Mientras Reuben decepcionaba a Angie, Milton probaba un sistema para la mesa de dados sobre el que había leído. Hasta el momento no le estaba yendo tan bien como esperaba. Si bien había ganado ocho mil dólares bastante rápido en la partida, sus expectativas eran mayores. De todos modos, había otros jugadores arrimados a la barandilla, diciéndole que estaba de suerte, que estaba en racha. Más de dos docenas de jugadores apostaban a lo mismo que él, esperando que los hiciera ricos o que, por lo menos, les ayudara a recuperar parte del dinero que habían perdido hasta el momento a favor de Jerry Bagger.
Mujeres con pechos que les desbordaban por el escote sorbiendo cócteles se arremolinaban a su alrededor, le presionaban las tetas contra la espalda y le manchaban la camisa de licor. También lo acribillaban a preguntas tontas sobre su técnica. Milton no sabía que eran empleadas del casino cuyo trabajo consistía en desconcentrar y romper la racha de cualquier jugador que estuviera ganando mucho. Pero no importaba. Se necesitaba algo más que unos cuantos pechos inflados y preguntas estúpidas para que Milton Farb perdiese la concentración.
Los dos crupieres y el stickman que dirigían la mesa observaban atentamente el juego, daban cuenta de las apuestas y controlaban todo lo que pasaba, incluyendo a quienes pululaban junto a la barandilla y a los jugadores que querían llevarse parte del pastel. En esos momentos quedaba muy poco sitio junto a la barandilla, pero si alguien llamaba la atención de algún crupier y mostraba suficientes fichas, podía participar. Y todo el mundo quería jugar en esa mesa.
El corpulento jefe de sala rondaba por detrás sin perderse detalle. Era el tribunal de última instancia en caso de que hubiera algún problema y su misión consistía en velar por el bienestar del casino al tiempo que fingía ser justo con los jugadores. El mundo del casino no era misericordioso; allí sólo había un dios llamado Dinero. Al final de la jornada, el casino tenía que haber ingresado más de lo desembolsado. El hombre estaba preocupado porque tenía suficiente experiencia para reconocer a un jugador excepcional. El Pompeii tendría que capear el temporal, le parecía.
La apuesta mínima era de cincuenta dólares y la máxima de diez mil, y Milton hacía sus apuestas con precisión quirúrgica. Hacía rato que había calculado todas las posibilidades estadísticas y estaba haciendo buen uso de ellas. Había sacado un siete en su primer lanzamiento de dados, la única vez que ese número podía resultar ganador. Había ganado quinientos dólares con ese lanzamiento con una apuesta inicial agresiva y ya no había mirado atrás, llegando al límite con los cincos, seis y ochos, luego los nueves y los cincos, y los más lucrativos, pero con menos probabilidades, dieces y cuatros, con la astucia de un empresario de dados con décadas de experiencia. Había acertado con un dos doble en dos ocasiones y luego un cuatro doble y un diez respectivamente. Había multiplicado sus puntos por seis y el ambiente seguía caldeándose.
Al final, el nervioso jefe de sala ordenó cambiar al personal de la mesa. A los crupieres y al stickman no les hizo ni pizca de gracia, tal como reflejaron sus rostros. Las propinas se dejaban al final de la partida, así que esos hombres no verían ni un centavo de las ganancias de Milton. No obstante la orden del jefe era inapelable. Lo había hecho para calmar a Milton y a su entorno. Pero tal decisión, aunque contemplada en las reglas del juego, siempre resultaba controvertida y los espectadores que rodeaban la barandilla dejaron oír sus protestas.
Dos guardias de seguridad se acercaron tras ser llamados por el jefe de sala por los auriculares. En cuanto los dos gorilas se dejaron ver, los espectadores se aplacaron.
Sin embargo, la artimaña del jefe no funcionó, ya que Milton consiguió ganar tres veces más tras una serie de apuestas complejas. Llevaba ganados más de veinticinco mil dólares. A no ser que lanzara los dados fuera de la mesa, el crupier no podía cambiárselos, así que el nervioso jefe de sala poco podía hacer. Se quedó allí contemplando cómo Milton seguía desplumando al Pompeii Casino.
