Después de que Annabelle y Paddy se marcharan, Stone metió a Caleb en un taxi con unas cuantas prendas de ropa vieja y le dio al taxista la dirección de un hotel cercano.
—Oliver, ¿por qué no puedo quedarme aquí? —preguntó Caleb, atemorizado.
—No sería una decisión sabia. Luego te llamo.
Hasta que el taxi no se hubo marchado y por fin se quedó solo, Stone no pensó en lo que le había hecho a Annabelle. «La he abandonado —se dijo—. Después de prometerle que la ayudaría. Después de decirle que se quedara». Pero ¿qué otra cosa podía hacer? En todo caso, probablemente tomara un avión al cabo de unas horas y se marchara a una isla del Pacífico Sur. Allí estaría a salvo.
Pero ¿y si no huía? ¿Y si se empeñaba en ir a por Bagger de todos modos? ¿Sin ayuda? Ella le había dicho que necesitaba la caballería. ¿Podía seguir ofreciéndosela?
Al cabo de un momento sonó el teléfono. Era Reuben.
—No ha habido suerte con mis contactos en la DIA, Oliver. No sabían lo del cementerio. Pero Milton ha encontrado una cosa en Internet. Te lo paso.
Por el teléfono se oyó la voz de Milton.
—No es gran cosa, Oliver, pero han dado la noticia de la exhumación de un ataúd en Arlington. Ningún representante del Gobierno ha querido hacer declaraciones al respecto.
—¿Han dicho el nombre del difunto?
—Un tal John Carr —respondió Milton—. ¿Pasa algo?
Stone no se molestó en contestar. Colgó.
Después de todos esos años, de repente John Carr había resucitado. Ironías del destino, Stone no se había sentido jamás más muerto que en esos momentos. ¿Por qué ahora? ¿Qué había ocurrido? Cayó en la cuenta mientras cruzaba las puertas del cementerio para sentarse en el porche delantero.
Le habían tendido una trampa.
Si John Carr ya no estaba muerto, entonces el asesino de los viejos componentes de la Triple Seis le añadiría a la lista negra.
«Soy un cebo —se dijo—. Van a utilizarme para atrapar al asesino. Y si me mata antes de que lo pillen, qué más da. Y si consigo sobrevivir, no será por mucho tiempo». Ahora John Carr no era más que un engorro para el Gobierno. Su país tenía muchas razones para quererlo muerto y ninguna para mantenerlo con vida. Era de una brillantez absoluta. Su sentencia de muerte ya estaba firmada.
Y Stone sabía que sólo existía un hombre capaz de tramar todo aquello.
«¡Carter Gray! Está vivo». Preparó una pequeña bolsa, cerró la casa con llave y huyó por el bosque detrás del cementerio.
Harry Finn estaba haciendo equilibrios con un cuchillo de untar para colocarlo en posición vertical en la mesa a la que estaba sentado. Era más difícil de lo que parecía, pero Finn siempre lo conseguía en pocos segundos. Lo hacía siempre que estaba inseguro de algo. Buscaba equilibrio. Si era capaz de hacerlo con el cuchillo, también podría hacerlo con su vida. Al menos eso pensaba. En la realidad nunca era tan fácil.
—¿Harry?
Alzó la vista y se encontró con una de sus compañeras de equipo. Habían estado hablando del proyecto del Capitolio durante el almuerzo en la oficina.
—¿Has revisado los planos de la ventilación? —preguntó la mujer.
Él asintió. Habían conseguido la documentación a través de una acción ingeniosa que les había llevado a colarse en la furgoneta del arquitecto que trabajaba en el Centro de Visitantes del Capitolio. De ahí habían copiado la información necesaria y la habían utilizado para hacer una excavación telefónica y obtener así diversos detalles de la nueva construcción.
—Los planos indican que estará conectada al edificio del Capitolio, pero tengo que confirmarlo. De hecho lo haremos esta noche. Debería resultar accesible desde el túnel de reparto, pero eso también lo verificaré. —Miró al hombre sentado a su lado, que estaba repasando varios dibujos y especificaciones—. ¿Qué me dices del transporte?
