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De vuelta al Pompeii, Milton informó a Reuben de lo que había descubierto.

Su amigo se mostró impresionado.

—Joder, Milton, Susan te ha contagiado de verdad.

Después de repartir unos billetes de veinte dólares aquí y allá, dieron con la mesa de dados de Dolores Radnor. Milton apostó por un tirador que arriesgaba mientras intentaba calarla. Era delgada y tenía arrugas y una expresión de profunda tristeza.

Al cabo de una hora le tocó un descanso y Milton la siguió hasta una mesa del bar, donde pidió una taza de café mientras sostenía un cigarrillo apagado entre los dedos.

—¿Señora Radnor?

La mujer, sorprendida, lo miró con cautela.

—¿Cómo sabe mi nombre? ¿Pasa algo?

—Mis condolencias, señora —repuso Milton mientras Dolores lo miraba con aire expectante—. Estuve en la ciudad hace unos meses y su hija me hizo el mejor masaje de mi vida.

A la mujer empezaron a temblarle los labios.

—Mi Cindy era muy buena haciendo masajes. Estudió para eso, obtuvo el título y tal.

—Lo sé, lo sé. Era fantástica. Y le prometí que la siguiente vez que viniera a la ciudad pasaría a verla. Acabo de ir al hotel y me han contado lo ocurrido. Y han tenido la amabilidad de darme su nombre y decirme que trabaja aquí.

—¿Por qué quería saberlo? —preguntó ella con tono más triste que suspicaz.

—Cindy fue tan amable conmigo que le dije que haría una apuesta por ella en la mesa de dados.

Dolores lo miró más detenidamente.

—Oiga, ¿no es usted el jugador que puso al rojo vivo la mesa número siete? Pasé por allí durante un descanso porque todo el mundo estaba hablando del tema.

—El mismo. —Sacó la cartera—. Y quería entregarle la parte correspondiente a Cindy.

—No tiene por qué hacerlo, señor.

—Una promesa es una promesa. —Milton le entregó veintiún billetes de cien dólares.

—Dios mío —se asombró Dolores. Intentó devolvérselos, pero Milton insistió hasta que ella se los guardó en el bolsillo—. El hecho de que usted venga aquí y se muestre tan amable y generoso es lo único bueno que me ha pasado en mucho tiempo. —De repente se echó a llorar.

Milton le tendió unas servilletas de papel. Ella se secó los ojos y se sonó la nariz.

—Gracias.

—¿Puedo hacer algo por usted, señora Radnor?

—Llámeme Dolores. Y acaba de hacer algo maravilloso.

—Helen, la del spa, me dijo que su hija había fallecido en un accidente. ¿Fue un accidente de tráfico?

La mujer endureció la expresión.

—Sobredosis «accidental», dijeron. ¡Mentira! Cindy no tomó drogas en su vida. Además, yo me habría enterado porque yo sí las tomé, hace siglos. Los drogatas se calan rápido y ella no lo era.

—Y entonces, ¿por qué creen que murió de eso?

—Sustancias en el cuerpo y un recipiente con drogas junto a la cama. Y ya está: ¡resulta que mi hija es adicta al crack! Pero yo conocía muy bien a mi Cindy. Ella vio lo que las drogas me hicieron. Al final me limpié y conseguí un buen trabajo. Y ahora mi niña está muerta. —Se sorbió la nariz.

—Lo siento mucho, de veras.

Milton se marchó y se reunió con Reuben.

—Bueno, Cindy le da un masaje a Tony Wallace, también llamado Robby Thomas. Wallace recibe una paliza de muerte por parte de Bagger. Y Cindy muere de una sobredosis accidental pese a que no se drogaba.

—No puede ser una coincidencia —aseveró Reuben.

—Lo más probable es que Bagger ordenara su muerte. Puedo investigar un poco en la página web del Pompeii. A lo mejor hay algún fallo de seguridad y puedo colarme.

Se marcharon sin fijarse en el hombre que había estado observando a Milton mientras hablaba con Dolores. Habló por un walkie-talkie.

—Quizá tengamos un problema. Localiza al señor Bagger.