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Se encontraba en la última fase de una misión de investigación e incursión, único motivo por el cual Harry Finn estaba haciendo cola a primera hora de la mañana después de haber viajado en avión la noche anterior tras la visita a su madre. Mientras escuchaba la cantinela del hombre que encabezaba la cola, Finn seguía pensando en su frágil madre de espíritu resuelto. La historia que le había contado, como en muchas otras ocasiones, concernía a Rayfield Solomon, padre de Harry Finn. Solomon había sido un hombre de una curiosidad intelectual inagotable y poseedor de una integridad intachable. Había trabajado para su país durante décadas, forjándose una reputación no sólo de verdadero patriota sino de hombre capaz de solucionar cosas con sus ideas, capaz de ver la respuesta allá donde nadie más la veía. Luego, en una etapa más tardía de la vida, se había enamorado de la madre de Harry Finn y se habían casado. Con el nacimiento de Finn las cosas empezaron a cambiar o, mejor dicho, a desmoronarse.

Y entonces su padre murió, por decisión propia, se dijo, en un arrebato de culpabilidad. Sin embargo, la madre de Finn sabía que no era cierto.

—Todo fueron mentiras —le había contado una y otra vez—. Nada de eso era verdad. Ni sobre él ni sobre mí. Lo mataron porque tenían sus motivos.

Finn sabía cuáles eran esos motivos; su madre se los había repetido hasta la saciedad. La carrera de Rayfield Solomon al servicio de su país había caído en el olvido, su buen nombre mancillado. La vergüenza injusta no era lo que más dolía a la madre de Finn, sino el hecho de que había perdido mucho antes de lo debido al hombre al que amaba.

—No se merecía nada de eso —le había dicho a Finn—. Y ahora tiene que haber represalias.

Finn recordaba haber oído aquella historia por primera vez cuando contaba apenas siete años de edad, poco después de la muerte de su padre. Entonces le había dejado atónito, había supuesto un trauma para su sentido de la justicia, todavía en desarrollo. Hoy día seguía dejándole pasmado el hecho de que un hombre pudiera ser destruido de forma tan injusta, tan absoluta.

Apartó tales pensamientos y se concentró en la tarea que tenía por delante. Entre la multitud había otros tres miembros de su equipo. Dos eran estudiantes universitarios sacados de la oficina en que trabajaban normalmente para una misión sobre el terreno. El tercero era una mujer casi tan hábil en su trabajo como él.

Mediante unos tejemanejes habían conseguido entradas para una visita guiada por el casi acabado Centro de Visitantes del Capitolio. El complejo de tres plantas y 55.000 m2, situado bajo la zona este de los jardines del Capitolio, cubría una zona mayor que el edificio del Capitolio. Incluía salas de orientación, tiendas de regalos, restaurantes, un gran vestíbulo, zona de exposiciones, un auditorio y otros elementos tanto funcionales como ceremoniales, entre ellos el tan necesario espacio para las actividades de la Cámara de Representantes y el Senado. Una vez abierto, recibiría millones de visitantes al año procedentes de todo el mundo. Y para que Washington no perdiera su reputación de eficacia e integridad, el proyecto sólo llevaba unos cuantos años de retraso y ya se habían gastado varios cientos de millones de dólares más de los presupuestados.

A Finn le intrigaban sobre todo dos elementos: primero, el túnel que conectada el centro de visitantes con el Capitolio en sí, y segundo, un túnel de servicio para los vehículos de reparto. El reparto que él tenía en mente era el que ningún congresista desearía jamás.

Cada miembro del equipo llevaba una cámara digital en el ojal y tomaba fotos subrepticias de todos los rincones del lugar. Túneles inacabados y pasillos que se desviaban hacia direcciones interesantes que luego resultarían muy prácticas para Finn y su equipo.

Finn formuló varias preguntas, aparentemente inocentes, a la guía. Sin embargo, al igual que hacía con las «excavaciones telefónicas», esas preguntas buscaban obtener información que la guía nunca habría revelado de forma consciente. Siguiendo el plan establecido, otros componentes del equipo formulaban preguntas relacionadas que revelaban otros detalles. Combinando todas las respuestas, resultaba que la inocente guía casi les había proporcionado información suficiente para desmontar y volver a montar el Capitolio.

«Eres una mina para los terroristas y ni siquiera lo sabes», pensó Finn de la amable guía.

