Harry Finn vio que Patrick, su hijo pequeño, bateaba y fallaba una pelota que le venía a la altura de los ojos. Los padres en las gradas situados cerca de Finn gimieron, se produjo el tercer strike y acabó el partido. Patrick había dejado en la segunda base al jugador cuya carrera representaría el empate y el bateador tenía en sus manos la victoria. El muchacho de diez años regresó abatido al banquillo, arrastrando el bate, mientras el otro equipo empezaba a celebrarlo.
El entrenador de Patrick les dio una pequeña charla para animarlos, los chicos se tomaron el tentempié de después del partido que, para muchos, era el gran acontecimiento de la tarde, y los padres empezaron a reunir a sus futuras estrellas para la vuelta a casa.
Patrick seguía sentado en el banquillo con el casco y los guantes puestos como si estuviera esperando otra oportunidad para lanzar la pelota al otro lado de la valla. Finn fue a buscarle algo de comer y se sentó a su lado en el banquillo.
—Has hecho un gran partido, Pat —dijo tendiéndole una bolsa de Doritos y un refresco de naranja—. Estoy orgulloso de ti.
—He quedado eliminado, papá. Hemos perdido por mi culpa.
—También has llegado a la base un par de veces, has marcado las dos y ayudado en tres más. Y jugando en el centro del campo has pillado una pelota muy difícil. Ahí has salvado tres carreras. —Le frotó el hombro a su hijo—. Has hecho un buen partido. Pero no siempre se gana.
—¿Es ahora cuando me dices lo de que «perder forja la personalidad»?
—Sí, ahora. Pero no te acostumbres. Lo cierto es que a nadie le gustan los perdedores. —Le dio una palmada juguetona en el casco—. Y si no piensas comerte los Doritos, me los quedo. —Cogió la bolsa.
—Eh, son míos. Me los he ganado.
—Pensaba que el equipo había perdido por tu culpa.
—No habríamos estado a punto de ganar de no ser por mí.
—Al final lo admites, ¿verdad? Ya sabía yo que tenías el cerebro de los Finn en algún sitio. —Golpeó el casco con los nudillos—. Y quítate esto, ya tienes la cabeza suficientemente dura.
—Vaya, papá, gracias por tu apoyo.
—¿Qué te parece si cenamos algo por ahí antes de volver a casa?
Patrick se llevó una agradable sorpresa.
—¿Tú y yo solos?
—Exacto.
—¿David no se enfadará?
—Tu hermano tiene trece años. No le gusta demasiado estar todo el día pegado a su viejo. No soy tan guay ni tan espabilado. Eso cambiará dentro de unos diez años, cuando tenga problemas para pagar la universidad y no encuentre trabajo, entonces volveré a ser guay.
—Yo creo que eres espabilado y guay.
—Eso es lo que me gusta de ti. —Mientras caminaban hacia el coche, Finn se colocó a Patrick sobre los hombros y echó a correr.
Cuando llegaron al parking, Finn, jadeante, bajó a su hijo.
—Papá, ¿por qué sigues llevándome a hombros? —preguntó Patrick entre risas.
A Finn se le borró la sonrisa.
—Porque muy pronto ya no podré hacerlo, hijo. Serás demasiado grande. Y aunque no lo fueras, no querrás que te lleve de ese modo.
—¿Tan grave es? —preguntó Patrick mientras comía Doritos. Finn abrió el coche y lanzó la bolsa de su hijo al interior.
—Sí, sí que lo es. Lo comprenderás cuando seas padre.
Comieron en una hamburguesería local situada a menos de dos kilómetros de su casa.
—Me encanta esta comida, todo grasa.
—Disfrútala mientras puedas. Cuando tengas mi edad, tu cuerpo no la asimilará con tanta facilidad.
Patrick se llevó una patata frita a la boca y preguntó:
—¿Cómo está la abuela? —Finn se puso un poco tenso—. Mamá me dijo que habías ido a verla. ¿Qué tal está?
—Bien. Bueno, de hecho no tan bien.
—¿Cómo es que ya no vamos a verla?
—No sé si le gustaría que la vierais en su estado actual.
—Esas cosas no me importan —dijo el niño—. Era divertida aunque hablase de una forma un poco rara.
—Sí, es verdad —reconoció Finn bajando la mirada hacia su hamburguesa a medio comer; de repente había perdido el apetito—. A lo mejor vamos a verla dentro de poco.
—¿Sabes qué, papá? No tiene pinta de irlandesa.
Finn pensó en aquella mujer alta y de espaldas anchas, con las facciones angulosas y casi demacradas típicas de muchos europeos del Este de esa generación. Apenas era capaz de cuadrar esa imagen con el cuerpo encogido en que su madre se había convertido. Su hijo tenía razón, no parecía irlandesa porque no lo era. De todos modos, Finn se parecía más a su madre que a su padre.
—No lo es —dijo—. Tu abuelo sí era irlandés. —No le gustaba mentir a su hijo pero sabía que, en este tema, no podía decirle la verdad. Sí, su padre, el judío irlandés.
—Dijiste que era un tío guay.
—Muy guay.
—Ojalá le hubiera conocido.
«Yo también —pensó Finn—. Durante más tiempo del que lo conocí».
—Entonces, ¿de dónde es la abuela?
