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Cuando Mike y sus prisioneros no aparecieron en el lugar acordado, Bagger no se puso a gritar como un energúmeno. Era mucho más reflexivo de lo que la gente pensaba. Uno no llegaba a su nivel actuando impulsivamente, sino analizando las cosas con rigor y meticulosidad.

Sabía que perder a Mike no era una buena noticia, pero no sabía quién era el responsable de esa pérdida, ni qué confesaría su gorila. La ciudad estaba atestada de agentes federales. Escupías en una esquina y era fácil que salpicaras a cinco. El instinto de Bagger le había permitido sobrevivir a muchas situaciones peligrosas. Intuía que esta era una de ellas. Podía subirse a su jet y huir. Sin embargo, eso iba en contra de los fundamentos en que había basado su imperio. Jerry Bagger nunca huía de los problemas.

Realizó algunas llamadas. La primera fue para traer refuerzos de Atlantic City. Luego llamó a Joe, su detective privado, y le en cargó que recabara cierta información que consideró necesaria para enfrentarse a todo aquello. Por último llamó a su abogado, que sabía más secretos de Bagger que cualquier otra persona; el leguleyo enseguida se puso a pergeñar coartadas y estrategias legales por si los federales llamaban a la puerta de su cliente.

Una vez hecho esto, Bagger decidió salir a dar un paseo en solitario. A diferencia de Atlantic City, Washington no se caracterizaba por la animación nocturna. Durante los días laborables sólo había unos pocos restaurantes, bares o clubes abiertos hasta tarde. No obstante, tras recorrer unas diez manzanas, Jerry encontró un local con las luces de neón encendidas. Se sentó en un taburete junto a la barra y pidió un chupito de whisky sour a un camarero cuyas facciones denotaban que la vida le había tratado a golpes. El gordo que había a su lado tenía la vista clavada en su cerveza con aire cansino, mientras de la vieja máquina de discos, recubierta de décadas de cervezas y lágrimas, brotaba una canción de Elvis Costello.

Bagger se había criado en locales como ese, timando por cuatro chavos. Casi sesenta años después seguía timando, aunque los chavos se habían convertido en millones. No obstante, a veces deseaba volver a ser aquel mocoso de sonrisa contagiosa y labia infinita que sacaba dólares a la gente con timos más viejos que ir a pie, y sus víctimas no se enteraban de nada hasta que él estaba bien lejos, preparando su siguiente artimaña.

—¿Cómo se divierte la gente en esta ciudad? —preguntó al camarero.

El hombre empezó a limpiar la barra con un paño antes de contestar.

—No es una ciudad pensada para la diversión, por lo menos eso creo yo.

—¿Quieres decir que aquí se dedican a las cosas serias?

El hombre sonrió ampliamente.

—Es el único lugar en que te puede caer una bomba nuclear encima y tener que pagarla con tus impuestos.

—Hay personas que piensan que estaríamos mejor si alguien lanzara una bomba nuclear aquí.

—A mí me basta con que me avisen veinticuatro horas antes.

—Soy de Atlantic City.

—Un buen sitio. Aunque me temo que me he dejado allí demasiado dinero del que tenía reservado para la jubilación.

—¿Has estado alguna vez en el Pompeii?

—Oh, sí. Un pedazo de casino. Pero el dueño es de armas tomar, eso dicen. Un hueso duro de roer. Aunque supongo que hay que ser así para ganar pasta gansa. O sea que bravo por él.

—¿Hace tiempo que trabajas de camarero?

—Demasiado. Quería ser pitcher de la liga profesional, pero no lanzaba con suficiente efecto. Para cuando me di cuenta, ya sólo sabía servir bebidas. Pero con tres hijos que alimentar, algo hay que hacer.

—¿Y tu mujer?

—Cáncer, hace tres años. Justo cuando parece que todo va bien, la vida te da de hostias. ¿Entiendes?

—Y tanto. —Bagger dejó cuatro billetes de cien dólares de propina y se levantó para marcharse.

—Señor, ¿para qué cono es esto? —preguntó el asombrado camarero.

