—Me alegro de que Gregori nos fuera de gran ayuda —dijo Carter Gray al director de la CIA.
Estaban sentados en el estudio del bunker. Lo cierto es que Gray le estaba cogiendo el gusto a su actual morada. Vivir bajo tierra tenía su encanto. El tiempo nunca suponía un problema, no había atascos y le gustaba estar solo.
El ex embajador soviético en Estados Unidos durante los últimos años de la guerra fría, Gregori Tupikov, ya no servía al pueblo ruso; le iba muy bien sirviéndose a sí mismo. Ahora era un orondo y feliz capitalista. Había entrado en un grupo de inversión que se había adueñado de la industria del carbón, anteriormente controlada por el Estado, y luego la había vendido a otro grupo de compatriotas.
Gregori había sido lo suficientemente listo como para huir de Rusia antes de que el martillo del Gobierno machacara a los nuevos ricos. Pasaba la mayor parte del año en Suiza, pero tenía apartamentos en París y Nueva York, y sus millones se los gestionaba Goldman Sachs.
Gray acabó de leer el informe obtenido gracias a la reunión con Tupikov.
—O sea que Lesya y Rayfield Solomon se casaron en Volgogrado y luego, recién casados, consiguieron salir de la Unión Soviética.
El director asintió.
—Según lo que recordaba Gregori y lo que averiguó de antiguos colegas, parece que primero fueron a Polonia, luego a Francia y de ahí a Groenlandia. Por cierto, ¿Lesya era judía?
—No lo sé. Solomon sí, aunque no judío practicante. El oficio de espía suele limitar las obligaciones religiosas.
—Yo voy a la iglesia presbiteriana todos los domingos —observó el director.
—Felicidades. Si Gregori sabía tanto por aquel entonces, ¿por qué no hizo nada al respecto? —Gray se respondió a sí mismo—: Supuso que ella seguía trabajando para los soviéticos.
—¿Y no fue así? —inquirió el director, desconcertado.
—Por supuesto —dijo Gray como si tal cosa—. ¿Y después de Groenlandia?
—Por desgracia, ahí se le perdió el rastro. Y mejor que siga perdido. Al fin y al cabo fue hace muchísimo tiempo.
—No puede quedarse perdido —espetó Gray.
—¿Dónde encontraron exactamente a Solomon muerto? Tampoco consta en el expediente.
Gray alzó la vista de los documentos que estaba analizando fingiendo recordar los detalles. En realidad los tenía grabados a fuego en la memoria.
—Brasil. Sao Paulo.
—¿Qué estaba haciendo allí?
—No lo sé a ciencia cierta. Entonces ya no trabajaba para nosotros, claro está. Lesya lo había traicionado.
—¿Y murió allí?
Gray asintió.
—Nuestros contactos en América del Sur nos avisaron. Llevamos a cabo una investigación, pero nos quedó claro que se había suicidado.
El director miró a Gray.
—Por supuesto —dijo—. ¿Y Lesya se quedó sola?
—Eso parece —asintió Gray—. ¿Algo más?
—Quizá.
Gray vio que el director sonreía con expresión petulante. Recordaba que, como joven agente, tenía la peor cara de póker de todos los hombres a los él que había formado, además de un irritante aire de superioridad, inmerecido en su mayor parte. Gray creía haberle ayudado a superar tales debilidades. No obstante, como jefe de la CIA estaba claro que esos rasgos insufribles habían retornado por sus fueros.
—Cuéntame.
—Gregori debía de estar de buenas. Tal como sugeriste, cuando nuestro hombre se reunió con él en París, lo atiborró de langosta.
—¿Y de vodka Moskovskaya? Es su preferido.
—A raudales. Y le conseguimos un par de pelirrojas.
—¿Y?
—Y dijo recordar que se rumoreaba que Lesya tenía que casarse.
—¿Tenía? —preguntó Gray extrañado. El director hizo un gesto con la mano señalándose la barriga—. ¿Estaba embarazada?
—Eso es lo que Gregori cree.
Gray se reclinó en el asiento. «El hijo es quien está matando a la gente», pensó.
—O sea que, basándonos en la cronología de que disponemos, el hijo o hija debe de tener unos treinta y cinco años.
El director asintió.
—Aunque dudo mucho que su apellido sea Solomon.
—Pero si Lesya y Solomon se casaron en Rusia estando ella en avanzado estado de gestación, ¿dónde nació la criatura? Si se marcharon de Rusia después de la boda, el nacimiento pudo haberse producido en Polonia, Francia, Groenlandia o Canadá.
—¿Canadá? Lo último que se sabe de ellos es que estuvieron en Groenlandia. ¿A qué viene ahora Canadá?
Gray observó al hombre que dirigía la agencia de inteligencia más importante de la nación. Había empezado en la CIA, luego se había pasado a la política y allí se había quedado hasta que un presidente de dudoso juicio le había lanzado un hueso nombrándolo director de la CIA. «Que Dios ayude a este país», rogó Gray para sus adentros.
—¿Para qué va la gente hasta Groenlandia, si no es para llegar a Canadá? Incluso entonces había numerosos vuelos directos a Estados Unidos. Y era una de las escalas preferidas de los espías. Cuando yo trabajaba sobre el terreno a menudo paraba en Groenlandia antes de volver a casa. Allí es muy fácil ver si alguien te sigue. En esa tundra helada nadie pasa inadvertido.
—Vale, pero ¿es posible que vinieran a nuestro país para tener el hijo? Eso lo convertiría en ciudadano estadounidense. Todo le sería mucho más fácil.
—No creo, no para el nacimiento. Y para ella era más fácil entrar furtivamente en Canadá y tener el bebé allí que aquí. La inscripción en el registro podría falsificarse con posterioridad.
—De todos modos, no tenemos gran cosa.
—Discrepo. Los puntos de entrada a Canadá desde Groenlandia son limitados, y en aquella época más aún. ¿Montreal? ¿Toronto? ¿Ottawa? ¿Quizá Nueva Escocia y Terranova? Podemos empezar por ahí.
—¿Empezar qué exactamente?
—Lo circunscribiremos a un año. —Gray dijo cuál—. Y analizaremos las partidas de nacimiento en esos lugares. Por ahora sólo de chicos.
—¿Por qué no incluir también a las chicas?
—Por ahora sólo chicos —repitió Gray.
—De todos modos, la búsqueda será ingente. Y dentro de poco tenemos ese ejercicio de preparación para un desastre en el Capitolio que el DHS nos pidió y del que nos dejó la peor parte. Usan y abusan de nuestro tiempo con absoluta desfachatez.
—Las partidas de nacimiento deben de estar informatizadas. Eso simplificará las cosas sobremanera.
—Sí, pero aun así los recursos necesarios para…
Gray se inclinó hacia delante y silenció al hombre con una de sus miradas intimidatorias.
—No hacerlo podría tener consecuencias catastróficas para este país.