—En realidad tu abuela es de todas partes —respondió con vaguedad.
Mandy los recibió en la puerta cuando llegaron a casa. Tras mandar a Patrick a que se preparara para acostarse, dijo:
—Harry, mañana se supone que vas a la clase de Susie. Es el día de profesiones de padres.
—Mandy, ya te dije que no me apetece.
—Todos los demás padres lo hacen. No podemos dejar a Susie en la estacada. Yo iría pero no sé si cocinar, limpiar y conducir se considera una profesión.
Él la besó.
—Yo sí. Trabajas más que todas las personas que conozco.
—Tienes que ir, Harry. Susie tendrá una decepción si no vas.
—Cariño, no me presiones.
—Vale, pero si te escaqueas, se lo dices tú. Te está esperando despierta en la cama.
Mandy se alejó y Finn se quedó de pie junto a la puerta. Quejándose, subió las escaleras fatigosamente.
Susie estaba sentada en la cama, rodeada de once de sus peluches. Era incapaz de irse a dormir sin ellos. Los llamaba sus «ángeles de la guardia». A los pies de la cama tenía diez más, los «caballeros de la mesa redonda».
Lo miró con sus grandes ojos azules al formularle la anhelada pregunta:
—¿Irás mañana, papá?
—Ahora mismo estaba hablando con mamá del tema.
—Hoy ha ido la madre de Jimmy Potts. Es bióloga marina. —Susie lo dijo lentamente mientras se rascaba la mejilla—. No sé qué es eso pero, papi, ha traído peces vivos.
—Fantástico.
—Sé que tú también estarás fantástico. Les he hablado a todos de ti.
—¿Y qué les has contado? —Susie no tenía ni idea de a qué se dedicaba su padre.
—Que eres soldado.
—Oh, es verdad, lo fui.
—Les he contado a todos que estuviste en el ejército. Y que eras una morsa —añadió dándose importancia.
Finn intentó no reírse mientras le explicaba que había sido un SEAL[1], no una morsa.
—Recuerda, cielo, que en esta zona hay mucha gente que ha estado en el ejército. No es nada del otro mundo.
—Pero tú serás el mejor, papi, lo sé. Por favor, ven mañana, por favor. —Le tiró de la manga y lo rodeó con los brazos.
Así las cosas, ¿qué padre habría sido capaz de negarse?
—De acuerdo, cariño, allí estaré.
Cuando apagó la luz para marcharse, Susie le dijo:
—Papi, ¿puedo preguntarte algo?
—Claro.
—Cuando eras soldado, ¿mataste alguna vez a alguien, papá?
Finn se apoyó en la puerta. No era la pregunta que esperaba.
—Joey Menkel dijo que su padre había matado a un montón de gente mala en Irak —añadió Susie—. Y él también es soldado. ¿Tú también mataste?
Finn se sentó otra vez a su lado, le cogió la mano y le dijo con voz queda:
—Cuando las personas pelean, hay heridos, cielo. Nunca es bueno hacer daño a otra persona. Y los soldados lo hacen para protegerse a sí mismos y a su país, donde viven sus familias.
—Entonces, ¿tú también mataste? —insistió.
—Mañana nos veremos en el colegio, hija. Que duermas bien. —La besó en la frente y salió de la habitación.
Al cabo de un minuto estaba en el garaje. Allí guardaba su arsenal de armas. Pesaba casi quinientos kilos y tenía llave, combinación y un sistema de cierre biométrico que sólo él podía abrir. Abrió la pesada puerta y extrajo una caja pequeña protegida también con combinación y llave. Una vez abierta, llevó el archivo a su banco de trabajo y empezó a repasarlo. Las fotos y los informes ya estaban descoloridos, pero nunca dejaban de producirle una rabia prácticamente incontrolable. Leyó en voz alta:
—«Rayfield Solomon, presunto traidor, se suicida en América del Sur».
Miró la foto de su padre, un hombre muerto con un orificio de bala en la sien derecha, y el legado de haber traicionado a su país.
Finn también sintió rabia esa noche pero fue distinta a las demás ocasiones en que había contemplado los restos del pasado de su padre, y eso se debía a la pregunta de su hija: «¿Mataste alguna vez a alguien, papá?».
«Sí, cariño. Papá ha matado».
Volvió a guardar los artículos y apagó la luz del garaje. No regresó a la casa. Fue a dar un paseo que se prolongó hasta la medianoche.
Cuando volvió a casa, hacía rato que todos dormían. Su mujer estaba acostumbrada a sus excursiones nocturnas por el vecindario. Entró en el cuarto de Susie, se sentó en la cama y observó cómo respiraba plácidamente, aferrada a uno de sus preciados ángeles de la guardia.
Al amanecer, Finn dejó a su hija, se duchó y se preparó para ir al colegio y hablar de qué suponía ser soldado. Por supuesto, no les hablaría de lo que era ser un asesino. Aunque eso es lo que era.
Mientras recorría el pasillo que llevaba al aula de su hija, el muro mental que separaba a Harry Finn del otro hombre que tenía que ser se agrietó ligeramente. Abrió la puerta del aula y su hija cruzó presurosa la clase para abrazarle.
—¡Es mi papá! —anunció orgullosa a sus compañeros—. Y es una foca, no una morsa. Y es muy bueno.
«¿Seguro?», pensó Harry Finn.