Ese día el senador no estaba en su puesto. Se había marchado en un repentino viaje de investigación acompañado de buena parte de su personal. Finn había encontrado esa información tan útil en la página web de Simpson, donde el senador promocionaba el viaje como si fuera a beneficiar a los habitantes de Alabama y a los estadounidenses en general. Finn no acababa de entender cómo conseguiría algo así en un viaje a las islas Caimán. Lo que sí sabía era que Simpson, advertido de las otras muertes, había decidido largarse de la ciudad. Pero no importaba, en algún momento tendría que regresar a Washington. Al fin y al cabo era senador de Estados Unidos. No podía eludir sus responsabilidades eternamente, aunque muchos senadores lo hubieran intentado con denuedo a lo largo de los años.
Finn iba vestido con el mono de trabajo oficial, con la acreditación colgada del cuello y la caja de herramientas en una mano. Su actitud segura, la foto exacta de la acreditación y el supuesto trabajo que iba a realizar allí le abrieron todas las puertas.
Al salir del ascensor miró la puerta de cristal de la oficina de Roger Simpson, flanqueada por la bandera del estado de Alabama: una cruz de San Andrés violeta sobre fondo blanco al estilo del estandarte de batalla confederado. Al igual que lo fuera hacía más de 150 años para los unionistas, suponía un blanco perfecto para Harry Finn.
Se acercó a la puerta y a través del cristal vio a la joven recepcionista.
Había ampliado las fotos que había hecho de la oficina y la mujer en su visita anterior. El nombre de ella se leía claramente en la placa del escritorio.
Asomó la cabeza por la puerta y mostró la orden de trabajo falsa.
—Hola, Cheryl, soy Bobby, de mantenimiento. Hace unos días me llamaron para arreglar la cerradura de esta puerta. Siento no haber podido venir antes, pero se nos ha acumulado el trabajo. ¿Sabes qué problema tiene el cacharro? En otras oficinas también se han quejado de lo mismo.
La joven, agobiada, que canalizaba llamadas sin parar, cubrió el receptor de teléfono con la mano.
—Ni idea.
—Pues entonces le echaré un vistazo rápido. Tú tranquila —dijo Finn. La recepcionista sonrió agradecida.
Finn se arrodilló, examinó la cerradura e introdujo una pieza de metal diminuta en el ojo. Dedicó un par de minutos a fingir que arreglaba la puerta antes de decir:
—Ahora ya está perfecta, Cheryl.
Ella se despidió con la mano. Mientras Finn recogía las herramientas echó un vistazo al interior de la oficina. Ya había averiguado que no había ningún panel de alarma ni sensores de movimiento, pero no estaba de más volver a comprobarlo.
En el techo del vestíbulo, en la intersección de dos pasillos, había una cámara de vigilancia. Finn ya la había cronometrado. Cambiaba de posición cada dos minutos para recorrer los dos pasillos. Cruzó el vestíbulo y observó la cámara al tiempo que comprobaba la hora. Seguía haciendo el cambio cada dos minutos. Con eso le bastaba. Por la noche había vigilantes por los pasillos, pero ya sabía que recorrían las plantas pares a las horas impares y las plantas impares a las horas pares. Esperó a que el pasillo estuviera vacío y a que la cámara no le siguiera. Entonces forzó rápidamente la cerradura de un cuarto que se utilizaba para guardar ornamentos festivos y entró. Se tumbó en un rincón del fondo y se echó a dormir.
Dos minutos después de la medianoche, Finn deslizó un cable de vídeo bajo la puerta del trastero e hizo un reconocimiento rápido del pasillo. Nadie. La cámara estaba enfocando hacia el otro pasillo.
Llegó rápidamente a la oficina de Simpson. La pieza de metal que había introducido antes en la cerradura tenía una única función, pero la cumplió a la perfección: hacía que la puerta pareciera cerrada con llave, cuando no lo estaba si se disponía de una herramienta especial. Introdujo el extremo magnetizado de esta, extrajo la pieza de metal y la puerta se abrió con un clic.
Finn puso manos a la obra inmediatamente. Se desplazó a paso ligero por las antesalas y el espacioso despacho de Simpson. Se arrodilló junto al hueco para las rodillas del escritorio y desatornilló la tapa de la CPU, introdujo su dispositivo en el interior y lo conectó al resto de los componentes del ordenador.