—Todo hecho. —El hombre le detalló la información.
Finn echó una mirada a la acreditación que había robado del monovolumen. Aquella acreditación le había facilitado las cosas. Con la encriptación incrustada podía cambiar fácilmente la información visible —foto, nombre, etcétera—, y la acreditación le abría las puertas de muchos lugares en principio inaccesibles. Había oído decir que el Gobierno estaba investigando ese fallo en el sistema de seguridad, pero el Congreso se movía a paso de tortuga en esos asuntos. Finn imaginó que el problema estaría solucionado para cuando él se jubilara, y eso siendo optimistas.
La reunión se dio por acabada, y Finn fue a su despacho y trabajó el resto de la jornada. Por la noche, se enfundó un uniforme de policía del Capitolio, se colgó la acreditación y se dirigió a Washington, donde se reunió con un compañero vestido de modo similar. El cuerpo de policía del Capitolio contaba con unos mil seiscientos agentes para proteger un territorio de aproximadamente 1,6 km2. Se trataba de una proporción que cualquier otra ciudad envidiaría. Al Congreso le gustaba sentirse seguro y controlaba los presupuestos.
No obstante, todo ese dinero no había hecho que la gente estuviera más segura, pensó Finn mientras él y su colega recorrían los jardines del Capitolio. De hecho, él demostraría hasta dónde llegaba la inseguridad.
Llegaron a la zona en obras del Centro de Visitantes y entraron con la excusa de hacer la ronda. La obra no se detenía en ningún momento, ni de día ni de noche, y por eso él y su colega hablaron un momento con algunos obreros y luego prosiguieron su camino. Pasaron junto a otro agente, con quien intercambiaron saludos y quejas. Finn le informó, que acababan de trasladarlo de la Policía de Parques de San Francisco.
—Aquí la vivienda es más barata —afirmó Finn—. San Francisco está por las nubes. De hecho he comprado una casa por lo que vale un apartamento allí.
—Tienes suerte —dijo el otro—. Yo fui policía en Arkansas antes de venir aquí hace cinco años. Sigo viviendo en un piso de tres habitaciones en Manassas que pago a duras penas y tengo cuatro hijos.
Finn y su amigo siguieron adelante y por fin llegaron al lugar que motivaba su presencia allí aquella noche.
Estaba justo donde indicaban los planos. Acceso rápido desde el túnel y, al parecer, ya estaba en funcionamiento. Aquello les facilitaría mucho el trabajo. Finn forzó la cerradura de una puerta y entraron. Observó las cajas de mandos en la pared y luego hizo unas fotos del esquema de flujo. Acto seguido, dibujó un diagrama de la zona en una agenda electrónica en el que incluyó todas las puertas de acceso, pasillos y controles por los que habían pasado. A continuación recorrieron una serie de pasillos y acabaron en el cuarto de la calefacción, ventilación y aire acondicionado. El retorno de ventilación estaba en el techo. La abertura era demasiado estrecha para Finn, pero su compañero era más menudo. Finn lo impulsó y el hombre desapareció en la red de conductos. Regresó al cabo de media hora.
—Como pensábamos, Harry, va hasta el Capitolio. —E hizo una descripción detallada de la ruta que había seguido.
Finn la dibujó en el papel.
Salieron al exterior, se alejaron del Capitolio y giraron en una calle en dirección al edificio Hart del Senado. Su compañero fue hacia la derecha, y Finn hacia la izquierda. Pasó junto al edificio, en cuya novena planta se encontraba el despacho de Simpson. Luego contó las ventanas hasta la del senador de Alabama, apuntó con el dedo a la ventana y dijo «bum».
Estaba impaciente.
Se dirigió a su coche y se marchó. Sintonizó las noticias de la emisora local y oyó que el locutor hablaba de una tumba exhumada esa mañana en el cementerio de Arlington. Se desconocían los motivos.
«John Carr —dijo el locutor—. Así se llamaba el soldado del ataúd exhumado».
—John Carr —repitió Finn con incredulidad.
Seguro que para entonces su omnisciente madre ya se habría enterado de la noticia. Y empezó a preguntarse si su pesadilla acabaría algún día.