En el exterior, Finn contempló la estatua de la Libertad de bronce que coronaba la cúpula del Capitolio. Era una imagen bonita, pensó. No obstante, no sabía si quienes trabajaban en el interior del edificio se merecían que su lugar de trabajo estuviera tan bien coronado. Consideraba que conceptos como «libertad», «verdad» y «honor» eran lo último que tenían en mente.

Él y su equipo recorrieron los casi 250.000 m2 del Capitolio para recabar datos todavía más útiles. Se reunieron en un vacío dell cercano a Independence Avenue para repasar los resultados y plantearse qué añadir al plan de asalto al Capitolio.

—A los congresistas les gusta estar a salvo —observó uno de los miembros del equipo—. Así que tras nuestra operación el Tío Sam tendrá que gastarse una fortuna para ofrecerles seguridad.

—Una minucia para el presupuesto federal —dijo la mujer—. Volvemos a la oficina, Harry. Tengo que hacer un poco de excavación telefónica para la misión del Pentágono.

—De acuerdo —asintió Finn—. Yo tengo que hacer otra cosa.

Salió del bar y se dirigió al edificio Hart de la oficina del Senado, el más nuevo y mayor de los tres complejos dedicados a los cien senadores y su numeroso personal. A veces a Finn le sorprendía que cien personas no fueran capaces de hacer encajar sus actividades en algo menos que los más de 185.000 m2 que sumaban en total los edificios Hart, Russell y Dirksen de las oficinas del Senado. Y aun así los políticos exigían instalaciones más amplias y más dólares procedentes de los impuestos para construirlas.

El edificio Hart estaba situado entre las calles Second y Constitution y había recibido ese nombre en honor a Philip Aloysius Hart, senador de Michigan fallecido en 1976. El difunto Hart, tal como rezaba la inscripción que coronaba la entrada principal, «fue un hombre de una integridad intachable».

«Aquel señor se habría sentido muy solo en el Capitolio en nuestros días», pensó Finn.

Caminó por el interior del edificio admirando el atrio central de casi treinta metros de alto y su elemento principal, un mobile-stabile titulado Montañas y nubes, obra del célebre Alexander Calder. El escultor había ido a Washington D. C. en 1976 para realizar los últimos ajustes a la pieza, que era enorme —su punto más alto alcanzaba los quince metros—, y había muerto inesperadamente esa misma noche al regresar a Nueva York. Era un testimonio inequívoco del viejo refrán «Washington puede resultar mortal para la salud».

Si bien el edificio Hart albergaba a más de cincuenta senadores, a Finn sólo le interesaba uno: Roger Simpson, del gran estado de Alabama.

Las medidas de seguridad del edificio, incluso después del 11-S, eran de risa. Una vez traspuesto el detector de metales, se podía ir prácticamente a cualquier sitio. Finn tomó el ascensor hasta la planta en que se encontraba la oficina de Simpson. Era difícil no verla. La bandera de Alabama se enarbolaba junto a la puerta del hombre. Mientras esperaba cerca de la puerta de cristal, hizo varias fotos del interior de la oficina con la cámara del ojal, enfocando a la joven recepcionista. Se fijó en los demás detalles de la planta y estaba a punto de marcharse cuando la puerta volvió a abrirse y salió el senador en persona, acompañado de un séquito considerable.

Roger Simpson era alto, de casi dos metros, y esbelto, de pelo rubio y canas incipientes y el aspecto tranquilo y distante de un hombre acostumbrado a que se respeten sus límites personales y obedezcan sus órdenes.

La puerta del ascensor situado al final del pasillo se abrió y apareció una mujer alta y rubia. Simpson sonrió y avanzó para darle un abrazo rápido. A su vez, ella lo obsequió con un besito en la mejilla que, a ojos de Finn, era pura apariencia. Era la señora Simpson, ex Miss Alabama, con un máster en Administración de Empresas por una prestigiosa universidad estadounidense. Poseía un currículo poco convencional para una posible primera dama.

Finn se fijó en los dos hombres que flanqueaban a Simpson. Llevaban pinganillos e iban armados; seguramente eran del Servicio Secreto. Sin duda Simpson había extremado las precauciones, sobre todo después de la muerte de los tres ex Triple Seis y Carter Gray. El plan de Finn no consistía en un ataque directo a Simpson. El único elemento problemático quizá fuera la foto de Rayfield Solomon. Simpson debía saber por qué tenía los días contados. Sin embargo, a Finn ya se le ocurriría el modo; siempre se le ocurría.

Abandonó el edificio discretamente.