Finn había conseguido pasar el dispositivo por las barreras de seguridad porque no contenía material explosivo, pero el mecanismo estaba diseñado para provocar una reacción química incendiaria en el interior de la CPU. Dicha reacción convertía la normalmente inofensiva CPU en una bomba, posibilidad que ningún experto informático deseaba que se diera a conocer. El dispositivo llevaba adjunto un receptor inalámbrico con un alcance de casi mil quinientos metros, más que suficiente según los cálculos de Finn. Volvió a colocar la tapa de la CPU y dejó la unidad tal como la había encontrado bajo el escritorio.
Acto seguido, encendió el ordenador. La pantalla se iluminó, pero se necesitaba una contraseña. Los ajetreados senadores no tenían tiempo de recordar contraseñas complicadas o retorcidas, así que Finn se dedicó a probar con nombres. El tercero funcionó: «Montgomery», la capital de Alabama.
Tecleó los mandos que necesitaba y apagó el ordenador. Lo último que hizo fue colocar un minúsculo dispositivo de vigilancia cerca de un jarrón en un estante junto al sofá del senador. Las hojas de la planta ofrecían un escondrijo ideal para la pequeña cámara. Así Finn dispondría de un enlace de vídeo y audio directo con el despacho de Simpson. Le haría un gran servicio.
Regresó a la puerta de cristal y consultó la hora para esperar a que la cámara de vigilancia cambiara al otro pasillo. En cuanto lo hizo, salió y se dirigió rápidamente al trastero. Sacó de la caja de herramientas un pequeño receptor parecido a una Blackberry y lo encendió. Observó la imagen en la pantalla. Había elegido bien la ubicación de la cámara en miniatura: veía claramente todo el despacho de Simpson. Apagó el receptor y se tumbó en el suelo para dormir.
A la mañana siguiente salió del trastero y dedicó un rato a subir y bajar en los ascensores, fingiendo dirigirse a realizar labores de mantenimiento. Luego salió del edificio mezclado entre un grupo de personas, fue en metro hasta Virginia, subió a su coche y se fue al despacho.
Ahora lo único que tenía que hacer era esperar que Roger Simpson regresara. Menudo recibimiento tendría en casa el hombre que había ayudado a matar a su padre.
Sin embargo, más que todo eso, la muerte de Simpson significaría el final de la peripecia de Harry Finn. Significaría no tener que volver a matar ni oír la historia de su madre. Algo le decía que su madre seguía viva sólo para ver ese momento. En cuanto Simpson estuviera muerto, Finn intuía que la vida de su madre también tocaría a su fin. La venganza era una fuerza poderosa, capaz incluso de mantener la muerte a raya. Y cuando su madre muriera, Finn la lloraría, lamentaría su pérdida, pero también sentiría un inmenso alivio por quedar por fin libre.
Tras trabajar un poco en la oficina y repasar más detalles del plan de ataque al Capitolio, se marchó y fue a recoger a los niños a la escuela. Se pasó una hora bateando con Patrick, ayudó a Susie a hacer los deberes y revisó con David las opciones de instituto entre las que podía elegir. Cuando Mandy volvió del supermercado, le ayudó a preparar la cena.
—Parece que estás de buen humor —comentó ella mientras él pelaba patatas en el fregadero.
—Ayer tuve un gran día —dijo él.
—Ojalá no hubieras tenido que trabajar toda la noche. Debes de estar agotado.
—No, la verdad es que me siento revitalizado. —Acabó de pelar la última patata, se limpió las manos y rodeó a su mujer con los brazos—. Estaba pensando que podríamos ir de viaje a algún sitio, quizás al extranjero. Los niños nunca han estado en Europa.
—Sería fantástico, Harry, pero es caro.
—Hemos tenido un buen año. Tengo un poco de dinero ahorrado. El verano que viene podría ser un buen momento. Lo tengo todo más o menos planeado.
—¿Cómo es que siempre soy la última en enterarse de estas cosas?
—Sólo quería tener los deberes hechos antes de presentar la propuesta a la comandante en jefe para su aprobación, señora. Así nos lo enseñaron en la Marina. —Le dio un beso.
—Hay que ver qué humor tan cambiante tiene, caballero —repuso ella.
—Como he dicho, veo la luz al final del túnel.
Ella sonrió.
—Esperemos que la luz no sea un tren que viene de frente.
Cuando Mandy se giró hacia los fogones, la actitud jovial de Finn se desvaneció.
«Un tren que viene de frente», pensó. Rogó que las palabras de su mujer no fueran proféticas.