—Para, Oliver —suplicó Annabelle.
—¿Qué vas a hacer?
—Ahora mismo me estoy esforzando por no vomitar. —Apoyó la barbilla en el salpicadero sin apartar la vista de su padre—. Dios mío, es como si estuviera viendo a un puto fantasma.
Se reclinó en el asiento lentamente y se secó el sudor húmedo de la frente.
—¿Qué quieres hacer? —preguntó él.
—No sé. Me he quedado bloqueada.
—Bueno, decidiré yo. Lo seguiremos. Quizá nos conduzca a algo útil.
—El muy cabrón dejó morir a mi madre.
Stone vio que agarraba con tal fuerza el reposabrazos que los dedos le blanqueaban. Le puso una mano en el hombro para tranquilizarla.
—Te entiendo, Annabelle. Entiendo perfectamente el hecho que ciertas personas vivan y mueran por motivos equivocados. Y sé que ha sido todo un golpe descubrir que tu padre está vivo, y que encima está aquí. Pero tenemos que mantener la calma. No creo que sea una coincidencia que esté aquí. ¿Y tú?
Annabelle negó con la cabeza.
—Así que vamos a seguirlo —repitió—. ¿Estás preparada? ¿O quieres que te deje? Puedo seguirlo yo solo.
—No; yo también iré —repuso ella rápidamente. Y ya más tranquila, añadió—: Ya estoy bien, Oliven Gracias. —Le apretó la mano en señal de agradecimiento.
Los dos vieron cómo Paddy Conroy subía a una vieja furgoneta.
El recorrido sólo duró diez minutos, hasta las afueras de la ciudad. Cuando la furgoneta giró y entró por una verja de hierro forjado, a Annabelle se le cortó la respiración.
Stone esperó unos momentos y luego entró también en el cementerio Mount Holy. Al cabo de unos minutos habían bajado del coche y se desplazaban sigilosamente hacia una arboleda. Desde su escondrijo observaron a Paddy acercarse a una tumba plana en el suelo.
Sacó unas flores del interior de su abrigo raído, se arrodilló y las colocó en la tierra.
Se quitó el sombrero y dejó al descubierto un pelo blanco y denso, juntó las manos y pareció rezar. En cierto momento emitió un largo gemido y lo vieron sacar un pañuelo del bolsillo para enjugarse la cara.
—¿Es la tumba de tu madre? —preguntó Stone.
Ella se limitó a asentir.
—Como te dije, nunca he venido, pero sé su ubicación.
—Parece llorar su pérdida.
—Sólo lo hace para lavar su culpa, el muy cabrón. Nunca cambiará.
—Las personas cambian —dijo Stone.
—El no, nunca. —De pronto Annabelle lo sujetó por el brazo—. Oliver, ¿qué vas a hacer?
—Poner a prueba tu teoría.
Antes de que pudiera detenerlo, Stone salió al espacio abierto y se encaminó hacia Paddy. Caminó despacio, aparentando leer las lápidas antes de detenerse en una situada cerca del hombre, que aún sollozaba arrodillado.
—No pretendo perturbar su intimidad —dijo Stone con voz queda—. Hace varios años que no vengo a visitar la tumba de mi tía. Quería presentarle mis respetos.
Paddy alzó la vista hacia él y se frotó el ancho rostro con el pañuelo.
—Es un cementerio público, amigo.
Stone se arrodilló delante de la tumba elegida sin dejar de observar a Paddy de reojo.
—Los cementerios parecen absorberle a uno la energía, ¿verdad? —dijo en voz baja.
El hombre asintió y repuso:
—Es una penitencia para los vivos. Y una advertencia para todos nosotros.
—¿Una advertencia? —Stone se giró para mirarlo y entonces se dio cuenta: aquel hombre era un enfermo en fase terminal. Lo vio en los matices grises que salpicaban su rostro pálido y hundido, el cuerpo esquelético y las manos temblorosas.
Paddy asintió.
—Mire todas estas tumbas. —Levantó un brazo tembloroso—. Todos estos muertos esperando que el Todopoderoso baje a decirles adónde irán. Esperando en la tierra o en el purgatorio, si uno es creyente. Esperando que baje el Hombre y se lo diga. Para el resto de la eternidad.
—El cielo o el infierno —asintió Stone.
—¿Es usted jugador?
Stone negó con la cabeza.
—Me he pasado toda la vida apostando por una cosa o por otra. Si usted fuera jugador, ¿cuántos diría que van a ir al cielo y cuántos al infierno?
—Esperemos que más al cielo —contestó Stone.
—Perdería la apuesta, está claro.
—¿Cree que hay más gente mala que buena?
—Míreme a mí. Ya puedo ir buscándome un lugar soleado en lo más profundo del infierno, porque ese es mi destino, se lo digo yo.
—¿Se arrepiente de muchas cosas?
—¿Arrepentirme? Señor, si los arrepentimientos fueran dólares, tendría tanto dinero como Bill Gates. —Paddy se inclinó hacia delante y besó la lápida—. Adiós, mi querida Tammy. Que descanses, cariño. —Se levantó con piernas temblorosas y se encasquetó otra vez el sombrero.
Se giró hacia Stone.
—Ella sí irá al cielo. ¿Sabe por qué? —Stone negó con la cabeza—. Porque fue una santa. Por aguantar a un tipo como yo. Y aunque sólo sea por eso, cuando llegue el día del Juicio Final san Pedro la recibirá con los brazos abiertos. Ojalá pudiera estar allí para verlo.