La mesa se quedó estupefacta cuando Milton apostó quinientos dólares a que sacaría un tres. Cuando salió la combinación de dos más uno la apuesta de quince a uno convirtió sus quinientos dólares en siete mil quinientos. Llevaba ganados treinta y cinco mil dólares.
El sudoroso jefe de sala no tenía más remedio que jugar su última carta e hizo un sutil movimiento de cabeza hacia uno de los empleados que fingían ser jugadores. Inmediatamente el hombre apostó al número siete. En realidad era una apuesta contra Milton, porque si sacaba un siete, o craps, dejaría de ser el tirador y se perdían todas las apuestas de la mesa. En el mundo del juego se considera que apostar contra el tirador genera malas vibraciones, ahuyenta la energía de la mesa y hace perder fuelle al tirador.
Los espectadores empezaron a quejarse ante las apuestas del falso jugador. Uno de los hombres apostados junto a la barandilla incluso lo empujó, pero un guardia de seguridad sofocó los ánimos.
Milton se mostró impasible ante la intentona del casino por desbaratarle el juego. Bajo la estupefacta mirada de los presentes, colocó fichas por valor de mil dólares «a vagones», como se denomina la combinación de un doble seis. Eso, junto con apostar «a los ojos de la serpiente», es la jugada más agresiva en una mesa de dados porque la ganancia es de treinta a uno. Sin embargo, como sólo se hacía una apuesta, si no sacaba dos seis en el siguiente lanzamiento, Milton perdía el dinero. Así pues, apostar mil pavos a vagones se consideraba una locura.
En la mesa reinaba un silencio absoluto. No había ni un centímetro libre junto a la barandilla y los espectadores se agolpaban tras los jugadores, esforzándose por seguir la partida. En un casino no había nada que se propagara más rápido que la noticia de un jugador de dados en racha total.
—¿Cree que tiene suerte? —dijo Milton mientras lanzaba una mirada al jefe de sala—. Porque yo sí.
Antes de que el estupefacto hombre tuviera tiempo de responder Milton lanzó los dados. Los dos cubos rodaron por el tapete sin tocar las pilas de fichas de la mesa y rebotaron en el extremo de la barandilla.
Se produjo un momento de calma tensa antes de que se oyera una exclamación de asombro colectivo cuando los dos seis quedaron sobre el tapete. Milton Farb acababa de ganar treinta mil dólares y casi había duplicado sus ganancias hasta más de sesenta mil dólares. El tío que estaba a su lado gritaba y le daba palmadas en la espalda. Las palabras que Milton pronunció entonces hicieron que los vítores diesen paso a unos quejidos de incredulidad.
—Voy a cambiar las fichas —dijo al crupier.
La expresión de todos los que rodeaban la mesa habría resultado más apropiada para un funeral o accidente de aviación.
—¡Déjate llevar! —gritó un hombre—. Estás de racha. No lo dejes ahora.
—Esto va a pagar la universidad de mis hijos —gritó otro.
—Soy más listo que afortunado. Sé cuando he de parar —declaró Milton.
Esa verdad nunca sienta bien en un casino.
—Que te jodan —exclamó un hombre fornido que se acercó a Milton para ponerle una mano carnosa en el hombro—. Sigue tirando los dados, ¿me has oído, capullo? Antes de tu llegada no hice más que perder. ¡Sigue jugando, he dicho!
—Ya le ha oído —dijo una voz al tiempo que una manaza aterrizaba en el hombro de Milton y tiraba de él hacia atrás.
—¿Qué coño…? —espetó el hombre dándose la vuelta con los puños apretados. Se encontró cara a cara con el imponente Reuben Rhodes, que cogió el stick del crupier.
—Este caballero ha acabado de jugar, así que sugiero que le deje recoger las fichas y hacer lo que le plazca. A menos que prefiera que le meta este palo por su gordo culo.