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Annabelle dejó a su padre y se dirigió a la habitación de Stone.

—Quiere aliarse conmigo para timar a Jerry de forma que confiese que mató a mi madre —le dijo antes de dejarse caer en el pequeño sillón situado junto a la cama de Stone.

—¿Crees que puedes confiar en él?

—Joder, Oliver, te has pasado un montón de tiempo diciéndome que le perdonara.

—Perdonar es una cosa y confiar es otra.

—No tengo ningún motivo para confiar en él.

Stone la miró con recelo.

—¿Pero?

—Pero aun así, confío en él. No sé por qué, será mi instinto.

—¿Necesitas los servicios de la caballería?

—Eso es lo que él dice.

—Quizá podría ayudar —asintió él.

—Eso pensaba. Te deben una después de lo de la última vez.

—Nunca deben nada a nadie, Annabelle. O al menos nunca creen que así sea. Pero a lo mejor logro convencerlos. ¿Qué vas a hacer con tu padre mientras tanto?

—Esperaba que pudiera volver a Washington con nosotros.

—¿Y alojarse contigo? Podría resultar un poco arriesgado con Bagger rondando por ahí.

—Te agradecería cualquier tipo de ayuda en ese sentido.

—Dile a tu padre que recoja sus cosas.

Paddy no tenía nada que recoger. Todas sus pertenencias estaban en la maltrecha furgoneta. Insistió en seguirles.

—La furgoneta es todo lo que tengo. No pienso deshacerme de ella.

Stone y Annabelle, con Paddy a remolque, fueron en dirección sur hacia la casa de Reuben, situada en una de las pocas áreas rurales que quedaban en Virginia. Llegaron muy tarde, pero Stone ya le había avisado.

Bajaron por un camino de grava más parecido a un sendero que a una carretera, flanqueado por una densa arboleda. Pasaron junto a chabolas inclinadas y coches abandonados a medida que la tierra salvaje y la pobreza aumentaban con cada paso del cuentakilómetros. Al cabo de unos minutos los faros del Nova parpadearon hacia un jardín lleno de maleza y enfocaron un garaje cuya única puerta levadiza estaba abierta. El interior se hallaba atestado de herramientas y piezas de automóvil. Había seis coches aparcados junto al garaje, dos furgonetas, tres motocicletas y lo que parecía un buggy, todos ellos en distintas fases de reconstrucción. Junto al garaje había un tráiler móvil que había dejado de serlo, puesto que estaba bien fijo sobre bloques de cemento ligero.

—Reuben se ha mudado aquí hace poco —comentó Stone.

Annabelle miró otra vez el garaje.

—¿Tiene un taller clandestino?

—No; es que es un genio de la mecánica. Creo que se siente más cerca de sus máquinas que de muchas personas. Por eso quiere tanto a su motocicleta. Dice que es más fiable que las tres mujeres que ha tenido.

—Oliver, ¿tienes algún amigo normal?

—Bueno, pues tú.

—Oh, cielos, pues sí que estás apañado.

La furgoneta de Reuben estaba en el patio y había una luz encendida en el tráiler.

—Nos están esperando —dijo.

Reuben los recibió en la puerta y luego se quedó mirando la furgoneta, con Paddy al volante.

—¿Quién es ese?

—Un amigo —respondió Annabelle.

—He pensado que quizá podría quedarse aquí, al menos esta noche —dijo Stone.

—Ya no viene de uno. Puede quedarse en la suite presidencial. Está al lado del baño.

—¿Dónde está Milton? —preguntó Stone.

—Durmiendo. Parece que ganar una porrada de dinero en el casino y que luego casi te machaquen es realmente agotador.

—Ahora vamos a devolver el coche de Caleb —anunció Stone—. Y mañana quiero que nos reunamos en mi casa, pongamos todo lo sucedido sobre la mesa y veamos qué hacer a continuación. Y voy a llamar a Alex para que nos ayude. —Lanzó una mirada a Annabelle—. Con un nuevo plan.

Reuben miró a una y otro.

—Vale —dijo.

—Gracias, Reuben.

Al cabo de una hora Stone y Annabelle estacionaron en la plaza de parking del apartamento de Caleb en Washington y subieron a su casa en el ascensor. Stone llamó a la puerta. Unos pasos se acercaron y la puerta se abrió, pero por desgracia no fue Caleb quien los recibió.