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Reuben se dejó más de cien pavos en la cena y las copas con Angie, pero lo consideró una buena inversión, porque se enteró de cosas interesantes.

Para empezar, los dos tíos que habían acabado en el hospital y el que había desaparecido habían disgustado a su jefe, Jerry Bagger. La camarera no sabía exactamente el motivo, pero parecía que se trataba de una cuestión de dinero. Por desgracia, Angie no sabía por qué Bagger había ido a Washington, sólo que se había marchado de repente.

«No me extraña», pensó Reuben.

Ella atacó su tercer cóctel de ron y refresco de jengibre, bebida de la cual Reuben tomó un solo sorbo y estuvo a punto de vomitar, y luego dijo:

—Últimamente por aquí pasan cosas raras. Tengo un colega que trabaja en la contabilidad del casino. Me contó que había recibido órdenes estrictas de hacer todo lo posible para retrasar una inspección rutinaria de la Comisión de Control.

—¿Bagger tiene problemas económicos?

Ella negó con la cabeza.

—No creo. El Pompeii Casino es como la Casa de la Moneda. Es una mina de oro y Bagger es el empresario más listo de la ciudad. No perdona ni un centavo y sabe cómo ganar dinero.

—Entonces debe de haber ocurrido algo —sugirió Reuben—. Quizá los tíos que acabaron en el hospital y el que desapareció sé traían algo entre manos con la pasta del casino. A lo mejor le estaban desplumando y Bagger lo descubrió e hizo que les dieran una paliza.

—El señor Bagger no es tonto. Eso de romper rodillas ya no se lleva, lo normal es recurrir a la poli o los picapleitos para que les aprieten las tuercas a los timadores, o sea que debe de haber sido algo más gordo.

—¿La poli está investigando?

Angie negó con la cabeza.

—El señor Bagger sabe a quién untar. ¿Y sabes cuántos ingresos para la Hacienda de Nueva Jersey genera el Pompeii?

Reuben asintió con aire pensativo.

—Probablemente sobornara a los dos que están en el hospital. Y el otro tipo no va a ir a darle el soplo a la poli.

—Los muertos no hablan, tienes razón. —Angie se había arrimado más a Reuben en el reservado que compartían. Ella le dio una palmada en el muslo y dejó la mano ahí—. Bueno, se acabó hablar de los demás. Háblame de ti. ¿Has sido jugador de fútbol americano? Tienes pinta. —Le pellizcó la pierna y se apoyó en él.

—Jugué en la universidad. Hice un par de viajecitos a Vietnam. Gané una par de medallas y me quedé con un poco de metralla.

—¿Ah, sí? ¿Dónde? ¿Aquí? —Le presionó el pecho con un dedo con aire juguetón.

—Digamos que no voy a tener más hijos. —No dio crédito a sus propios oídos: le había dicho esa mentira a una mujer que no disimulaba sus ganas de acostarse con él, pero tenía otras cosas en mente.

Angie se quedó tan boquiabierta que la mandíbula casi le llegó a la mesa.

—La cuenta, por favor —dijo Reuben al camarero cuando pasó por allí.