Si bien Camp David solía utilizarse como refugio de trabajo, también era un lugar donde el primer mandatario se liberaba de las tensiones propias del trabajo más exigente del planeta. La oficina de prensa de la Casa Blanca había remitido una nota a los periodistas que cubrían las labores presidenciales diciendo que aquel fin de semana era privado para el presidente y su familia. Se trataba de una mentira o, por lo menos, un subterfugio, como eran a veces las declaraciones de la oficina de prensa. El hombre más poderoso de la tierra recibiría una visita, una visita muy especial, y se exigía el máximo secreto.
—Gracias, señor presidente, por recibirme tan rápido —dijo Carter Gray mientras se sentaba frente al dignatario en su despacho privado. Por mucho que Gray estuviera satisfecho con su vida en el bunker, no estaba mal aventurarse a la superficie de vez en cuando.
—Me alegro de que estés bien. Te salvaste por los pelos.
—Bueno, no puedo decir que fuera la primera vez, pero sí, espero que sea la última. Y agradezco la libertad que usted me ha dado, por supuesto de forma oficiosa, para abordar este asunto.
—Me di cuenta de lo urgente que era cuando hablamos por teléfono. Pero me gustaría conocer más detalles.
—Desde luego. —Gray le contó la historia resumida de Lesya, la traición de Rayfield Solomon y los asesinatos recientes de los Triple Seis—. Y así llegamos al último componente de esa unidad: John Carr.
—¿El hombre que exhumaron en Arlington? Me han informado sobre ello.
—Sí, bueno, ese ataúd no contenía los restos de John Carr.
—Y entonces, ¿quién era?
—No importa, señor. Lo que importa es que John Carr escapó hace treinta años.
—¿Escapó? ¿Estaba prisionero?
—No; era un traidor. Trabajaba para nosotros, pero tuvimos motivos para eliminarlo debido a sus actos.
—¿Eliminarlo? ¿Por qué no juzgarlo?
—Había circunstancias especiales, señor. Un juicio público no habría redundado en el interés nacional. Por eso tuvimos que tomar cartas en el asunto. Debidamente autorizados, por supuesto, por su predecesor.
El presidente se reclinó en el asiento y toqueteó su taza de té.
—Era otra época, supongo. Asuntos sucios.
—Sí, señor. Esa clase de cosas ya no se hacen, por supuesto —se apresuró a decir Gray—. Sin embargo, el intento de eliminarlo no llegó a buen puerto, y creo que ha reaparecido para convertirse en un dolor de cabeza.
—¿Cómo es eso?
—Parece claro que Carr es el hombre que hay detrás de la muerte de los tres ex agentes de la CIA.
—¿Por qué lo crees así?
—Ellos fueron quienes lo delataron. Y ahora se está vengando.
—¿Y por qué esperar tres décadas para vengarse?
—Sólo podría especular al respecto, y eso sería hacerle perder el tiempo, señor. Sin embargo, sólo hay un hombre que pueda tener motivos de queja de los tres, y es John Carr.
—¿E intentó matarte? ¿Por qué?
—Yo dirigía esa unidad. De hecho, yo fui quien lo acusó a nivel interno.
—¿Ordenaste su eliminación?
—Mis superiores la ordenaron, como he dicho, con las debidas autorizaciones —mintió Gray, como si describiera un hecho verídico. Quizá se había convencido de que lo era.
—¿Esos superiores siguen vivos?
—No; todos han fallecido. Igual que, como ya sabe, el presidente que ocupaba el cargo en aquella época.
—¿Qué relación guarda todo esto con Solomon y Lesya?
—Fue el motivo por el cual Carr tenía que ser eliminado. Creímos que Solomon y Lesya lo delataron.
—Pero Solomon murió. Suicidio, creo que decía el informe.
—Sí, pero se supone que Lesya sigue viva. Y recuerdo que Carr y Lesya se hicieron muy amigos. Quizás ahora trabajen juntos.
—¿Por qué Lesya iba a ayudar a Carr a matar a los ex Triple Seis de la CIA?
Gray suspiró para sus adentros. Este presidente no era tan estúpido como otros para quienes había trabajado con anterioridad.
—Digámoslo así, señor: oficialmente Rayfield Solomon se suicidó. Pero esa es la versión oficial. Es posible que tuviera ayuda.
—¿Ayuda? ¿Nuestra?
