44

Gray estaba hablando por un teléfono de alta seguridad en un bunker puesto a su disposición por la CIA. El presidente había sido informado sobre el asunto y había proporcionado a Gray, aunque fuera de forma oficiosa, todos los recursos del Gobierno necesarios para solucionar el tema. Por supuesto, Gray sólo había comunicado su versión de los hechos al presidente y a sus más estrechos colaboradores, pero había bastado para obtener la carta blanca que necesitaba para llevar a cabo la misión.

Aunque estaba a quince metros bajo tierra, el bunker disponía de todas las comodidades de un hotel de cinco estrellas en el centro de Manhattan, con mayordomo y chef incluidos. La comunidad de los servicios de inteligencia siempre había tratado a Gray como a una estrella de rock.

—Si Lesya y Rayfield Solomon se casaron, tiene que haber constancia de ello en algún sitio —dijo por el teléfono—. Sé que por aquel entonces no la encontramos, pero los tiempos han cambiado. Los rusos son, por lo menos en público, nuestros aliados. Aprovecha cualquier pista que tengamos. Hay algunos vejetes que siguen por ahí en la reencarnación del KGB que podrían ayudarnos. Dales euros, los prefieren a los dólares, por lo menos hoy día. —Asintió cuando el hombre al otro lado de la línea dijo algo—. El ex embajador ruso en este país, Gregori Tupikov, es un viejo amigo. Valdría la pena hacerle una llamadita. Dile que le llamas con relación a la investigación de mi asesinato. Vodka a raudales, langostas de un kilo y una pelirroja auténtica, eso es todo lo que necesitas para sobornar al viejo Gregori.

Gray colgó y siguió analizando el expediente mientras acababan de prepararle una cena de cuatro platos. Aunque hoy día el negocio estaba dominado por ordenadores y servidores, al viejo guerrero de la guerra fría le encantaba el tacto del papel. Se tomó la suculenta cena en solitario delante de una chimenea de gas que otorgaba a la estancia un resplandor romántico incluso en un lugar tan subterráneo. Gray nunca hacía las cosas como los demás. Incluso «muerto» estaba quince metros bajo tierra en vez de los escasos dos metros habituales y su «ataúd» era mucho más lujoso que el del resto de los ex mortales.

En una biblioteca revestida de paneles de madera, se sentó tras un ornamentado escritorio y continuó meditando sobre el asunto, copa de brandy en mano. Le encantaba esa parte del juego. Era una guerra de cerebros, una partida de ajedrez perpetua; un bando intentaba superar al otro a base de estrategia, de adelantarse a sus pensamientos. Estados Unidos jamás había contado con un hombre más capacitado que Carter Gray para realizar tales acciones. Sus actos habían salvado a tantos americanos que hacía tiempo que había perdido la cuenta. La Medalla de la Libertad era lo mínimo que su país podía concederle. Si hubiera sido británico, seguro que ya lo habrían nombrado Caballero. No obstante se había visto forzado a dimitir, mucho antes de estar dispuesto. John Carr le había obligado a tomar esa decisión.

Cuanto más pensaba en eso, más se enfadaba. De todos modos, entre tanta ira una idea fue forjándose en su interior a sangre fría. Era probable que quienquiera que estuviera matando a su viejo equipo de asesinos creyera que John Carr estaba muerto. Sin embargo, ¿por qué privar a Carr de la emoción de estar en el punto de mira? ¡Y encima le había hecho un gesto obsceno con el dedo!

Gray cogió el teléfono de alta seguridad y pulsó un botón.

—Quiero divulgar cierta información a través de los canales normales. Está relacionada con la supuesta muerte de un hombre llamado John Carr. Creo que ha llegado el momento de dejar las cosas claras.