. ¿Por qué ibas a recibir tú un trato mejor? Primero te mataré a ti. —Señaló las fotos—. Y luego a ellos. Y no les ahorraré dolor.
—¡Eres un cabrón!
—Es cierto, lo soy. Creado, activado y poseído por la CIA. Lo sabes tan bien como los demás, ¿verdad? —Miró otra vez las fotos—. Tu última oportunidad, Max. No te lo volveré a preguntar.
Así fue como, por primera vez en cuatro décadas, Max Himmerling reveló un secreto.
—Solomon no era un traidor. Sabía algunas cosas, pero no todas. La gente temía que, si descubría la verdad, hablara.
—¿Gente como quién? ¿Gray? ¿Simpson?
—No lo sé.
Stone le hizo otro corte en la piel.
—Max, se me acaba la paciencia.
—Fue Gray o Simpson. Nunca supe cuál de los dos.
—¿Y el secreto?
—Ni siquiera yo lo sabía. Tenía que ver con una misión que Solomon y la rusa Lesya realizaron contra la Unión Soviética. Todo eso ha salido ahora a la palestra. No sé por qué.
—Una pregunta más. ¿Quién ordenó que me liquidaran?
—John, por favor…
Stone lo agarró por el cuello violentamente.
—¿Quién?
—Lo único que puedo decir es que tienes las mismas opciones que en la respuesta anterior —respondió con voz entrecortada.
O Gray o Simpson. No es que le sorprendiera.
Stone apartó la navaja.
—Si intentas contarle a alguien que he estado aquí, ya sabes lo que ocurrirá. Gray se enterará y sospechará que te has ido de la lengua. Y a él no puedes mentirle. Sabe métodos para sacarles la verdad a los más duros, y ni que decir a gente como tú. Y si se entera de lo que me has contado… ¿lo adivinas, Max? —Stone colocó una pistola imaginaria contra la cabeza del hombre y fingió apretar el gatillo—. Disfruta del resto de la velada.
—¿De verdad habrías matado a mis nietos? —preguntó Himmerling con voz trémula.
—Alégrate de que no tengan que saberlo.