Más tarde, mientras tomaban una copa Reuben riñó a Milton.
—Maldita sea, primero el blackjack y ahora los dados. Te dije que intentaras pasar inadvertido, Milton, no que dieras la nota. Estás complicando mucho nuestro trabajo al convertirte en un problema para el casino.
Milton parecía escarmentado.
—Lo siento, Reuben, tienes razón. Supongo que me he dejado llevar. No volverá a ocurrir.
—¿Y puedes explicarme exactamente cómo vas a cobrar el dinero sin revelar quién eres? Cuando se gana tanto en un casino tienes que rellenar los papeles de los impuestos con tu nombre, dirección y número de la Seguridad Social. ¿Quieres que Bagger tenga esa información?
—Descuida, Reuben, voy a utilizar un documento de identidad falso. No se darán cuenta.
—¿Y si lo comprueban en alguna base de datos?
—En mi documento de identidad consto como ciudadano británico; Estados Unidos carece de autoridad fiscal allí. Y no creo que el casino esté conectado a alguna base de datos inglesa.
Reuben, suficientemente apaciguado, le explicó qué había averiguado con Angie.
—O sea que, si podemos acusar a Bagger de esos crímenes, Susan estará a salvo —concluyó Milton.
—Del dicho al hecho va mucho trecho. Un tío como Bagger sabe cómo ocultar un rastro.
—Bueno, a lo mejor puedo empezar a descubrirlo.
—¿Cómo?
—Oliver nos contó lo de Anthony Wallace. Bagger averiguó quién era y casi lo mató. Veamos, ¿cómo descubrió su identidad?
—No lo sé.
—Sé que es tarde, pero llama a Oliver y a Susan. Pídeles cualquier información sobre Wallace que se les ocurra. Dónde se alojaba, qué hacía, esa clase de cosas.
Reuben hizo la llamada y luego resumió el resultado:
—Oliver la ha despertado para preguntárselo. Wallace se alojaba en el hotel situado justo enfrente del Pompeii. Empleó un seudónimo, Robby Thomas, de Michigan. Casi metro ochenta, esbelto, pelo moreno, un chico muy guapo. Su habitación tenía vistas directas al despacho de Bagger.
—Eso es lo que necesitaba saber. —Milton se levantó.
—¿Adónde vas?
—Al otro lado de la calle. Es muy probable que Bagger se imaginara que Wallace lo espiaba. Si es así, seguro que quiso comprobarlo, y eso es lo que voy a hacer.
—¿Cómo?
—Algo he aprendido de Susan. Tranquilo.
El ágil cerebro de Milton afinó los detalles mientras cruzaba la calle.
—Estoy buscando al señor Robert Thomas. Le llaman Robby —dijo en la recepción del hotel—. Se supone que se aloja aquí. ¿Podría llamarle a su habitación?
Tras una búsqueda rápida en el ordenador, el recepcionista meneó la cabeza.
—No hay ningún huésped con ese nombre.
Milton adoptó una expresión confundida.
—Es muy raro. Él y mi hijo vinieron de Michigan. Teníamos que cenar juntos.
—Lo siento, señor.
—¿Me habré equivocado de fecha? Mi secretaria lo organizó todo y en otras ocasiones ya ha metido la pata. No me gustaría nada dejarlo plantado.
El recepcionista pulsó unas teclas.
—Tuvimos a un huésped llamado Robert Thomas de Michigan, pero fue hace algún tiempo.
—Oh, Dios mío, voy a despedir a mi secretaria en cuanto vuelva a casa. Pero no entiendo por qué no me ha llamado Robby.
—¿Quién le dio su información de contacto?
Milton torció el gesto.
—¡Esa idiota de secretaria! Se equivocó de fecha y probablemente le dio un número equivocado, si es que siquiera se molestó en dárselo.
El recepcionista le dedicó una mirada comprensiva.
—Bueno, al menos espero que Robby se lo pasara bien cuando estuvo aquí —añadió Milton.
El recepcionista echó un vistazo a la pantalla.
—Hay constancia de que le hicieron un masaje. Así que, aunque se perdió la cena con usted, por lo menos se relajó.
Milton rio.
—Cielos, un masaje, hace años que no me dan uno.
—Tenemos un personal magnífico.
—¿Hay que ser huésped del hotel para obtener sus servicios?
—Oh, no, puedo concertarle una cita ahora mismo si quiere.
—¿Sabe qué? Preferiría que me atendiera la misma masajista que a Robby. Así podremos intercambiar anécdotas sobre él. Es todo un personaje y seguro que la masajista lo recuerda bien.
El recepcionista sonrió.
—Sin duda, señor. Voy a llamarla.
Telefoneó al spa, habló un minuto y de pronto se le ensombreció el semblante.
—Oh, ya, no me había dado cuenta de que era ella. Vale, te vuelvo a llamar. —Colgó y se dirigió a Milton—: Me temo que no podrá ser la misma masajista.
—Vaya, ¿ya no trabaja aquí?
—No es eso. —Bajó la voz—. Es que… ha fallecido.
—Oh, cielos. ¿Un accidente?
—No sabría decirle, señor.
—Qué pena. ¿Era joven?
—Sí. La pobre Cindy era muy buena persona.
—Lo lamento.
—¿Quiere un masaje de todos modos? De hecho hay un hueco para usted.
—Sí, sí, creo que sí. ¿Dice que se llamaba Cindy?
—Así es. Cindy Johnson.
—Tendré que decírselo a Robby.
Al cabo de una hora Milton había recibido un vigoroso masaje de manos de una mujer entusiasta llamada Helen. Cuando sacó a colación el tema de la muerte de su compañera, Helen pareció entristecerse.
—Fue horrible. Pobrecilla, hoy aquí y al otro día muerta.
—Un accidente, me han dicho —dijo Milton sentado en el salón enfundado en un albornoz y sorbiendo un vaso de agua mineral.
Helen soltó un bufido.
—¿Accidente?
—¿No crees que se tratara de eso?
—Yo no digo ni una cosa ni la otra. La verdad es que no es asunto mío. Pero su pobre madre está destrozada, eso sí me consta.
—¿Su madre? ¡Pobre mujer! ¿Tuvo que venir aquí a identificar el cadáver?
—¿Qué? No, Dolores vive aquí mismo. Trabaja en una mesa de dados en el Pompeii.
—Vaya por Dios, acabo de estar allí.
—El mundo es un pañuelo.
—Pobre señora Johnson —se lamentó Milton—. Perder una hija así.
—Sí. Ahora se llama señora Radnor; volvió a casarse. A Cin le caía bien su padrastro, o eso decía.
Milton se acabó el agua.
—Bueno, gracias por el masaje. Me siento como nuevo.
—A su servicio, señor.