—Sólo es un recordatorio de que ni siquiera los cabrones son tan malos.

Bagger volvió al hotel caminando. El móvil empezó a sonarle, seguro que eran sus guardaespaldas tratando de localizarle. Tenía muchos enemigos y a sus chicos no les gustaba que saliera solo. Bagger sabía que no era por el aprecio que le tenían. Si se lo cargaban, se quedaban sin trabajo. En el mundo de Bagger la lealtad se conseguía a punta de pistola o a base de billetes. No se molestó en responder a la llamada.

Pasó junto al monumento a Washington y se detuvo. El obelisco de 170 metros no era lo que le había llamado la atención, sino el hombre y la mujer que caminaban cogidos de la mano por un sendero cercano al monumento.

Bagger nunca había mantenido una relación formal con una mujer; había estado demasiado ocupado amasando su fortuna. Todas las mujeres con que había estado lo habían hecho por dinero o por alguna recompensa del viejo Jerry a cambio de abrirse de piernas. Sabía que no le querían de verdad y, por tanto, él tampoco las había querido.

Así había sido su vida hasta que Annabelle Conroy había aparecido para trastocar su mundo. Desde el primer momento había visto en ella algo que le había tocado una fibra olvidada. Se había permitido creer que a ella le importaba como hombre, no por lo que él pudiera proporcionarle.

Y entonces la máscara había caído y ahí estaba él, en la ciudad que odiaba casi tanto como Las Vegas, intentando encontrar y matar a una mujer a la que habría podido declarar amor eterno. Perder los cuarenta millones no le había hecho demasiado daño. Él siempre podía ganar más dinero. Sin embargo, Annabelle Conroy le había estafado algo que no tenía precio: su corazón.

A Bagger le enfurecía tanto esa sensación de traición que, si hubiera tenido una pistola, habría disparado a aquella pareja de enamorados. Tuvo que esforzarse para no abalanzarse sobre ellos y machacarlos a golpes.

Se giró y volvió al hotel caminando rápidamente. Al llegar se encontró con otra sorpresa: Mike Manson y su compinche acababan de regresar, ensangrentados y desaliñados.

Antes de decir nada, Bagger hizo una seña a otro de sus hombres y preguntó «¿limpios?» sólo moviendo los labios.

—Los hemos registrado —respondió el hombre—. Ningún aparato de vigilancia.

Bagger miró a Mike.

—¿Qué coño ha pasado?

—La cagamos, señor Bagger —reconoció Mike—. Los teníamos en la furgoneta y entonces el tío mayor me arrebató la pistola y nos maniató. Tardamos todo este rato en liberarnos y volver aquí.

—Hemos tenido que caminar ocho kilómetros —añadió el otro hombre.

—Me importa un cojón si habéis tenido que arrastraros con la lengua —rugió Bagger—. ¿Os habéis dejado intimidar por una mujer y un puto bibliotecario?

—No fue el bibliotecario —dijo Mike—. Era un tío mayor pero de armas tomar. Me clavó un dedo en las costillas y se me entumeció todo el cuerpo. —Señaló la herida de la oreja—. Luego me disparó al lóbulo como si nada. Era un profesional, señor Bagger. No esperábamos encontrarnos con un problema así.

—Mike, si no supiera que no eres un inútil, te volaría la cabeza de un balazo ahora mismo.

—Sí, señor Bagger —asintió Mike nervioso—. Lo sé. Nos arrastramos hasta detrás de unos árboles y Joe encontró un trozo de cristal para cortar las cuerdas. Justo cuando nos marchábamos apareció la poli. Debieron de llamarles. Pero no nos vieron.

—¿Estás seguro?

—Sí, señor.

—¿El tío que te hirió era un profesional? ¿Qué aspecto tenía?

Mike se lo explicó.

—¿Es posible que fuera un federal?

—No iba vestido como tal y era un poco mayor. Pero eso no quita que fuera profesional. Parecía muy unido a Conroy.

Bagger se sentó lentamente en una silla. ¿Con quién demonios se había juntado Annabelle?