—Era un traidor, señor. Muchos americanos perdieron la vida por su culpa. De todos modos habría sido ejecutado. Está en el «muro de la vergüenza» de Langley, al lado de Aldrich Ames y otros espías. Costó a este país innumerables vidas. Un traidor de lo más ponzoñoso. —A pesar de lo endurecida que tenía la conciencia, le dolía decir esas cosas de su difunto amigo, pero Solomon estaba muerto, y Gray quería seguir vivo.
—¡O sea que también lo eliminamos!
—Como bien ha dicho, entonces el mundo era distinto. Yo mismo aplaudo que en la actualidad la CIA y el Gobierno en general tengan un talante más abierto y público. Pero en aquella época luchábamos contra la posible aniquilación del mundo.
—O sea que Carr y Lesya tal vez estén vivos. ¿Alguien más en su lista negra?
—Sólo uno: Roger Simpson.
—Es verdad, trabajó en la CIA hace mucho tiempo. ¿O sea que Roger también estuvo implicado en esto?
—De forma tangencial. Hemos tomado las precauciones necesarias para garantizar su seguridad.
—Eso espero. No disponemos de una mayoría demasiado amplia en el Senado. Todos los votos cuentan.
La expresión de Gray continuaba inescrutable, pero reflexionó un instante sobre el hecho de que al presidente le preocupase más mantener una mayoría en el Senado que la vida de un senador.
—Por supuesto —dijo—. Entiendo que sea importante para usted.
—Claro que la vida de un hombre tiene más prioridad —se apresuró a aclarar el mandatario.
—Nunca lo he dudado —convino Gray. De repente se preguntó si había alguna grabadora en la sala y el comandante en jefe hacía esa declaración para la posteridad.
—¿Qué propones entonces? El nombre de John Carr aparece en todos los noticiarios. Carr debe de haberse enterado. Creo que yo lo habría hecho de otro modo, Carter. Lo habría mantenido en secreto mientras lo buscaba.
El presidente no estaba al corriente de que Gray sabía dónde vivía John Carr y que ahora se llamaba Oliver Stone. Sin duda Stone se habría enterado ya de que habían desenterrado su tumba y revelado su secreto. Seguro que había huido. Teniendo en cuenta lo listo que era, probablemente hubiera deducido que Gray estaba vivo y urdiendo una trama contra él. Gray podía haberlo mantenido en secreto e ir a casa de Stone y arrestarlo, o matarlo, pero no podía porque Stone contaba con pruebas que le incriminaban y Gray quería recuperarlas. Ahora tenía algo para negociar: las pruebas a cambio de permitir que John Carr siguiera vivo. Quería que Carr lo supiera. Quería que Carr huyera mientras los hombres de Gray lo seguían a una distancia cómoda. Así estaría más dispuesto a negociar.
—Visto ahora, es probable que esa hubiera sido la mejor estrategia. Pero hay que evitar sacar a la luz buena parte de la historia de la guerra fría con Solomon, Lesya y los demás. Ahora mismo Rusia se encuentra en una situación delicada, y lo último que nos hace falta es que se conozcan nuestras viejas escaramuzas. Francamente, señor, por aquel entonces ambos bandos jugaban sucio y ahora no conviene a ninguno de los dos países remover ciertos asuntos. Hemos establecido contacto con los rusos y comprenden lo que está en juego. Han ofrecido su apoyo para erradicar el problema.
—Por supuesto. También puedes contar con todo mi apoyo, Carter. Me alegro de que vuelvas a tener las riendas. La verdad es que nunca he comprendido por qué dimitiste.
—A lo mejor yo tampoco —comentó, y pensó: «Lo que sí tengo claro es que nunca habría dimitido de no haber sido por John Carr».
Llevaron a Gray en helicóptero de vuelta al bunker. Miró por la ventanilla del helicóptero mientras sobrevolaba los campos de Maryland. Allá abajo, Carr se había dado a la fuga perseguido por los hombres de Gray. Y probablemente el hijo de Lesya estuviera urdiendo el ataque sobre su siguiente objetivo: John Carr. Por eso Gray había querido que aquello se hiciera público: pretendía que Carr se convirtiera en un blanco.
Ahora lo único que tenía que hacer era localizar a Carr, fingir perdonarle la vida a cambio de las pruebas y luego dejarlo a merced del hijo de Lesya. Y más adelante matarían al hijo y a la propia Lesya. Así acabarían por fin con aquello de una vez para siempre. Con respecto a Roger Simpson, le daba igual si seguía con vida o no.
Había que reconocer que se trataba de un plan complicado. Pero en el mundo de Gray nada era sencillo.